Capítulo 115. Sueño dorado
Al abrir los ojos, Akasha vio un paisaje totalmente distinto a la cámara papal del Argo Navis, tanto a la apariencia real del camarote como el mundo deshecho que Orestes le mostró. Allá donde mirase, norte y sur, este u oeste, todo era de un azul límpido, matinal; abajo, una alfombra infinita hecha de nubes hacía las veces de suelo
—Una ilusión —decidió de inmediato, recurriendo a sentidos más fiables que la vista para ahondar en aquella farsa. No funcionó.
Siguió intentando localizar a los demás mientras avanzaba al frente. No solo fue incapaz de detectar los cosmos de quienes estaban en la cubierta, sino que ni siquiera había rastro de Ban, Shun y Munin, quienes la acompañaban hacía un momento. Parte de ella empezó a dudar de Orestes y Asterión, los caballeros de ese dios sin nombre que en otro tiempo y mundo había dirigido una orden idéntica a la de los santos de Atenea.
—No tienen nada que ganar —dijo en voz alta, a pesar de que solo se estaba contestando a sí misma, en nombre de la sensatez—. Esto debe ser cosa de ella...
Además de los dioses, solo uno de los Astra Planeta podía haberla enviado a otro plano de la existencia sin que pudiera resistirse o notar el viaje. Sí, si aquel espacio no era una ilusión, quien había destruido el Santuario tendría que estar detrás de lo que sucedía.
—¡El Santuario fue secuestrado, no destruido! —gritó Akasha, molesta consigo misma, negándose a perder la esperanza, recordando la razón por la que luchaba.
Cada pocos pasos aumentaba el ritmo, hasta que el rápido andar se tornó en trote. Corría, obtusa, mientras oteaba aquel espacio empleando todos los recursos de los que disponía. Semejante empeñó le impedía disfrutar del paisaje: la superficie, casi esponjosa, dejó de ser rozada por los veloces pies; el cálido viento era desviado por el dorado cosmos sin poder llegar a la piel de la joven, sin llevarle los agradables aromas de un jardín más allá del infinito. Como un reflejo de luz, Akasha dejó atrás los inimaginables placeres que aquel tranquilo lugar le ofrecía, y no miró atrás, intuyendo que pronto regresaría al mundo real, lleno de caos, dolor, muerte…
—Y vida —dijo Akasha con decisión. La fe en el género humano era para ella una protección similar al áureo manto que había dejado atrás.
Conforme inconmensurables distancias eran cubiertas, imaginó a Virgo destellando como el único sol de aquel plano celeste, animándola a seguir avanzando: «¡Ni todos los males del mundo nos harán perder la esperanza!»
Una eternidad después, Akasha fue presa de un inesperado agotamiento, aunque no fue por eso que se detuvo. Enfrente, en medio de aquel monótono espacio donde solo la paz reinaba, estaba Shun de Andrómeda conversando con la santa de Virgo.
Akasha no se movió durante unos segundos. Observaba la escena con más curiosidad que miedo o confusión. De algún modo, verse a sí misma la había convencido de que no estaba dentro de una ilusión. Todo, a excepción de una única cosa, era real.
—Los Seis Mundos —susurraron los labios de la falsa Akasha, una proyección que el manto de Virgo debía estar formando para ayudarles—. Así que este es el cielo. Es un lugar hermoso, en verdad, podrían quedarse aquí por siempre.
Se refería Shun y a Akasha, la auténtica. Esta caminó hacia su réplica, una doncella envestida en el sexto manto zodiacal. Con solo verla supo por instinto lo que el metal ocultaba para todos los demás: una alegría completa, honesta, libre de toda duda. Era como un ser humano de épocas pretéritas, más antiguo que Troya, Babel y el diluvio.
—Si todo fuera tan fácil, ya nos habríamos rendido. ¡Ni todos los males del mundo nos harán perder la esperanza! —exclamó de nuevo, esta vez conociendo el sentido de aquella frase. Un mensaje de Akasha de Virgo para sí misma.
La réplica de la Suma Sacerdotisa se deshizo al tocar a la original, esbozando una sonrisa cruel antes de dejar tras de sí el tótem de Virgo. En un abrir y cerrar de ojos, las piezas doradas se desensamblaron para cubrir Akasha, quien al punto entendió que tanto ella como el metal vivo que la cubría no eran sino espíritus arrancados de la materia, todavía presente en el interior del Argo Navis. Supo, además, que al menos todos los que la rodeaban estaban bien, pues el manto sagrado no habría acudido a ella sin activar la barrera que con sabiduría había preparado de antemano, por si le sucedía algo.
