Capítulo 114. Sin lugar para el honor
A pesar de la distancia, Hipólita había sentido las batallas en el Argo Navis y el «puerto» de aquella ciudad de fantasmas. Aquellos guerreros que conoció como niños habían crecido; seguían siendo inmaduros, por supuesto, pero habían crecido.
Voló por encima de un laberinto de calles atestadas de personas sin rasgos ni voluntad, distinta y a un tiempo similar a todas las poblaciones que había recorrido desde que Gestahl Noah la invitó a salir del Santuario tanto tiempo atrás. Un área residencial no se diferenciaba de una industrial o comercial, la altura de los edificios era indeterminable al variar con cada vistazo, todo era borroso y maleable a su percepción.
Los dos únicos cosmos que no habían entrado en combate permanecían dentro de lo que parecía una plaza. Se trataba de dos santos de plata como los demás. El primero, sin duda el líder, vestía el manto sagrado de Orión, y su compañera enmascarada era la santa de Flecha. Resultaba evidente que la esperaban.
—Desciende, extraña. Los dioses no crearon los cielos para los hombres —advirtió el santo de Orión, un hombre alto, de complexión fuerte y anchos hombros. La capa que portaba solo acentuaba más su imagen de héroe de leyenda.
—Los dioses crearon el mundo como un regalo para los hombres —replicó Hipólita—. Y si no es así, jamás debieron concedernos los dones que usamos para conquistarlo.
Ella se mantuvo a unos quince metros del par. La petición de aquel hombre bien podía tanto ser una simple superstición, como una prueba de que no era capaz de luchar en el aire. Volar por el cielo era un arte que muy pocos intentaron dominar en el pasado.
—Sabes que puedo acertarte desde aquí —dijo la enmascarada, apuntándola con el brazal izquierdo—. De hecho, puedo acertar al par de idiotas que Orfeo está a punto de liquidar —se burló, tornando en un parpadeo el carcaj en una ballesta.
Hipólita sonrió bajo la máscara y voló hacia la santa de Flecha. Tenía la intención de dar un suave golpe para bajarle los humos, pero Orión se interpuso, bloqueando el ataque. Águila Negra no perdió el equilibrio solo gracias a su experiencia.
—¿Quién eres tú?
Tenía a un aire a Lesath, pero el actual portador de Orión no le duraría ni un asalto.
—Mi nombre no importa. El mundo ha girado muchas veces desde el desastre de Troya. Aquiles, Agamenón, Héctor, Paris… Ellos perduraron a través de una identidad y un pasado. Yo soy el Cazador, y mi fuerza habla por mí, como siempre ha sido. .
Para el oído de Hipólita aquello sonó como una bravuconada convencional. Alzó su cosmos, un velo de oscuridad en aquel limbo gris, y golpeó de frente al Cazador.
—¿Esta es la fuerza que amenaza al mundo? —El santo de Orión había bloqueado el puño de Hipólita como quien para el golpe de un niño. No lo movió ni siquiera un centímetro—. Es ridículo.
Hipólita retrocedió por puro instinto, aunque el llamado Cazador no dio muestras de querer contraatacar.
—En mi época lo conocíamos como Jäger, el santo de plata más poderoso que jamás ha habido —dijo la santa de Flecha, en absoluto interesada en intervenir—. No podía ser menos, la época en la que luchó no contaba con ningún santo de oro.
«Todo el mundo es el más poderoso hoy en día —pensó Hipólita antes de invocar el poder de Ethel—. ¡Hasta que aparece alguien para desmentirlo!»
La poderosa energía psíquica se manifestó como un aura rosada paralizando el cuerpo de Jäger de Orión. Durante breves segundos, el imponente guerrero pareció detenido en el tiempo. Ni siquiera la capa era movida por el viento.
—La brujería es propia de mujeres y atlantes —espetó Jäger, molesto. Su inmenso cosmos quebró la prisión mental con pasmosa facilidad—. No comprendo cómo el Santuario volvió a permitir que las mujeres sirvieran a Atenea.
—Siempre se puede culpar a los hombres de la actual generación —se burló la santa de Flecha—. Parece que Orfeo compite por ser la nueva María Antonieta.
