Capítulo 128. Cimentando el mañana

Trece años preparándose para un ejército interminable proveniente del infierno impidió a los hombres pensar en lo que les esperaba en el cielo. Así, cuando todos celebraban la derrota de Caronte y se alistaban para sanar el mundo, herido por la guerra entre los vivos y los muertos, se manifestó un poder equiparable al de aquel, despedazando el Santuario para de inmediato repartirlo entre los dominios de los Astra Planeta.

De entre quienes se encontraban presentes en la tierra sagrada, solo se podía confiar en que la santa de Piscis se encontrara ilesa, ya que gozaba de una habilidad única para moverse entre los diversos planos de la existencia, más allá de la mera teletransportación. Arthur, que se hallaba en un espacio paralelo al que había entrado poco antes del cataclismo, también debía gozar de cierta libertad de movimiento.

Si Shaula tuvo alguna oportunidad de escapar, esta existiría solo si actuaba sola. Con dos santos de plata a cuestas habría sido una locura, por mucho que los tres formaran una sola unidad en combate; allá donde estuviera la Fuente de Atenea, también estarían los santos de Escorpio, Escudo y Reloj. Garland de Tauro y Sneyder de Acuario fueron apartados de la Tierra junto al cabo de Sunión, en la actualidad parte del Santuario.

Esa era toda la información con la que contaba Lucile de Leo sobre los últimos acontecimientos, la suficiente para entender que el enemigo no había querido aplastar al ejército de Atenea, sino apartarles del mejor recurso con el que contaban: ella misma.

No dedicó demasiado tiempo a lamentarse, no tenía sentido. Esperó, paciente, en el templo de Leo a que este dejara de moverse, al menos durante los primeros diez minutos. Después de eso se le antojó que alguien estaba jugando con ella por capricho, a sabiendas de que no podía abandonar esa fortaleza. Un paso más allá de la barrera que protegía el Santuario haría que se perdiera por la eternidad en el mejor de los casos, pues si bien no estaba en los mares olvidados, sí que navegaba por el río al que los hombres llamaban tiempo. ¡Cómo le gustaría ser como esos santos de bronce, héroes de leyenda, que vestían mantos bañados por la sangre de Atenea! Con esa protección dejaría de ser un ave prisionera en su propio nido, podría volar a cualquier sitio que se le antojara, aunque sabía con toda seguridad que irá allá donde estuviese esa persona.

«Porque, aun tras vestir la toga papal, nada podrías hacer sin mí —pensó Lucile, iniciando el canto que le inspiraba pensar en el brillante futuro que le esperaba—. Akasha, no dejaré que ese necio Juez te limite con la lógica vulgar que llama razón.»

La melodía llenó la estancia durante un tiempo indeterminado. No obstante, la leona de oro no era descuidada y estuvo siempre al tanto del exterior, de modo que sintió la llegada de una presencia familiar y a un tiempo extraña en el preciso momento en que unas botas de oro pisaron la entrada del templo de Leo. Ella giró, parsimoniosa y acaso un tanto melodramática, hacia el recién llegado.

Tenía la misma mirada que adquirió tras profundizar sobre la oscuridad del alma como maestro de Sneyder, aunque no era el hombre que entrenó al Pacificador. Lo sabía, pues el Ikki al que ella conoció jamás se habría desprendido del manto de bronce para vestir el oro zodiacal. No pudo menos que sonreír: estaba ante una versión paralela del santo de Fénix, las historias de Shaula sobre la existencia de un multiverso eran veraces. Una nueva canción apareció en su mente, apenas un eco de las infinitas posibilidades que esta revelación suponía, pero se contuvo de abrir los labios salvo para gritar de miedo.

—¿Pretendes engañarme con eso? —cuestionó Ikki, con una voz que reflejaba la veteranía que no indicaba el cuerpo, vigoroso gracias a su amplio cosmos.

—Solo cumplir mi papel —se excusó Lucile, encogiéndose de hombro—. La de una joven piadosa que teme el castigo divino.

—No he venido a castigarte, enmascarada.