Antes de que la última pieza, una máscara, la cubriera, Akasha esbozó una sonrisa. Nunca antes había sentido tanto orgullo de su sobrenombre, la Tejedora de Planes.
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—Ni todos los males del mundo nos harán perder la esperanza —dijo Akasha, ya completa. Un susurro, carente de la fuerza que tenía cuando lo escuchó, pero igual de efectivo: Shun de Andrómeda volvió en sí tras un fugaz desvanecimiento.
—¿Cómo dices?
—¿Reconoces este lugar?
—Nunca he estado aquí, aunque si me preguntaran, diría…
—… que es el cielo —completó Akasha luego de unos segundos; incluso un guerrero tan experimentado como el santo de Andrómeda tardaría en recomponerse de la tranquilidad a la que aquel lugar invitaba—. El mundo más elevado.
—Sí, sí. —A la mente del santo de Andrómeda llegaban imágenes de batallas pasadas, de una en especial: la que sostuvieron contra Shaka. A buen seguro, Ikki se la había contado a Akasha alguna vez, durante el año en que la entrenó—. Cuando mi hermano me habló de esa técnica pensé que se trataba de algo mental, espiritual tal vez, no que de verdad existieran seis mundos dispares en los que reencarnar. Después de todo, terminamos descubriendo que todos los seres humanos acababan en el Hades al morir.
—Al menos existe este. Tal vez solo sea una dimensión más que nos aleja de todos nuestros pesares y objetivos. —Notó que Shun la miraba confuso, así que decidió explicarse—: Este lugar nos afecta, nos invita a dejar las preocupaciones a un lado y vivir en paz. Si no hubiese preparado al manto de Virgo para defendernos en caso de un ataque al que no pudiera responder, ahora sería una dichosa inútil.
—Me cuesta entenderlo —admitió Shun.
—Pienso que el manto de Virgo detectó las características de este lugar al venir en mi ayuda —aventuró Akasha—. Por eso llegó vistiendo una parte de mí, la oscuridad de mi corazón, que jamás descansaría en ningún país sabiendo que el mal existe más allá.
Con un ademán, el santo de bronce le pidió tiempo para reflexionar, no era el método de la Suma Sacerdotisa lo que no comprendía, sino el lugar en el que estaban: cómo habían llegado allí, en qué estado; esas eran las preguntas que se hacía. Habiendo dominado los sentidos que trascendían a los convencionales, no tardó en entender que solo su yo astral había llegado a aquella dimensión. Una situación semejante a la que vivió Shiryu en el templo de Cáncer; esperaba contar con la misma suerte al regresar.
—Realizasteis una proyección astral siendo una proyección astral. Eso es una película, ¿no? —bromeó Shun, percibiendo la tensión de su antigua pupila.
—¿No te molesta? —dijo Akasha, compungida—. Que haya oscuridad en mi alma, aun como representante de Atenea en la Tierra.
Shun se acercó a Akasha, atreviéndose a colocar la mano sobre su hombro. Esta, por supuesto, no se ofendió. Ella era la líder del Santuario, él un héroe de leyenda.
—En el cielo, cualquier pensamiento vil e insano es un billete de ida inmediato. ¿Qué hombre hay en la Tierra que no ha tropezado alguna vez? —El silencio de Akasha fue respuesta suficiente—. Los humanos no somos como los dioses, está en nuestra naturaleza ser imperfectos. Todos tenemos oscuridad en nuestro corazón.
Regaló a la doncella la mejor de sus sonrisas. Temía el lugar donde se encontraban, y no podía permitir que las dudas abrumaran a la única compañera con la que podía contar ahora. Además, de verdad creía en lo que decía: ¿cómo si no podía seguir adelante luego de haber servido como avatar de Hades?
—Es parte de nosotros —repitió Akasha, sintiendo ahora con más fuerza la parte de sí que había alejado hacía poco, en aquel cielo—. Gracias, Shun, por abrirme los ojos. —Entonces, de pronto, recordó algo—: ¿Puedes sentir a los demás?
—Mis sentidos no bastan —negó el santo de Andrómeda al tiempo que las relucientes cadenas vibraban sobre el nuboso suelo—, pero ellas podrán encontrarlos así estén a miles de años luz de distancia. Tened fe, Su Santidad.