Varios kilómetros al sur, hilos de luz rebanaban cuanto se ponía en su camino, desde la ciudad hasta las nubes en el cielo.
—Ve, arquera —dijo Jäger con cierto tono de desprecio—. Nada tienes que hacer aquí.
La santa de Flecha obedeció sin rechistar.
Hipólita observó todo sin mediar palabra. No estaba frente a la clase de guerrero al que podía subestimar, y sospechaba que aquella joven que ahora saltaba entre los edificios circundantes, la habría atacado en un momento crucial de haberse quedado. Los ataques a traición construían la fama de los santos de Flecha.
—Tampoco tú tienes algo que hacer —dijo Jäger—. Tu máscara y tu armadura no pueden ocultarme que eres un cadáver viviente. De nada sirve un gran cosmos si tu vida es una vela a punto de apagarse.
—¿Un gran cosmos? Es todo un halago viniendo del santo más poderoso de la historia.
—El sarcasmo también es propio de mujeres y hombres que ocultan su debilidad con artes deshonestas. Acepto la eficiencia de ese estilo de lucha, mas no admiro a quienes solo pueden vencer de ese modo. Ni siquiera deberían combatir en primer lugar, hacen más daño que bien. —Jäger suspiró, quizá rememorando las batallas que contempló en el pasado—. No importa. Nunca he pretendido negar la realidad con mi forma de pensar. La verdadera fuerza de tu cosmos está más allá de lo que Christ, Ian, Orfeo o Maya pueden soñar, y ninguno de ellos es un santo de plata convencional.
—Es difícil ver la plata cuando la corona de oro que protege el cielo brilla como un sol. Solo el bronce, violencia metálica, puede abrirse paso porque no necesita compararse con nada. —Hipólita recitó las palabras de Gestahl Noah que en tantas ocasiones escuchó. Le sentó extraño hablar así. Se aseguraría de no volver a hacerlo—. Poco importa eso ahora. Simplemente veamos qué plata brilla con más intensidad.
—¿Qué brillo puede ofrecer la oscuridad?
—Pregúntaselo a los dioses. Ellos también crearon la oscuridad.
—Ese brillo rosado no te ayudará. Jamás vencerás a un santo con brujería.
Hipólita sonrió bajo la máscara, convocando la fuerza de su cosmos y algo más.
Miles de meteoros oscuros impactaron en un único punto, frente al puño de Jäger de Orión. La ciudad entera cimbró hasta sus cimientos.
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—¿Cómo va todo abajo? —dijo Emil, dirigiéndose a Soma mediante telepatía.
—Todo controlado —aseguró Soma—. ¡Camaleón le está dando a base de bien!
El santo de Flecha decidió confiar en el hijo de Ban, por ahora. Cortando la comunicación, observó de nuevo el cuerpo de Christ, tendido sobre la sagrada madera del Argo Navis. No tardó en decidirse a arrojarlo por la borda. Makoto, concentrado en las batallas que ocurrían más allá, apenas lo notó al escuchar el impacto en el agua.
—¿Qué haces, Emil? ¡Ya estaba vencido!
—¿Tu truco no es temporal?
—Los puntos cósmicos son los puntos vitales de un santo de Atenea. Pueden llevarnos a la vida o la muerte, y en algunos casos a un estado intermedio en el que el cosmos permanece sellado. ¡Lo hago para evitar muertes innecesarias!
—¿Es temporal? —insistió Emil, cortante.
—Sí, lo es.
—Tenemos varios enemigos, nuestra Suma Sacerdotisa y el comandante Shun, por lo que a mí respecta, están en un estado entre la vida y la muerte también, y Adremmelech quién sabe a dónde fue. No es momento para ser compasivos.
—Parece que la fama de los santos de Flecha es bien merecida.
A Makoto no le gustaba evocar ese viejo prejuicio, pero en esta ocasión no pudo evitarlo, pues en la sonrisa de Emil veía más frialdad que buen humor.
—Somos tan deshonestos como la guerra misma, supongo. —El santo de Flecha se encogió de hombros—. Si te hace sentir mejor, lo que sabemos de este mar son teorías. Quizá no destruya a quienes caen en él, tal vez los envíen a alguna otra época. O alteran su reloj biológico convirtiéndolos en rollizos bebés o arrugados ancianos o…
—Oye, Emil, ¿no sientes algo debajo? —interrumpió Makoto, mirando atrás.
