Capítulo 119. Oro invencible
Gugulanna no podía creer lo que estaba viendo.
—Lo has detenido. —El enorme puño de oro estaba suspendido en el aire, sin poder avanzar más allá del límite que el santo de Mosca le imponía—. ¡Con un solo dedo!
Preparó la mano libre para apartar a aquel molesto mosquito, pero entonces recibió ataques desde todas direcciones. Flechas envenenadas, plumas de cuervo ardiendo y meteoritos de pura energía oscura. Makoto aprovechó aquello para alejarse, saltando justo a tiempo de evitar que Gugalanna lo alcanzara.
—Nada mal, niño. —Hipólita, así como Hugin y Emil, habían formado un enlace antes de que comenzara la batalla; era la mejor forma de ejecutar la estrategia que tenían pensada, y solo una buena estrategia podía salvarlos de un combate así—. Pasas de durarme unos minutos a intercambiar golpes con un guerrero legendario.
—Je, los halagos sobran. Ese presuntuoso se está conteniendo una barbaridad. —Hugin volaba más rápido que nunca por los cielos de la Colina del Yomi, aleteando con violencia cada vez que tenía a tiro la espalda de Gugalanna, quien ni tan siquiera se movía un centímetro cuando las enormes cuchillas de aire resultantes le alcanzaban—. ¡Y parece que se toma muy en serio la apuesta!
—Demasiado en serio —dijo Emil. Mil flechas cayeron sobre el cuerpo de Gugulanna; unas acabaron clavadas en el suelo, otras, las que alcanzaron el objetivo, se rompieron sin remedio—. ¿Estáis seguros de que no debo usar la Maldición de Apolo?
—Es nuestro último recurso —insistió Makoto, cargando de nuevo contra el inmóvil santo de Tauro—. ¡Solo necesitamos causarle una herida!
En parte, esa era la apuesta a la que Gugalanna había accedido antes de iniciar el enfrentamiento —ser herido, o en su defecto, que lo obligaran a moverse de su sitio durante la batalla—, y aunque nadie esperaba que la cumpliese, de todas formas la única estrategia que les permitiría lograr una victoria contra tan poderoso enemigo incluía causarle una herida. Pequeña, grande, eso no importaba.
Sin embargo, derramar sangre de oro era una tarea titánica para los allí reunidos. El propio Makoto había necesitado fijarse largo rato en el flujo de cosmos: adónde atacaba cada aliado, cuánta fuerza empleaba Gugalanna… Más de dos tercios de los mejores ataques del grupo se habían concentrado en un solo punto; dirigió allí el puño, alcanzando una velocidad que ni él mismo imaginaba tener, pero no logró nada.
—Se supone que tienes que hacer que yo sangre —se burló Gugulanna. Makoto se había excedido: la fuerza con la que golpeó el bajo vientre del santo de Tauro fue tal, que los nudillos le sangraban, manchando de rojo el dorado manto—. Creo que tendré que esforzarme un poco para hacer las cosas más interesantes.
El guerrero de piel oscura ignoró esta vez los embates del resto y contraatacó, amartillando la cabeza de Makoto para luego mandarlo al mismo abismo del inframundo de una velocísima patada.
—Siempre se te ha dado bien lo de aguantar palizas.
Por motivos que solo ella conocía, Hipólita esperó hasta que la caída al infierno fuera inevitable para ir a socorrer al santo de Mosca. El joven, ya en brazos de Águila Negra, no pudo responder de inmediato: el golpe en la cabeza estuvo a punto de dejarlo inconsciente. Sangre y trozos del destrozado casco caían en el agujero de la desesperación al que un sinfín de almas se dirigía en fila.
—Esto es algo vergonzoso.
—Aprende a volar y no tendré que hacerlo. —Miró hacia el campo de batalla, tan distante de donde se hallaban. Hugin había invocado una bandada de cuervos y les ordenaba caer sobre el enemigo, quizá buscando introducir alguno en la cabeza de Gugulanna para derretirle el cerebro. Emil era más simple: apuntaba a los ojos—. Parece que sigue empeñado en ganarnos sin moverse. Eso es una ventaja.
—Pero no sirve de nada si no podemos causarle ningún daño.
—Habla por tus dedos de niño, mi magia proviene del dios del olvido. Solo es cuestión de tiempo que esa hojalata amarilla pueda ser atravesada.
—Incluso si realmente pudieras reducir a cero la resistencia de un manto de oro… —Makoto calló un momento por la presión que Hipólita le ejerció en el estómago; un abrazo de oso con una sola mano que bien podría partirle en dos si no medía sus palabras—. Cuando lo hagamos, él seguirá siendo el santo de Tauro.
