Capítulo 112. Mensajera de un destino funesto

—Tiene pulso —comprobó Makoto de Mosca, inclinado ante el inconsciente Orestes.

—Adremmelech no —observó Hipólita, señalando donde hacía un momento estaba el Caballero sin Rostro. Todos contuvieron el aliento: no había nada allí, ni tan siquiera signos de que hubiese habido alguna batalla. El pánico empezó a adueñarse de la cubierta, porque aunque el renovado santo de Capricornio era conocido por morir y revivir con tanta ligereza como el hombre que duerme y despierta en lo que dura una noche, nunca caía sin lucha, ni ante el mismo Caronte de Plutón.

Entonces llegó Munin, muy agitado y respirando de forma brusca. Había venido corriendo no como una estela supersónica, sino como el hombre común y corriente que acaso pudo haber sido. La cara, empapada por los sudores del miedo y la angustia, se volvió pálida en cuanto halló a Orestes tendido e inmóvil.

—¿También aquí? —murmuró Cuervo Negro. Era más una maldición que una pregunta—. Será mejor que me lo lleve abajo, estará más seguro.

Esperó un par de segundos, como pidiendo permiso. Soma y June corrieron hacia él, pero lo pasaron de largo e ingresaron al interior del barco, sin duda temiendo porque Ban y Shun hubiesen pasado por algo similar. Emil, en cambio, se ofreció a echar una mano al caballero negro y juntos alzaron el cuerpo de Orestes.

Mientras el par llevaba al dormido abajo, Hugin enviaba un nuevo cuervo a la bruma que los rodeaba, desesperándole la idea de perder el rumbo del sol y por tanto perderse en los mares olvidados. Hipólita quiso ayudar, alzando el vuelo por encima del mástil y aventurándose más allá con toda la cautela que le era posible, pero cuando se alejó demasiado su instinto le exigió regresar, abandonado el eidolon a su suerte.

—Perdí la conexión —masculló el santo de Cuervo.

—Lo único que puede viajar en este mar es el Argo Navis. Si vamos más allá de su protección, seremos devorados por las corrientes del tiempo.

El santo de plata dio la razón a Hipólita con un simple gesto. Estaba tan aterrado que ni siquiera se le ocurrió preguntarle por qué quiso volar más allá si lo sabía.

Vio con el rabillo del ojo la cubierta. Aparte de Águila Negra, solo Makoto quedaba allí y no parecía muy centrado. Siguió la mirada del santo de Mosca hasta una doncella vestida de seda y de rostro enmascarado. Tardó un tiempo en reconocerla.

—Shizuma de Piscis —oyó murmurar a Makoto—. ¡Sobrevivió!

xxx

Frente a la cámara papal estaban Soma, Ban y June, esta ya tan visible como cualquier mortal. Llevaban un rato hablando para cuando Munin y Emil llegaron, pero no les importó volver a contar la conclusión a la que habían llegado:

—Lo que sea que haya ocurrido, solo afecta a quienes han despertado el Séptimo Sentido —advirtió Ban—. Su Santidad, Shun, Asterión y… —Miró a Orestes, cargado por el par de recién llegados—. ¿Qué hay de Adremmelech?

—Es un gólem con esteroides —explicó Munin, rememorando la campaña contra el continente Mu—. Puede que el verdadero Adremmelech esté durmiendo una buena siesta, donde sea que esté. Pero eso no importa, ¿puedo…?

Como guardianes a la fuerza de aquel lugar, Ban y June asintieron. El santo de León Menor tuvo la delicadeza de abrir la puerta, además, hacia una sala que asemejaba a una rudimentaria enfermería. Los cuerpos de Akasha y Shun se hallaban en una camilla, mientras que Asterión había sido dejado recostado en una pared. Todos estaban cubiertos por un halo tan dorado como el amanecer, una barrera generada, al parecer, por el manto de Virgo desde su refugio en la Caja de Pandora.

—Es como si la diosa Atenea nos sonriera desde lo alto —alabó Munin con tono solemne, si bien era más probable que todo fuera idea de Akasha.

Siguiendo a Ban de León Menor, Emil y Hugin entraron en el cuarto y depositaron a Orestes junto a su compañero. Soma quiso acompañarles, pero lo detuvo una chispa en la mirada del santo de Flecha: desconfianza, el Arquero de Plata sospechaba de Hybris. Le sorprendía que eso le afectara a estas alturas.