—Soma y June están ocupándose de otro —dijo Emil, con una sonrisa que se iba deshaciendo conforme el barco temblaba—. ¡Dijo que no hacía falta que interviniera! —se defendió, palpándose la sien al recordar el mensaje—. ¡Maldita sombra!
Ian de Escudo ascendió a cubierta como una bestia herida. El cuello morado y sangrante, la cabeza de la sombra de León Menor a punto de ser aplastada por su mano.
Enseguida Emil atosigó al guerrero con cien veloces flechas, pero Ian bloqueó todas con el escudo argénteo que daba nombre a su manto sagrado. Cuando Makoto estaba a punto de acercársele, una explosión de viento barrió la cubierta, derribándolos a los dos.
—No está —dijo Ian, palpándose el cuello liberado—. Los dioses me sonríen. Compensaré su misericordia poniendo fin a estos hombres. —Mirando con desprecio al inconsciente Soma, lo lanzó como si no fuera más que un bulto sin importancia—. Una vez más, yo, Ian de Escudo, habré de proteger la Tierra de la codicia humana.
Emil fue el primero en levantarse cuando aquel santo legendario empezó a levitar, pero no logró alcanzarlo con ninguna de sus flechas. Tenía en contra el viento, la velocidad del enemigo, la mejor defensa entre los santos de plata, y de propina, la distancia.
—¡Menos mal que lo teníais controlado! ¡Menos mal!
Miró de reojo a Soma y supo que no podía odiarlo. Ensangrentado y con la negra armadura hecha trizas, tenía los brazos rotos y las piernas dobladas de una manera desagradable. Si no se retorcía de dolor ahora mismo era porque estaba inconsciente.
—Los niños son niños, lloren o no —advirtió Ian desde los cielos—. ¿Crees que un insecto puede detener a un santo? ¡Es una deshonra que Mosca se encuentre entre los mantos sagrados de plata! Solo porque una puso fin a la arrogancia de Belerofonte1.
—Esperaba que los santos de las pasadas generaciones no fueran tan infantiles como mis compañeros —dijo Makoto, mirando a Emil, de pronto más decepcionado que enfadado. Acababa de levantarse—. Los dos somos santos de plata.
Otro hombre con el poder de Ian habría estallado en carcajadas al escuchar eso.
Ian de Escudo expandió su cosmos. Un escudo brillante como la plata cubrió el cielo, y los vientos del norte y el sur, el este y el oeste, se desviaron hacia él, rodeándolo como un remolino que giraba a velocidades imposibles.
—Va a destruir el barco. Emil, ¿no puedes…?
—¡Lo intento!
Todos sus proyectiles eran desviados antes de llegar a aquel hombre, base de un tornado antinatural —literalmente acababa a la altura de sus botas—. Al principio Emil supuso que se debía a la velocidad del viento; luego de su experiencia en Bluegrad, no le parecían nada descabellado un tornado que se moviera a velocidades de miles y miles de kilómetros por hora. El cosmos podía tanto imitar a la naturaleza como superarla.
—Ese hombre piensa destruir el barco —repitió Makoto, desesperado.
—Soñar es gratis —exclamó Emil, disparando sin descanso mientras buscaba algún punto ciego—. Lo peor que puede pasar es que nos mate, al barco no le va a hacer nada.
Después de todo, era el Argo Navis, una leyenda viva.
—Cuida de Soma —musitó Makoto al notar que Ian empezaba a girar sobre sí mismo en medio del tornado—. Si tus flechas no lo alcanzan, tal vez yo pueda…
—¡Te mandará a volar mil kilómetros en cuanto te acerques!
No hubo tiempo para que Makoto contestara.
Ian de Escudo descendió hacia el Argo Navis. Para los santos de plata, pareció como si arrastrara con él el firmamento, como si el cielo fuera un gran mar sobre una cúpula de cristal que alguien hubiese agujereado.
