Capítulo 126. Asfixiados por el destino
El instinto llevó a todos a cerrar los ojos. No solo los santos que se retiraron de la zona de impacto, sino también Tritos y el inmenso Titán. Y aun tras la oscuridad de los párpados pudieron ver la luz que bajó desde la mano de Akasha de Virgo.
Brahmastra cubrió la totalidad del cuerpo de Titán con un poder que había trascendido los límites del hombre. Un pilar blanquísimo unía el cielo y la tierra, iluminando el infinito, azotando la superficie del alba hasta desintegrar una a una las capas de eventos replicados que la protegían. Ochenta y ocho espíritus de gran valor rodeaban la columna como una espiral, asegurándose de que tamaña energía no se desbordase para acabar con todo, pero no se engañaban: tarde o temprano, sería imposible impedirlo.
Ni aun cuando las más diminutas partículas, base de toda materia, empezaron a tambalearse por la presión de un alma manifestada gracias a una imposible suma de fuerzas, aquel fenómeno se detuvo. Se había depositado en ella demasiadas esperanzas y esfuerzos; además de la voluntad de los guerreros convocados, con cada pizca de cosmos robado a las réplicas que Titán les arrojó venían los deseos de otros santos de igual valor y nobleza. El mismo tejido del espacio-tiempo fue aplastado por Brahmastra. Así como el ejército de almas liderado por Hakurei de Altar era consumido, sacrificado en un altar consagrado al mañana, doce horas desaparecieron sin más, como si nunca hubiesen ocurrido, de la totalidad de la Cámara de las Paradojas.
Para los santos de Atenea y el caballero Orestes, fue como un salto en el tiempo. Para Tritos, sin embargo, fue evidente que ni él podría viajar al lapso entre el ahora y el momento en que Brahmastra cayó sobre Titán. Esa parte del flujo del tiempo ya no existía. El regente de Neptuno suspiró, dolorido; al menos el ataque había cesado.
Akasha descendió al yelmo de Titán sin prisas. El sagrado manto de la joven, que había colapsado debido al mero poder residual de Brahmastra, estaba de pronto intacto protegiéndole por completo el cuerpo y las extremidades. Aunque tan milagrosa reparación no incluyó el áureo yelmo, la máscara se restauraba con excesiva parsimonia, quedando por ahora solo a la vista el ojo crítico y buena parte de la mejilla.
Tritos, que la veía anonadado, hizo memoria y recordó que, durante aquel cataclismo cósmico, los fragmentos de Virgo se reunieron para adquirir la auténtica forma de aquel manto sagrado, a semejanza del milagro de Elíseos. De algún modo, la falta de sangre divina había sido superada por alguno de los insólitos fenómenos que allí habían ocurrido. ¿Cuál de todos? ¿La sinergia entre doce santos de Atenea combatiendo juntos? ¿El apoyo de toda una generación del ejército ateniense de algún mundo lejano? ¿La manifestación de un alma en el epicentro de todo aquello? No importaba. Desde luego, no tanto como que Akasha aún tuviera a Brahmastra en la mano: una lanza de poder inconmensurable que incluso había dañado la superficie del alba de Saturno.
—Eso puede adquirir la forma de cualquier arma, ¿no? —dijo Tritos con voz cansada, dolorida. La mitad de la boca, junto a buena parte del rostro, estaba ennegrecida—. ¿Qué será ahora? ¿Un látigo? Tiene que ser un látigo.
Dio la impresión de que el regente de Neptuno quiso gritar aquello último, soltar una carcajada incluso, pero sonó más bien como un ladrido lastimero. Era la voz que cabría esperar de alguien con semejante aspecto, así fuera un campeón de los dioses: no quedaba ni rastro de la túnica hecha de agua, solo un pecho flaco y pálido, un brazo en carne viva y tres muñones cubiertos de piel negra como el carbón. El maltratado cuerpo se estremeció cuando Brahmastra golpeó el suelo, ahora transformada en una enorme hacha de verdugo, al menos el doble de grande que quien la portaba.
—Qué diferente parece todo ahora —dijo Akasha con claro resentimiento, extraño en alguien que ahora estaba envuelta por un aura tan pura. No era el fulgente dorado de la élite del ejército de Atenea, sino un velo transparente que le daba una apariencia etérea; aún quedaba una chispa de divinidad en el manto de Virgo—. Lo sé todo.
—¿Sabes que tienes un sentido del humor a la altura de tu sentido del deber? —bromeó Tritos, levantando la cabeza con dificultad—. Ya estabas tardando.
—Saga y Afrodita provienen de un mundo en el que el Santuario debió enfrentar a Crono, el padre del rey de los dioses —dijo Akasha, consiguiendo la atención del regente de Neptuno—. Los Titanes, cuyos cuerpos, recuerdos y poder estaban limitados por sellos impuestos por el Olimpo, enfrentaron a los santos de oro, la mayoría sin saber que estaban siendo sacrificados a la Madre Tierra que los hizo.
