Capítulo 116. Toro de las tempestades
Ella nació y vivió en justicia. Fue escogida por una de las constelaciones zodiacales y luchó para defender los ideales que la diosa Atenea inculcó al mundo. Aquel sendero la llevó al más excelso de los reinos, donde habría gozado de una gran longevidad y toda suerte de placeres, siempre y cuando evitara cualquier error, de acción o pensamiento.
Akasha pensó en la batalla y le dio inicio. Fue por eso que cayó.
—¿Dónde estoy? —preguntó, aunque enseguida entendió que se encontraba dentro del alguno de los templos del Santuario. Virgo, probablemente.
Estaba segura de que Brahmastra atravesó la barrera de Shijima, pero lo demás era confuso. Solo recordaba haber caído por un abismo de imposible profundidad.
—Los santos de Virgo siempre han destacado por dominar las artes de la mente y el espíritu —dijo en voz alta, buscando mantener la cordura. No oía nada, ni siquiera el rumor del viento. Un silencio infinito reinaba en el lugar. Los oídos le zumbaban.
No echó a correr, tampoco se molestó en tratar de arreglar aquel problema por la fuerza. Aunque desconociera la técnica que la aprisionaba, conocía el camino para lidiar con aquellas artes terribles. Agarró Brahmastra con ambas manos e ignoró todos los sentidos, excepto uno. Contemplándose a sí misma, el universo que albergaba dentro de sí, podría ver la verdadera forma del mundo por buen ilusionista que fuera su rival.
La reacción a aquella meditada solución fueron cuatro puertas inmensas que aparecieron alrededor de Akasha sin generar sonido alguno.
—Malvada mujer, hija de Pandora que viste el manto de Virgo —dijo Shijima, dirigiéndose a la joven mediante telepatía—. Este es mi dominio, no lo cruzarás sin mi permiso y tus actos te hicieron indigna de él.
—¿Indigna? —repitió Akasha. Aunque estaba confundida, lo que imprimió al tono fue un deje de sarcasmo. No podía creer que fuera uno de los suyos quien le impidiera salvar el mundo—. Si de verdad eres un santo de Atenea, deberías estar ayudándome.
—Ya te lo dije. Soy Shijima, santo de Virgo. Si debemos dudar de algo, es de tu condición de santo de Atenea, hija de Pandora.
—Por seis años fui conocida como Akasha de Virgo por la gracia del Sumo Sacerdote del Santuario, quien me escogió como su sucesora.
—Eso no cambia nada —dijo Shijima—. Tu juicio y el mío siguen siendo el de meros mortales. Incluso un Sumo Sacerdote puede errar —advirtió, como si hubiese vivido tan terrible experiencia. Akasha no podía refutarlo: conocía la historia de la rebelión de Saga—. Elige un camino, hija de Pandora. En el este hallarás la vida, en el sur te espera la enfermedad y la vejez impera en el oeste. Esas son las vías del sufrimiento que Buda debió superar antes de adentrarse en el norte, donde solo aguarda la muerte.
Tras la escueta explicación, calló, tal vez para siempre. Esa fue la impresión de Akasha cuando la falta de cualquier sonido empezaba a amenazar con arrastrarla a la locura, un quinto camino que Shijima no había mencionado y para el que no había puerta. La joven trató de concentrarse, sabiendo que la peor elección era no hacer nada.
Ni el sur ni el oeste eran una opción. La enfermedad y la vejez la debilitarían, no podría hacer nada por el mundo o los suyos, no podría cumplir su misión.
—La muerte no es el último paso —trató de convencerse, segura de que la puerta de la vida bien podría ser la trampa de Shijima.
Cabeceó con brusquedad. El zumbido en los oídos ya ni siquiera le permitía pensar, se los tapó con las manos por acto reflejo, aunque por supuesto eso no cambió nada. ¡Era una treta terrible aquella, en verdad! Pensó en Shijima de Virgo, aquel necio que estaba por poner en riesgo todo sin ninguna buena razón. En ese punto, que la muerte no fuera el último paso dejó de parecer tranquilizador.
—Astra Planeta —dijo, desesperada—. Ellos te han traído, ¿verdad? ¡No moriré para convertirme en uno más de sus peones!