Pero las cadenas no se movieron en busca del resto de santos y caballeros. La triangular, forjada para el ataque, se abalanzó hacia al sur desatando un sonido atronador al chocar contra algo, y antes de que Shun o Akasha pudieran preocuparse por eso, la redondeada ya hacía veloces movimientos en espiral, envolviéndolos. Miles de meteoros luminosos fueron detenidos por muy poco, estallando ante la férrea barrera.
—¡Son los templos de Virgo y Sagitario! —exclamó Akasha, señalando al sur y al este respectivamente. Allí habían aparecido las dos casas por ambos conocidas, elevadas sobre lisas formaciones rocosas que, desde lejos, daban la impresión de ser dedos.
Abajo, las nubes se dispersaron, dejando tras de sí la palma de una mano inmensa.
Shun carraspeó: la mano de Buda, otra imagen del pasado. Recuperado de la sorpresa, miró a los dos oponentes aparecidos de la nada. Aquel al que la cadena triangular había atacado tenía ciertas similitudes con Shaka, incluyendo el gran cosmos que el antiguo guardián del sexto templo había desplegado durante la Batalla de las Doce Casas, pero le estaba devolviendo la mirada con unos naturalmente ojos abiertos, no parecía que acostumbrara a cerrarlos. Al otro lado, sobre el templo de Sagitario, estaba un ángel de alas doradas; tardó en reconocerlo, o al menos, en admitir que lo reconocía.
—¡No es posible! —dijo Shun, sorprendido. Las cadenas habían regresado a él, moviéndose frenéticamente en ambas direcciones: los guerreros de áureo manto eran enemigos—. ¡No puede ser! ¡No era nuestro destino ser santos de oro!
—Seiya —fue Akasha quien se atrevió a pronunciar aquel nombre, con un ojo puesto en el lejano guerrero que los había atacado y otro en el que había detenido en seco la cadena triangular de Andrómeda. La Suma Sacerdotisa podía percibir con nitidez el cosmos de ambos: el primero tenía el aura del santo de Pegaso, sin lugar a dudas, y el segundo contaba con una fuerza considerable—. Ve, Shun. Es tu amigo, debe de haber una razón para que nos haya atacado. Una buena razón.
El santo de Andrómeda la miró, tranquilizando enseguida el rostro compungido. Fuera lo que fuese, tratándose de Seiya, era él quien debía resolverlo.
—Es fuerte —le advirtió, señalando al mudo guerrero que, sentado en una postura de flor de loto, mantenía alrededor de sí un escudo esférico—. ¡No te confíes!
Akasha realizó un leve gesto de asentimiento. Para Shun, aquello fue suficiente. Veloz, corrió hacia el templo de Sagitario, donde el hombre con la apariencia y cosmos de Seiya lo esperaba, al parecer paciente.
—Pobre santo de bronce. —Tan pronto Akasha dejó de mirar al santo de Andrómeda, una voz desconocida resonó en su mente, seguramente la del guerrero con el manto de Virgo—. Cree que atravesará la distancia infinita que lo separa de su destino, pero tan solo dará vueltas sobre la palma de Buda como un simple mono.
—Si fuera tú no subestimaría a este santo de bronce, seas quien seas.
Akasha invocó la fuerza con la que la diosa la había bendecido. Cubierta por un halo dorado y armada con una espada luminosa, se puso en guardia.
El hombre protegido por Virgo sonrió.
—Shijima es el nombre de quien juzgará tus actos, sucesora mía. Solo te daré una oportunidad de retractarte; para todos los que vestimos este manto sagrado eso es suficiente, pues la sabiduría de Buda nos guía.
Sin el menor asomo de duda, Akasha saltó, Brahmastra en ristre. La portentosa espada que era síntesis de todo éxito y fracaso descendió sobre la barrera que protegía a Shijima, atravesándola limpiamente.
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—Ser o no ser —recitó Munin con aburrimiento—. Esa es la cuestión.
La batalla había acabado y los dos hermanos habían sobrevivido. Hugin estaba tumbado unos metros atrás, respirando de forma tan agitada como si acabara de darle la vuelta al mundo unas cuantas veces. El cadáver de Orfeo de Lira era su única compañía, un cuerpo partido en dos a la altura del costado, y sin cabeza, aquella parte del finado santo de plata se balanceaba sobre el agua. Munin aún no decidía si dejarla caer.