—Eso ya no es mi problema, niño, estoy poniendo todos mis esfuerzos en permitiros cortar un poco de carne —dijo Hipólita; un destello rosado destacó en la oscura máscara que Akasha le obsequió antes de todo esto—. Solo un rasguño, una gota del veneno de Emil y los cuervos de Hugin harán el resto. ¿No era ese nuestro plan?
—Dijiste que nunca habías escuchado un plan tan estúpido.
—Lo sostengo.
Un repentino cambio en el combate hizo que ambos callaran. Gugalanna, con una amplia sonrisa en el rostro barbudo, les dirigía una mirada maliciosa capaz de atravesar los kilómetros que los separaban. Emil, Hugin y los cuervos parecían paralizados. Makoto abrió la boca, pero antes de poder decir nada, algo lo jaló.
—¿Qué…?
El santo de Mosca ni siquiera había parpadeado y aun así estaba lejos, muy lejos del abismo, aún resguardado por el único brazo de Hipólita. Miró hacia donde estuvieron una fracción de segundo antes y dio gracias por aquel milagro: ¡Una esfera perfecta, más negra que la noche, se había formado por encima de la entrada al infierno! Aunque no había escuchado sonido alguno, solo mirar aquel negror le bastaba para saber que no debía siquiera estar cerca de algo así. De algún modo sentía que era peor que la muerte.
Hipólita, presintiendo un nuevo ataque, volvió a impulsarse con la pata de bestia que había formado con la magia de Leteo. Hizo que el mundo se olvidara de ella por el fugaz instante en el que Gugulanna pretendía desintegrarlos, y de un momento para otro apareció justo por encima de la cabeza de aquel terrible enemigo.
—No me estoy moviendo —explicó el santo de Tauro con claro cinismo, antes de hacer aparecer otra esfera negra donde estaba Hipólita, una más pequeña que las anteriores—. Me dijeron que los santos de plata de vuestra época se mueven de dos a cinco veces la velocidad del sonido —dijo dando una palmada; la explosión sónica resultante llenó enseguida el campo visual de Gugalanna, pero para entonces Hipólita ya estaba detrás del gigante—. Parece que tengo que aumentar la velocidad de mis ataques.
Así lo hizo. Allí donde ponía el ojo, esferas oscuras de diferentes tamaños se formaban, ejerciendo una terrible atracción que siempre estaba a poco de succionar a la audaz Águila Negra. Pero parte del cuerpo de la mujer no era humano, sino el resultado de ofrecer el recuerdo de la pierna y el brazo que perdió al dios del olvido; aquellas extremidades, extensión del Leteo, le permitían impulsarse a la velocidad de la luz así fuera por un mero instante, lo que le bastaba por ahora.
—¿Qué les ha pasado a los pequeños? —cuestionó a la vez que arrojaba un sinfín de Meteoros Negros a Gugulanna, quien los recibía gustoso. Ningún daño le provocaban.
—Detuve el tiempo —dijo el santo de Tauro con tranquilidad, como si aquello fuera algo normal—. La pregunta es por qué vosotros podéis moveros.
—¿Vosotros? —Hipólita daba vueltas cada vez más amplias para evitar la inagotable cadena de ataques y lograr tener a tiro a Gugalanna. En eso había puesto toda su atención—. ¡Estabas tan callado y ligero!
—Creo que voy a vomitar… —dijo Makoto, aunque pareció más un pensamiento.
—Puedes vomitar encima de él si quieres.
—¡Es una locura!
—Sabía que estarías de acuerdo —replicó la mujer con un cierto deje sádico.
Aunque Hipólita no se había molestado en explicar el plan, Makoto pudo intuirlo gracias a que estaban enlazados. Sin tiempo para reclamar o idear una opción alternativa, se dejó llevar por la audaz Águila Negra.
Gugalanna rio al ver que aquellos dos pretendían cargar contra él de frente. Les dio el gusto de poder ejecutar un último acto heroico —suicida—, formando una esfera de pura oscuridad detrás de ellos que se expandiría a toda velocidad. Sí, fueran más rápidos que el sonido o el rayo, todos serían consumidos por el Caos.
Pero Hipólita fue más rápida de lo que había esperado, y también más terrible. Usó la pata de bestia para que Makoto pudiera impulsarse a la velocidad de la luz junto con ella, sumando la súbita aceleración a la fuerza de sus letales dedos, y al mismo tiempo que el santo de plata alcanzaba el peto de Gugulanna, la garra bestial de Hipólita atravesaba la cabeza del guerrero inmortal, arrancándole el recuerdo de que lo estaban atacando, de que tenía que ofrecer al menos algo de resistencia.
