Capítulo Especial. Filo absoluto

Al principio Garland de Tauro creyó que estaban atrapados en una ilusión, mas al poco tiempo se convenció que había sido arrastrado en cuerpo y alma a uno de los seis mundos de las reencarnaciones por una fuerza desconocida y poderosa. No se debía ser muy brillante para descubrir que era el mundo de las bestias, donde las almas pecadoras reencarnaban en criaturas salvajes condenadas a pelearse y devorarse entre sí para sobrevivir. De algún modo, ese ambiente le parecía familiar, aunque no tenía ningún recuerdo de haber estado alguna vez en un lugar parecido. Era una sensación rara e incómoda que lo acompañó por un buen rato, hasta que terminó por esfumarse.

A diferencia del pasivo santo de Acuario, con quien se topó durante la búsqueda de respuestas, el santo de Tauro intentó salir de allí. Sus esfuerzos no brindaron ningún fruto salvo el atraer la atención de los habitantes de aquel mundo, por lo que desistió y se sentó sobre una gran piedra a la que Sneyder convenientemente parecía hacerle guardia.

El Pacificador se limitó a intercambiar una que otra teoría sobre lo que les había sucedido, siendo Tritos de Neptuno la explicación más acertada. Después de eso Garland no arrancó de él ningún otro tipo de conversación, ni siquiera tuvo que preocuparse por las bestias que guerreaban por el lugar, pues haciendo uso de sus habilidades Sneyder había transformado la zona circundante en una extensión del mismo Cocito, un desierto de hielo recorrido por una ventisca que convertía en estatuas de cristal a cada ser que osaba adentrarse a este.

Esa gesta le llamó bastante la atención. Al final de la guerra entre los vivos y los muertos, Cocito fue sellado en el inframundo junto al resto de los ríos del Hades. A la vez, la Muerte, una de las flechas disparadas por Triela de Sagitario, purgó el Lamento de Cocito de todos los aliados afectados por él durante las pasadas batallas. Nada era seguro con los asuntos del reino de los muertos, cuyas leyes eran distintas a las que regían el mundo material, sin embargo, Garland había teorizado que el Lamento de Cocito ya no podría manifestarse en la superficie. Por lo menos, no hasta que el dios de las lamentaciones pudiera interactuar con ella, quisieran los dioses que dentro de muchos siglos. ¿Cómo afectaba eso a las habilidades de Sneyder, forjadas a través de un peligroso entendimiento del alma humana? Garland estuvo dándole vueltas a esa pregunta todo el tiempo que hizo de carcelero para Tritos de Neptuno, aunque sin decidirse a hacérsela a su compañero, con tal de no revelar un dato importante al enemigo. Con solo ver el hielo que los rodeaba y protegía intuyó la respuesta. Sneyder seguía siendo capaz de manifestar un frío terrible no solo para los seres de carne y hueso, sino también para los espíritus y el alma humana. La primera impresión que tuvo fue que se debía a que la conexión entre el Hades y el mundo material perduraría mientras hubiese vida y muerte. El sello impuesto por el Santuario no había taponado la frontera entre ambos planos existenciales, sino que solo restauró su naturaleza original, de una sola dirección. Los vivos, al morir, acababan en el Hades; los muertos, en cambio, permanecerían allí salvo que mediaran la resurrección y la reencarnación. Pronto descartó esa explicación tan rebuscada por una más sencilla. Sí, era cierto que Sneyder podía manipular el Lamento de Cocito debido a su entrenamiento, pero no estaba limitado a recurrir a una fuerza externa, ni por asomo. Al contrario, debido a la transformación irreparable de su alma, aliento divino que solo el frío antinatural del inframundo podía retener, por siempre podía causar un daño semejante al de aquella maldición. Era lo normal que un santo de Atenea imitara las fuerzas de la naturaleza.

«Le estás dando demasiadas vueltas —se dijo Garland, observando con inquietud el hielo que los rodeaba. En verdad era lo más parecido a que Cocito se manifestara en el mundo de los vivos y eso le incomodaba bastante—. Sabes que eso no volverá a ocurrir, por lo menos en un par de siglos. ¿Por qué no lo aceptas como un milagro y ya está? —Era difícil, estando rodeado de una fuerza semejante a las que provenían del inframundo.»

Sin poder definir si era una cosa, o la otra, o si había diferencia para empezar, tuvo que conformarse con aceptar que no importaba. Lo cierto era que el santo de Acuario era un aliado de lo más conveniente en esas circunstancias. Incluso con ese silencio sepulcral que mantenía y que disuadía de realizarle cualquier cuestionamiento.

Mientras esperaba a que algo cambiase, Garland se mantuvo cruzado de brazos y con los ojos cerrados, dando la falsa impresión de estar durmiendo ya que sus sentidos estaban al máximo, recorriendo kilómetros de distancia empecinado en encontrar alguna solución. Solo movió las cejas cuando escuchó ciertos pasos sobre la superficie de hielo.

Sneyder tampoco fue ajeno a los intrusos que avanzaban hacia ellos, por lo que se giró hacia donde los percibía. La neblina gélida mantuvo ocultos a los dos seres que andaban como hombres y portaban yelmos como guerreros, pronto el tono dorado de sus armaduras resaltó a los ojos de los santos.