Entonces llegó Makoto, encabezando el barco mítico como un capitán. Capitán Mosca; la sola idea divirtió al santo de Cuervo luego de tanta tensión.
—¿Qué es tan gracioso? —El oriental no esperó a que el barco atracara en el puerto, quizá porque no había uno para empezar; de un largo salto llegó hasta el punto en el que la desmedida destrucción perpetrada por Orfeo se detuvo—. Eso es…
—Más bajo, más bajo —rogó Hugin, con las manos en la cabeza. Aunque Makoto había sentido la batalla que sostuvieron los hermanos, no pudo evitar malinterpretar la imagen que presentaba el santo de Cuervo como la de un borracho con resaca—. Maldito sea el falso Orfeo y maldita sea la música. ¡Dioses!
—Tuvo que estar muy cerca del enemigo para controlarlo —explicó Munin, aún sosteniendo el cabello de Orfeo—. Tuvo que hacer demasiados esfuerzos, en general.
—¡Deja eso! —exigió Makoto. Ante la mirada extrañada de la sombra de Cuervo, le pateó la mano, obligándole a dejar caer el macabro juguete—. Es indigno de un santo.
Molesto, Munin se levantó con toda intención de golpear al japonés. Se contuvo a duras penas, recordándose que no estaba en la mejor condición para eso. También a él la cabeza le dolía horrores de vez en vez, debido al combate con Orfeo.
—Creo que se te olvida que soy la sombra de Cuervo. Para santos de Atenea bien portados que se rijan por una moral conveniente tienes a este.
Señaló a Hugin, quien a pesar del dolor que le taladraba el cerebro se había levantado. Miraba al par de supuestos aliados con resentimiento, exigiéndoles silencio.
—Lo que estabas haciendo no es distinto según el bando en el que luche. Es cruel, es enfermo, es… Solo alguien desequilibrado hace eso.
—Los santos no estáis cuerdos del todo —advirtió Munin, aprovechando para masajearse las sienes—. Si hubieses luchado con este «héroe» lo sabrías. Bien portados, sí, obedientes, desde luego, pero en el fondo se sienten cada día menos mortales.
—Acabas de resumir mi opinión sobre Su Santidad.
Makoto fulminó a Hugin con la mirada, pero este solo hizo una mueca enseñando los dientes, no estaba de humor ni para seguir lanzando pullas.
—Perdón —acabó por decir Munin antes de que Makoto le increpara más, incluso se inclinó, avergonzado, algo que solo hacía cuando decepcionaba a Altar Negro—. Es esa horrible música, tengo la mente revuelta y ya no sé ni lo que digo ni lo que pienso.
Quiso avanzar y por poco no cayó al olvido que consumió la cabeza de Orfeo. Makoto lo sostuvo, fijándose en las heridas que había pasado por alto al principio. ¡Tantas ganas tenía de hallar un culpable claro a lo que ocurría que ni siquiera recordó velar por la salud de un compañero de armas! Con cuidado, lo alejó del lugar, dejando que reposara al lado de su hermano. Hugin miraba al otro lado, como esperando a alguien.
—Nos engañó como a un par de novatos —admitió el caballero negro—. ¿Un santo legendario valiéndose del mero poder bruto? Esquivamos esas cuerdas kilométricas y llegamos a él solo para escuchar el acorde final, penetró en nuestras mentes y…
—Lo comprendo —cortó Makoto; entendía lo que debía costar a aquel joven hablar—. Es mejor que descanses.
Munin se quedó dormido de inmediato. El caballero negro no estaba grave, pero aquello podía cambiar si no lo atendían. Mientras detenía el sangrado golpeando los puntos cósmicos de la constelación de Cuervo, el Argo Navis llegaba al fin.
—Debemos irnos.
—Je. Si pudiera irme ya me habría llevado al inútil de mi hermano a nuestro navío inútil, con nuestros inútiles superiores. Estás ciego, Makoto.
—Sé que Hipólita sigue luchando —dijo el santo de Mosca, quien temblaba anta la idea de un rival capaz de ponerla en aprietos por sí solo. El combate de Águila Negra no tenía efectos colaterales donde ellos estaban, pero eso solo significaba que los rivales no estaban desperdiciando energía en vanas demostraciones de fuerza.
—Je. Lo dicho, ciego. ¡Ciego!