Los ojos de Emil y Hugin se abrieron como platos. ¡Era el momento! El santo de Flecha disparó tan pronto los dedos de Makoto se separaron del cuerpo de Gugulanna, dejando un agujero microscópico por el que habría de pasar la mejor de sus flechas. Al principio dudó, pero en cuanto el primer proyectil se partió al hacer contacto con el manto dorado y Gugalanna dio señas de empezar a entender la situación, supo que no le quedaba otro remedio. La Maldición de Apolo escapó de su brazal.
El santo de Tauro aulló como una bestia herida aun antes de que Hugin completara la estratagema. Miles de cuervos cayeron sobre él en picado; casi todos fueron consumidos por la esfera oscura que Gugalanna abrió a la desesperada, pero uno, el único real, logró alcanzar la flecha dorada que, cubierta de veneno, atravesaba al enemigo.
—No es posible… No…
Fuera por la sorpresa o por el dolor que le suponía lidiar con un veneno proveniente del Santuario y un poderoso eidolon frenando su cosmos, Gugalanna estuvo a punto de caer. No había dado un paso en cualquier dirección, pero los santos de plata, con la inapreciable ayuda de Hipólita, habían logrado que se moviera.
—¿Qué…? ¿Qué demonios es esto…? —Gugulanna trató de arrancarse la flecha dorada, sin éxito. La saeta no cedía por grande que fuera la fuerza que ejerciera.
—Se dice que mi constelación guardiana proviene de las flechas que usó Apolo para vengar la muerte de su hijo, Asclepio. Uno de sus hijos, en realidad —aclaró Emil, divertido—. Con esto, matar a cualquier enemigo está a mi alcance, aunque el pago es un poco menos agradable. El veneno es un extra.
—Tu vida se acorta tanto como grande fue la ventaja que conseguiste al usar esa flecha —apuntó Hugin, que de nuevo volaba rodeado de cuervos, cerca de Hipólita—. Je, si ibas a usar eso no nos habríamos molestado en reducir las defensas de este farsante.
—Como si hubiese tenido otra opción —replicó Emil, molesto—. ¡No iba a permitir que le hiciera cosas desagradables a Akasha!
—¿A quién…? —dijo Gugalanna, la situación lo estaba superando. Algo le subía por la garganta poco a poco, tal vez rabia—. Yo detuve el tiempo.
—Sí —admitió Hugin—. Creo que lo hiciste, por un rato.
—De repente nos podíamos mover —añadió Emil, despreocupado—. Así que solo completamos lo que nuestros compañeros estaban haciendo.
—¿Compañeros, eh? —Fue Hipólita quién habló, divirtiéndole la idea de que todos hubiesen actuado de esa forma aun desconociendo lo que ocurría. Sin saber por qué, llevó los dedos heridos a la máscara que le ocultaba el rostro, la cual emitió un destello dorado—. Tú siempre estás entrometiéndote. ¿Verdad, Akasha?
Podía sentirlo. De algún modo, el cosmos de la Suma Sacerdotisa estaba latente en el interior de los santos de Flecha, Mosca y Cuervo. Quizás desde la pasada guerra.
—¿Quién puñetas es Akasha?
—Silencio —cortó Makoto, en un tono severo que sorprendió a todos—. Dijiste que si lográbamos que te movieras aceptarías la derrota. ¿Cumplirás tu palabra?
—¿Y qué me harás si no lo hago, mosquito? —Aterrador, Gugulanna se alzó sin siquiera formar un rictus de dolor—. Si hubiese luchado con todo lo que tengo…
—No lo hiciste —dijo Makoto—. Tuviste tu oportunidad y nos subestimaste. Nosotros también lo hemos hecho —advirtió, mirando a todos—. Las batallas que hemos librado nos han vuelto más fuertes de lo que estamos dispuestos aceptar, dimos demasiada importancia a que fuéramos santos de plata enfrentando a uno de oro, olvidamos que todos somos santos de Atenea. Ninguno cometerá el mismo error la próxima vez.
Era por todos los que estaban en el barco. No solo Shun y Akasha, sumidos en alguna suerte de maldición que los mantenía inconscientes, sino también Munin y Soma, caballeros negros que habían decidido luchar junto a ellos. El hijo de Ban estaba herido de gravedad, mientras que el hermano de Munin también estaba en mal estado, debido a daños que no podían verse, al pertenecer a la mente humana. Por ellos, Makoto no podía permitirse seguir cediendo al miedo. Sostenido en esa determinación, mantuvo la mirada al gigante que lo doblaba en altura sin parpadear, preparado para reiniciar el combate si fuera necesario. No bajó la guardia ni un solo momento.