Antes de que cayera en la cuenta de que no sabía si Shijima provenía del Hades —jamás había escuchado aquel nombre—, caminó hacia el este. La puerta de la vida tenía un emblema en el centro que recordaba a una flor naciente.
El portón se abrió con lentitud, pero Akasha no estaba en condiciones de cambiar de opinión. No lo habría hecho en otras condiciones, tal y como Shijima había supuesto: la santa de Virgo, como Suma Sacerdotisa, tenía un deber fundamental en el orden de las cosas, ya no podía pensar en sí misma como en alguien reemplazable. Solo ella podía cumplir el papel que el destino le otorgó, nadie más podría. Por tanto, tenía que vivir.
Akasha atravesó la puerta pensando que fue ella la que evitó preguntar por qué estaban luchando antes de atacar.
Ese era el error que la apartó del cielo, el que la apartaría de la dignidad del trono papal.
xxx
El Argo Navis y su tripulación aterrizaron en la Colina del Yomi.
Tan pronto llegó a aquel pozo, Makoto entendió lo que era la desesperación. Podía ver a incontables almas dirigiéndose en fila a un abismo, la entrada al Hades.
—Estúpido —masculló Hipólita, inmutable a aquella visión que ponía fin a toda esperanza. No era para menos: Orestes le había mostrado el fin de todo no hacía mucho—. Esto no cambia nada. Solo reafirma nuestra condición.
Nadie le hizo caso. Hugin, con el cuerpo de su hermano en brazos, se adentró en el barco —derrapar en pleno suelo no le causó daño alguno—. Y Makoto y Emil habían encontrado algo más importante que el cinismo de Hipólita. O más bien, a alguien.
—Bienvenidos —dijo un gigante con voz potente. Al ver que dos santos de plata retrocedían de la impresión, rio sonoramente.
La peor pesadilla de todos los presentes —incluida Hipólita— se había hecho realidad ante las puertas del infierno. Ver a aquel hombre, de más de tres metros de altura y una piel negra como el ébano, era como mirar uno de los futuros de Jaki, uno en el que aquel monstruo violento hubiese recibido no el manto de Hércules por el que tanto luchó, sino el que gracias a los dioses vestía un hombre afable, aunque a veces iracundo, como Garland. Estaba sentado, con los brazos cruzados, quizá esperando alguna respuesta.
—Qué maleducados… —susurró el inmenso hombre antes de agarrar con la mano el cuerpo de Makoto. Fue un movimiento rápido, como un reflejo de luz, y la fuerza que imprimía en sus gruesos dedos no era menor a la que cabría esperar; Makoto forcejeó en vano—. Os di la bienvenida, ¡respondedme como es debido!
Como si tuviera un trapo en la mano, el de manto dorado pasó el santo por su barba blanca, limpiándose de ese modo la baba que le escurría por las comisuras de la boca. Luego se lo lanzó a Emil, quien supo reaccionar a tiempo para detenerlo.
—¿Quién demonios eres tú? —cuestionó Hipólita, ya habiendo recuperado la compostura. Ella, más que ningún otro que hubiese vivido en el Santuario, conocía a Jaki y sabía que el gigante que tenían enfrente no era él. La cabeza era demasiado grande, el pelo demasiado espeso, el bigote demasiado ridículo.
Pero la miraba con la misma lujuria que Jaki. Debía de estar muy desesperado —y llevar mucho tiempo sin estar con una mujer— para encontrar atractiva a un desecho humano como ella. Le resultó divertido, se sentía muy vieja como para asquearse porque los cerdos se comportaran como cerdos. Rio.
—Contesta —dijo Makoto dando un paso al frente. Le avergonzaba haber retrocedido antes, aunque no era para menos: ¡semejante bestia no podía ser un santo de oro!
—¿Qué es eso que tienes en el peto, mosquito?
Makoto miró hacia abajo, primero confundido y luego asqueado. Cuando el japonés trató de quitarse la baba con el antebrazo, el gigante estalló en carcajadas, sonoras como un trueno. Siguió riendo cuando Emil, harto de aquel circo, le disparó una flecha; el proyectil estalló enseguida, como si la risa demencial lo hubiese destruido.