—Con semejantes historias flotando en el mar infinito de la posibilidad, no me extraña que los hombres se atrevan a rebelarse contra los cielos —rio Tritos—. ¡Sigue, por favor, sigue con esos cuentos! Harás que vuelva a creer en el libre albedrío.
—Algunos descubrieron que eran parte de un complot de los antiguos dioses para que Gea despertara, pero se equivocaban. Quien estaba detrás de todo era Zeus, el Olímpico. —Akasha se acercó a Tritos, el hacha alzada. La hoja, pura luz, era tan grande que de caer sobre el astral no lo cortaría, lo aplastaría directamente—. Mnemosine, amante del rey de los dioses, manipuló incluso a los antiguos dioses. Los Titanes, al ser derrotados fueron a parar al vientre de Gea, sí, pero solo para que el Olimpo pudiera usar esa fuerza. El poder de quienes ya no estaban atados al destino, pues ya habían caído.
—¿A dónde quieres ir a parar, muchacha? —cuestionó Tritos con lentitud.
—Del vientre de Gea no resurgieron los Titanes, sino vuestras Esferas de Crono —afirmó—. Sois los avatares de fuerzas divinas sin consciencia que ya no obedecen ley alguna. Existís para cambiar aquello que debe ocurrir, ¿no es cierto?
—Siento desilusionarte. —Tritos bajó la cabeza, dejando el cuello al descubierto—. En nuestro fascículo sobre la omnipotencia no constaban los precedentes históricos.
—No sois más que parásitos de un poder que ni siquiera comprendéis —acusó Akasha—. Ahora seré yo la que te proponga un trato a ti, Tritos de Neptuno. Llama a tus dioses, que vengan aquí y ahora para que podamos poner fin a toda esta locura. Como humanos no podemos juzgar a las partes de esa gran guerra en la que queréis involucrarnos, no deseamos discutir si la justicia está con el Hijo o con el Olimpo, nuestra fe en Atenea es inquebrantable. Lo único que queremos, lo único que yo deseo es salvar… —pausó un momento, como dudando—… mi mundo.
Todo el cuerpo de Tritos se estremeció por un momento. Sabía lo que estaba a punto de decir: «deseo salvar todos los mundos». Hubo una vez una mujer idéntica, nacida bajo la misma constelación, que expresó esa misma intención. Guardando para sí tal inquietud, el regente de Neptuno forzó una última sonrisa.
—No puedo llamarles. Y tú no puedes escoger ignorar lo que se avecina. Los soldados pueden emprender la retirada, una Suma Sacerdotisa no.
Brahmastra descendió a una velocidad imposible, reventando los hombros y el cuello del astral. El cuerpo, decapitado, se transformó en un sinfín de burbujas.
Akasha retrocedió de inmediato, percibiendo en aquellos orbes de diversos colores una apariencia semejante a la del Muro de Cristal. En pleno salto, algo le rozó la mejilla, una cabeza redondeada, pálida, enmarcada por un corto y rizado pelo coralino.
—Lo sabía, lo sabía. ¡Tienes la piel muy suave! —felicitó Tritos, quien podía hablar aun siendo solo una cabeza dando tumbos en el aire, de burbuja a burbuja. Cuando Akasha se puso en guardia, las mejillas del astral, presionadas por una alargada sonrisa, se enrojecieron—. Me temo que estuviste algo expuesta antes de atacar. Qué conveniente que la ropa se reconstruyera junto al manto de Virgo, ¿no crees?
—No dejaré que te marches.
Presionó con fuerza el mango del hacha y todos los orbes fueron repelidos, chocando contra los diez alargados montes de oscuro metal que delimitaban el lugar, donde empezaron a rebotar sin control. La cabeza de Tritos resistía al empuje con un esfuerzo caricaturesco, ofensivo, pero Akasha no estaba dispuesta a dar un paso en falso.
—Tienes mucho poder ahí —reconoció Tritos—. Si no hubiese usado mi alba, tal vez habría acabado como me viste. O no. Como nadie me ha herido desde que soy el pez mayor, no sé medir cuánto hace falta para dañarme.
Se oyó un chasquido de dedos. Todos los orbes explotaron a la vez, llenando el lugar de un espectáculo de luces. Un ser apareció frente a Akasha, los rostros frente a frente pero el primero con los pies apuntando al cielo. Era Tritos, ahora cubierto por el alba de Neptuno. No era posible distinguir la forma de la armadura, solo intuirla, pues iba cubierta por un velo de agua oscura desde los pies a la cabeza. La luminosidad del cielo, provocada por el regente de Neptuno, bajó hasta los hombros de este como una capa, una versión en miniatura de la aurora boreal que Akasha recordaba.