A la adecuada distancia fue fácil reconocer los mantos sagrados de Aries y Capricornio, mas los hombres enfundados en ellas no se parecían en nada a Ofión y Adremmelech.

Tauro se puso de pie al momento en que ellos se detuvieron sin que la ventisca de Sneyder los afectara de alguna forma.

—Fueron fáciles de encontrar —dijo el portador del manto de Capricornio, un hombre blanco cuya cabeza estaba repleta por una cabellera rojiza que sujetaba a modo de coleta alta.

—Suena a que esperaban que estuviéramos escondidos —comentó Tauro, pasando la mirada de un santo desconocido al otro repetidas veces.

—Deberían —aseveró el santo de Capricornio—, mas no parecen avergonzados de sus actos atroces.

—¿Actos atroces? —repitió Garland confundido, rascándose la barba después de haber fijado sus ojos en el santo de Aries, como si estuviera a punto de recordar dónde lo había visto antes.

—¿Vas a negar que tu Santuario corrupto busca esclavizar a la humanidad?—insistió Capricornio.

Tauro mantuvo el gesto de distraído mientras que Acuario permanecía en silencio y a la expectativa.

—Sus pecados son evidentes si fueron traídos a esta prisión para ser juzgados. Son traidores a todo lo que Atenea y el Santuario representa, los Astra Planeta tienen razón en…

Calló cuando Sneyder, moviéndose a velocidad luz, se desplazó a quien había pronunciado el nombre de sus actuales enemigos, atacándolo con la inmisericorde Espada de Cristal. Capricornio reaccionó de inmediato, interponiendo el brazo derecho sin que este fuera cortado o congelado gracias al brillo que lo rodeaba, mas la fuerza con la que se impulsó Sneyder lo obligó a retroceder varios metros sin que el Pacificador dejara de presionar la espada de hielo contra su brazo intacto.

—¿Es así como pensabas proceder, Capricornio? —preguntó el santo de Aries sin moverse de su sitio para auxiliarlo, pero sí lo protegía de cualquier decisión bélica que pudiera tomar el santo de Tauro.

—¿Acaso ves que este tipo me esté dando más opciones? —recriminó el portador del manto de Capricornio en pleno duelo de resistencia.

—Los esbirros de los Astra Planeta son enemigos del Santuario y de nuestro mundo, fin de la discusión —sentenció Sneyder, lanzando una potente patada que Capricornio prefirió eludir, empleando su velocidad para marcar distancia.

—¡No soy esbirro de nadie!—reclamó a lo lejos—. Mi nombre es Sugita de Capricornio y estoy aquí para impedir que lleven a cabo sus viles maquinaciones.

La presentación con la que respondió Sneyder fue la Ejecución Aurora. El santo de Capricornio blandió el brazo derecho con la rigidez de una espada, liberando una ráfaga cortante que partió en dos la técnica glaciar, provocando que la tormenta antinatural que los rodeaba acrecentara sus fuerzas.

Ante el choque de poderes, el santo de Aries decidió que sería un mero espectador del duelo de espadas, por lo que eligió una colina alta desde donde tenía la mejor vista del terreno y en donde quizá no sería molestado por los habitantes de aquel mundo.

—¡Ja! ¿Dónde dejaste tus escamas, rey atlante? —escuchó de quien lo siguió y se aproximaba desde su flanco izquierdo. No era una bestia como tal, pero por su tamaño y complexión podría ser confundido con una. Sus resonantes pisadas se detuvieron a una distancia entre la prudencia y la osadía, como midiendo la hostilidad de quien le negaba la mirada. —Por todos los dioses, ¿de qué clase de mundo saliste tú? —inquirió de nuevo el santo de Tauro en otro intento de llamar su atención, o tal vez provocarlo—. Imagino a Poseidón desatando otro diluvio universal con tan solo mirarte —rio como si estuviera hablando con un viejo camarada.

—¿Nos conocemos? —inquirió Atlas con cierta desconfianza.

—Lo dudo —respondió Garland de Tauro con una actitud amigable pese a las circunstancias—. Hasta donde yo sé, el rey Atlas murió vistiendo las escamas de Tritón durante el hundimiento de la Atlántida hace miles de años —explicó.

«Tomó su elección, así como yo tomé la mía —pensó el santo de Aries, meditando sobre cómo es que pese a tal diferencia ese mundo continuaba bajo la protección de Atenea y los santos. Era un alivio saber que pese a las adversidades y elecciones de cada universo el reinado de Atenea prevalecía.»

—Y aunque estemos en este lugar de muerte dudo que tú o tu amigo de allá abajo sean algún tipo de espectro, la guerra contra el infierno la hemos ganado nosotros—prosiguió Garland—, mas al tratar con los Astra Planeta debemos esperar lo que sea.

—No percibo que deseéis iniciar una confrontación —interrumpió el hijo de Poseidón, intuyendo que el guerrero podría divagar demasiado si lo permitía.

—¿Por qué lo haría? Mi curiosidad es mayor a mi deseo de pelear —confesó Tauro—, me gustaría ser más diplomático, solo esta vez, por lo que dejaré que Sneyder lidie con esto como solo él sabe hacerlo.

Sentir preocupación por Sneyder era algo que no podía hacer; disuadirlo de no combatir contra alguien que había osado llamarlo traidor y encima parecía aliado de los Astra Planeta sería imposible, por lo que permitir que ambos espadachines arreglaran sus diferencias con el lenguaje de la guerra era lo idóneo.