—Tienes valor, mosquito. —La mano que Gugulanna puso sobre los cabellos de Makoto, en otras circunstancias, bien pudo haberle destrozado la cabeza, ahora desprotegida—. Cumpliré mi palabra. No solo admitiré mi derrota, también os acompañaré a la salida de este laberinto. Tengo curiosidad.
—Oye —dijo Emil, quien sentía escalofríos de solo ver la perversa sonrisa que el gigantón mostraba, revelando todos los dientes—. ¿No deberías estar muriéndote? —La flecha dorada estaba clavada en el pecho del santo de Tauro. Décadas atrás, aquella terrible maldición estuvo a un paso de poner fin a la vida de Saori Kido.
—Más tarde —dijo Gugulanna haciendo un vago ademán. El veneno, si alguna vez lo afectó de verdad, debía haberse esfumado en su sangre imperecedera.
Todo parecía haber mejorado, y por esa misma razón Hipólita y Hugin supieron que era todo lo contrario. De repente, una lluvia inesperada fue liberada por el cielo crepuscular; pétalos de rosas rojas cayeron sobre la totalidad de la Colina del Yomi, movidas por vientos tan fríos como la muerte que anunciaban. La fragancia liberada por cada flor pronto empezó a mermar los sentidos de santos y sombras.
—Afrodita —dijo Hipólita, a salvo de aquel ardid gracias a la máscara que portaba. Hugin también combatía el potente veneno enviando un eidolon dentro de sí, pero en eso tenía que poner todas sus fuerzas.
Entre Gugalanna y los debilitados Emil y Makoto apareció el santo de oro, un apuesto joven con cabellos largos y sedosos como los de una mujer, una rosa roja entre los labios y una majestuosa capa blanca cubriendo el manto dorado de Piscis.
—Les dije que aceptaba la derrota —comentó Gugulanna, quien miraba con gran interés al recién aparecido—. Pero no miraré el diente a este caballo regalado.
—Creo que estás confundiendo la situación —apuntó el santo de Piscis—. He venido aquí a resolver el problema que tu incompetencia ha creado.
—Tú… Seas quien seas… Sobras… —decía Makoto con dificultad. Emil había caído; sin duda usar la Maldición de Apolo lo había agotado más de lo que esperaba—. Si te interpones… Yo… ¡Yo te venceré!
Haciendo honor al juramento que le hizo a Gugalanna, Makoto demostró todo el poder que poseía. Aunque el mundo era difuso para cada uno de los cinco sentidos del santo, el cosmos seguía inalterable; un aura plateada otorgó al manto de Mosca una grandeza que nadie habría esperado. Aun así, Afrodita ni siquiera parpadeó.
—¿Eres un titán? —cuestionó el guardián del duodécimo templo mientras apartaba de los labios la rosa, sosteniéndola entre dos dedos hechos de fuego dorado.
—No sé de eso, yo solo soy un santo de Atenea.
—Entonces, muere.
Despiadado, Afrodita lanzó una sola Rosa Diabólica, sabiendo que bastaría para acabar con aquel simple santo de plata. Pero una tercera fuerza mermó la velocidad del ataque el tiempo suficiente para que alguien pudiera apartar al japonés.
—¡Tú! —exclamó Makoto aun mientras rodaba por el suelo. El santo de León Menor había recibido de lleno la Rosa Diabólica, la cual estaba rodeada por el inconfundible brillo rosado del poder de Ethel. Hipólita lo había salvado de nuevo—. Qué patético. Debería hablar menos.
—Estoy de acuerdo.
Hipólita descendió como un ave de presa, recogiendo a Makoto con el brazo y al inconsciente Emil con la pata bestial. Tan pronto lo hizo, Ban, cubierto por la piel invulnerable de Nemea, cargó contra el santo de Piscis a una velocidad inaudita.
—El mejor Bombardeo de León Menor que he visto —aprobó June, de nuevo firme sobre la cubierta. El ataque, una implosión blanquísima que parecía haber consumido a Ban y Afrodita, no había cubierto tanto terreno como en la Batalla del Santuario, pero sin duda era de una potencia superior en órdenes de magnitud—. Supongo que esto es lo que pasa si utilizas la energía de un santo de oro en su contra. Debemos dar gracias a Atenea porque sus mejores guardianes tiendan a subestimarnos a nosotros, los santos de bronce —murmuró para sí mientras hacía señas a Hipólita para que aterrizara en el barco. Hugin ya había llegado, mareado por la combinación entre el veneno de las Rosas Diabólicas y los daños mentales que recibió al combatir con Orfeo de Lira. Una vez se supo a salvo, cayó en un sopor del que no se despertaría pronto.