—Está bien. —El gigante detuvo la risotada, quizá porque se había percatado de que sangraba por la nariz—. Pero este es mi hogar, vosotros sois los invasores. Presentaos. No tenéis que contarme vuestra vida —aclaró, evocando algún lejano recuerdo—; sois santos de Atenea, me basta con conocer vuestros nombres y el de vuestros maestros.
Nadie allí creía que la Colina del Yomi pudiera ser el hogar de nadie, mucho menos el de quien iba vestido con un manto de oro, pero accedieron.
—Hipólita de Águila Negra. Mi maestro es Gestahl de Altar Negro.
—Emil de Flecha. Geki de Oso me guio durante mis primeros pasos.
—Makoto de Mosca, discípulo de Seiya de Pegaso, el hombre que enfrentó a los mismos dioses. —El japonés no pudo evitar añadir aquello; le enorgullecía.
Una amplia y desagradable sonrisa se formó en el rostro del gigante, enseñando todos los dientes. El gesto había hecho que las cicatrices que tenía por toda la cara se volvieran aún más visibles. Los grandes ojos estaban húmedos, como conteniendo lágrimas precedentes de otra ruidosa carcajada.
—Gugalanna de Tauro —se presentó. Lo hizo de la manera más lenta posible, sílaba a sílaba, luchando por no reírse de quienes sin duda consideraba un trío de estúpidos—. El primer santo de Tauro, entrenado por Atenea en persona.
Fue un milagro que no cediera al deseo de reír luego de ver las caras de estupefacción en los santos de Mosca y Flecha; a Hipólita la salvaba la máscara.
—Imposible —dijo Makoto, cabeceando en sentido negativo—. ¿Eres uno de los santos que peleó en la primera Guerra Santa, contra Poseidón?
—Peleé en la primera Guerra Santa —contestó Gugulanna—. Y en muchas otras más. No soy como los santos de bronce, nuestra fuerza de choque, o los santos de plata, esos comandantes engreídos que no hacían más que morirse —apuntó, mirando a Makoto y Emil con una rara mezcla de diversión y extrañeza—. Atenea escogió a los santos de oro para que cuidáramos y aconsejáramos a su cuerpo mortal a través de los siglos. Fue por eso que nos enseñó la técnica que evita que desperdiciemos la vida.
El gigante movió los labios sin emitir sonido alguno: Misophetamenos, la facultad de reducir los latidos de una persona a cien mil veces al año, que Atenea había otorgado a contados santos a lo largo de milenios de historia. Según Gugalanna, en un tiempo antes del tiempo doce hombres gozaron de semejante don.
—Ningún santo ha sido entrenado por Atenea —aseguró Makoto.
—¿De dónde crees que provienen nuestras técnicas? —dijo el santo de Tauro, a las claras molesto. Poco a poco, sin que nadie lo notara, había abandonado las risas y las bromas mientras hablaba del glorioso pasado al que pertenecía—. Éramos un montón de críos a punto de morir a merced del diluvio universal, pensando que lo único que nos depararía el cielo sería una última comida o una hembra que cabalgar bajo el techo de una cueva inundada. Oh, sí, así éramos, aunque muchos me lo negarían.
—¿También tus compañeras buscaban una hembra a la que cabalgar? —preguntó Hipólita. Viéndolo bien, era claro que aquel gigante no era Jaki, pero podía reconocer en él las cicatrices que solo una mujer desesperada podía provocarle a un hombre.
—¿¡Esas estúpidas sin nada más que un agujero entre las piernas!? —bramó Gugalanna, levantándose—. Lo cierto es que sí. Qué desperdicio de buen metal —dijo, bajando a mínimos la voz. Empezó a acariciar el inmaculado peto—. Shemhazai. A esa basura del Pueblo del Mar no le bastó ser raptada por un buen hombre como Hashmal, tuvo que yacer también con Atenea. ¡Precisamente con Atenea!
Si la historia de Gugalanna ya los había impresionado desde hacía rato, ver a aquel guerrero de épocas pretéritas mancillar el nombre de Atenea los enmudeció.
—¿A Atenea le gustan las mujeres? —preguntó Emil, sin ser muy consciente de que por repetición estaba cometiendo la misma blasfemia que el gigante.
—A nuestra diosa le gustaba todo —maldijo el santo de Tauro, herido—. ¿Diosa virgen? ¡Ja! ¡Diosa virgen mis bolas taurinas! Compartía el lecho con Hashmal y Shemhazai mientras a mí me mandaba a asolar las tierras de Gilgamesh. ¿E hizo algo cuando ese rey arrogante y su efebo me encadenaron?