—¿Qué me dices tú? —preguntó de nuevo Garland—. Creí que a los reyes les gustaba parlamentar, hasta el rey Bolverk se guiaba por esas formalidades de la realeza incluso antes de su intento de imponer una nueva era glaciar en nuestro mundo.

—No soy un rey —aclaró Atlas con desdén, siendo interrumpido por sonoros rugidos que obligaron a ambos santos a girar en la misma dirección, notando que diversas criaturas comenzaron a escalar por el terreno escarpado con la intención de llegar hasta su posición.

No era que se sintieran amenazados por esas bestias que sucumbían por los ataques que Sneyder y Sugita desplegaban durante el combate, solo eran una molestia de la que ninguno de los dos quería ocuparse. Una distracción un tanto incómoda.

—Como mosquitos —comentó Garland antes de alzar el codo contra el que se golpeó una criatura cuadrúpeda que intentó atacarlo por el costado. El santo no le prestó el menor interés, ni siquiera supo qué clase de criatura fue, esta solo cayó fulminada montaña abajo, donde sirvió de comida para un grupo de sus semejantes.

—No estamos aquí para lidiar con estas almas decadentes —decidió el santo de Aries al ver la horda que ascendía— ¿Venís?

Sin esperar respuesta, Atlas movió un poco la capa blanca que colgaba de sus hombreras con la misma facilidad con la que manipuló el velo entre dimensiones.

Garland sintió un efímero tirón sobre su cuerpo por el que pudo haberse resistido, mas no lo hizo, todavía motivado por la curiosidad. En todo caso, ¿habría servido de algo?

El escenario cambió de forma súbita entre un parpadeo y otro. El santo de Tauro se encontró a si mismo en la entrada de un inmenso palacio que creyó reconocer, desde donde podía verse un tipo de ciudad erigida a su alrededor, réplica de las que solían existir en la antigua Atlántida cuando era gobernada por los reyes atlantes.

Todo aquello se mantenía sobre una extensa losa de piedra que flotaba en una infinita oscuridad chispeada de estrellas, como una isla sobre la que había una luna llena inamovible que iluminaba la metrópoli abandonada.

—Desconozco el tiempo que disponemos antes de que este lugar deje de ser seguro, por lo que si tanto es vuestro deseo de hablar, os escucho —explicó el santo de Aries, quien todavía estaba a su lado.

—Dudo ser el único que tenga cosas que decir—replicó Garland, cuyos ojos se movían de un lado a otro, quizá recordando otros tiempos—. ¿Por qué no comienzas tú? Aparecéis de la nada culpándonos de algo que no entendí bien, sería bueno que lo explicaras.

Atlas no había pasado por alto la aparente ignorancia de Tauro y Acuario sobre los crímenes de los que se les acusaban, por lo que mientras su compañero buscaba la verdad a través de la batalla él lo haría por un medio más acorde a su casta.

—Vuestra Suma Sacerdotisa tiene tratos con gente indeseada —comentó Atlas con prudencia, a fin de estudiar la reacción del santo de Tauro—. Junto a ellos, pretende tomar el control de la Tierra. Ya ha dado algunos pasos a ese respecto.

—Gente indeseada —repitió Garland, meditabundo—. ¿Poseidón? —Aries negó con la cabeza—. ¿Bluegrad? —De nuevo, negación. A la tercera, como se suele decir, fue la vencida—. Caballeros negros. Te diré dos cosas. La primera es que nuestra Suma Sacerdotisa es un trozo de pan, no va a ponerse en plan conquistadora para arrasar el planeta que acaba de salvar. La segunda es que antes se congelaría el infierno que la viéramos teniendo tratos, como has dicho, con el líder de los caballeros negros. Es sabido que lo odia tanto a él cuanto a sus métodos. —Por alguna extraña razón, el santo de Tauro empezó a reír, como pillando un chiste que nadie más conocía.

El antiguo rey atlante asumió que se debía a que un infierno congelado contrastaba con la concepción cristiana del castigo después de la muerte, todo fuego y azufre.

También pilló otro retazo de humor reducido.

—Menos mal que es un trozo de pan —comentó Atlas. Después, meneó la cabeza—. Las palabras están bien, pero sabéis que un santo de Atenea no se conformaría con eso. Vimos un encuentro entre tu Suma Sacerdotisa y el líder de los caballeros negros en el que este le exponía cómo podían hacerse con el control del mundo, gracias una serie de asesinatos organizados. —El semblante del atlante se endureció—. ¡Si quisiera un mundo ordenado bajo un gran poder, no habría traicionado a mi padre! Atenea ofrecía algo mejor para los hombres. Vuestros planes ni siquiera se comparan al futuro que Poseidón habría logrado.

—Siendo el más poderoso hijo de Poseidón y Clito, dudo que puedan engañarte con una ilusión —entendió Garland—. Es posible que Su Santidad se haya entrevistado con Altar Negro —reconoció—, aun así, pondría la mano en el fuego porque no son aliados.

—¿Por qué confiáis tanto en ella? —quiso saber Atlas—. Los humanos que cometen actos terribles por un bien mayor son los más peligrosos, los más terribles.