—¡Oh! Quizá me he equivocado todo este tiempo y lo que pretendía Titania de Urano es que los santos de oro hiciéramos un tour turístico por el multiverso.

Ikki suspiró con hastío.

—Me facilita las cosas que conozcas el multiverso. En cuanto a las intenciones de Titania de Urano, ella me ha pedido de forma expresa que te mate. Lo considera tan importante que me envió antes que a cualquiera de mis compañeros. La Rueda de las Reencarnaciones ni siquiera ha terminado de reproducirse.

Sorprendida por la franqueza de aquel hombre venido de otro mundo, Lucile dejó atrás las florituras y artificios por un tiempo. Podía fingir despreocupación si se le antojaba, pero cuando era necesario, no había oídos más atentos que los de ella. Así descubrió una historia de lo más interesante sobre dieciocho guerreros —cinco de plata y trece de oro, incluyendo un joven Shion como Sumo Sacerdote—, provenientes de otras épocas y universos que fueron reunidos en el alba de Saturno para derrotar en justa lucha a un Santuario corrompido. La supuesta corrupción, para la mayoría de los convocados, era un trato implícito entre el líder de los caballeros negros, Gestahl Noah, y la representante de Atenea, Akasha, con el aliciente que suponía que a esa alianza se sumaba también Poseidón, eterno némesis de la diosa de la sabiduría.

Para algunos no bastó esa visión, que Lucile no tenía problemas en considerar fidedigna, por lo que las postreras explicaciones que Titania de Urano dio sobre el futuro probable al que se dirigía el mundo no les convenció del todo. Entre ellos, Saga de Géminis, Ikki de Leo y Seiya de Sagitario pidieron pruebas, ante lo que la astral les habló de un secreto que involucraba incluso a quien Hades designó como su recipiente por ser el hombre más puro de la Tierra.

—Vaya —dijo Lucile al término del relato—. Olvidé la razón por la que no me has matado. Con todo lo que sabes, mi cabeza hace rato que debiera estar rodando.

—No creo que lo que pretende mi hermano esté mal —contestó Ikki a la pregunta implícita—. Saga te mataría sin dudarlo, Seiya se lo pensaría un mísero segundo antes de clavarte una flecha en el corazón, pero yo no soy ellos.

—Tú eres práctico.

—Yo confío en Shun.

De esa forma se aliaron ambos leones, habiendo todavía un tiempo para charlar del mundo del que provenía Ikki y de la situación en la que se hallaban. Tal y como Lucile había deducido, el exterior era por mucho peor que el Triángulo Dorado y la Otra Dimensión de las que Ikki logró escapar en el pasado. No importaba a dónde les estaban transportando, de todos modos tendrían que llegar allí y después pensar en qué hacer.

—Tu vida se parece mucho a la del hombre que conocí —apuntó Lucile—. Excepto en la parte donde matas a una versión paralela de Esmeralda.

—El multiverso es muy grande —aseguró Ikki, haciendo una mueca—. Entre los convocados, hasta las personas que conocí tenían historias a cual más descabellada, como Saga y Afrodita, amansados en parte por Mnemosine tras servirle a ella y a Zeus en una guerra contra los Titanes, nada menos. Shion luchó contra el hermano menor de Cronos, un dios del tiempo más antiguo que el padre de Zeus y que nada tenía que ver con Saturno, contra quien Seiya entabló combate singular en un universo que no conoció ni el despertar de los Titanes ni al maquiavélico Kairos.