—El problema del poder —dijo, aún con un tono distendido—, es que hay que saber a usarlo. Si yo soy un parásito de fuerzas divinas que no comprendo, tú eres la honorable santa de la desconocida constelación Esponja. —Extendió un dedo hacia abajo y empezó a moverlo, como para evitar malinterpretaciones—. Pero tú eres la Suma Sacerdotisa del Santuario, con el derecho a reclamar para ti todo el poder de los santos de Atenea, y yo soy el regente de Neptuno, Esfera de los Vivos. Renuncié a mucho por ser lo que soy, incluido mi lugar en el ciclo de las reencarnaciones, así que espero que no vuelvas a cometer el error de dudar de que comprenda muy bien los dones divinos que poseo. Se podría decir que viene con el cargo —concluyó.
—No saldrás vivo de aquí.
—Te escuché la primera vez. Yo sí escucho a la gente que me habla. ¿Lo haces tú? Porque creo haber sido claro al decir que contar con el poder no es suficiente si no sabes cómo controlarlo. Me he preparado a consciencia por si debiera lidiar con algo como el milagro de Elíseos. No todo es fuerza bruta en el innoble arte de la lucha, así que puedes creerme si te digo que me sobran maneras de salir vivo de aquí. No puedo decir lo mismo de tus amigos en cuanto Titán despierte.
—Titán ha muerto —objetó Akasha, apuntando a la brecha que tenía tras de sí, que dividía el yelmo del gigante en una línea diagonal—. Y lo mismo ocurrirá contigo.
Llevaba rato observando todo el panorama. Desde que atacó, el cuerpo de Titán se había oscurecido casi por completo. La única excepción era la serpiente de oro que lo recorría, la cual estaba tan inmóvil como el gigante. Además, si bien el cuerpo del regente de Saturno estaba indemne, había varias grietas en la cabeza, a través de las cuales podía verse un espacio infinito de coloridas nebulosas. Titán de Saturno era ahora poco más que un portal hacia todo lugar imaginable. No respiraba, no tenía presencia alguna, no había replicado ningún suceso. Debía estar muerto.
La única razón por la que los demás —Arthur, Shun, Orestes, Atlas, Sugita, Seiya, Iskandar y Shion— no hacían nada era porque desconocían en qué lugar acabarían si entraran entre las grietas del alba de Titán. Adremmelech, aun sirviendo de base y fortaleza para todos, no había podido reconstruir los brazos perdidos, mucho menos el manto de Capricornio. Fuera quien fuese el responsable de mantener al gólem, no estaba en condición de seguir reparándolo, no podían seguir cometiendo errores.
—¿No crees que esa historia de los Titanes manipulados por Zeus es poco conveniente para ti? —preguntó Tritos distraídamente.
—No está en mi mano juzgar los designios de los dioses.
—Oh, ¿entonces vas a creer en ella? ¿En qué lugar te deja eso? Atenea es la hija de Zeus. El Santuario protege el mundo gracias a que él le dejó la Tierra a la diosa de la sabiduría. ¿Podrías explicarme qué cambia si somos los garantes del orden natural de las cosas, que es lo que en realidad somos, o evitamos lo que ha de ocurrir?
—¡No pertenecéis a este mundo! —acusó Akasha.
—Ahora que recuerdo —dijo Tritos con la boca y los ojos muy abiertos—, ¿no decían los dioses del Zodiaco que habían impedido el resurgir de Crono y los Titanes? Nadie sensato les creyó, por supuesto, mas con la ayuda del Olimpo, tal vez, solo tal vez…
—Ahora eres tú el que cuenta historias convenientes.
—Puedo leer tus pensamientos, niña, no es eso de lo que quieres hablar. ¿Nadie te ha contado sobre los dioses del Zodiaco? ¿Nadie te ha contado quién eres?
—Atrasas lo inevitable.
—¡Qué gélida se te vuelve la voz cuando el rencor te domina, niña! Está bien, dejaré el tema de los dioses del Zodiaco por ahora. En cuanto a tus otras dudas: ya has visto lo que Saga de Géminis y Afrodita de Piscis han durado frente al milagro de Elíseos. ¿Piensas que guerreros de esa talla podrían haber preparado el camino para la existencia de los Astra Planeta, superiores en todo a cualquier santo de Atenea?
Akasha no pudo menos que sonreír.
—¿De qué hablas, regente de Neptuno, si de todos vosotros solo he conocido un temor reverencial por los mantos celestiales, que llamáis milagro de Elíseos?
Tras soltar tales palabras, atacó, solo para ver cómo Brahmastra era detenida por la mano de Tritos. Hubo un destello cegador acompañado de un gran estruendo, como un trueno, pero en la palma abierta del astral no quedó ni una muesca.
—No deseo ser parte de vuestra guerra.