—Por la misma razón por la que prefieres seguir hablando a pelear —respondió Garland—. Si estás al tanto de nuestra situación, sabes que ella hizo la paz con Poseidón. Miles de años de conflicto se terminaron porque alguien se atrevió a ceder. Y fue Su Santidad. A decir verdad, creo que te bastarían cinco minutos hablando con ella para apreciarla.

La simple honestidad de aquel santo de oro dio que pensar al antiguo rey atlante. Sí, como alguien que había experimentado un mundo en que los ejércitos de Poseidón y Atenea eran aliados, no podía sino respetar a quienes lograban esa clase de futuro. En eso se diferenciaba de varios de los demás santos de oro, convocados de otros mundos y épocas, para los que la mera alianza con Poseidón ya era traición suficiente hacia Atenea y los hombres. Él, como Sugita, tenía dudas sobre la situación. Dudas que el santo de Capricornio resolvió acudiendo a todo un ejemplo único del multiverso.

—Hay más —aceptó Atlas—. Mi compañero, el santo de Capricornio, descubrió un plan aún peor que el que expuso el líder de los caballeros negros.

Sugita aceptó del todo que ese plan era cierto porque confiaba en quien se lo reveló. Seiya. No el mismo del mundo de ambos, que nació y murió como un santo de bronce, cumpliendo con el capricho de los dioses, sino Seiya de Sagitario. El héroe de la esperanza jamás mentiría respecto a algo así, él sí que estaba más allá de toda corrupción.

—¿Cuál sería ese plan? —quiso saber Garland—. Como tenga que ver con la Guardia de Acero, pensaré que tu amigo es tan quejica como Makoto.

Atlas sacudió la cabeza. Nada sabía sobre la Guardia de Acero.

Lanzándole una mirada inquisidora, describió cuanto sabía sobre el plan del que Titania de Urano, campeona de Atenea entre los Astra Planeta, los acusaba.

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La desaparición de Atlas y Garland no pasó desapercibida para sus aliados, mas ninguno se distrajo del combate como para cambiar la intensidad de sus acciones.

La velocidad a la que atacaban y esquivaban mantenía embravecida la tormenta que las bestias aprendieron a respetar con rapidez, pues cada que alguna se aventuraba de manera inconsciente al campo de batalla esperando una oportunidad, terminaba destazada y/o congelada por los cosmos de los santos.

Aun así, los animales se sentían atraídos por la lucha que se libraba, aglomerándose en ciertas zonas como el frenético público de un coliseo en espera del desenlace.

El santo de Capricornio esquivó una férrea estocada dando una voltereta por encima de su rival. Mientras caía creyó tener el camino abierto para un ataque fulminante, mas antes de pisar tierra sus sentidos le alertaron de la aparición de una segunda Espada de Cristal en el brazo izquierdo de Sneyder cuando este dio un inesperado giro con la intención de partirlo en dos a la altura de la cintura.

Sugita se obligó a parar tal intento con su brazo derecho, quedando a merced de Sneyder y su otra espada de hielo, pero Capricornio demostró una destreza sin igual al arquearse lo suficiente para que el peligroso filo rebanara solo una parte de la tiara que defendía su rostro, junto a los cuernos que la ornamentaban.

Los restos del casco cayeron al suelo tras perder su radiante color dorado. Al notarlo Sugita confirmó que no debía permitirse sufrir daños de esas espadas, pues si eran capaces de matar un manto con tal facilidad no quería ni imaginar lo que podrían hacerle a su cuerpo. Conocía sobre el Cero Absoluto lo suficiente como para respetar a quienes lo dominaban.

«Una sola herida y estoy muerto —fue el pensamiento por el que se convenció de cambiar de estrategia.»

Siendo perseguido por Sneyder, quien ahora lo atacaba sin tregua con dos espadas mortales, Sugita de Capricornio desplegó una onda cortante que se extendió como una cuadrícula luminosa interrumpiendo la brutal ofensiva de Acuario. Por la corta distancia, Sneyder debió cubrirse cruzando las espadas de hielo, siendo empujado por aquel muro dorado que descargó miles de cortes contra él.

Para cuando logró sobreponerse al envite y sus pies frenaron en el suelo, permaneció con los brazos unidos sin que algún retazo de su capa colgara de su espalda. Presentaba algunos cortes superficiales en las piernas mientras que su manto tenía algunos raspones menores.

—Mi maestro habría aplaudido tu intento —comentó Sugita viendo las astilladas espadas de hielo que absorbieron la mayor parte del daño—. Finges descuidar tu defensa para manipular las acciones del oponente y contraatacar. Eso podrá funcionar contra rivales ordinarios, pero estás ante el portador de Excálibur, la espada de la justicia legada por Atenea.

El cosmos de Sneyder iluminó su cuerpo, restaurando las Espadas de Cristal en un instante, revelando que la contienda estaba lejos de terminar.

El Pacificador sabía sobre la leyenda de Excálibur, así como de la habilidad de los antiguos guardianes de la constelación de Capricornio, quienes empleaban su cosmos en ataques cortantes. Adremmelech era la excepción a la regla, lo que tenía mucho sentido, la glorificada espada no podía ser blandida por un desertor como el Caballero Sin Rostro, ¿verdad? Mas si aceptaba ese hecho, debería admitir que estaba enfrentando a un santo digno a los ojos de la diosa… ¿Por qué alguien así bajaría la rodilla ante los Astra Planeta? El guerrero frente a él no parecía una creación sin alma, tenía voluntad propia y raciocinio como los Campeones del Hades, ¿acaso Capricornio podría estar siendo engañado por Tritos y sus semejantes, o todo era parte de una trampa muy elaborada?