Otros se marearían con tantos nombres. Se escandalizarían, incluso, de que hubiese universos donde los hombres y los dioses no estaban tan distantes, incluso si la brecha seguía existiendo. Pero Lucile halló en ese laberinto de historias un entretenimiento enriquecedor hasta que el templo aterrizó por fin. Entonces, de nuevo, el silencio fue amo y señor del templo de Leo. A través de la máscara, la leona de oro intercambió una mirada con su igual de otro universo, asintiendo ambos al comprenderse: fuera lo que fuese lo que hubiera más allá, estarían preparados. Antes de salir, alzaron la guardia.

xxx

Se hallaban en una montaña escarpada con algunos peldaños al norte y sur de la única construcción. Era una de las doce porciones en que fue partida la montaña sagrada, una por cada templo del Zodiaco. Pudieron ver que estaba conectada a otra, lejana y unos cientos de metros más elevada, gracias a una larga escalera espiral que parecía estar hecha de plata y magia, pues brillaba como la luna llena y pendía sobre el aire sin que nada sostuviera cada luminoso peldaño. Alguien bajaba por aquel prodigio sin prisas, muy digno, al son de los destellos del manto dorado y el ondeo de la capa.

Arriba, no había sol, luna u estrellas, sino una infinidad de seres brillantes que luchaban sin cesar, derramando sobre la superficie el eco de todo sonido que pudiera evocar a la batalla. Gritos de euforia, atroces lamentaciones de heridos y moribundos, acero entrecruzado, golpes débiles y fuertes, sangre derramándose… Todo llegaba abajo, con la suficiente intensidad como para que tal algarabía bélica pudiera escucharse, sin por ello ahogar las palabras que hubieran de decirse en tierra. Ikki echó a aquel caos celeste un único vistazo que fue casi compasivo, mientras que Lucile ni siquiera alzó la cabeza. ¿Por qué hacerlo? ¡Era la misma historia interminable que vivía la Tierra y que ella tan bien conocía! Primero los hombres se unían a un magnífico festín hecho de emociones tan contradictorias como intensas, luego juraban que tenían dolor de estómago a pesar de que tarde o temprano muchos querrían volver a probar de ese manjar basado en dar y recibir muerte, y al final muy pocos de los que de verdad importaban llegaban a ser conscientes de que nada se había ganado.

«Hubo un tiempo en que disfruté pasear por los campos de batalla —tuvo que reconocer, al menos para sí misma—. Quise aceptar que éramos acólitos de la confusión y la hipocresía, llegué a creer que una simple opinión podía ser ley.»

Deshilachar el manto mortuorio que los humanos llamaban ambición fue el primer entretenimiento de Lucile como discípula de Kiki. La destrucción que los hombres causaban sobre ellos mismos y el mundo tenía el aroma de la autenticidad que tanto le costaba encontrar en las grandes ciudades, donde demasiados vivían vidas grises contenidos por normas en las que no se habían parado a pensar. Si lo mejor de la humanidad estaba enterrado por la oscuridad, lejos del juicio y el reproche de otros, ella caminaría gustosa entre las sombras, incluso evadiendo los rayos del Sol. Pero, con el tiempo, esa forma de pensar la llenó de aburrimiento. Al fin y al cabo, la guerra no era más que una herramienta para lograr algo, no importaba el qué; incluso la guerra sin una razón seguía siendo lo mismo, ya que todo cuanto se lograba de ella era siempre mundano. ¿Qué interés podía tener en cualquiera de las facetas de un arte tan malentendido por un mundo de simios?

Si no hubiese decidido regresar a Jamir, quizá habría muerto teniendo aún esa patética apatía sobre los hombros. Pensar en eso la frustraba más que ningún otro fracaso, incluidos los dos años de exilio que debió padecer, pero por fortuna estaba aquel santo de oro bajando escaleras mágicas para distraerla. Este, aún lejos, iba vestido con Libra y tenía el pelo corto y negro; hasta ahí llegaban las similitudes con Arthur. La apariencia, el cosmos y el alma del sujeto eran las de otra persona que venía para juzgarla.

—¿Todos los santos de oro tenéis esa mala costumbre de exhibir vuestra altura moral como un arma más? —preguntó Lucile al callado Ikki, divertida, antes de atacar.

La leona acometió como un reflejo de luz, decidida a tantear el terreno con el Toque Magnánimo. El santo de Libra actuó justo cuando los dedos de Lucile rozaron el yelmo. Esgrimió sin dudar una espada dorada, balanceándola hacia el cuello de la mujer solo para acabar siendo detenida por lo que parecía ser un pájaro de fuego, que rechazó el ataque con tanta fuerza que incluso le hizo retroceder un par de peldaños.