—Ya lo sois. Y no es culpa de Caronte, a quien tanto condenas por tu propia incapacidad de escoger el bien mayor. Fue Orestes de la Corona Boreal quien os metió en esta guerra y ahora os toca elegir. Aconsejo que lo hagáis antes de que él os mate.
—Titán…
—Somos inmortales, ¿recuerdas? —dijo, casi con lástima—. Mis dones divinos proceden de Poseidón, los de Titania vienen de Atenea. ¿Adivinas de dónde provienen los de Titán? Sí, Apolo y Artemisa, que observan todo cuanto ocurre. Eso incluye vuestro final. Está cerca, muy cerca, así que vas a dejar que me vaya muy pronto.
Tritos seguía con la mano abierta, pero dobló los dedos uno a uno hasta que solo quedó el puño cerrado. Entonces, en algún punto del cuerpo de Titán la cabeza de la serpiente, Ouroboros, avanzó y mordió la cola, dando inicio a la aparición de incontables imágenes en el alba de Saturno, todas relacionadas con la muerte.
La voz del regente de Neptuno resonó en las mentes de todos los que seguían vivos, una última advertencia, tal vez un epitafio.
—Los Astra Planeta hemos viajado a lo largo de incontables mundos para protegerlo todo. No hallareis nuestro origen en uno de ellos. En la más absoluta desesperación, reflexionad sobre la falta de juicio de la raza humana, la vieja y la nueva.
—¡No subestimes a los humanos!
El grito precedió un hachazo más rápido, potente y decidido que el anterior, pero que ni tan siquiera llegó a tocar el cuerpo del astral. Al ver el centenar de imágenes que se extendía alrededor de ella, perdió las fuerzas. Tritos no dejó pasar la oportunidad de desaparecer, sintiendo verdadera lástima por la situación en la que los dejaba.
Nueve trozos de suelo, de distintos tamaños y formas, mostraban a Ofión, Garland, Lucile, Arthur, Shaula, Triela, Adremmelech, Sneyder y Shizuma.
Rodeándolos, como un anillo formado por veinticuatro piezas irregulares y aquella superficie similar a un espejo, se disponían imágenes de Makoto, Hugin, Emil, Lesath, Mera, Bianca… ¡Incluso Shaina estaba allí!
Más allá pudo ver a cada santo de bronce. Los más recientes, como Rin de Caballo menor, pero también los más veteranos: Ban, June... Los cinco héroes de la pasada guerra, Seiya, Shiryu, Hyoga, Ikki y Shun, marcaban los límites del tercer círculo, separándolo de la infinidad de pequeños retazos al último momento de gente que Akasha conocía incluso más que a muchos santos. Guardias del Santuario, amazonas, aspirantes, escuderos, soldados de la Guardia de Acero y sombras.
Todos estaban a las puertas de la muerte. Munin tendido en el suelo del Argo Navis, algo le había apagado el cerebro. Hipólita, cubierta por el Manto de Deyanira, volaba hacia una luna carmesí sosteniendo una daga dorada. Hugin se desangraba ante una puerta que no se atrevía a abrir. Makoto estaba rodeado por setenta mil soldados y ya no le quedaban fuerzas… El resto…
—No —susurró, rehuyendo una de las imágenes—. ¡Los santos no mueren!
Sobre cada uno de los montes que formaban la corona de Titán, apareció el pálido cadáver de una hermosa mujer. Eran avatares de Atenea, quien bajaba a la Tierra para vivir y morir como humana cada doscientos años. En silencio, las facetas mortales de la diosa de la sabiduría juzgaban con dureza la arrogancia de la santa de Virgo.
—Los santos no mueren —repitió, desesperada, mirando en todas direcciones. Más y más cadáveres aparecían, hasta que todas las vidas que Atenea tuvo en el pasado estuvieron presentes, mirándola tras ojos blancos o párpados cerrados—. ¡No permitiré que nadie más muera! ¡No habrá guerra!
Golpeó con Brahmastra el yelmo de Titán, haciendo que las imágenes temblaran por un momento. Ninguna cambió, solo empezaron a alejarse, empequeñeciéndose a la vez que la que había en el centro se volvía más y más difícil de ignorar. No era un santo, no estaba relacionado directamente con el Santuario, pero ocupaba el centro de todo. Allí donde Akasha esperaba ver su propio destino, estaba Azrael.
—No quiero que muera —dijo con voz débil, a través de la máscara ya restaurada—. Después de haberme ayudado tanto. No es justo. No quiero que muera.
Con cada golpe del hacha con el que azotaba aquellos eventos atroces, se le iban más las fuerzas que la mantenían de pie. La mano que sostenía a Brahmastra empezaba a entumecerse, un grito subía por la garganta de Akasha deseando salir.
Una mano dorada se cerró con suavidad sobre los dedos de la santa de Virgo, transmitiéndole una paz repentina. Un aro del color del mar los rodeaba a ambos.