—A Atenea le gustaba todo —repitió Emil, no tenía cabeza para escuchar el resto de improperios que Gugalanna lanzaba a sus antiguos compañeros.
A Makoto le daba vergüenza ajena aquel comportamiento, pero no hizo nada. No había nada que hacer. Hablaba y dejaba hablar a Gugalanna para ganar tiempo, rezando porque alguno de los poderosos guerreros que dormían en el Argo Navis llegara a salvarlos. La brecha entre el oro y la plata parecía insalvable.
—Raptar es un eufemismo para una violación, ¿cierto? —Hipólita se acercó al gigante sin temor, llenando las palabras de un tono burlesco—. ¿De verdad la primera generación de santos de oro, la élite del inmaculado Santuario, eran un grupo de animales? ¿Y dices que aun así la misma Atenea descendió para entrenaros? Bueno —acotó, apenas conteniendo la risa—, entrenaros y algo más.
Makoto y un recién despejado Emil se prepararon para una respuesta furibunda: Gugalanna, con lo salvaje que era, parecía venerar su pasado como primer santo de Tauro, e Hipólita se estaba burlando justo de esa historia. La reacción del guerrero, sin embargo, fue de una total confusión.
—Atenea buscó a ochenta y ocho jóvenes y los entrenó a todos. Unos aprendieron más que otros, claro. Los santos de bronce tenían el poder para destruir a nuestros enemigos, los santos de plata tenían la sabiduría para controlar a esa casta de salvajes… Vosotros no podríais ser comandantes —advirtió, frunciendo el ceño mientras miraba a Makoto y Emil— con esos cosmos tan insignificantes. Los santos de oro debíamos estar al lado de Atenea, siempre, por eso vivimos más que el resto.
—Una generación de santos que dominan el Séptimo Sentido —entendió Hipólita, quien tenía en mente la visión de la guerra entre las Alas del Rey y los Astra Planeta.
—Por supuesto que lo dominábamos —replicó Gugalanna—. El Séptimo Sentido es el dominio del cosmos, un santo debe dominar el cosmos. La primera en lograrlo fue… —esbozó una sonrisa salvaje, callando el nombre. Tuvo que limpiarse un nuevo hilillo de babas antes de continuar hablando—. No, espera, al principio no éramos solo ochenta y ocho. Había más, mucho más. —De pronto se empezó a rascar la cabeza, frunciendo el ceño con aire pensativo—. Los rangos vinieron después de los mantos sagrados y los mantos sagrados vinieron después de que el rey Atlas y sus hermanos….
Fue entonces, mientras Gugalanna seguía rumiando, cuando Hugin salió a la cubierta del Argo Navis. Una bandada de cuervos graznó, invisible.
—¿Quién eres tú y quién es tu maestro?
—Nadie que te importe.
—Tus mensajeros oyeron mi presentación —dijo Gugulanna. Cerrando el puño con fuerza, volvió visibles a los eidolones de Hugin, los cuales explotaron de inmediato.
—Presentación, je. Un cuento difícil de creer. Han pasado miles de años desde la primera Guerra Santa. Ni siquiera el misophetamenos te habría permitido vivir tanto tiempo conservando un cuerpo tan vigoroso, Gu... Gugu… ¡Como sea que te llames!
—En realidad, soy inmortal —replicó el santo de Tauro, hurgándose el orificio sangrante de la nariz—. Yo nunca necesité del misophetamenos.
Hugin saltó del barco a donde estaban sus compañeros. Se dirigió a ellos, haciendo caso omiso a lo que Gugalanna había dicho.
—¿Por qué le habéis seguido el juego tanto tiempo?
—Dice cosas increíbles —mintió Makoto—. La historia perdida del Santuario, que no está guardada en ningún documento, ni siquiera en tablillas de piedra.
—Y que Atenea no transmitió por una razón —añadió Hipólita, notando que Emil estaba callado; quizá todavía pensando en esa historia sobre Atenea. Ella no tenía problemas en ser honesta—. Hablar es más entretenido que morder el polvo sin lograr nada. ¿No te has fijado en que viste el manto de Tauro, niño Cuervo?