—Has sido descuidada —dijo Ikki, aún rodeado por un aura llameante y sin quitar un ojo de encima al misterioso sujeto—. ¿Es así como sueles ser?

—Parece que Itia de Libra es demasiado fuerte para mí —se defendió Lucile, cabizbaja. Había prestado mucha atención a cuanto el santo de Leo le contó sobre los convocados—. ¿Podrás ocuparte tú de él, ave de bronce, león de oro?

—Ni siquiera sabes si es un enemigo —replicó Ikki sin parecer muy convencido. Itia ahora tenía una espada de Libra en cada mano, mientras que el resto de armas flotaba tras de él, como si en cualquier momento pensara en utilizarlas todas—. Si no lo es, has creado un malentendido sin ninguna razón.

—Me ofendes, Ikki de Leo. Mi Großmütig Berührung no es más que un cortés saludo entre guerreros —se excusó Lucile, acariciando con suavidad la mano, como si realizar esa técnica le hubiese causado dolor a ella. Notaba que Itia la estaba mirando con un deje de desprecio, dudando que mereciera ser parte del Zodiaco—. Además, sabes que las emociones de aliados y enemigos son un libro abierto para mí.

—Eso me han dicho —cortó Ikki, frunciendo el ceño. Se adelantó unos pasos, interponiendo el brazo cuando Lucile hizo ademán de seguirlo—. No te entrometas.

Leo y Libra se estudiaron mutuamente para no dar un paso en falso. Itia supo enseguida que no se hallaba ante ningún mequetrefe, pese a que había dado los primeros pasos como un niño de bronce, o tal vez justo por eso; por el otro lado, Ikki percibía un aura que solo podía pertenecer a quien había sido elegido por Atenea para representarla.

Los combatientes asintieron, reconociéndose, e Itia abrió la batalla con rápidos sablazos y estocadas. Manejaba las dos espadas doradas no como el último recurso que se les suponía, sino como una extensión de los fuertes brazos. Tan preciso era con ellas, que Ikki se veía obligado a responder a cada ataque, no había espacio ni tiempo para evadir, y desde luego él no estaba dispuesto a retroceder.

Cada vez que aquellos guerreros intercambiaban golpes, una explosión de luz llenaba el lugar, engullendo las del belicoso cielo. En esos lapsos de tiempo, algo dentro de Lucile se movía, latiendo en sintonía con lo que estaba viendo. Era una vieja melodía, que conocía demasiado bien pero que disfrutaba escuchar de vez en cuando, como un placer culpable. Observó el duelo con atención mientras se iba acostumbrando a las emociones que este le despertaba, solo así podría hacer honor a lo que sentía.

«Dos santos luchan motivados por la misma razón —pensó, rememorando viejas historias que Kiki le había contado—. No hablan con palabras, sino con puños. Sangre inútil es vertida, grandes cosas se logran y al final vienen las lamentaciones. El muro. Oh, sí que pierden mucho las historias que se repiten. Demasiado.»

Movida por el instinto, había empezado a mover las manos tan pronto inició el combate. Al principio, de forma errática, hasta que Itia terminó de convencerse de que ella no era nadie y solo tenía que preocuparse del santo de Atenea capaz de igualar las espadas de Libra con las manos desnudas. Entonces pudo ver en esa alma descarriada todo lo que quería saber y más, pero no se conformó con mirar. Apuntó con la palma abierta a Itia, que acababa de dar un salto de atrás, y la cerró con parsimonia.

—¡Te dije que no te entrometieras!

Para muchos, la forma en que Ikki se acercó, todo fuego, habría significado al menos un susto. Lucile estaba demasiado ocupada como para darle importancia a los gritos de un mayor. Su mano derecha acariciaba el aire con dulzura mientras Itia, de rodillas y con las dos espadas rodando a través de la escalera, se sostenía el pecho. Aquella débil mujer le estaba estrujando el corazón a través de algún maleficio.