A la vez que Águila Negra descendía, haciendo caso omiso a las protestas de Makoto —el japonés, a pesar de las circunstancias, quería seguir luchando—, un remolino de pétalos oscuros los rodeó, triturando el metal como las pirañas devoran la carne. Viendo aquello, June se interpuso ante la implacable técnica de un salto, recibiendo de lleno la fuerza destructora de la misma. Gracias a Nemea, la piel impenetrable que Ban les había transmitido antes de salir a combatir, al ver el deplorable estado del manto de Camaleón, no solo sobrevivió sino que además sentía que contaba con el poder necesario para encajar aunque fuera un ataque a Afrodita. Decidió ir a por él.
—Parece que tus rosas no sirven —aseguró June tan pronto llegó hasta el extraño enemigo—. Veamos cómo te defiendes en un cuerpo a cuerpo.
Sabiendo la clase de rival que tenía enfrente, la santa de Camaleón no dudó en ir directo al cuello. La energía que Nemea había recogido de las Rosas Piraña le permitió realizar la inimaginable proeza de agarrar a un santo de oro y no pensaba desperdiciar esa oportunidad. Con el látigo aferrado a Afrodita, apretó con toda la fuerza que poseía.
—Crees que esto bastará —comentó Afrodita con tranquilidad, casi aburrido, viendo con el rabillo del ojo a la santa que lo había atacado. Ban estaba cerca, pero para resistir el acoso constante de las Rosas Piraña necesitaba enfocarse solo en la defensa—. No comprendo cómo unos animales de bronce llegaron a una conclusión tan estúpida.
Así, sin más, agarró el látigo de la santa de Camaleón y la zarandeó contra el suelo gris. Después, soltando tan inútil arma, apareció frente a June, ya levantada, tomó sus brazos con los dedos y aplastó los brazales hasta pulverizarlos junto a Nemea. Apenas entonces June estaba preparando un contraataque, pero no pudo moverse ni un centímetro antes de ser enviada lejos de una fuerte patada. Tuvo que hacer grandes esfuerzos para mantenerse en tierra, azotada por un dolor que nunca antes había conocido.
—¿No vas a intervenir? —preguntó Afrodita a Gugalanna, quien ni siquiera había movido un dedo para algo que no fuera rascarse.
—¿Contra unos animales de bronce? —replicó, sarcástico—. Claro que no.
En el Argo Navis, Makoto había intentado más de una vez sumarse a la batalla, pero cuando Hipólita no lo apartaba de un empujón, él mismo tropezaba. Las heridas que las Rosas Pirañas le infringieron lo habían vuelto más vulnerable al veneno de las Rosas Diabólicas. Incluso Hipólita había recibido daños al protegerles. La sangre manchaba las vendas en el brazo y el hombro, ahora prácticamente descubiertos.
—No tenías que hacerlo —dijo, sin fuerzas. En su mente, aquello era un grito valeroso, un reclamo de alguien que estaba débil en el momento en que quería ser fuerte.
—Dijiste que somos compañeros —puntualizó Hipólita, cruzada de brazos. Si los cortes en el hombro y el brazo le afectaban, no lo demostraba—. Es natural que os proteja.
—Ya has oído a nuestra acérrima enemiga de ayer —dijo June, apareciendo de improviso sin un manto que la protegiera y con la ropa empapada en sangre—. Ahora piensa en una forma de salir de este lugar mientras nos ocupamos del enemigo de hoy.
Tan pronto dio aquel consejo, la santa de Camaleón movió el brazo hacia abajo, activando una técnica que nunca pudo poner en práctica. El aire que poco antes había servido de montura para las Rosas Diabólicas, se inclinó ante el restallido del látigo, tornándose en diez mil filosas cuchillas que arrasaban todo lo que tenían enfrente. Era la mandíbula superior de un lobo inmenso, abarcando la totalidad de la Colina del Yomi para devastar hasta la última rosa roja. Al mover el brazo de abajo hacia arriba, June alzó otra serie de columnas de viento que, al chocar con las demás, provocaban un estallido capaz de extinguir todo rastro de la fragancia de las Rosas Diabólicas.
Dispersado el veneno, al menos el que llenaba el aire, Makoto pudo percibir con más detalle el cosmos que mantenía en pie a June de Camaleón. Le sorprendió descubrir que era en verdad la fuerza de la subcomandante de la división Andrómeda, elevada hasta límites insospechados en un estado de milagrosa supervivencia, a pesar de haber recibido varios ataques de un santo de oro tras la dura batalla que sostuvo con Ian de Escudo. Ese era el camino que Seiya y los demás recorrieron, el que tal vez el propio Makoto seguía, donde jóvenes destinados a morir pronto salían vivos tras los más duros combates. En esta ocasión, empero, ninguno tenía el respaldo de Atenea y Niké; la diosa había regresado al Olimpo, por lo que sabían, y sus tesoros habían sido robados. Por tanto, era otra la persona que los estaba ayudando del modo que le era posible.