—Me he fijado en los recursos de los que disponemos.
—Tal vez no sea un enemigo —teorizó Emil.
Todos desviaron la mirada a Gugalanna, como queriendo convencerse de que aquel gigante desagradable lleno de cicatrices podía ser un buen tipo. Las cicatrices que partían desde la nariz hasta los lados de la frente y las mejillas, formando una equis, destellaron cuando el guerrero de piel oscura rio una vez más.
—¡No sabéis nada de nada! —gritó, como si acabara de darse cuenta—. ¿A cuántos habéis tenido que matar sin saber por qué?
—A muchos —contestó Makoto por un acto reflejo.
—Ya hemos perdido mucho tiempo —admitió el gigante—. La diosa del tiempo y el espacio nos convocó para luchar con vosotros. Simple.
—¿La diosa del tiempo y el espacio? —repitió Makoto.
—Yo soy el que tiene problemas de oído, mosquito. Sí, una diosa de lo más apetitosa con acceso a todos los mundos y épocas, capaz de convocar a los vivos y los muertos. El multiverso es su patio de juegos y hoy se despertó con ganas de jugar, al parecer. Para motivarnos, nos mostró lo que pensabais hacer.
Makoto, asumiendo el papel que tenía como mensajero de los otros tres, que si acaso se limitaban a idear a alguna estrategia en silencio, preguntó:
—¿Qué se supone que pensamos hacer? Somos una embajada de paz.
—Veamos… —Gugulanna se arrancó roña y sangre del fondo oído mientras trataba de acordarse—. No lo sé. No estaba escuchando. Supongo que le preguntaré luego, cuando os mate —dijo, avanzando hacia el grupo—. Sangre en mis puños o una hembra que cabalgar. Si os digo la verdad, me da lo mismo.
—Todo un caballero —dijo Hipólita, percibiendo la mirada preocupada de Makoto.
Nadie le dijo nada a aquella mujer que un día fue su más acérrima enemiga. Gugalanna tampoco les dejó tiempo.
—¿Hay más mujeres en el barco?
El rostro de Emil lo traicionó, palideciendo como si fuera un soldado del Hades. Se había acordado de Akasha, un cuerpo inmóvil, sin alma, a merced de ese animal. Disparó una andanada de flechas solo para ver cómo ardían a un metro del santo de oro.
—Sois tan débiles —se burló Gugulanna, viendo cómo los santos se movilizaban para rodearlo. De pronto tuvo una idea y levantó ambas manos, extendiendo los dedos en horizontal—. Necesitáis un plan. —Para sorpresa de todos, el gigante se reventó los tímpanos sin perder la sonrisa—. Tenéis alrededor de un minuto para hacerlo. Soy inmortal, ya os lo dije. Mis oídos se recuperarán tarde o temprano.
Rio con más fuerza que nunca al tiempo que el gran cosmos que poseía empujaba a todos lejos. Apenas el grupo se estabilizó, desde donde todavía podían verlo, empezaron a compartir lo que cada uno había pensado a través de la telepatía.
Emil podía envenenarlo si algo neutralizaba el sistema inmunológico de aquel gigante, los eidolones de Hugin podían lograr eso si tenían una herida por la que pasar, Makoto contaba con la habilidad para atravesar los puntos cósmicos de un santo e Hipólita poseía la magia de Leteo, capaz de reducir la capacidad defensiva de la materia.
No había pasado ni medio minuto cuando los tres santos de plata iniciaron el ataque, sabiendo que cualquier distracción podía ser fatal, comprendiendo que luchaban contra un guerrero invencible, pero sobre todo, entendiendo que no hacerlo los volvía indignos del manto sagrado que tiempo atrás les fue concedido.
Hipólita volvió a ver a Jaki en aquel gigante de piel oscura. Eso era razón suficiente para destrozarlo. No necesitaba más.
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Manigoldo atravesó aquel increíble asentamiento como un bólido destructor. Sintió que chocaba contra materiales que no conocía mientras atravesaba torres enormes, hasta que al fin pudo aterrizar en un suelo que no era de piedra ni tierra ni metal. Allí le esperaba el hombre al que debía derrotar. Adremmelech de Capricornio, un miembro de una orden de caballeros negros semejante a la que había destruido junto a Albafica y Gioca. A decir verdad, aquella batalla le recordaba a esa aventura más que a cualquier otra experiencia que llegó a vivir más adelante como santo de Cáncer.