Confundido, Makoto trató de aclarar su mente y expandir sus sentidos en busca de una tercera fuerza, algo que mantuvo a los hermanos en la misma posición a pesar de que ya habían ganado. No detectó nada.
Entretanto, miles de almas se reunían alrededor de ambos. El paso era descuidado y parsimonioso, pero constante. Ni Hugin ni Makoto podrían reconocer a nadie entre los rostros vacíos de aquellos entes; como todo en aquella ciudad, sus habitantes lucían como el cascarón de una parte del mundo del que provenían.
Aquella comunidad espectral formaba un semicírculo que pronto se rompió. Poco a poco, aquellos fantasmas sin cara ni individualidad se apartaron, dejando una línea en el centro, un pasillo por el que habría de pasar alguien importante. Transcurrieron unos cuantos segundos de silencio antes de que una forma apareciera al borde del camino.
—¿¡Ese no es el señor Nimrod!? —exclamó Makoto. Fue lo primero que pensó al ver el manto de Cáncer que portaba el sujeto, aunque era mucho más joven que el guardián del cuarto templo. Y estaba vivo, además.
—Ciego —dijo Hugin, implacable.
—Manigoldo de Cáncer —se presentó el recién llegado.
Un nombre que nada decía a Makoto. Quiso corresponder al portador del manto de Cáncer presentándose también, pero Manigoldo actuó mucho antes de que abriera la boca. Con el brazo dorado apuntando hacia el frente, de algún modo redujo todas las almas de los alrededores a fantasmagóricas estelas. Una espiral azulada se formó ante el sorprendido santo de Mosca, quien nada pudo hacer para evitar que aquellos seres espectrales acabaran fundiéndose en el dedo extendido del santo de Cáncer.
—Las Ondas Infernales –advirtió Makoto, alzando la guardia.
—Paz para los difuntos —explicó Manigoldo mientras avanzaba. El manto dorado y la capa blanca le otorgaban la dignidad que faltaba en su rostro irreverente—. Ese músico demente los estaba volviendo locos. ¿En vuestro tiempo hay un rey del inframundo al que pueda tocar la lira, como en la mitología?
—Tú mataste a Orfeo —entendió Makoto.
—Hasta un ciego sabría eso a estas alturas —bufó Hugin, quien miraba al aparecido con la clase de cautela que solo mostraba ante la élite del ejército ateniense—. Los santos de oro nunca se inmiscuyeron en la historia de los humanos.
Manigoldo se encogió de hombros.
—Me entrené para enfrentar a la Muerte y eso hice.
Mientras Hugin y Makoto trataban de hallar sentido a lo que había dicho, Hipólita caía sobre el asfalto como un meteorito, destrozándolo.
La sombra de Águila no se había levantado cuando un hombre aparecía desde la espalda de Manigoldo. Iba cubierto con el manto de Orión, la capa blanca ondeaba al viento, tan indemne como aquel guerrero de épocas pretéritas.
—¿Estás bien? —se le escapó a Makoto, quien pronto agradeció que Hipólita no le reventara la boca por su atrevimiento.
—Claro, niño. Esto es solo el calentamiento. Él es Jäger, por cierto.
—¿Jäger? —repitió Makoto, frunciendo el ceño—. He sentido ese cosmos antes, en Bluegrad. Estaba junto a Aqua, Terra y el rey Alexer.
—¿De qué hablas, Mosca? —preguntó el llamado Jäger—. Ninguno de esos nombres me suena, ni siquiera el de ese rey Alexer, a pesar de que en vida estuve al tanto de todos los monarcas de Europa y Asia dignos de ser conocidos.
—¿No eres Ignis? —insistió Makoto, seguro de que no podría haber dos hombres en el pasado tan parecidos a Lesath—. ¿No eres el Campeón del Hades que sirvió al rey Bolverk como Portador del Dolor?
—Ese nombre sí me suena —admitió Jäger, para después sacudir la cabeza—, pero me temo que te confundes, Mosca. No soy un Campeón del Hades, no escapé del inframundo contraviniendo las leyes divinas, sino que estoy aquí para cumplir la voluntad del Olimpo. Al igual que todos mis compañeros.
—Yo el Olimpo no lo conozco —terció Manigoldo, atrayendo hacia él toda la atención.
En la máscara de Hipólita destelló el tono rosado del poder de Ethel, mientras analizaba a aquel recién llegado, tal vez buscando un punto débil.