«La Gracia —pensó Makoto, analizando el cosmos de June. Un aura brillante y hermosa que se liberaba para alcanzar la mayor potencia, mientras que una lucecilla dorada reparaba su cuerpo—. ¡La chispa de vida que Akasha nos dio durante la guerra!»
El santo de Mosca comprendió todo entonces. Aquella técnica en la que el viento se doblegaba a su voluntad debía pertenecer a June de Camaleón, pero no la forma. Los lobos de viento destructor eran una reminiscencia del poder que Akasha le había otorgado, un eco de Nachi de Lobo, uno de los caídos de la Noche de la Podredumbre. Con los ojos húmedos, entendió en ese momento, más que en ningún otro, hasta qué punto la Suma Sacerdotisa quería evitar una tragedia similar y, asimismo, hasta qué punto todos en la división Andrómeda la amaban por ello.
Por un momento, a June le pareció que Makoto iba a unirse a la refriega, pero el santo de Mosca acabó inmerso en una conversación telepática con Hipólita a la que ella no tenía acceso. Decidida a confiar por igual en el oriental y la sombra de Águila, dejó de pensar en ambos y se enfocó en las tierras grises más allá del barco.
—Ban no podrá solo —observó, mirando desde lejos a dos de las tres figuras que parecían inmunes a su técnica—. ¿Debería llamarla Fauces de Fenrir, Akasha?
Con esa frase llena de lucidez saltó la santa de Camaleón a por Afrodita, un santo de Piscis mucho más joven que el que murió en la Batalla de las Doce Casas, pero de un poder acaso más terrible. Ban, comportándose por una vez más como un oso que como un león, descargaba tremendos puñetazos que el muchacho detenía usando solo un dedo, sin mostrar ninguna clase de esfuerzo. De pronto, alzando una ceja con aire decepcionado, Afrodita empujó al león de bronce mediante telequinesis y lo cubrió, no por primera vez, con un remolino de Rosas Piraña.
June solo necesitó intercambiar una mirada con Ban tras aquellas flores negras para entender lo que se proponía. A pesar del apoyo que Akasha les había dado, ninguno de ellos se especializó en la fuerza y la velocidad como lo habrían hecho Geki y Nachi de haber sobrevivido, así que cada uno tenía que hacer uso sus recursos, mientras que el oponente que les tocó seguía empecinado en no hacer lo mismo por alguna clase de orgullo de santo de oro. La santa de Camaleón liberó a latigazos violentas ráfagas de aire con forma de lobos, todos ansiosos de devorar por igual el jardín y el jardinero; camuflada entre la tempestad, se volvió invisible y ganó tiempo mientras Ban iba acumulando energía cinética gracias a Nemea. Llegó al extremo de contar los latidos de corazón entre una eternidad y la siguiente, sobreviviendo a su manera a la vez que la barrera de Ban contenía miles y miles de pinchazos. No aguantaría mucho más.
Al tercer latido, el león de bronce liberó el poder acumulado en una explosión que arrasó el remolino de oscuras flores, y aprovechándose de la tremenda energía desatada logró, sin saberlo, salvar a June de una muerte segura al desviar el puño de Afrodita.
—Es mejor que te des prisa, o tendrá que venir otro a arreglar lo que tu incompetencia… Bueno, ya imaginas a donde voy, chico —dijo Gugulanna entre risas. El modo en que aquel joven guerrero detenía, esquivaba y respondía a los ataques de los dos santos de bronce era más elegante que una danza, y sería admirable sin la persistente molestia que dominaba su faz. No debía de gustarle nada saber que tenía que usar demasiado poder para aplastar a unas hormigas—. Míralos, ¡se te van a escapar!
Manteniendo el balance con el león y el camaleón, Afrodita vio, anonadado, cómo el Argo Navis surcaba el cielo. No había terminado de aceptar aquello cuando notó a la guerrera de Águila Negra en la base del barco, que sostenía con una sola mano.
—¡Esto ni siquiera debería ser posible! —exclamó Makoto, apoyándose en la barandilla del navío. No era capaz de ver a Hipólita, pero era consciente de dónde estaba, lo que hacía, la hercúlea hazaña que realizaba—. ¡Eres increíble!
—Gasta fuerzas en rezar para que no nos ataquen —cortó Hipólita a través de la telepatía—. Hace frío.