—Menudo problema. No tienes alma. Y si te envío a la Colina del Yomi puedes reformarte a mi lado. Y para colmo de males tu manto sagrado atraviesa las dimensiones aprovechando la resonancia con la mía. ¿Un poco injusto, no crees?
Ganaba tiempo para pensar, o más bien para sentir. Debía esquivar un único pero potente golpe cada pocas palabras, y aprovechaba cualquier oportunidad para lanzar un buen puñetazo a aquella cosa, que lo evitaba de la misma forma mecánica que empleaba para atacar. ¿Siquiera estaba peleando con un humano?
«Gólem. Creo que ese fue el término que usó la mujer —recordó Manigoldo en medio de un largo salto hacia atrás. Había evitado por poco el ataque de Adremmelech: una onda destructora que primero se manifestaba como un temblor localizado, y luego despedazaba por igual el suelo y todas las construcciones que hubiera a cientos de metros a la redonda—. Supongo que entonces no puede entender qué es este lugar.»
Un trozo de asfalto llegó desde el sureste, girando a la vez que iba a por él a altas velocidades. El santo de Cáncer saltó sobre la plataforma y se impulsó en ella para acceder a otra de las tantas que también venían a por él. Miles de pedazos de la ciudad llenaban el cielo como armas que Adremmelech movía con telequinesis. Encima de uno de ellos, Manigoldo buscó a ese condenado Caballero sin Rostro.
«Les dije que había dado paz a aquellas almas y se lo creyeron. ¿Eran santos de Atenea, de verdad? Parecen adultos, pero solo ven la superficie de las cosas. —Sonrió levemente, una sombra de la idea que estaba elucubrando—. Millones de espíritus vinieron aquí en busca de venganza y no se irán hasta que la obtengan. Si es así…»
De un salto, se proyectó como una flecha disparada por el mismo Sísifo, destrozando el trozo de asfalto en el proceso. No importaba: había más, mucho más tras de sí, de todos los tamaños y formas. Adremmelech atrajo todos y cada uno: troncos de árboles fantasmales, fachadas de edificios de altura imposible, la mitad de una calle… Disparó aquellos proyectiles urbanos contra Manigoldo, que iba directo hacia él. El santo de Capricornio no dio muestras de entender la estratagema.
«Es tarde para eso.»
Aunque no se molestó en calcular bien el salto, la suerte le sonrió y pudo rasgar la piel de Adremmelech luego de atravesar la veintena de muros de piedra que este alzó para protegerse. Acto seguido, la telequinesis del santo de Capricornio trajo sobre ambos aquella marea de materia destructiva, sin saber que en realidad solo le estaba proveyendo de cantidades ingentes de pólvora.
A varios kilómetros a la redonda, tanto las partes que Adremmelech había arrancado de la ciudad cuanto la ciudad en sí ardió en un místico color azul. Manigoldo, quien se alejó de la zona en el último momento, pudo observar la antorcha de fuego fatuo desde la cima de un edificio tan grande como una catedral.
«Es como la mansión de Alvido —pensó, sorprendiéndose a sí mismo por poder mantener la calma. La lujosa casa que Altar Negro había construido a partir de almas humanas, la base de aquel hombre y sus compañeros, caballeros negros, criminales que usaban el alma como moneda de cambio—. ¿O la Fobia del Tártaro? —No estaba seguro de que lo que sentía en el lugar fueran almas, por mucho que lo parecieran. Les faltaba algo, como si tan solo fueran los restos de algo mayor y lo ocultaran uniéndose entre sí para dar forma a aquella ciudad—. Sea lo que sea, arden.»
Quien no ardió fue Adremmelech, pues varias estelas doradas se juntaron por encima de Manigoldo. Al mirar arriba, este vio el tótem de Capricornio. Y antes de que se recuperara de la impresión, el guantelete derecho de Cáncer empezó a cuartearse.