—Tan callado… —musitó Sugita, extrañado por la quietud de Sneyder. Capricornio volvió a ponerse en guardia, imaginando que eso es lo que su oponente esperaba—. Supongo que también debo dejar a un lado la pantomima y pelear en serio.

Demostrando la veracidad de sus palabras Sugita se lanzó en un ataque frontal.

Sneyder reaccionó con una combinación de cortes que eran repelidos por el brazo de su contrincante, por lo que se veía obligado a retroceder tras cada choque de espadas. Al principio Acuario atacaba y se defendía con precisión, mas cuando comenzó a recibir heridas entendió que estaba perdiendo terreno.

Primero fue un ligero roce en el pómulo izquierdo y la oreja junto a algunos cabellos cortados, después en el antebrazo derecho, pero cuando resintió un profundo corte en el costado entendió que luchar a la defensiva no lo conduciría a una victoria, no contra alguien tan hábil que pese a emplear una sola espada superaba su destreza.

Así pues, el santo de Acuario se entercó en no retroceder ni un paso más, lanzando veloces estocadas contra un rival que se centró en esquivar ataques al mismo tiempo que lo hería en diferentes puntos del cuerpo.

Fuera una trampa o una acción desesperada, Capricornio se incomodó al percibir la decisión de su rival, por lo que en vez de compadecerse arremetió con la fiereza de un veterano reprendiendo a un chiquillo vanidoso.

Excálibur entró y salió del cuerpo de Sneyder a la altura del hombro y vientre sin que la protección de su manto fuera un obstáculo, mas el santo de Acuario no les prestó atención, como si ignorar la sangre que perdía lo volviera un ser inmortal.

—Un hábil espadachín es experto tanto en infligir daño como de evitar recibirlo —llegó a decir Sugita después de haber acertado otros dos cortes profundos en el muslo y empeine de Sneyder—, tú en cambio estás dispuesto a que te desmiembren si con ello logras vencer al enemigo. ¿Siquiera eres un ser humano?

—Lo soy —respondió Sneyder con sequedad.

Capricornio bloqueó con el brazo la espada izquierda de Sneyder, ejerciendo presión para contener su fuerza desmedida, lanzando una mirada audaz a la segunda Espada de Cristal que se precipitó sobre su flanco descubierto.

Sin que la sorpresa se marcara en el rostro de Sneyder, Sugita contuvo la
Espada de Cristal con su otro brazo, el cual brilló de la misma forma en la que lo hacía el derecho al blandir Excálibur.

—Sí, también el brazo izquierdo. —Capricornio creyó adivinar el pensamiento de su contrincante durante el duelo de fuerza por el que quedaron inmóviles uno delante del otro—. No eres el único que guarda sus trucos esperando el momento propicio.

Sin amedrentarse, Sneyder continuó ejerciendo presión sobre sus espadas aun cuando estas comenzaron a presentar fisuras por la resistencia de su rival.

—Con este poco aprecio por tu vida no entiendo cómo es que sigues respirando, ¡ni por qué tus oponentes han sido tan condescendientes contigo! —clamó Sugita, logrando romper las espadas de hielo al mismo tiempo en que precipitó una patada ascendente hacia el mentón de Sneyder quien, presintiendo algo, decidió que aquello sí debía evitarlo.

El santo de Acuario logró hacerse hacia atrás, sintiendo el roce de la bota que abrió una herida desde la base del cuello, subió por su mejilla trazando el sendero que recorrería una lágrima hasta alcanzar el ojo derecho, cegándolo para siempre. El ardor y la sangre en el rostro lo llevaron a alejarse, mas su rival no estaba dispuesto a darle tregua.

—Tienes buenos instintos, ese golpe fue a matar —aclaró Sugita durante la persecución—. Ahora que se ha perdido el factor sorpresa imagino que lo has comprendido, soy un arma viviente capaz de destruir cualquier cosa. Si tú dominas el Cero Absoluto, el estado en que ni los mantos de oro pueden vivir, yo he alcanzado el Filo Absoluto.

Entre impulsos y evasiones, Sneyder volvió a armarse cuando el santo de Capricornio le dio alcance, reiniciando el intercambio de espadazos en el que Sugita empezó a emplear también veloces patadas en una danza frenética.

La feroz combinación de golpes acorraló a Sneyder, más cuando Capricornio ejecutaba ataques letales y contundentes a placer, confundiéndolo por momentos.

Sneyder se abalanzaba con movimientos rígidos mientras que Sugita parecía un ágil acróbata que combinaba destreza y audacia para impedir que su oponente le acertara cualquier golpe mientras él lo hería sin piedad, mas no importaba cuantas heridas coleccionara el cuerpo del Pacificador, su fuerza y tenacidad estaban lejos de mermar.

Sin embargo, cuando Sneyder vio cómo su mano izquierda se separó de su brazo entendió que Capricornio no habló por hablar, en verdad trataba con una espada viviente, imparable y poderosa, por lo que si no cambiaba de estrategia pronto lo siguiente que perdería sería la vida… y él no tenía permitido morir, mucho menos con el equívoco estigma de traidor.