Claro que un poco antes de lo que bien pudo ser el fin de los días de Emil y Makoto, los dos entendieron que aquello era secundario. El viento que rodeaba a Ian se unió a su cosmos, y la velocidad a la que giraba se incrementó todavía más. Se comportaba más como una perforadora gigantesca que como un tornado.
«Es una técnica patética —se descubrió pensando Emil—. Tan llena de aberturas. ¿¡Por qué no puedo llenarle la cabeza de…!?»
—¿Qué? —dijo Emil, hablando en voz alta sin pretenderlo.
Maelstrom era más veloz que el rayo. La técnica de Ian parecía no ser tan veloz por toda la espectacularidad gratuita que aquel hombre impuso, pero Emil estaba seguro de que no debería haber tenido tiempo para pensar antes de que el santo de Escudo los aplastara a todos. Si acaso, habría rumiado sobre las debilidades de la técnica en medio de su viaje al Hades, ya muerto, pero seguía en el Argo Navis.
Dejándose llevar por el instinto, Emil disparó a la bota de Ian que acababa de pisar el suelo. La flecha no fue desviada El santo de Escudo gritó. Desconcertado y furioso.
—¿Cómo es posible? ¡Mi defensa es infalible! —clamó Ian trastabillando. Pudo recuperar el equilibrio enseguida, e incluso logró detener un puñetazo de Makoto.
—Lo es siempre que no estés atacando —dijo June.
Como por arte de magia, June de Camaleón apareció en la cubierta. En comparación a Soma, lucía bien, aunque eso no era decir mucho: a la altura del corazón, el peto estaba ahuecado hasta que solo una fina capa de metal seguía protegiendo la piel de la joven; alrededor del hueco, grietas se extendían por buena parte del manto de bronce, dejando escapar hilillos de sangre. De no haber sido revivida la sagrada prenda por la sangre de Shun de Andrómeda, aquel golpe, el único que Ian llegó a acertar, habría sido decisivo.
Pero no fue así como se sucedieron los acontecimientos, por lo que June pudo correr hacia su adversario en una finta, mientras su látigo actuaba con vida propia desde atrás y se aferraba una vez más al cuello del santo de Escudo.
—No… es… una… bronce… —Sorprendido mientras trataba de evadir a la enmascarada y sus malas artes, Ian se vio obligado a apoyarse en su rodilla para no caer al suelo. El látigo apretaba más y más en la garganta, impidiéndole hablar.
—Tú me diste la pista —dijo June—. Tu Quebrantahuesos es más fuerte que tu escudo, así que cuando liberas toda esa energía, la defensa que siempre te rodea se anula.
Arriba, el escudo de plata ya no reinaba sobre el cielo. Los vientos habían amainado. De la furia de la naturaleza solo quedaban los aullidos de un hombre ahogándose.
—Menudo debut, ¿eh?
June se dirigía a Makoto, quien enseguida había venido a asistirla. Con la celeridad de un santo y la precisión de un cirujano, golpeó sus puntos cósmicos para parar la hemorragia. June cabeceó en gesto aprobador..
—Tu manto no aguantará otro golpe —dijo Makoto, odiándose por su sinceridad.
—Que lo aguante el cuerpo, entonces —replicó June—. Siempre esperé desde lejos mientras mis semejantes luchaban las más terribles batallas. No de nuevo, no de nuevo.
—Calla —cortó Makoto, olvidando por un momento que June había sido su superior el pasado año, como subcomandante de la división Andrómeda—. Debes descansar…
Para evitar cualquier réplica, dirigió la mirada a donde estaba Ian. El látigo se había encajado en el cuello del santo legendario y la sangre manaba en abundancia.
—Yo… Sal… la… Tierra…
Con una gran fuerza de voluntad que los tres no pudieron sino admirar, Ian dio algunos pasos hacia el frente, convocando de nuevo el poder de los cuatro vientos. Los santos de Mosca y Flecha se interpusieron, listos para poner fin a la batalla.
Atrás, June los detuvo con una firmeza insospechada.
—Esto ya ha acabado.