Adremmelech apareció de improviso. Ni siquiera se había terminado de formar, incluso tenía el brazo ardiendo cuando lo usó para tratar de golpearle. Manigoldo evadió el manotazo y contraatacó con Akubens, las pinzas del cangrejo. Usó los brazos para inmovilizar a aquella cosa sin rostro y las piernas para partirle las costillas; de un momento para otro, la tijereta partió por la mitad el cuerpo de Adremmelech.
—¿Y qué si no tienes un alma que pueda quemar? —Manigoldo hizo aquella pregunta solo después de aplastar la cabeza de Adremmelech de un pisotón. No era estúpido—. Mis puños fueron aliados de confianza mucho antes de que me entrenara mi…
El sonido de algo rompiéndose le cerró la boca. Miró hacia abajo, donde halló grietas visibles por todo el manto dorado. Las perneras explotaron antes de que pudiera decir nada. Justo las partes que estuvieron en contacto con Adremmelech.
—Es peor que Verónica —murmuró mientras veía cómo las mitades del cuerpo del gólem se juntaban y una nueva cabeza le surgía de los hombros, sin cara.
Tan pronto se alejó, el edificio sobre el que estaban explotó, liberándose así la rabia de las mil almas que se habían juntado para construirlo. Aquello no bastaría para vencer a Adremmelech, por supuesto, pero sí para retenerlo unos segundos.
«No puedo acercarme, su cosmos me daña tanto si me ataca él como si lo hago yo.»
Diez mil picos de acero trataron de arrinconarlo bajo un edificio que caía, lo que no fue ningún problema para la velocidad que como santo de oro podía alcanzar. Pronto cabeceó negativamente para olvidar eso: era evidente que Adremmelech usaba medios endebles para llevarlo a su terreno. ¡Incluso le hizo creer que un santo hecho y derecho dependía de la fuerza! Nada más lejos de la realidad, Adremmelech, de algún modo, generaba vibraciones en todo aquello que hacía contacto con su piel, como un terremoto liberado en la estructura atómica de la materia.
El santo de Capricornio lo alcanzó. Llevaba puesto el manto dorado, así como lo respaldaban las torres que atestaban la ciudad. Si las montañas caminaran y luchasen como los hombres, sus flechas serían parecidas a aquellas construcciones colosales.
—O tal vez las puntas —comentó, una broma para romper el hielo que un millón de almas habían generado tras una década de asesinatos indiscriminados. Alguien, un hombre como Alvido quizás, se había entretenido matando gente, arrojándolos a la desesperación más cercana a la Colina del Yomi que podía existir en el mundo de los vivos. Por ese alguien se había construido esa ciudad maldita, y ahora él iba a poner fin a aquel rencor inútil para salvar un mundo que jamás conocería—. Podemos hacer dos cosas: o nos enfrentamos durante mil días, tú usando lo que ves y yo sirviéndome de lo que percibo, o resolvemos esto ahora. Da todo lo que tienes, Adremmelech de Capricornio, pues yo haré lo mismo.
Tampoco había mucho que hacer. Desde los primeros lanzamientos, cuando Manigoldo se molestaba en romper los improvisados proyectiles, hasta aquel último momento, Adremmelech prácticamente había puesto media ciudad en los cielos, solo que en posición invertida. Aun así, un terremoto inició tan pronto hizo el reto.
Un sonido titánico llenó el campo de batalla. Todo el cristal en la urbe estalló de inmediato, pero para entonces Manigoldo apenas podía oír. Juraría que una montaña había sido arrancada del suelo, o quizás se había levantado para disparar una de aquellas flechas en las que estaba pensando. A esas alturas, todo podía pasar.
Ni siquiera se molestó en comprobarlo. Chasqueó los dedos, el gesto que había convenido con los espíritus o lo que fuera que conformase la ciudad fantasmal mientras la recorría durante la batalla, y todo ardió.
Decenas de kilómetros fueron consumidos por el fuego fatuo. Una cúpula de ardor místico abrasó la ciudad entera para impedir toda huida al santo de Capricornio, y luego el cielo expulsó fulgores astrales que se unieron al mayor incendio espiritual que los santos de Cáncer hubiesen provocado jamás. Un acto solo un poco menos atroz que aquellos que permitieron que un lugar así existiera para empezar.