—Sigue peleando —le susurró Atlas de Aries—. Sigue peleando hasta el final.
Desaparecieron a tiempo de evitar que uno de los dedos de Titán los aplastara.
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Ocurrió demasiado rápido como para que pudieran predecirlo. De pronto las cadenas que habían mantenido quieto a Titán durante toda la batalla empezaron a caer con pesadez al suelo, donde desaparecían. El regente de Saturno tenía libertad para moverse, de modo que Adremmelech, sin brazos, desprotegido y a su alcance, había dejado de ser una base segura para los guerreros que habían sobrevivido hasta el momento.
A Atlas le sorprendió poder acceder al recinto en el espacio-tiempo que había creado en su juventud para que los mayores enfrentamientos que debiera librar no afectaran al mundo, pero el ingenuo pensamiento de usar ese lugar seguro como refugio para todos duró poco. El puño de Titán llegó hasta aquella dimensión, y los habría alcanzado si una tercera fuerza —Shion— no los hubiese ayudado.
Ni la teletransportación del Sumo Sacerdote les llevó muy lejos. El cuerpo de Titán, o bien el alba de Saturno, ejercía una fuerza de atracción descomunal que incluso afectaba el viaje entre dimensiones. Quedaron en medio del aire, a merced del mortal ataque. Los Pretorianos de la Atlántida intervinieron, enroscándose alrededor de un brazo inmenso que ni siquiera aquellos tritones de doscientos metros de longitud lograban terminar de cubrir. Pero la guardia de Atlas era mucho más que tamaño: sin descanso, arrojaron al astral una infinidad de rayos; por desgracia, no los suficientes.
Arthur llegó en ese momento. Atlas, lanzándole una mirada de reproche, le dejó a la apenas consciente Akasha y se unió a la lucha imposible de sus súbditos. Acostumbrado a combatir en un espacio sin gravedad, el santo de Aries pudo impulsarse contra el brazo del astral sin necesidad de apoyo. Brillaba con más intensidad que el Astro Marino que invocó en el falso Hades y golpeó con más fuerza que nunca. En aquello quemaría su propia vida, por los esfuerzos de todos y por él mismo.
Ninguno de los presentes podía imaginar lo que para Atlas suponía ver de nuevo la muerte de todos los atlantes que perecieron durante el encierro al que él y su descendencia fueron condenados, reflejadas todas ellas en el puño de Titán, pero sí que eran capaces de sentir la intensidad de la Ascensión de la Atlántida, una lanza de energía aguamarina de la cual Atlas era la punta y que rugía con la furia del océano. Ni Shion ni Arthur querían ignorar tal entrega, pero el Juez tenía una misión que cumplir y, con Akasha en brazos, emprendió la retirada, cubierto por el Sumo Sacerdote.
El Muro de Cristal levantado por Shion no pudo retener el puño de Titán ni la más insignificante fracción de segundo, lo que habría llenado el corazón del ateniense de frustración si le hubiesen dejado tiempo para pensar. La fuerza de Titán era grande, pasó a través del Sumo Sacerdote, del gran cosmos que poseía y los vastos poderes psíquicos que dominaba, como si no hubiese nada interponiéndosele.
Orestes pasó cerca del santo de Libra, con un par de alas blancas surgiéndole de la espalda. Volaba hacia donde estaba Atlas en compañía de Seiya. Juntos apoyaron al santo de Aries, cuyo manto empezaba a ceder, con el Trueno Atómico y el Resplandor de Luz. Arthur les dedicó a todos un silencioso agradecimiento.
La retaguardia vio más allá. Quizás los que luchaban no podían pensar en lo evidente, pero Titán no tenía un único brazo. El izquierdo avanzaba hacia Arthur y Akasha con un poder comparable al del otro. Para Adremmelech, quien aún tenía un cuerpo que sacrificar y algunas piezas del manto con el que Capricornio lo había bendecido, fue fácil tomar la decisión de interponerse entre el astral y la Suma Sacerdotisa. Sugita, henchido de orgullo por haber nacido bajo la misma constelación, lo apoyó.
Fue un acto casi inútil. El puño de Adremmelech apenas puso freno al avance del brazo izquierdo de Titán. La fuerza del astral se propagó como ondas de indetenible destrucción a lo largo de los miles de metros de carne y metal dorado que habían mantenido en pie al gólem durante tanto tiempo, desintegrándolo por completo. Ganó con ello unos pocos segundos que permitieron que Arthur y Akasha entraran a través de una brecha que Sugita había abierto en el espacio mediante Excálibur, para luego unirse a ellos de un salto justo antes de que el confiable apoyo, Adremmelech, desapareciera. Al atravesarla, los tres se sorprendieron de hallarse en la Otra Dimensión.