—Malagradecidos —soltó Soma, cerrando la puerta de un portazo.

—No te comportes como un niño, a menos que quieras que te traten como tal —advirtió June, palpándole el hombro en señal de apoyo. Ahora que sabía a Shun seguro, a pesar de haber caído de nuevo en un sueño inexplicable, no consideraba mala cosa dedicar sus esfuerzos a apoyar a uno de los pocos aliados que les quedaban.

Soma agradeció el consejo con un gruñido, sonriendo al notar cómo se pareció a su padre en ese momento, y lo poco que eso le desagradó.

—Tal vez me he convertido en otro idiota que espera en una montaña el próximo apocalipsis —confesó en ese pasillo solitario donde solo June podía oírlo.

xxx

Porque en verdad ningún sonido llegaba al interior del camarote papal. Lo que desde fuera Munin había interpretado como barreras individuales, era en realidad la reacción de los cuerpos inconscientes al cosmos que protegía toda la estancia. Ocurriera lo que ocurriera fuera, ese lugar seguiría intacto, era posible que incluso sobreviviera a la destrucción del Argo Navis, por lo que Cuervo Negro empezó a pensar que debía quedarse ahí para capear la tormenta. Parecía un buen lugar hasta que Emil lo apuntó con el puño derecho y una mirada tranquila que daba escalofríos.

—Solo dame una razón para creer que todo esto no es asunto vuestro.

Munin tragó saliva. En una diezmilésima de segundo tendría que evitar mil flechas hipersónicas directas a la cara si no escogía bien sus palabras.

—Los caballeros negros y las Alas del Rey trabajamos juntos —mintió, a sabiendas de que Emil desconocía que esa alianza, si alguna vez la hubo, se había roto por proseguir con la Cacería—. ¿Por qué nos desharíamos de nuestros aliados más fuertes?

—Tengo una teoría —dijo Emil, cantarín—. Lanzasteis un hechizo sobre aquellos que dominan el Séptimo Sentido. Vosotros perdéis a dos guerreros, nosotros a tres.

—Seguís teniendo ventaja numérica —advirtió Munin.

—¿Contra un experto en manipulación de la mente y la memoria? ¿Y una guerrera que por sí sola puede lidiar con cinco santos de plata?

—Vale, tienes razón. No vais ganando, ahora nosotros somos mejores.

—Si mi comportamiento se ve alterado, dispárale —susurró Emil.

—¿Le estás hablando a tu brazal, Buzz Lightyear?

Rio porque era hilarante, pero por dentro sintió una mezcla de admiración y temor por lo que suponía era una defensa automática del manto de Flecha. Por supuesto, esa era la diferencia entre una armadura negra y los mantos sagrados: la copia era una buena protección, el original un ser vivo. Así, Emil podía lograr que el carcaj asaetease al infeliz que le estuviera controlando la mente, del mismo modo que Akasha podía protegerse con una barrera aun en el caso de que quedara inconsciente.

—Par de paranoicos locos —dijo Munin.

—Esperamos lo peor de la gente —repuso Emil, bajando el brazo a la vez que esbozaba una sonrisa de lo más falsa—. Es lo que Hybris logró hace años, con el Cisma Negro. Por cierto, ya vencimos a Hipólita una vez y podemos volver a hacerlo.

—Todos acabaron en un hospital. Eso es un empate.

—Yo podría romper el empate.

—¿Te has olvidado de que acabas de amenazarme de muerte?

—Es una advertencia, no una amenaza. Y sigue en pie.

Munin se encogió de hombros. Claro que no iba a tener la confianza de un completo desconocido; a pesar de las buenas intenciones de la Suma Sacerdotisa, que las sombras rehúyan la luz siempre sería parte del orden natural de las cosas. Y él no tenía dudas, como Soma, ni orgullo, como Hipólita, él estaba bien siendo una sombra que se oculta y oculta cosas, porque así fue entrenado por Gestahl Noah. ¿Contarle al Arquero de Plata lo que vio en aquel mundo muerto lo beneficiaría? No, por tanto, no se lo contaría. ¿Eso acrecentaría las sospechas de Emil sobre él? Tanto daba, Munin de Cuervo Negro no iba a confiar así como así en alguien incluso tan traicionero como él.

«No, me miento a mí mismo. Lo que quiero es no recordarlo.»