—A quien ose menospreciarme, así sea un poco, solo le espera el infierno. —Todavía con la mano extendida y los dedos jugueteando con un corazón invisible, Lucile se acercó a Itia con tanta lentitud como cuando este bajaba las escaleras hacía tan poco—. Seré compasiva esta vez, ya que ser subestimada era parte de mi estrategia.

De forma insólita, las espadas de Libra se impulsaron contra la espalda de Lucile, quien dando un veloz giro las desvió con el brazo izquierdo. A Itia no le sorprendió tanto que pudiera bloquear el desesperado ataque como que lo hiciera sin sufrir el menor daño.

—Así que así es como funciona… —murmuró Ikki, serio. No se había molestado en proteger a la leona de oro de las espadas, pues ya intuía que esta no necesitaba ayuda. El único que no entendía la situación era Itia de Libra—. Ella puede dominar las emociones de cualquier ser vivo, quizás ninguna de tus armas tenga el deseo de herirla ahora mismo, así que no te molestes en intentarlo. ¡Por todos los demonios, enmascarada! Empiezo a pensar que debí matarte, tal y como se me ordenó.

Habló con franqueza porque esperaba que Lucile hubiese escogido una vía distinta a la batalla para resolver aquella situación, pero Itia no tardó en tratar de levantarse a pesar del dolor. Tenía que haber una forma de resistirse a aquella mujer.

Entretanto, Lucile había empezado a entonar la melodía que el corto duelo le inspiró, haciendo vibrar el corazón del atribulado Itia con cada nota, arrancándole todo lo que sabía. Fue fácil para ella, ya que no lidiaba con alguien tan centrado como Arthur, que apenas tenía un hilo negro en la amplia y blanca rueca que era su alma, o Sneyder, aquel al que llamar roca viviente sería un halago, pues estaba convencida de que le resultaría más fácil imbuir sentimientos en las piedras que turbar al santo de Acuario. No, Itia era solo un poco mejor que la mayoría, un héroe que tuvo la desgracia de ser escogido por Atenea para ver durante doscientos años las miserias de la humanidad. Era natural que llegara al punto de quiebre, sobre todo si había alguien que lo empujara al abismo.

Pero a la leona de oro poco le importaba la historia del anciano líder, rejuvenecido tras ser manipulado por las fuerzas del Hades. Estaba más interesada en la razón por la que los había atacado y fue eso lo que indagó en el castigado corazón que ya era suyo. Vio de ese modo a los convocados por Titania de Urano, una igual de Caronte de Plutón. La montaña custodiada por los doce templos había sido dividida en doce porciones, en efecto, y en grupos de dos escogidos al azar se hallaban ahora en partes de la Rueda de las Reencarnaciones: los infiernos del hambre, las bestias y el castigo eterno; los reinos de la guerra, el hombre y los dioses. Ellos estaban en el cuarto, que era por sí solo bastante grande. ¿Esa era la clase de enemigos a los que debían enfrentar?

«Por lo menos, ahora sé que Ikki de Leo dice la verdad —se dijo Lucile, decidida ya del todo a confiar en ese hombre. Por el momento.»

—Suficiente.

Dejó de cantar con brusquedad; no había pensado en un final que hiciera justicia a un duelo que ella misma interrumpió. Extendió la mano derecha hacia Ikki, llenándole el rostro serio de un soplo de aire que olía a recuerdos. Itia volvía a estar de rodillas, sudoroso y agotado. ¿De qué, si apenas había luchado?

—Ahora que me fijo —susurró Lucile al confundido Libra. Hablaba con una voz suave y delicada, extraña a la crueldad con la que le rasgó el alma. Las manos de la mujer le acariciaron el rostro con dulzura—, eres apuesto.

Las fuerzas del Hades le habían dado juventud a un débil cascarón, pero quedaban rasgos de la vida que había vivido a lo largo de doscientos años. Amargura, tristeza, decepción. Todo parecía marcado en las facciones de Itia. También había odio y furia, por supuesto, los ojos del santo de Libra estaban cargados de rabia para la mujer que lo había humillado de esa forma, pero las dudas de aquel hombre, marioneta de quienes debía combatir, pesaban más. Ese era el gran secreto de una victoria digna de ser recordada: hacer que tu enemigo se derrote a sí mismo.