Todos, aliados y enemigos, notaron el súbito descenso de temperatura, pero solo Afrodita y Gugalanna pudieron predecir de dónde venía. Un portal dimensional se abrió cerca de donde el santo de Piscis había aparecido, y era allí donde un frío sobrenatural fue conjurado. El manto dorado del nuevo visitante, Acuario, hizo contacto contra el suelo en cuanto este puso ambos pies en la antesala del infierno.
—Mystoria de Acuario —saludó Afrodita. El dúo de bronce había frenado los ataques para analizar mejor la situación. Ya no solo lidiaban con un santo de oro, sino con dos, o tres si el portador de Tauro decidía moverse—. ¿No has podido con él?
—No —se adelantó a responder Orestes de la Corona Boreal mientras atravesaba aquel mismo portal. Tenía la armadura intacta y un cosmos refulgente, lo que era más de lo que se podía decir del malherido Mystoria—. La obediencia ciega de un peón no puede compararse contra la voluntad de los caballeros.
Orestes formó un pequeño sol en la mano, que ardía con la furia e intensidad del corazón de una estrella, pero Mystoria no le dejó la oportunidad de rematarlo. El guerrero de cortos cabellos se apartó veloz, posicionándose allá donde estaban Afrodita y el cada vez más interesado Gugulanna.
—Me rendí contra los pequeños de la casa, pero esto es distinto. Muy, muy distinto —dijo el santo de Tauro, sonriente.
—¡Orestes! —llamó June, la más maltratada del dúo—. Con tu ayuda…
—No habléis, santa de Atenea —dijo Orestes—. Yo no soy más que la proyección de mi ser, lo que importa está ahí arriba —advirtió, señalando el barco que volaba sostenido por Hipólita—. Todo lo que importa está allí. Protegedlo.
El pronunciado interés de Gugalanna se convirtió en la más pura emoción. Bajó los brazos, que había mantenido cruzados desde hacía rato, y tensó los músculos. Esta vez pensaba ir en serio, sin importarle las consecuencias.
—¿Qué oportunidad puede tener un solo hombre contra tres santos de oro? —cuestionó Afrodita, apreciando el hecho de que Mystoria no se quejaba por las heridas que había sufrido. Los rayos luminosos que Orestes podía desatar le habían atravesado el cuerpo de lado a lado varias veces, ignorando incluso la protección del manto dorado.
—La que mi dios decida —repuso Orestes.
Todo estaba dicho, así que los santos de bronce no insistieron más. Tras dedicarle una mirada de aprobación, June dio un amplio salto al barco seguida por Ban. Los dos cayeron sobre la cubierta al unísono, notando enseguida que estaba helada.
—Despierta, Emil. ¡Despierta! —decía Makoto.
—Déjamelo a mí —gruñó Ban, quien estuvo a punto de dar al durmiente plateado un buen puñetazo. Justo antes de que el puño llegara a él, empero, Emil había despertado.
Nadie tuvo que decirle nada a Emil, sabía qué hacer a pesar de que el enlace se había roto. Concentrándose por unos segundos, levantó la Fortaleza de Luz alrededor de todo el Argo Navis, y el frío conjurado por Mystoria de Acuario dejó de alcanzarles.
—¿Mejor, Hipólita? —preguntó Makoto.
—Yo diría que peor.
Abajo, Orestes combatía a Afrodita y Gugalanna al mismo tiempo. Quemando toda rosa que fuera invocada, esquivando los portales oscuros que el santo de Tauro abría con meros pensamientos. Veloz como la luz, fuerte como los héroes mitológicos, el caballero de la Corona Boreal era capaz de realizar tales proezas.
Pero allí no debía haber dos santos de oro, sino tres.
—No permitiré que arruinéis el mundo. Morimos protegiéndolo.
El llamado Mystoria, un hombre de pelo corto y hosca mirada, se mantenía sobre una plataforma de hielo que flotaba en el aire, sin duda controlada por él mismo. Detrás del guerrero herido, cien lanzas cristalinas amenazaban con caer sobre el Argo Navis.
—Traidores a la diosa. Desapareced en esta desolación.
La lluvia no se hizo esperar, y aunque la barrera invocada por Emil frenó el ataque, no lo haría por mucho tiempo si se ponía serio. Al menos eso era lo que el santo de Flecha creía cuando empezó a disparar cuantos proyectiles pudiera crear sobre las armas heladas: mil saetas acabaron estallando como figuras de cristal con solo rozarlas; las otras mil, en cambio, llegaron a Mystoria convertidas en imponentes bombas.