—Te veo mal, Munin. De verdad que no te voy a matar ahora, me haces falta.

—Muy amable, Arquero de Plata. Muy amable.

La música. Se concentró en la música que escuchó en los recuerdos manifiestos de Orestes. Un réquiem a la misma esencia de la vida, la certeza de que todas las cosas simplemente acabarían un día, la negación de un sufrimiento eterno.

Solo así pudo ayudar a Emil. Antes había salido demasiado rápido de la estancia, de modo que no pudo analizar a consciencia lo que había ocurrido con los cuerpos.

No le sorprendió demasiado descubrir que todos estaban vacíos.

xxx

Poco después, Emil y Munin regresaron tan apesadumbrados que ni Hugin tuvo ánimos para molestarlos de modo alguno, intuyendo el descubrimiento de una nueva desgracia.

En busca de apoyo, el santo de Flecha caminó hacia Makoto, pero se detuvo a pocos metros, sorprendiéndole la imagen de una joven sobre el mascarón de proa. Los guantes, el cabello, el largo vestido de seda ceñido a su cuerpo… Todo era del mismo blanco puro y sin mancha. La doncella era en la práctica una con las brumas del tiempo.

—¿Seguro que no es una ilusión, Emil?

—Hablas como si ya me lo hubieses preguntado —dijo este, desconcertado—. No sé.

—Y lo hice —aseguró Makoto, perdiendo confianza enseguida—. ¿No?

Entonces intervino Hipólita, quien harta de aquel cielo acotado volvía al suelo.

—Es como un fantasma. No puedo determinar cuándo llegó hasta aquí.

—¿Tal vez siempre estuvo ahí? —sugirió Emil—. Eso me recuerda a Shizuma. ¡Oh, por las barbas de Zeus! ¡Si es la santa de Piscis, está viva!

Tras asentir, Makoto se armó de valor y dio un par de zancadas hacia la Dama Blanca. Bastaba un parpadeo para olvidar en dónde se suponía que estaba. Después costaba volverla a localizar, decidir que en medio de aquella bruma insondable había una figura humana, eso era excesivo hasta para quien guardaba el duodécimo templo zodiacal.

—¿Eres ella, verdad? Shizuma de Piscis.

No hubo respuesta.

—¿Sabes lo que está pasando?

Silencio.

—¿Titania de Urano te hizo algo?

Le bastó un segundo sin contestación para alzar los puños, aunque era más por frustración que porque fuera a combatir con ella. La ausencia de cosmos allá donde Shizuma se manifestaba era parte de los rumores que acompañaban a la Dama Blanca, además, tampoco sentía ninguna agresividad en ella, más bien lo contrario. No era una astral, ni una marioneta de los Astra Planeta, era en verdad una de los compañeros que creían desaparecidos, una razón de alegría en medio de tantas dificultades.

—No lo hagas —dijo una voz enfrente de Hipólita.

Makoto pudo escucharla, pero cuando giró no se encontró con nadie cerca de Águila Negra. Esta señaló a la joven, todavía en la misma posición.

—Increíble —musitó Makoto—. No se ha movido y a la vez sí. ¿Tú ayudabas a la división Andrómeda a entrar y salir de los mares olvidados, verdad? ¿Puedes sacarnos de aquí? La situación se ha complicado, varios de los nuestros están inconscientes.

Ni una palabra fue pronunciada.

—¡Si eres quien creo, responde! ¡Si te ocultas bajo una cara amiga…! —Makoto no llegó a proferir la amenaza, sino que avanzó. Al menos quiso avanzar.

Ni un paso fue dado, en opinión de quienes lo miraban. A decir verdad, no hubo más altercados durante un tiempo indeterminable. Hipólita sobrevolaba el Argo Navis de nuevo, impotente al ver que nada variaba. La mirada de Hugin bailaba en todas las direcciones, recopilando pedazos de un puzle que era incapaz de resolver. Incluso había llegado a enviar cuervos abajo, como si de repente se hubiese acordado de que debía sospechar de todo el mundo, desde los caballeros negros hasta los santos de Atenea que seguían despiertos. Desde luego, no encontró nada que los incriminara.

—Nos está ayudando —dijo Hipólita desde las alturas. Señalaba a la joven de blanco y se dirigía a Makoto—. Deja de actuar como una mosca y apártate, chiquillo.