Las llamas que Soma había lanzado sobre Ian una y otra vez no fueron un simple desperdicio de energía. Cada llamarada dejaba algunas partículas de energía adheridas al campo de fuerza a nivel de piel que rodeaba al santo de Escudo en todo momento, excepto cuando ejecutaba el Quebrantahuesos. Los escasos segundos en que dejó de estar protegido bastaron para que todas esas partículas se acercaran a la piel, y el látigo de June abrió las entradas por las que pasaron.
Incluso quienes no habían visto la batalla de Soma y June contra Ian pudieron entenderlo. La segunda armadura del santo de Escudo, puro cosmos, se convirtió en una prisión que impedía que el fuego escapara. Más aún, lo repelía hacia dentro, potenciando las llamas esmeraldas de León Negro hasta que estas alcanzaron una fuerza terrible capaz de consumir por igual el manto de plata y el cuerpo que este protegía.
Cuando la cabeza carbonizada de Ian se despegó de su cuerpo, aquel santo legendario se convirtió en polvo. June puso la mano sobre el hombro de Makoto, intuyendo el pesar que debía estar sintiendo: ya no estaban enfrentando a las legiones del Hades, sino a los héroes que les precedieron. Era una locura que tuviera que acabar así.
—Yo me ocupo de Soma —dijo June—. Vosotros debéis ir allí,
—¿Qué hay de Ban? —preguntó Emil, todavía un poco confundido por la forma en que pudieron detener el Quebrantahuesos del santo de Escudo.
—Con la Suma Sacerdotisa —respondió la santa de Camaleón.
—Ya veo. Tiene sentido, ella y Shun son vidas demasiado valiosas como para que los dejemos desprotegidos. Además… —Disparando al aire interceptó al vuelo un veloz proyectil—. Quien quiso matarnos está allí. Un santo de Flecha, seguro, solo nosotros somos así de cobardes. —Con una sonrisa, se despidió antes de ir a la ciudad fantasma; corría tan rápido que por momentos parecía volar por encima de las aguas.
Makoto tenía sus dudas. Soma estaba herido de gravedad y June no estaba en condiciones de proteger el barco ella sola. ¿Era correcto ir a ese lugar que ni siquiera era su destino a batallar? También le molestaba que Ban ni tan siquiera se hubiese molestado en ayudar a su hijo, después de haber perdido el control por Shaula.
«Todo pasa tan rápido y sin ninguna explicación —pensó, molesto—. ¿Alguna vez será diferente? ¿Es esta la vida de un santo de Atenea? »
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Emil llegó a la ciudad en el peor de los momentos.
Toda la zona que estaba frente al barco, quizá un puerto, se desmoronaba, así que debió saltar sobre algunos de sus pedazos, todo a la vez que esquivaba el Réquiem de Cuerdas de un santo de Lira que sin duda no era Fantasma.
Dio gracias a que aquel loco estaba demasiado centrado en lo que Hugin y Munin harían como para prestarle atención. Pasó de largo entendiendo que su objetivo era como él, un santo de Flecha capaz de acertar a un objetivo a varios kilómetros de distancia.
«Lo siento, compañeros, tendréis que sobrevivir solos.»
Se obligó a correr a la velocidad asequible de un modesto mach 5, esperando ser atacado. No tardó en verse rodeado por un quinteto de santas de Flecha.
«¿Ilusiones? Qué picardía…»
Llovieron flechas de un lado u otro. Incluso hubo algún intento de usar a las almas que erraban por aquella ciudad fantasmal como una trampa. No funcionó, pues al carecer estas de rostro, Emil no sentía por ellas ni un remedo de compasión.
De pronto una saeta pasó por encima de su oreja, llevándose algunos pelos con ella. Emil, en parte molesto y en parte sorprendido por la velocidad del proyectil, buscó el cosmos del tirador: se encontraba en el techo de un edificio cercano, como esperándole.
—Si quieres que venga, ¿por qué no me ahorras a tus amigas?
En un único y arriesgado giro, Emil acertó a las cinco enmascaradas en el corazón, y todas se extinguieron a la vez que una lluvia de flechas caía alrededor del santo de plata.
—¿Quién ha dicho que quiero que vengas? —le cuestionó Maya, apareciéndosele enfrente un instante antes de desaparecer.
«Es una chica de verdad —pensó Emil—. Pensé que eso solo pasaba en mi época.»