La sangre liberada por tan limpio corte chispeó un poco el rostro de Sugita y parte de su hombrera, algo que hizo frenar su ímpetu como para detener la acometida por unos momentos.

Sneyder se apartó de un salto; no miró su herida, mucho menos se preocupó por ella.

Sugita suspiró sintiéndose un blandengue, pues donde otros aprovecharían la situación para acabar con el enemigo él estaba dispuesto a brindarle la oportunidad de atender la pérdida de sangre, pero para su sorpresa, Sneyder volvió a la carga en ese mismo instante con la inhumana despreocupación que había blandido en gran parte de la batalla.

«¡Vaya necio! —pensó molesto, preparado para responder la afrenta.»

El santo de Acuario se lanzó de frente empleando la Espada de Cristal como escudo, y aun así Sugita encontró numerosas aberturas en tal defensa.

Sneyder dio un último paso en el que en cuanto la planta de su pie tocó el suelo, de este emergió una gigantesca estalagmita a una velocidad alucinante justo debajo de su oponente.

El santo de Capricornio no previó aquello, por lo que a duras penas cruzó los brazos para impedir que la gruesa lanza lo atravesara. El impacto lo elevó por los cielos, como si hubiera sido golpeado por el afilado dedo de un gigante junto a una ventisca glaciar que empezó a crear una capa de hielo sobre su cuerpo en un intento por inmovilizarlo, mas Sugita no estaba dispuesto a ser confinado en ninguna trampa de hielo. El cosmos del santo de Capricornio ardió como una gran llamarada en aquel cielo de tinieblas, liberándose.

Recuperado de cualquier mal, separó los brazos con fuerza, justo a tiempo para ver cómo es que más de esas extensiones de hielo nacían en el lugar en el que estaba por caer, por lo que maniobró para que su cuerpo girara y sus afilados brazos las cortaran, reduciéndolas a pequeños trozos. En cuanto pisó el suelo debió ponerse en movimiento, pues aquellas garras no dejaban de emerger del suelo.

Cuando decidió comenzar a cortarlas para frenar el avance de estas, Sneyder apareció de entre las formaciones de hielo para atacarlo con estocadas rápidas, siendo respaldado por las interminables estacas que parecían tener voluntad propia, tupiendo el terreno como si fueran las crestas de un titán que estaba por surgir de debajo de la tierra.

Sugita repelió cada golpe de Sneyder, cuidándose también del monstruo que lo apoyaba y que posiblemente también era propagador de la maldición oculta en la Espada de Cristal.

Cuando Sugita consiguió acostumbrarse al nuevo ritmo del combate es que pudo volver a atacar al mago del hielo, quien para su asombro ahora empleaba muros y columnas de cristal para protegerse de los ataques. Aunque estas barreras no eran lo suficientemente resistentes como para contener el filo de Excálibur, la fracción de segundo que le tomaba pasar a través de ellas daba suficiente espacio de tiempo para que Sneyder se colocara en una nueva posición y continuara atacando.

—Perder tu mano y ojo fue el incentivo adecuado —musitó Capricornio con complicidad, esbozando una sonrisa—. Estás aprendiendo.

El mutismo de Sneyder persistió, así como sus despiadadas acometidas y ataques de hielo.

Sugita estaba disfrutando el combatir contra quien podría ser el invierno mismo encarnado. El apreciar una buena batalla era algo que había llegado a aprender de sus amistades asgardianas, mas decidió que no podía seguir arriesgándose, la pelea debía concluir. Tras varios impulsos de sus pies marcó distancia, juntando las manos como si empuñara una espada invisible, aguardando a que lo alcanzara la marejada de cristal dentro de la que el santo de Acuario decidió mantenerse oculto.

Momentos antes de ser engullido por esa implacable fuerza, el cosmos del santo de Capricornio se incrementó de golpe, blandiendo el arma que por un momento Sneyder creyó poder ver y de la que emergió un fulgor descomunal que impactó contra las formaciones de hielo, pulverizándolas en menos de lo que dura un parpadeo.

En aquel insignificante sector de ese mundo, la luz del sol brilló por un instante fugaz en que las bestias pudieron ver sus colores reales antes de ser desintegradas por su resplandor.

El santo de Acuario se protegió con el aire más frío que era capaz de generar, creando a su alrededor el Ataúd de Hielo, uno más resistente que aquel dentro del que se protegió de la magia del tiempo en una batalla que por voluntad del dios del olvido nadie recuerda. Empleó todo de sí aun cuando vio que los muros comenzaron a ceder, quebrándose lentamente la técnica defensiva hasta deshacerse en esquirlas cristalinas.

Por fortuna la fortaleza del Ataúd de Hielo le permitió salvaguardarse de la ráfaga destructiva, por lo que cuando la barrera colapsó solo fue víctima de los últimos residuos del abominable poder que lo vapuleó, cortó y alzó por los aires.

Tras caer de espaldas en el suelo dejó escapar un único quejido ahogado al tiempo en que le ordenaba a su cuerpo levantarse, pudiendo hacerlo con lentitud pues cada parte de su ser resintió, hasta entonces, todas sus heridas.