No hubo tiempo de hacerse preguntas. El ataque de Titán seguía avanzando y desconocían cuánto más podrían resistir los demás reteniendo el otro brazo. Ni siquiera el hecho de que ahora estaban rodeados por Brahmastra en forma de escudo, con una pequeña base de tierra tomada por Arthur desde los confines de aquel espacio, los tranquilizaba. Toda la consciencia de Akasha se enfocaba en mantener ese pequeño rayo de esperanza y estaban seguros de que no podría hacerlo por siempre.
Mientras Arthur trataba de combatir la atracción que Titán ejercía para poder alejarse a la mayor velocidad posible. Los tres oyeron la voz de Iskandar.
—Tú tienes un plan, ¿no? —Arthur supo que se refería a él—. Más vale que lo tengas, porque solo estamos ganando tiempo.
Pronto supieron que el santo de Escorpio estaba aferrándose al brazo de Titán, soportando a duras penas la tremenda presión que dominaba la superficie del alba de Saturno. ¡Iskandar debía sentirse como si estuviera en el corazón de una galaxia! Y sin embargo, con el manto agrietado y la sangre escapando de toda suerte de heridas, como vapor rojo, aquel guerrero temerario aún tenía fuerzas para sonreír.
Las estrellas que titilaban en el horizonte infinito, más allá de los planetoides que acababan pulverizados en el trayecto del puño de Titán, parecieron acercarse en forma de rayos luminosos. Los Hilos de Éter, la técnica con la que Iskandar un día retó a la más terrible de las Hilanderas, la que corta el hilo de cada mortal, cubrieron el largo brazo del astral, frenándolo por un tiempo sin duda valioso.
El puño se abrió de forma repentina, tratando de atraer al trío de santos que estaban a punto de escapársele, pero los dedos quedaron paralizados por las más insólitas cadenas. Shun de Andrómeda, que llevaba ya rato siguiendo el paso a aquellos tres, desató la Tormenta Nebular como un lazo irrompible.
—Me temo que me voy a quedar aquí un buen rato —dijo Iskandar. Ya no se dirigía a Arthur o Sugita, que al fin habían cruzado a salvo la Otra Dimensión junto a Akasha. Tampoco pretendía hablar con aquel santo de bronce de imposible fuerza. Sus últimas palabras se las dedicó a Titán—. Esto de morirse se me da fatal, grandullón.
Vio un millar de fragmentos dorados subiendo y bajando en medio de un vapor rojo, pulsante de cosmos. Creyó escuchar el sonido de los huesos al romperse y el de órganos pulsando por salir de las innumerables heridas que la presión gravitatoria había abierto. Después dejó de oír, ver y sentir nada. El dolor se esfumó como si fuera un sueño, sustituido por los delirios de un moribundo que ya apenas podía hilar un pensamiento.
«Me pregunto si la princesa se habrá librado de esa condenada flecha…»
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Aun desconociendo la identidad de quien conjuró la Otra Dimensión, Arthur y Sugita le estaban agradecidos. Tras atravesarla, se encontraban más allá del alcance de las manos de Titán, mientras que las piernas de este seguían aferradas por algunas cadenas. La alegría no duró demasiado, pues todas las grietas que Akasha había abierto en el rostro del astral se habían cerrado. Era como si no le hubiese pasado nada.
—Habría sido muy arriesgado entrar ahí de todas formas —dijo Arthur.
—Era una salida arriesgada, pero la única que teníais —objetó Sugita—. ¿Qué os pasó? ¿Por qué tú y Seiya dejasteis ir solo a Atlas? ¡Todo el plan se vino abajo por vuestra culpa! Si lo hubieseis seguido…
—No eres ningún niño como para hacer ese tipo de juicios, santo de Capricornio.
Que Brahmastra reconociera a Seiya, permitiéndole entrar en la barrera, tranquilizó en parte la decepción que Sugita sentía para quien había conocido como un héroe que no habría dudado en ayudar a una compañera en peligro. El resto de reclamos los dejó morir antes de nacer en cuanto vio el estado en que se encontraba: disparando una última flecha, había perdido el arco y el brazo izquierdo. El manto de Sagitario, aunque en apariencia intacto a excepción del brazal perdido y una de las alas, no resistiría un nuevo puñetazo de Titán. No le quedaba vida.
Orestes apareció poco después. Las alas, hechas de luz, se extinguieron tan pronto atravesó la barrera y puso los pies sobre el suelo. No dijo nada sobre lo acontecido.
—No puede ser el fin —decidió Sugita. Juntó los dedos de ambas manos como las puntas de dos espadas gemelas—. Si no hay una salida, yo abriré una.
—No será necesario —dijo Seiya, con una sonrisa que pareció fuera de lugar en aquella versión seria del santo de Pegaso que Sugita conoció—. No fue en vano.