—¿Estás con ellos? —preguntó Jäger. A Makoto se le heló la sangre: aquel hombre parecía dispuesto a luchar incluso con un santo de oro.
Despreocupado, Manigoldo miró para el otro lado. Se rascaba el mentón, como si se lo estuviera pensando, pero para todos era evidente que fingía.
—Los santos de Atenea luchan en nombre de Atenea.
Jäger bufó, quizás molesto por la evasiva de aquel hombre con cara de matón, pero no lo retó. Volvió a centrarse en Hipólita y los santos de plata.
—¿Y vosotros? ¿Servías a Atenea, o a los hombres? —les cuestionó en tono acusador.
—Habláis demasiado —dijo Hugin—. Me duele la cabeza. ¿Podríamos empezar a matarnos ya? Aunque es ridículo que dos santos de Atenea se enfrenten.
En otras circunstancias, Makoto habría reído. ¡Hasta qué punto podía ser hipócrita ese cuervo de plata! Sin embargo, la seguridad de Munin era más importante. La sombra de Cuervo Negro no se desangraría, pero no estaba en buenas condiciones y además…
—¿No podríamos luchar en otro lugar?
Si las miradas pudieran matar, Jäger sería un experto en aquel arte. Aquel santo de Orión no lo miraba con desprecio u odio, sino con asco, como si le hubiese preguntado si podía robar un beso a la misma Atenea. Motivado por ese oscuro sentimiento, Jäger se impulsó hacia donde estaba Makoto, aunque no era a él a quien atacaba.
—¿Ya te has aburrido de mí? —preguntó Hipólita con sorna. Había detenido el canto de la mano de Jäger a pocos metros del cuello de Munin.
—Usáis a monstruos —dijo el santo de Orión, quebrando de nuevo la cárcel rosada que era el poder de Ethel—. Defendéis a monstruos. Sois monstruos. —Jäger ya no miraba a Hipólita o Munin, sino a los portadores de mantos legítimos.
Desde el techo de algún edificio cercano, una flecha silbó. Jäger se apartó de un salto a la vez que Emil sonreía satisfecho, una sonrisa que habría sido más agradable si no fuera por la mordedura en los labios. Manigoldo rio.
—Mucha gente. Muchos espectadores. —Hipólita tronó los nudillos y el cuello, preparándose para retomar la batalla. Makoto y Hugin quedaron sorprendidos por el despliegue de cosmos que siguió a ese gesto: ¿acaso se había vuelto más fuerte?—. El niño Cuervo tiene razón, habláis demasiado y no decís nada.
—¿Para qué hablar de lo que ya sabéis? —cuestionó Jäger con cansancio. Abarcó el barco mítico con un gesto amplio—. Al menos mi generación tuvo el valor de rebelarse cuando nuestros líderes…
Cien meteoros sombríos cortaron el discurso del santo de Orión, quien detuvo la técnica de un solo movimiento. En ese punto, los cosmos de Hipólita y Jäger se alzaron como dos torres infinitas, una negra como el ébano y la otra del color de la luna.
—No tengo nada que hablar con un sirviente de los hombres. Ya hago bastante al poner mi vida en riesgo para proteger a ese montón de basura.
—No son basura.
Tres simples palabras detuvieron todo. Makoto, Hugin y Emil miraron hacia Manigoldo, que hasta el momento apenas se había interesado en lo que ocurría. De pronto no parecía un matón bendecido por la diosa con una armadura que no debía corresponderle, sino un auténtico santo de oro. Al lado de aquel guerrero de élite, el poder de Jäger e Hipólita no era nada. El sol se había manifestado, en todo su esplendor.
—No me hables del universo que llevamos dentro, santo de Cáncer. Lo tengo muy presente. También me entrené en el Santuario. —En la máscara fue visible el único ojo del que disponía la sombra de Águila, el cual rebosaba poder. La torre negra se ensanchó—. Eso no cambia nada. Las acciones de la humanidad son viles y miserables con o sin ese conocimiento. ¡Solo saben crear la misma desesperación en la que viven!
Makoto tuvo que retroceder para que Hipólita no lo aplastara. Aunque había combatido con aquella poderosa mujer, le sorprendía oír esas palabras. Era demasiado odio para alguien que debía ser un santo de Atenea, un campeón del mundo. Claro que, ¿quién podía decir lo que un santo debía ser, si no la misma Atenea?