Cuando el vendaval de luz se disipó, Sugita de Capricornio se sorprendió lo suficiente como para lanzar un silbido de admiración. Estaba acostumbrado a que al emplear esa técnica no quedara ningún rastro del enemigo, mas ahí estaba Sneyder de Acuario, destruyendo su récord. Aunque no debería desconcertarse, esa era la tenacidad de los santos de Atenea en su máxima expresión… ¿Cuántos años habían pasado desde la última vez que tuvo que pelear tan en serio? Intentó recordarlo mientras andaba hacia el hombre abatido.

Capricornio venía en su dirección a pasos lentos, rodeado por un intenso cosmos que pasó a centrarse únicamente en su brazo derecho. Ver a ese verdugo avanzar fue como mirarse en un espejo cuando era él quien perseguía y ejecutaba a los traidores.

Sneyder no era un hombre que se permitiera dudar, mas ante aquella visión de sí mismo se atrevió a cuestionarse si había algo de verdad en el cántico de justicia del santo de Capricornio. De pronto, todas las sospechas que tuvo sobre la Suma Sacerdotisa y su círculo cercano saturaron su mente.

De manera fugaz Sneyder recobró su postura de imbatible aun cuando la sangre y heridas exteriorizaban lo contrario. Cubierto por su brillante cosmos, este no sólo exorcizó todas sus debilidades físicas sino que también recreó la Espada de Cristal en la mano sana, símbolo de su oposición hacia una sentencia inmerecida.

Capricornio se detuvo al ver la decisión brillar en el ojo de Sneyder, quien parecía listo para terminar con el combate. Con el presentimiento de que ese sería el último choque de poderes, Sugita se preparó para responder cualquier ataque de su adversario.

El Pacificador se impulsó con la Espada de Cristal apuntando hacia el corazón del enemigo, con una velocidad y determinación sin igual.

Sintiéndose incapaz de evitarla, Sugita optó por bloquear la acometida con el brazo derecho, empleando el izquierdo para partir en dos la Espada de Cristal. Ante un rival desarmado y carente de defensa, a esa distancia le bastaría un simple movimiento para decapitarlo.

Se imaginó la crudeza de la escena, recriminándose por sentir remordimientos para después maldecir peor que como lo haría su esposa, pues descubrió que ese instante de duda fue aprovechado por el santo de Acuario para atacarlo.

Los fragmentos de la Espada de Cristal apenas se habían empezado a separar cuando del muñón sangrante de Sneyder nació una espada carmesí, sin duda tan afilada y terrible como la otra, cuya punta buscó clavarse en el cuello de su rival.

«Me voy a cabrear—pensó Sugita antes de recibir la estocada.»

El sonido que le continuó no fue el esperado por Sneyder, cuyo ojo sano ni siquiera pestañeó al contemplar que la espada sangrienta no hizo mella en la piel de Sugita.

El impacto de dos filos formidables chocando entre sí ensordeció a ambos, mas el cuello del santo de Capricornio estaba ileso e inamovible, y sin importar cuanta presión ejerciera Sneyder eso no cambiaría.

—Que irónico que no previera este tipo de ataque —musitó Sugita con cierto resentimiento, siendo su único movimiento el posar el antebrazo bajo la quijada de Sneyder con la intención de emplearlo como guillotina invertida si a este se le ocurría moverse—, yo quien suelo engañar a mis oponentes hasta el último segundo debí anticiparlo, y también tú, ¿acaso no dije que todo mi cuerpo es un arma? ¿Creíste que fanfarroneaba? —recriminó—. Excálibur no se limita a mis extremidades, es también mi piel, sangre y huesos. El manto que visto es una mera funda dentro de la que su filo se fortalece.

Sneyder no bajó la espada escarlata, ni dijo nada, mucho menos mostró emoción alguna, y aun en su quietud el santo de Capricornio no sentía que estaba ante alguien derrotado…

—¿Últimas palabras? —cuestionó el pelirrojo con frialdad, sin esperar respuesta del estoico santo, mas Sneyder estaba por sorprenderlo una vez más.

—Sugita de Capricornio, ¿sirves a la justicia? —preguntó para contrariedad de su rival.

—Sí —contestó sin el menor grado de vacilación, manteniéndose alerta por si se trataba de algún tipo de estratagema.

—¿Sirviendo a los Astra Planeta?—Sneyder volvió a incordiar.

—¡Mi lealtad es para el Santuario y para nuestra diosa! —Sugita aclaró, ofendido porque cuestionara su vocación—, solo a ellos respondo. No intentes confundirme, tú que has perdido el camino debes recibir un justo castigo. ¿Sigues negándolo?

—De existir un plan como el que mencionaste sería el primero en oponerme a él, ejecutaría a cada uno de los confabuladores —aclaró Sneyder con una brutal honestidad, mirándolo a los ojos—, eso lo puedo jurar.

Sugita de Capricornio no lo conocía más allá de lo que el combate le permitió aprender de él, aun así le creyó, Sneyder tenía el temple de un verdugo imparcial que jamás sería alcanzado por las ambiciones que llevan a los hombres a convertirse en seres egoístas, mucho menos podría ser manipulado para servir al mal.

¿Cómo alguien así podría respaldar un plan abominable como aquel del que fue alertado? Era la pregunta insistente que lo acompañó durante el combate. Algo no estaba bien, pero echarse para atrás ahora parecía incorrecto…

Antes de que alguno tuviera que tomar una decisión para terminar o proseguir con el combate, sus sentidos captaron el surgimiento de una gigantesca presencia que estaba por aplastarlos a ambos.