El santo saltó entre los edificios, lo que era algo difícil considerando que variaban de altura cada tanto. Mil veces Emil esquivó por los pelos una lluvia de saetas, y una de cada diez de esas veces sospechaba que era por el puro ego de la enmascarada.
«Mal, muy mal chica. Todo aquel que porta este manto sagrado debería saber que no se nos debe subestimar, sobre todo cuando enfrentamos a un igual.»
Llegó al edificio objetivo de una pieza. Era bastante alto, como una torre, aunque era difícil determinarlo. Maya estaba enfrente, esperándole.
Emil no podía estar seguro sin verle el rostro, pero más allá del cabello rizado, las caderas y un disimulado busto, habría jurado que Orfeo era más femenino que aquella fiera mujer de largos y fuertes brazos y piernas. Tal vez era cosa de la máscara.
«Qué bueno que me gusten las fuertes —pensó sin un atisbo de vergüenza.»
—Vives —dijo Maya.
—Gracias a ti.
—Me llamó la atención lo que hiciste con Christ la Cruz del Sur. Sí, lo vi. No eres muy respetuoso con el estilo de combate de los santos de Atenea.
—Ni tú tampoco —apuntilló Emil.
—Mi misión fue derrotar a quien iba a ser emperador de toda Europa. No me entrenaron para combatir mano a mano, sería absurdo considerando mi habilidad.
—Eso nos dicen a todos, querida.
—Sigues sonrojado. —Al ver que Emil se acercaba con descaro, Maya transformó el carcaj en una ballesta, ya cargada con tres flechas tan brillantes como los rayos de la luna; Emil se detuvo en seco—. Incluso con mis ilusiones te sonrojaste. ¿Qué clase de guerrero piensa en eso en plena batalla?
—Los que pensamos siempre dos veces claro. —Veinticuatro flechas pasaron a centímetros de veinticuatro partes del cuerpo de Emil. Todas fallaron intencionadamente—. A los hombres nos gustan las cosas bellas, incluso cuando se supone que debemos matarlas. A mí me gustaría dejarte vivir, solo tienes que rendirte.
—Bastante arrogante de tu parte, querido —dijo la santa de Flecha, sarcástica—. Yo misma escogí llamarme como el legendario Maya de Flecha, el mejor portador de nuestro manto de plata, y ahora estoy bajo el mando de su superior, Jäger de Orión. Los dioses me han concedido tal regalo, ¿cómo despreciarlo rindiéndome?
—Está bien si así piensas. —Emil se encogió de hombros—. Solo muere entonces.
Esta vez Maya se limitó a disparar tres flechas. Apuntaba al corazón de Emil, y allí habrían impactado antes de que este diera un paso de no ser porque las detuvo un campo de fuerza invisible, el cual rodeaba a la santa de Flecha.
—Fortaleza de Luz —dijo Emil antes de disparar doce flechas, todas fallaron, y no porque él quisiera—. Un escudo de tres capas. La primera y la tercera se conectan entre sí a través de otra dimensión. Para mí, todo lo que entra por el campo interior sale por el exterior. —Volvió a disparar. Más proyectiles y a más velocidad casi acribillaron a Maya, y aunque esta logró esquivar cada uno, le costó más, parecía tener menos libertad de movimiento—. Para mis enemigos está la capa intermedia, irrompible en la práctica para la gente de mi nivel, salvo que los deje allí un día, claro.
De los cincuenta disparos que el brazal de Emil arrojó sobre Maya, solo diez acertaron, y solo tres de ellos lograron atravesar el manto de plata de forma superficial. La santa apenas podía moverse, mucho menos seguir atacando para intentar romper la barrera.
—El principio es este: un castillo puede defender a un rey o encerrarlo hasta que muera, depende de las circunstancias. Entendí eso en Bluegrad. Este es el Asedio Celestial.
Disparó cuatro flechas, acertando en los brazos y las piernas. Solo fue un roce antes de que desaparecieran por el cosmos de la joven, pero bastó para infringirle algo de dolor.
—Pudiste matarme hace bastante, no lo hiciste. Pudiste matarme cuando vine aquí y me dejé llevar por lo bonita que me parecías, no lo hiciste. Por eso no es bueno que la gente fuerte vista este manto sagrado, la sobre confianza es ridícula en nosotros.