«Bien portados, sí, obedientes, desde luego, pero en el fondo se sienten cada día menos mortales —había dicho Munin; palabras cuerdas de un hombre enloquecido.»
—Corred —dijeron Hugin y Emil casi a la vez, más resueltos que el pensativo japonés—. ¡Corred, con un demonio!
Tarde. Muy tarde. La velocidad de la luz cortó toda esperanza para aquellos guerreros exhaustos. Todo el orgullo de haber derrotado a los grandes héroes del pasado se esfumó cuando Manigoldo de Cáncer desató las Ondas Infernales sobre todos ellos.
El guardián del cuarto templo zodiacal de un tiempo y espacio que ninguno conocería jamás, los miró con el sentimiento que un sabio hombre le enseñó una vez, una eternidad atrás. Pero ni el grupo de sombras y santos ni Jäger, demasiado confiado como para entender lo que ocurría, llegaron a ver compasión en su verdugo. El santo de Cáncer tomo las existencias de aquellos hombres y las vertió en el pozo de la desesperación que la sombra de Águila había invocado sin saberlo; el barco, con todos los pasajeros que llevaba dentro, desapareció en el mismo vórtice.
—Hay palabras que no deberían usarse tan a la ligera —le aconsejó Manigoldo al vacío, nostálgico. Por unos largos segundos hubo paz en aquella ciudad de fantasmas, pero sabía que no duraría mucho. Había sentido al parásito fundido en ese limbo.
Surgió del cráter que Hipólita había provocado al caer. La tierra se removió como por arte de magia, asemejándose al barro, y se alzó un par de metros mientras poco a poco adquiría la forma de un hombre. Desde el infinito, piezas de metal dorado llegaron para ensamblarse en el cuerpo de una criatura sin rostro.
—Los santos de oro debemos enfrentar a los santos de oro —afirmó Manigoldo, acordándose de Tenma a su pesar—. Ya estamos solos. Yo, uno de los hombres que arrancó el alma de la misma muerte, y tú, uno de los que traicionará este mundo.
Adremmelech de Capricornio avanzó hacia aquel hablador; por cada paso que daba, el limbo humano era sacudido por un seísmo sin precedentes.
Notas del autor:
Shadir. ¿FFnet está dando problemas? Esperemos que se resuelva. Por si acaso, aunque la hora puede variar, yo siempre publico los lunes salvo causas de fuerza mayor.
Sí, Makoto ha crecido bastante desde aquel lancero que se dormía en horario de guardia. ¡Muy propio de Emil! Las heridas de guerra son inevitables. Sí, pese a que han crecido, nuestros argonautas pelean contra héroes de leyenda, no siempre iba a ser fácil. Una imagen muy apropiada, sobre todo porque en la serie clásica de vez en cuando había imágenes de las criaturas que representaban los guerreros sagrados en liza.
Hipólita se enfrenta a la máxima de Dragon Ball. «No importa lo fuerte que seas, siempre habrá alguien más fuerte que tú en algún lugar.»
Ulti_SG. Es curioso pensar que este capítulo cayó en la semana que cayó gracias al descanso que me tomé el año pasado. ¡Menudo tino!
Han ganado experiencia los muchachos. Estás en lo cierto, Hipólita estaba en coma desde la Batalla de Reina Muerte hasta que la despertaron en este arco. Es raro decirlo porque tengo un Nicole de Altar (personaje adaptado del santo de Altas de la Gigantomaquia) y un Margaret de Lagarto (personaje original), pero de siempre me ha hecho ruido el nombre de Maya para un hombre. De todos modos, sí que hubo un Maya de Flecha en la época de Jäger, dentro de la continuidad de esta historia.
En teoría, hubo un tiempo en el que las mujeres no podían luchar en nombre de Atenea. ¿Será que Jäger pertenece a esa época?
Un santo de Flecha haciendo honor a su fama de deshonestos.
Excelente trabajo en equipo de Soma y June, pero como el primero quedó K.O., las leyes del JRPG le eximen de recibir exp por su hazaña.
Así es Emil, único en su especie. Se hace complicado cuantos más personajes manejo, pero parte del encanto de Saint Seiya es que cada personaje tiene su técnica distintiva, y, en el caso de algunos protagonistas, van mejorando según se suceden las batallas. Por lo menos esa larga, larga batalla contra el mago rindió frutos. Tanto se enojó Maya que le pegó un mordisco a Emil, lo peor es que al chico de seguro le gustó.