Los combatientes se vieron obligados a esquivar el bólido que descendió sobre ellos, por lo que se separaron de un salto, alejándose en extremos opuestos para no ser alcanzados por la explosión que sacudió, quizá, el mundo entero.

Los santos no bajaron la guardia ni cuando entre el medio del humo y la energía cósmica vislumbraron a sus aliados.

Garland de Tauro y Atlas de Aries estaban espalda con espalda, encarando a sus respectivos compañeros. Por el estado impecable de sus mantos era claro que los guerreros no habían tenido ningún tipo de batalla encarnizada, lo cual era sospechoso para los espadachines.

—Envaina tu espada Pacificador, no hay razón para continuar con esta contienda— pidió el santo de Tauro a un tuerto Sneyder, quien no parecía dispuesto a quedarse desarmado.

—¿Acaso cambiaste de bando? —Sugita se aventuró a preguntar al silencioso santo de Aries. No le gustaba desconfiar de un compañero, pero había preocupantes precedentes.

—No existen bandos dentro del ejército de Atenea —aleccionó solemne el antiguo Rey—, tal unidad es la que ha obrado milagros con el pasar de las Eras. Aquellos que osen ponernos a unos contra otros no deberían ser considerados dignos de confianza. ¿No sentís lo mismo, santo de Capricornio?

Sugita demoró en demostrar lo aliviado que se sintió por saber que no era el único que tenía un mal presentimiento de todo esto. No podía confiar en Acuario y Tauro, pero se dejó influenciar por la seguridad de Atlas para relajar su gesto endurecido al mismo tiempo en que abandonó la postura de lucha.

—Si así fuera, ¿cómo sabremos que hacemos lo correcto? —preguntó tras un corto suspiro.

El santo de Aries no debió responder, ya alguien más se había adelantado a la dudas de los guerreros invocados.

Notas del autor:

¡Hola de nuevo a todos los lectores de esta historia! Por circunstancias personales, el descanso de final de arco va a prolongarse una semana más, sin embargo, será el lunes 4 de julio de 2022 cuando no habrá capítulo. Consideré oportuno dar entre medio un capítulo muy especial, para que la espera resulte más amena.

Como recordaréis, entre los santos de oro convocados del volumen Saturno se encuentran Atlas de Aries y Sugita de Capricornio, pertenecientes al universo de El Legado de Atenea, escrito por Seph Girl. Ya en su día, mientras escribía ese arco y el que sigue, le planteaba a Seph Girl, por entonces Lectora Beta, si podía redactar ella la batalla que el pelirrojo guardián del décimo templo zodiacal libró. Mucho ha llovido desde entonces, pero gracias a los cielos pudo hallar tiempo e inspiración para redactar esta batalla que hoy los ofrezco. Pasó por mis manos como editor, como el resto de la historia, pero fue Seph Girl quien lo escribió. ¡Muchas gracias por la ayuda!

Seph Girl. Zodíaco primordial. Suena muy bien, la verdad. Sí, ahí estaban mirando mientras Akasha descubría que a veces los ataques especiales también fallan. ¡Miss!

No esperaba que cruzar el mito de la Atlántida con el de Deucalión y Pirra quedara de bien, a despecho de convertir al Noé griego en alguien propenso a abandonar el hogar. Aún recuerdo cómo lo escribí, fue de los capítulos más inspirados que tuve porque me gusta mucho cuando una historia explora el lore de su mundo. Qué bueno que te haya gustado.

«¡Lucha contra los troyanos, porque Orlando Bloom la ha rechazado!»

Estaba Gestahl Noah sentado en su sillón, viendo Death Note en TV, cuando de pronto:

«¡Un momento! Eso me suena…»

Mal de mí, porque no era esa la intención de la escena, Deucalión no trataba a Pirra como Atenea ni esta esperaba que lo hiciera. Alguien tan retorcido como Caronte solo podía nacer de una forma retorcida. El mundo no estaba preparado para un Ilión bebé.

Cómo olvidar a ese personaje de la Saga de Eduardo Castro. Sí, los primeros santos de oro eran un desastre de personas que de seguro encabezarían una muy alocada sitcom.

Considerando que la abandonó por miles de años, sí, es un descarado el hombre.

Otro clásico: Cuando tu fanfic es secuestrado por sus personajes y todos los planes que tenías para la historia empiezan a volverse inviables. Todo mientras te tomas un respiro. ¡Vuelve, Titania, ya deja lo que sea que estés haciendo ahora!

Ojo, que el capítulo es interesante, no solo bueno. ¡La diferencia cuenta!

Shadir. Oh, sí. Ya de forma natural es toda una odisea mantener la coherencia de la cronología, tanto más cuando entran en juego distintas dimensiones.

Es paradójico cómo, viendo cuál es la historia de Deucalión, nombra Hybris a la organización que finalmente dirigiría en su última encarnación. Hoy en día hay muchísimas historias donde el hombre se libera de los dioses, ya sea derrotándolos, ya llegando a un acuerdo, ya a través de alguna clase de coexistencia. No obstante, también las hay en las que quien se rebela a los cielos no recibe otra cosa que toda su soberbia de vuelta. La de Pirra es una de esas historias, reflejo de cómo acaba uno cuando cae desde lo alto.