Manigoldo tuvo que ir a la Colina del Yomi durante todo lo que dura parpadeo para que tamaño infierno no lo consumiera a él también. Al regresar, lo que fuera el cascarón de una ciudad del futuro se había convertido en un meteoro ardiente que arrasaba las profundidades del limbo. Todo el odio concentrado en los espíritus despertó en medio de un conglomerado de voces extasiadas y furibundas; un ejército de almas desdichadas ansiosas por tener venganza. ¿Sobre quién?
El santo de Cáncer acompañó a aquellos seres, sombras de almas humanas, descendiendo al abismo sin fin que segundo a segundo creaban. Él les había dado el poder para vengarse a cambio de que le ayudaran a derrotar a Adremmelech. Puesto que ya no sentía el cosmos de aquella cosa, ahora sentía el deber de verles realizarla.
Al fondo de todo, bajo la corteza espectral que servía de base al fantasma de todas las ciudades del mundo, Gestahl de Altar Negro esperaba, paciente.
Notas del Autor:
Tras muchas semanas, puede que más de un año, conocemos a uno de los primeros santos de oro de los que habló el mago Oribarkon. ¡Nadie menos que Gugalanna de Tauro! El nombre proviene de la mítica criatura que venció Gilgamesh en su epopeya, junto a su compañero Enkidu. Me pareció apropiado para el primer santo de Tauro.
Gracias al talento de Ulti_SG, podemos apreciar cómo se ve este curioso personaje:
ultisg/art/Gugalanna-de-Tauro-842772001
Aprovecho el capítulo para presentar los diseños de otros personajes. Algunos de ellos ya los habéis visto en la portada de esta historia.
Makoto de Mosca, nacido para sufrir y besar:
ultisg/art/Makoto-de-Mosca-689604699
Azrael, el asistente:
ultisg/art/Azrael-el-asistente-689611470
Akasha de Virgo, la Suma Sacerdotisa:
ultisg/art/Akasha-de-Virgo-689326722
Rescatados de una historia anterior, tenemos a:
Orestes de la Corona Boreal:
ultisg/art/Orestes-de-la-Corona-Boreal-55089520
Sneyder de Acuario, el Pacificador:
ultisg/art/Sneyder-de-Acuario-61540127
Finalmente, Caronte de Plutón, antagonista principal de la primera temporada:
ultisg/art/Caronte-de-Pluton-107313725
Ulti_SG. ¡Batman!
Recordemos que Shun era tan bueno, tan bueno, tan bueno, que Hades lo quiso de recipiente a pesar de que ya estaba destinado a ser santo de Atenea. Y a Akasha todos la tienen como una buena persona, salvo unos pocos como Sneyder y Hugin, ¿quién tendrá la razón? Sí, la batalla que les espera tiene pinta de que va a ser dura.
Esto se está poniendo de lo más extraño. ¿A quién se le ocurre meter en un mismo capítulo Next Dimension y Lost Canvas? Pienso que Manigoldo es la clase de persona que sabría ver lo mal que estaba Orfeo, aun estando en el mismo bando.
Porque lo están, ¿verdad?
¡La máxima de Dragon Ball ataca de nuevo! (Siempre hay alguien más fuerte que tú.). Definitivamente, le resta emoción que un personaje sea el más fuerte de principio a fin.
Demasiado raro. ¿Qué está pasando aquí? ¡Que alguien explique!
El rey Alexer, Shaula de Escorpio, Caronte de Plutón, Abominación de Cocito, telquines… Y ahora Manigoldo. Menudo historial que tiene el Caballero sin Rostro. No paran de lloverle batallas desde todos lados.
Shadir. Vaya, eso me preocupa. Puedo imaginar que otros lectores podrían suponer que la historia se dejó de actualizar…
Sí, esa mujer no se corta ni un pelo. Puede sonar extraño, ya que la historia que vimos empezó con un torneo en que los santos de bronce debían pelear entre ellos, e incluso ha habido algún que otro choque en la historia (Sneyder VS Akasha, durante la Pacificación), pero no es lo normal que los fieles a Atenea luchen entre sí. Bien observado. Y bien por nuestro amigo Makoto.
En estos tiempos en que el multiverso ya es un martes cualquiera (incluso el UCM se está subiendo al tren), cabe preguntarnos, ¿cómo habría sido el torneo de haber proseguido de forma natural, con todo y participación de Ikki?
Lo que parece claro es que a nuestros héroes les esperan batallas de lo más duras.