—¿¡Podíamos hacer eso!? —preguntó Emil, sorprendido. Ban mantenía la mano sobre el brazal del manto argénteo, de donde surgían las flechas. Alrededor estaban Makoto y June, aportándole toda la energía de la que disponían para incrementar la velocidad a la que iban los proyectiles—. ¡Si tuviera tiempo para usar el Arco Solar! —maldijo, sabiendo que no podía darse el lujo de cargar cada tiro. Entendiendo, antes de que las llamas se disiparan y Mystoria emergiera con no más heridas que las que Orestes le infringió, que el intento había sido del todo inútil.
En un abrir y cerrar de ojos, el santo de Acuario repuso las pocas lanzas de hielo que habían podido destruir. Emil maldijo una vez más, entre dientes. ¡Estaban tan cerca! Solo tenían que avanzar un poco más para alcanzar el cielo. Si no hacían algo pronto caerían en el abismo que se extendía bajo el barco.
«Pero —se dijo, confundido—, ¿de qué nos sirve ir arriba?»
—Así que quiere que desaparezcamos en la desolación.
Distraído con sus pensamientos, Emil tardó varios segundos en procesar que era Hipólita quien hablaba. De pie. Tranquila. Sobre la proa. ¿Quién mantenía el barco a flote? ¿Por qué nadie decía nada? Incluso Makoto mantenía un semblante sereno. Tras darle un par de vueltas, comprendió lo que estaba pasando, y sonrió.
—¡Sostienes este navío en el aire con el poder de tu mente!
—Dejad todos de ser tan condescendientes —replicó Hipólita, casi molesta—. Es solo un barco. Hércules sostuvo sobre sus hombros el peso del cielo. Lamento no tener esa fuerza —añadió como una sutil despedida.
Así, sin más aviso, el Argo Navis cayó al abismo. El intento de Mystoria por impedirlo quedó cortado por el Resplandor de Luz de Orestes: rayos dorados que incendiaron cada lanza de hielo e incluso la plataforma que usaba para luchar en el aire.
—Emil, seré breve —dijo Hipólita—. Esto no es la Colina del Yomi, del mismo modo que aquella ciudad no pertenecía a la Tierra. Es una imitación, las almas que viajan al Hades son siempre las mismas. Lo vi en mis vuelos. Así que mantén la barrera hasta que hayamos llegado al falso Hades. Tenemos curiosidad por ver qué hay allí.
—Urano es la Llave y la Puerta hacia todo lugar, mas solo en Saturno hallaremos la cerradura —oró Makoto, reflexionando si esa frase de Shizuma iba dirigida a ellos. Según una apuesta descabellada por parte de Hipólita, Saturno era el nombre romano de Cronos, quien bajo el reinado de Zeus solo podía hallarse en el inframundo.
—Estáis locos —fue lo único que Emil pudo decir antes de que la oscuridad los tragara.
Notas del autor:
Shadir. Cuando hablamos del multiverso, solo podemos esperar lo más loco.
Es la ventaja y desventaja de una página así. Está todo tan automatizado que es muy fácil y cómodo publicar tu historia, pero la falta de control hace que cuando hay un fallo, se tarde bastante en resolverlo. Si no es que es porque es difícil de arreglar.
Ulti_SG. Es un hombre con las ideas claras.
Nadie como Saga de Géminis para darle sabor a esta loca historia en la que los antagonistas de la obra señalan a los héroes como villanos, ¿no? Esa palabra era una llave mágica en Piratas del Caribe, veamos si al Lector Beta, Arthur, le sirve aquí.
Como incluso el borrador de este arco lo escribí años después de leer Lost Canvas, no estoy seguro de qué tan acertada es mi interpretación de Manigoldo, ese muchacho que logra distanciarse de lo que esperamos de un santo de oro sin hacer el ridículo, ni volverse un comic relief. Solo me dejo llevar y es divertido ver el resultado, ya publicado. Eso sí, tendré que poner el punto sobre las íes, no sea que estos dos lleven lo de usarse mutuamente demasiado lejos para la calificación por edades de este fanfic.
En esta batalla también tuve muchas dudas, porque la habilidad de leer mentes fue descartada muy temprano en Saint Seiya como algo que fuera útil. Al final me complico yo más con estas cosas que los personajes. ¡Iskandar siguió el USA Way! Si no puedes ganar de forma convencional, haz que todo salte por los aires.
Hablando de Asterión. Su papel en esta historia parte del detalle curioso de que era uno de los pocos santos de plata en sobrevivir a su batalla con el bando de los protagonistas, pero más adelante descubrí que su lápida aparecía en el arco del Hades, por lo que en la obra original sí que está muerto. Como otros tantos detalles, esto varió en esta historia, según pudo explicarse en pasados capítulos.