El santo de Capricornio siguió el dedo con el que Seiya apuntaba a Titán. Uno de los brazos seguía dentro de la Otra Dimensión, mientras que en el otro había un agujero. En él podía sentirse todavía el cosmos de Atlas. Aun Sugita no habría esperado tamaña proeza del santo de Aries, ¡incluso las deleznables imágenes de atlantes muriendo habían desaparecido junto a la vida del rey de todos ellos! Pero había más.
Tras la grieta abierta por los esfuerzos combinados de Seiya, Orestes, Atlas y los Pretorianos de la Atlántida, podía verse uno de los seis mundos que Titán había creado y consumido. Desde el orbe, relámpagos y truenos de gran poder surgían para impedir que se cerrara aquel atisbo de esperanza, agrandándolo incluso, a la vez que mantenían paralizado el brazo entero de Titán. Y en medio de tal fenómeno, quizás la última voluntad de los reyes atlantes en aquel mundo de milagros e imposibilidades, se elevaba orgullosa una montaña conocida por todos los espectadores.
—¿Eso es el Santuario? —preguntó Sugita, siendo el primero en reconocerlo.
—Parece que al absorber los seis mundos, Titán provocó que estos se juntaran y formasen uno solo —aventuró Seiya—. Titania ya nos había advertido que no había cortado el Santuario, sino el espacio, de modo que resultaría posible para cualquiera de los Astra Planeta el volver a juntar las piezas.
—¿Hay un traidor entre ellos? —preguntó Sugita.
—Lo dudo —negó Seiya, observando con más intensidad el orbe que representaba el sexto mundo—. Tenemos poco tiempo. Quien sea que haya salvado el Santuario, quiere que este viaje a través de la Esfera de Saturno. Es vuestra única oportunidad de salir de aquí —aseguró, mirando a Arthur de Libra, quien repitió un mantra sobre la llave, la puerta y la cerradura que ya había oído—. ¿Ella puede crear un camino?
—No parece que le queden fuerzas para algo que no sea protegernos —dijo el santo de Capricornio—. El camino tendremos que abrirlo nosotros.
Seiya asintió con pesadumbre. Akasha estaba ida, su cosmos se debilitaba por momentos y un único pensamiento amartillaba su mente una y otra vez, de forma tan intensa que todos los presentes lo oían. Siempre las mismas cuatro palabras. En el flequillo de la santa había algunos hilos de plata, extraños para la edad que tenía.
—Los santos no mueren.
Seiya, dolido por no haber podido confiar en aquella muchacha, apuntó al orbe y acabó por ver, consternado, que el brazo izquierdo de Titán salía de la Otra Dimensión. Shun, levitando, lo seguía tan cerca como podía, manteniendo estables las cadenas que había formado usando la Tormenta Nebular como materia prima, pero eso solo parecía restringir los movimientos, no los detenía. Seiya se preguntó por qué no daba todo de sí y enseguida dio con la respuesta: ¡hacerlo provocaría a Titán para que volviera a replicar los ataques que los cinco ejecutaron en el Elíseo!
Por si fuera poco, entre los ojos abiertos de Titán resaltaron imágenes de las muertes de todos los compañeros que Sugita y Seiya conocían. Pretendía provocarlos. Ninguno cayó en la trampa. Orestes permanecía callado.
Los últimos santos convocados estuvieron a punto de atravesar la barrera, pero el instinto les obligó a detenerse cuando se supieron observados por los siete ojos del gigante. Una palabra surgió de la boca del astral, semejante a un huracán.
—Desaparecer.
Así habló Titán antes de cerrar los ojos, una orden que aquel mundo obedeció. Primero el suelo dejó de ser y luego todo lo demás. De un momento para otro, el espacio que rodeaba al astral era blanco como una hoja de papel.
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Entre el más ardiente fuego y el más frío hielo, Gugalanna conoció la muerte, como pago por salvar a los demás de tan terribles poderes. Era una muerte especial, diferente a las otras, pues aquellas fuerzas estaban respaldadas por la bendición de la diosa Atenea. El milagro de Elíseos. Era posible que la existencia del primer santo de Tauro llegara a su fin después de tantas batallas. Junto a esa odiosa flecha.
Desde luego, la consciencia de Gugalanna se esfumó tras ese choque, de tal modo que existía incluso la posibilidad de que por un momento su cuerpo entero hubiese sido desintegrado. Sin embargo, no tenía forma de saberlo, y el interés en cuestionarse los límites de su capacidad regenerativa se esfumó en cuanto despertó como nada más que una masa deforme, con la Maldición de Apolo aún clavada en su corazón. ¿Cómo era posible que no hubiese desaparecido durante el impacto? Sin una respuesta a esa pregunta, rabió durante un rato mientras hueso, carne y músculo se iban recuperando en un proceso lento y doloroso. Llegó a odiar aquella saeta, en verdad odiarla, hasta que se dio cuenta de lo estúpido que era hacerlo. Estaba inmóvil, hundido en las tinieblas bajo la batalla de su vida, que se estaba perdiendo. Necesitaba hacer algo más productivo, así que convirtió ese odio en ira hacia los Astra Planeta que lo raptaron. Cuando aquella joven, tan parecida a su Atenea, cargó contra el regente de Neptuno, por fin pudo lucirse como quería. Le echó una mano usando la mayor parte de sus fuerzas, empleando la restante para dedicarle una frase ingeniosa al astral, sabiendo que la oiría.