Águila Negra llegó al extremo de agarrar el paralizado cuerpo de Makoto, hacerle creer con una finta que iba a arrojarlo al mar y terminar dejándolo caer a los pies de Emil y Munin, quienes estaban demasiado sorprendidos como para reírle la gracia.

—¿Nos ayuda? ¿Cómo? ¿Y por qué suda este si lleva quieto un buen rato?

—¿Otra vez, Emil? —gruñó Makoto mientras se levantaba—. ¡Llevo horas tratando de acercarme a ella, pero siempre me rechaza!

—Es que eres un acosador que roba besos allá donde va.

Por toda respuesta, Makoto hizo un brusco ademán. Ese asunto era agua pasada.

—El Argo Navis sigue en movimiento —apuntó Munin.

En medio de esas brumas donde el viento ya no soplaba con tanta fuerza, pareció que el barco iba a detenerse por completo tarde o temprano, si bien la mayoría estaban entretenidos en otros asuntos y pocos se habían dado cuenta. El Argo, empero, no era como los navíos de la Antigüedad a los que emulaba, no del todo; remos invisibles movidos por la voluntad de los héroes de antaño emergieron de los costados del barco, hendiendo las aguas del tiempo con un vaivén tranquilizador.

—Es como si el barco entero fuera inmune a las brumas —apuntó Emil.

—Acaban de decir que la Dama Blanca protege el barco de ser engullido. Parece que el mar ha vuelto sordos a algunos —rio Hugin desde el mástil.

—No será a mí, mi tramposo compañero.

—¡Pues claro que me refería a ti! Je, ¡qué desgracia tener un arquero sordo y ciego que no pudo acertarle ni siquiera a un cuervo que volaba en sus narices.

—¿Ciego yo? ¿Quién de nosotros es el vigía que debía impedir que nos perdiéramos?

—Basta ya los dos —dijo Munin—. Estamos en una situación delicada.

—En la que nada podemos hacer —dijo Hugin, mandando un nuevo cuervo al horizonte—. Si nos atacan, lucharemos, mientras tanto sería bueno resaltar nuestras falencias, para que estemos más atentos cuando sea el momento.

Cruzado de brazos, la sombra de Cuervo dijo a su hermano:

—¿Fallos como esa tendencia perder el tiempo y olvidar lo importante?

A lo que Makoto, con un ojo fijo en la silenciosa Shizuma, añadió:

—Haz caso a tu hermano, Hugin. ¿Qué pensará Sneyder de Acuario al saber que su hombre de confianza se deja llevar por sus emociones y rencores personales?

—Eso ha sido más letal que mis flechas —dijo Emil, aplaudiendo.

—La Suma Sacerdotisa tampoco apreciaría que un santo hiciera de comediante en un momento como este —aclaró Makoto, poniendo fin al aplauso—. Hugin, busca un hueco en esta bruma, creo que al protegernos Shizuma está corriendo un riesgo mortal. Emil, ve al otro extremo del barco; no sabemos qué tipo de enemigo podría atacarnos y cuanto más margen de reacción tengamos, mejor. Hipólita…

Águila Negra volvía a estar en sus dominios, oteando el blanco horizonte y el barco mediante el poder de Ethel. Lucía preparada para combatir en cualquier momento.

«Mejor —pensó el santo de Mosca—. No sé cómo habría reaccionado si le daba una orden. Aquí todos somos del mismo rango.»

—Gracias —dijo Munin, extendiendo la mano.

—No, gracias a ti —dijo Makoto, sorprendiéndose correspondiendo el gesto—. A los dos les gusta tener la última palabra, aunque por razones distintas.

—Tengo al mayor charlatán del planeta como jefe, ¿qué me vas a contar? —dijo Munin, dando un suspiro—. Siento no ser de mucha ayuda. Mi hermano es el experto en reconocer el terreno, yo me adiestré para entender a las personas.

—Siempre puedes interrogar al mar… o a la bruma…

—Ja. ¿No querrás decir que pregunte a esa doncella si…?

—Dioses, no otro Emil…

—¿… podemos ayudar de alguna forma aparte de vigilar? Relájate chico. Mi hermano a veces dice cosas sensatas. Si no podemos hacer nada, lo primero en lo que tenemos que pensar es en no desesperarnos. La auto-observación ayuda.

—¿A desesperarnos?