Maya no pudo mantener la consciencia tras la siguiente tanda de disparos.
—Quítame la máscara —dijo Maya tiempo después, al despertar.
El suelo de toda la ciudad temblaba. El cosmos de Hugin disminuía. Soma bien podría estar muriéndose, y Emil se esforzaba por ocultar su preocupación por todos.
Aun así, obedeció. Apartó la odiosa pieza metálica y quedó encandilado por el rostro de la joven. Los delgados labios se le antojaron sensuales en ese momento.
—Sigues sonrojado después de vencerme. —Doce flechas permanecían clavadas en el cuerpo de Maya, inoculándole suficiente veneno como para paralizarla casi por completo. No podía mover bien el brazo. Pronto sus sentidos se adormecerían, y luego, la muerte, siempre viniendo demasiado pronto—. Está bien, bésame.
—¿Perdón? —dijo Emil, más sorprendido que encantado.
—Es tu recompensa —dijo Maya, sonriendo. No era la mejor sonrisa que Emil hubiese visto, pero lo achacaba a la época en que le tocó vivir—. Tal vez la mía. Provengo de una familia de escuderos, santos frustrados. Nunca me permití amar.
—¿Nunca…? Oh. ¿De verdad puedo?
—Rojo. Te estás quemando.
«Delira —pensó Emil, serio—. Si es su último deseo está bien… ¿No?»
Una pregunta vana. Él no tenía algo que pudiera llamar voz de su conciencia. Por eso era capaz de tirar a un hombre indefenso a la probable destrucción de su alma, por eso había suplido su debilidad encerrando a Maya en su Fortaleza de Luz.
—Soy inmune a mi veneno —comentó Emil, justo antes de besarla. Al sentir sus labios mordidos hasta sangrar, supuso que no debía haberlo dicho. Aun así, disfrutó de ese beso venenoso, ese último intento de una heroína por cumplir su misión.
Notas del autor:
Ulti_SG. Si no me falla la memoria, estos capítulos son un reto personal que me propuse por las acostumbradas batallas eternas de la historia (el mago, Hipólita…). Traje a los enemigos de la película de Eris con el firme propósito de que estos cayeran tal cual fuera una película de Saint Seiya, rápido, sin que dejara de ser convincente. Así que ese es un título alternativo bastante apropiado para el capítulo 113.
El finado Icario de Boyero luchó contra los alemanes en la IIGM y Christ parece muy orgulloso de sí mismo. Vamos a asumir que lucharon en el mismo bando y que por eso todos eran tan racistas con Seiya en los primeros capítulos de Saint Seiya.
Es que Christ de la Cruz del Sur sí se presenta con el apellido correcto… Nah, es verdad, Makoto ha crecido bastante y nos lo demuestra aquí.
Sé que pude haberlos presentado tal cual en la película, como guerreros sagrados de una época remota, pero se me ocurrió relacionarlos con los períodos históricos que se mencionan en Saint Seiya Pre-Final Edition. ¡El comunismo es un plus! Sí, Soma ocupa más la experiencia que June si quiere ser el futuro Rey León (de bronce).
Presta a la confusión porque no los llamé de distinta forma como, según me dijeron, ocurre entre las dos versiones. ¡Habría sido mucho lanzarles a estos chicos de plata al que bajó a los infiernos! (Según a quién le preguntes, es tan fuerte como un santo de oro, o más, o similar. Nunca se está seguro del todo en Saint Seiya.). Hugin es una navaja suiza, tiene muchos recursos. Solo diré que haces bien en ser precavida.
Sí, está bien que el sino de los protagonistas de Saint Seiya es sufrir, sufrir y volver a sufrir, pero es agradable verlos lucirse de vez en cuando. ¡Hasta cuando lo escribimos lo es! Si todos los enemigos fueran como los ríos del Hades, uf, esto no acabaría nunca.
1 En lo que refiere a esta historia, la constelación de Mosca alude a la mosca que hizo que Pegaso se volviera en contra de su jinete cuando Belerofonte quiso llegar al Olimpo a lomos de él.