Aun debieron pasar algunos minutos cruciales para que terminara el ralentizado proceso de regeneración, restaurándose la piel en todo su cuerpo, salvo en la zona atravesada por la flecha. Una vez terminó el proceso, se puso de pie, exultante de fuerza.
Entonces, Titán borró el mundo entero.
Cayó durante lo que le pareció una eternidad, preguntándose por qué él no había sido borrado. Creía entender lo que había hecho el regente de Saturno. No se había limitado a replicar la técnica de Gugalanna, el Vacío, abriendo portales al Caos; directamente impuso en todo lo que podía ver la inexistencia, si es que eso tenía sentido. Era probable que no, pero él ya empezaba a oír cómo su cerebro se empastaba.
Y entonces, se detuvo. Fue brusco, como caer desde el espacio a la Tierra a toda velocidad. Podía compararlo con eso porque recordaba haberlo vivido.
También recordaba a la mujer que apareció cerca, avanzando hacia él como si solo estuviese bajando unas inexistentes escaleras, de manera muy elegante, eso sí. Vestía un traje rojo que resaltaba el brillo de sus ojos, de un intenso color violeta.
—Oh, eres tú. Zorra de los Cielos, mi Yegua Estelar. Eres tú.
Notas del autor:
Ulti_SG. Este es, sin lugar a dudas, el título alternativo de capítulo más escalofriante hasta la fecha. ¿Hiatus? No he tenido hiatus, solo alguna semana de descanso… ¿O es de reseñas? ¡No abandones a Juicio Divino, él no lo haría!
Si Saint Seiya fuera un Musou (según entiendo, videojuego en el que el protagonista lucha solo contra hordas de enemigos), así se vería.
Otra de las grandes ideas de ELDA que me fueron de mucha utilidad. ¡Los Pretorianos de la Atlántida! De pronto me he imaginado a Ash Ketchum llegando a Ciudad Celeste con la ilusión de ganar su segunda medalla y siendo recibido por Atlas.
Titán defiende bien su título del más tramposo.
Nadie que sea un traidor lo reconocería, a menos que reconocerlo sea su plan para que piensen que no lo es. O quizá ya ve venir que sabrán que al decir que es un traidor, pensarán que quiere que duden que lo sea para no concluir que lo es. O…
(Doce horas de inútiles especulaciones después.).
¡Así es, Titán va con todo! En algún punto dudé sobre si conservar la escena tal cual, o dejarlo en una sola técnica, que convenientemente sería la de Shun. A día de hoy, creo que queda bien tal cual es. Que se vea el tan temido poder del milagro de Elíseos.
Traumas de aquella historia del desaparecido UnMundoSinAthena en la que las armas de los dioses cambiaban de manos más rápido que si las vendieran en Amazon.
Tritos ha sido traidor dos veces, pero no a las Astra Planeta. Una de las traiciones que menciona es su traición al conocimiento, mientras que la otra queda en el misterio. Lamento no haberlo dejado más claro.
Sí, no se está quieta esta chica. Y… ¡Por fin sé a qué hiatus te estabas refiriendo! *Borra el correo con 100 razones para no abandonar Juicio Divino*. Oh, sí, bien sé lo que es abandonar historias por no saber cómo terminarlas. Aprovecho para disculparme por ello a todos los que a pesar de mi pasado me siguen leyendo. ¡Gracias por estar aquí!
Estoy seguro de que muchos se preguntaban si Manigoldo fue absorbido por el agujero negro de la trama, como los santos de Acero de la serie clásica. En realidad, el ataque de Manigoldo desestabiliza el que Titán estaba lanzando, que incluye las almas de todos los santos de Atenea de la generación anterior a Lost Canvas. (El ataque que usa Hakurei para sellar a Hipnos.). Esas almas son las que fortalecen el ataque de Akasha.
¡Gracias! Lo sentí muy apropiado.
Sería muy triste después de tantos sacrificios y esfuerzos, ¿no? Pero así es el RPG.
Ojo, que esta no es una historia de buenos capítulos, sino que todos son geniales. Uno detrás de otro. ¡Ojo que la diferencia es importante!
Shadir. No quisiera estar en el lugar de los Astra Planeta cuando aparezca Atenea. Ni siquiera su característica bondad en Saint Seiya hará algo con su mal despertar.
Pues sí, más fácil reparar un muro agujerado que hacer uno nuevo.