—Ja, ja, ja. No, a comprender nuestras debilidades y fortalezas. Todos los santos a los que he enfrentado tenían la mala costumbre de no pensar en eso y acabaron perdiendo frente a alguien como yo. No he matado a ninguno, por cierto.

—No creo que eso importe ahora —murmuró Makoto con pesar.

«Los santos no mueren, ¿no era así, Akasha?»

La guerra había puesto a prueba esa afirmación, por desgracia, pero seguía animándole el recordar ese mantra. Como si de verdad fuera un héroe invencible, un Aquiles.

—El Viejo dijo una vez que las guerras reducen el número de guerreros en el mundo, que esa es su verdadera función y no el progreso y la gloria. Pero siendo honestos, los discursos simplemente suenan bien. Si yo hubiese matado a un amigo tuyo, no podrías ocultar tu odio hacia mí, y si soy sincero, sería lo mismo de mi parte.

—¿No podrías ocultar que me odias?

—Podría. Solo no sería capaz de negármelo a mí mismo. Es por eso que el Viejo se aseguró de que no entablara relaciones reales.

—Creía que los caballeros negros luchaban para salvar el mundo.

—Vaya cara has puesto —dijo Munin, sonriendo—. No sé si ibas a reírte o lanzarme rayos láser por los ojos. Siento empatía por el mundo, en general. He experimentado las emociones desatadas en conflictos tan actuales que pasaron incluso mientras tú nos robabas el Ojo de las Greas. Pero ahí está la clave: lucho por la humanidad, no por un amigo, ni una amante. Rayos ni siquiera tengo una mascota a la que cuidar, y mi hermano… Escogimos caminos diferentes, es algo que acepté hace mucho.

—¿Qué hay del Consejo de los Seis?

—Compartí pizza con ellos, eso nos hace más que hermanos.

Munin estalló en carcajadas, riendo un chiste que allí solo él entendía.

—Quizá hay algo que sí podamos hacer —dijo Makoto poco tiempo después, incómodo—. Descubrir por qué nuestros compañeros perdieron la consciencia. El cuerpo tiene pulso, pero, ¿qué hay de la mente?

—Vacías por completo —contestó Munin, sin anestesia, acaso por probar si Makoto no le iba a saltar encima. No lo hizo, se quedó quieto y horrorizado—. Relájate, chico, eso es bueno. Significa que enviaron sus cuerpos astrales a alguna parte. Mientras no pase demasiado tiempo, podrán regresar.

—Sí. —En la Batalla de las Doce Casas, el alma de Shiryu de Dragón fue separada de su cuerpo durante casi una hora, sin daños aparentes por ello, aunque Makoto había supuesto que aquello se debió a la presencia de Atenea—. ¿Quién pudo hacerlo?

—Según el arquero fue el cuervo. Según el cuervo fue el diablo.

—No te sigo.

—Que tu amigo Emil es un pesado, solo eso. En cuanto al responsable, presiento que es Titania de Urano, aunque desconozco qué pretende. Si siguen vivos y tienen posibilidad de regresar, tanto puede querer darles un sermón cuanto ponerlos a pelear con sus sirvientes mientras toma una copa de vino. A nosotros solo nos queda confiar en que regresarán de lo que sea y asegurar que haya un sitio al que volver.

—Proteger el barco —entendió Makoto—. Con nuestras vidas.

—Yo no moriría por ellos —admitió Munin—, pero sí.

—¿Y por el mundo?

—Chico, al mundo no le importa este viaje, esto es cosa de guerreros sagrados y dioses que solo perviven en leyendas. El duende pelirrojo me mandó aquí para impedir que Hybris haga travesuras mientras resolvemos esto. ¿Crees que no me he dado cuenta?

—El destino del mundo depende de este viaje —aseguró Makoto, en cuyo rostro era fácil leer que no tenía ni idea de a qué travesuras se estaría refiriendo Munin.

Este, pensando que era el momento en cambiar de tema, repuso:

—Ningún problema que esto vaya a resolver es natural. No es esta la parte del mundo por la que lucho. No espero que lo entiendas. ¡Más bien! Esperaba de ti que fueras un poco más empático, he perdido a quien compartió una pizza conmigo.

—Adremmelech regresará —se defendió Makoto, avergonzado de todas formas—. Quiero decir, siempre regresa, ¿verdad?

—Claro, chico. Es un gólem —dijo Munin, como si eso hubiera sido siempre evidente. Dado el desconcierto del santo de Mosca, tuvo que explicarle qué era un gólem, cosa que le extrañaba al ser Makoto uno de los que fueron destinados a Naraka, donde Fjalar de Escultor dirigió un batallón de esas masas de arcilla, barro y cosmos. Debía estar tratando con uno de los que debieron retirarse antes del final de la batalla. Comprendiendo lo mucho que eso debía atormentar a un santo de Atenea hecho y derecho, Munin se olvidó de pincharlo y se descubrió dándole ánimos.

«Esto es lo que siente la gente a la que manipulo —pensó Munin, satisfecho no obstante al terminar la conversación con un apretón de manos—. Un momento, ¿he hecho un amigo? ¡Y justo ahora que la conexión con el Viejo ha regresado!»

Uno de los tantos detalles que no pensaba revelar a ninguno de los santos de Atenea.

Pasó el tiempo sin que nada cambiara. Makoto fingía estar vigilando a todos, dando grandes paseos de proa a popa, de la misteriosa doncella de blanco al de pronto callado Emil, pero muy en el fondo sabía que él no tenía ninguna autoridad sobre nadie en el barco. ¿Aquella era la razón de la existencia de los santos de oro? Una élite de doce guerreros como ningún ejército poseía; parecía antinatural que dos de ellos hubiesen caído en un simple parpadeo junto a dos iguales y Shun. Nadie menos que Shun.

Hugin contuvo su afilada lengua la mayor parte del tiempo, quizá imaginando que Sneyder lo veía desde algún lugar. Solo se dirigió al grupo una vez:

—Hay muros. Dos muros inmensos, no veo dónde acaban.

Nadie pudo corroborarlo. La bruma era demasiado densa y solo las artes del santo de Cuervo, telépata consumado, parecían servir para ir un poco más allá. Aun así, pasar de encontrarse en medio de un gran océano a estar entre paredes o montañas era preocupante: su trayecto no debía pasar por ninguna isla olvidada por la Historia.

Lo más probable era que llevaban perdidos un buen rato, y en ese caso, reencontrar el camino podría llevar desde semanas hasta años, si es que tenían suerte.

—¿Por qué no usáis el Ojo de las Greas? —cuestionó a Munin—. ¿Quién lo tiene?

—La Suma Sacerdotisa tiene el Ojo de las Greas —dijo una voz ominosa que pareció provenir de todas partes.

—¿Quién ha…? —Makoto miró al frente, hacia Shizuma—. ¿Tú has dicho eso?

Una vez más no hubo respuesta.

«Sé que fue ella quien respondió, pero… ¡Es tan difícil determinarlo! A veces la confundo como un espíritu de estos mares olvidados, sin un cosmos que leer.»

Tal vez una hora más tarde, quizá solo algunos minutos, Hugin advirtió que se dirigían hacia una luz. Ya ni siquiera Emil hacía chistes de mal gusto, preocupado como estaba por quienes abajo permanecían en un estado entre la vida y la muerte.

—Os llevaré hasta allí.

—¿Y luego?

Makoto ni siquiera esperó a la habitual falta de respuesta. De un salto se colocó cara a cara con la dama de blanco. Solo las puntas de las botas seguían tocando el barco, pero mantuvo un equilibro tan admirable como su resolución.

Toda mujer al servicio de Atenea llevaba una máscara. Algunas eran decoradas con símbolos, mientras que la mayoría eran bastante simples, apenas simulando un rostro humano. La máscara de aquella joven ni siquiera encajaba en aquel segundo grupo, pues carecía incluso de los detalles de los ojos, los labios o la nariz. Era una pieza blanca y lisa que en nada recordaba a un humano, y junto al largo cabello que la enmarcaba, la hacía parecer de verdad un fantasma de un pasado remoto. Allí acababan todas las dudas de Makoto sobre si era la auténtica guardiana del duodécimo templo zodiacal.

—Si caes, los dioses no me permitirán recuperarte.

—¿Cómo escapaste de los Astra Planeta? ¿Cómo estás aquí si los demás duermen?

Sin respuesta.

La frustración de Makoto fue doble al encontrarse de pronto lejos del mascarón de proa. ¿Lo había teletransportado? ¿Sin cosmos?

—Es como si no estuviera aquí —apuntó Munin—. Es una maestra de la proyección astral, pero se ve que en clases de comunicación no le iba muy bien.

—Según dijo Akasha, quiero decir, la Suma Sacerdotisa —empezó a explicar Makoto, más por convencerse a sí mismo que por otra cosa—, Titania de Urano impidió que Shizuma de Piscis acudiera al rescate de quienes estaban en el Santuario. Si ahora estamos en las manos de ese enemigo, ¿no puede ser que siga interfiriendo con la Dama Blanca? Tal vez las distorsiones en el espacio y el tiempo no son cosa suya.

Munin lo miró boquiabierto, como si acabara de revelarse como un ser pensante. Makoto, ofendido, frunció el ceño. Que no fuera un genio no quería decir que fuese un idiota, eso lo había llevado a sospechar de la conveniente aparición de Shizuma de Piscis en un momento en el que todo parecía en su contra; hasta cuando todos se convencieron de que era ella quien evitaba que el barco se hundiese, todavía le quedaron dudas. Era demasiado extraña la forma en la que una santa de oro se comunicaba con compañeros en apuros, pero hasta que vio la máscara de la Dama Blanca no se le ocurrió la idea de que alguien externo les estuviese impidiendo escuchar una explicación útil y determinante. Ese momento fue decisivo, como si el metal que cubría el rostro de Shizuma fuese la prueba irrefutable de su existencia.

—Debo abandonaros. Recordad: Urano es la Llave y la Puerta hacia todo lugar, mas solo en Saturno hallaréis la cerradura.

Nadie comprendió a qué se refería Shizuma, pero antes de poder formular otra pregunta sin respuesta, había desaparecido y la bruma empezaba a disiparse.

—Saturno. Debe referirse a un astral —interpretó Munin—. Creía que nos tocaba Urano, pero a quién le importa un enemigo invencible más.

—No estoy seguro —dijo Makoto—. Sonó más como algo que debemos usar… o hacer… ¡Por favor, si estás ahí, danos una señal más clara!

De nuevo, Makoto solo recibió silencio como respuesta.

Al este y al oeste, los grandes muros de piedra de los que hablaba Hugin empezaron a ser visibles; no era una exageración que no pudiera verse dónde acababan. Al norte, tal y como la tripulación había temido, se podía distinguir una isla. Los mares olvidados, quizá movidos por el poder de un astral, los había llevado a una tierra de leyenda.

—Hay rascacielos —exclamó Hugin—. ¿¡Cómo demonios puede haber rascacielos!?

—Sois náufragos de un océano en tempestad —dijo la voz de Shizuma—. Proteged el ancla, permitid que todos tengan un lugar para al que regresar.

Notas del autor:

Shadir. Dicen que esas cosas unen a los ejércitos. O los destruyen desde dentro mientras el enemigo termina su desayuno tranquilo. Una de dos.

Siempre es buen empezar con magias de estado. Si funciona, bien, si no, ¡a pelear!

Sí, eso veo desde los teaser. Esperemos que les vaya bien y puedan sacar más.

Ulti_SG. Se ve que Orestes aprovecha este viaje para destacar lo que no pudo en cien capítulos. E Hipólita, que viene de un coma de sesenta capítulos, le sigue el juego.

Akasha será feliz solo cuando pueda desembarazarse de todo este drama del Hijo y los Astra Planeta. Toda propuesta sobre aliarse con unos para guerrear con otros le entra por un oído y le sale por el otro. En eso no ha cambiado nada todo este tiempo.

Me temo que Hipólita te ganó en lo de destacar, Orestes, esperemos que tengas tu trago.

Cuando decidí dar importancia a la Ley de las Máscaras, como una parte de lo que es ser santo de Atenea, no sabía que había tanta polémica al respecto, ni esperaba que todas las obras contemporáneas a la redacción de esta historia la fueran a dejar de lado. Aun así, aquí estamos, me alegra que se haya tomado bien esa escena.

Adremmelech tiene las cosas claras.

Bienvenido de vuelta, Gestahl Noah. Qué lejanos los tiempos en que solo los viejos espeluznantes, los caballeros de armadura oscura y voz gruesa y demás gente evidentemente malvada eran mentirosos. ¡Ya uno no se puede fiar de nadie!

La duodécima entrega de Saw comienza, ¡esta vez con santos de Atenea!