—Muy apuesto —insistió a aquel guerrero de maduro semblante, pasando un cálido dedo por los labios abiertos—. También tienes fuerza y sabiduría. Estoy segura de que fuiste un gran líder. Que luego erraras es comprensible.

Los largos dedos de la mujer descendieron hasta el pecho de Itia. Dio algunos golpecitos sobre el reluciente metal, llevando el mismo ritmo que los latidos del corazón del santo de Libra. Poco a poco, el guerrero bicentenario recuperaba la consciencia.

—La estupidez es inherente a los seres humanos —afirmó Lucile—. Solo puedo culparte por tu falta de visión. Ya deberías poder levantarte.

Itia se alzó con cierto recelo, sin duda desconociendo que Lucile no solo había sanado el daño que le provocó, sino que además le indujo algo que llevaba tiempo necesitando: perspectiva, claridad de pensamiento. Ikki pudo haberlo intuido, pero no dijo nada. Con lo que sabía, el santo de Leo prefería ser prudente en todo lo que concerniese a aquella enmascarada con voz de sirena, lo que para esta sería a buen seguro motivo de orgullo.

—Vosotros pretendéis gobernar la Tierra —acusó el santo de Libra luego de varios segundos de tenso silencio—. No puedo ser vuestro aliado. No quiero.

—¿Gobernar la Tierra? —repitió Lucile, incrédula—. ¡Qué desperdicio de talento! Nadie que importe en el Santuario tiene esa clase de objetivo. ¡No lo quieran los dioses! Sería la forma más aburrida imaginable de desperdiciar una vida.

A pesar de la seguridad con la que Lucile hablaba, Ikki frunció el ceño por un instante. Itia presintió, esperanzado, que aquel hombre, convocado como él, fingía ser un aliado de la mujer para llegar a la verdad detrás de todo aquello, pero no se engañaba: él no tenía pruebas. Creyó en lo que Titania decía porque él mismo trató de tomar las riendas del mundo, arrastrando consigo a su discípulo, Gateguard de Aries, y otros valientes que acabaron manipulados por las hadas del inframundo. No tenía derecho a culpar a Ikki si había decidido ponerse del lado de los condenados por los Astra Planeta.

—Jurad que me equivoco —ordenó el santo de Libra, en memoria de los doscientos años que debió ser líder—. Hacedlo en el nombre de Atenea.

—Lo siento. Soy santa de una sola Suma Sacerdotisa.

—¡Basta, Lucile! —dijo Ikki—. Necesitamos su ayuda si queremos salir de aquí.

—Puedo usar Die Heftig Trauermarsch —completó Lucile—. Sería una lástima, lo admito. Una marioneta nunca es el mejor aliado…

Dejó la amenaza en el aire, con un tono inocente que revolvía el estómago de Itia. ¿Que no podía culpar a Ikki…? ¡Para esa mujer, la peor de las hechiceras, lo mínimo que podía haber era cautela! Mil veces elegía a los misteriosos Astra Planeta, de los que ningún registro en su mundo hablaba, que a esa bruja. Estaba sopesando volver a combatir cuando el santo de Leo se interpuso entre ambos. No le extendió la mano ni hizo ningún gesto amistoso, no eran amigos ni iban a convertirse en eso, pero quedaba clara la intención del guerrero: ambos eran santos de Atenea, y como tales cooperarían.

—Está bien —decidió al fin—. Os acompañaré para ver dónde se encuentra la verdad.

De repente se empezaron a oír aplausos. No provenían de las lejanas batallas del firmamento, donde entre el choque de espadas, escudos y cualquier arma inventada por el ser humano podría surgir algún sonido similar. No, el hombre que aplaudía estaba a los pies del templo de Leo, esperándoles. Los tres santos, desconcertados, cubrieron la distancia que los separaba en un instante y lo rodearon.

—¿Quién eres tú? —dijo Ikki—. ¿Otro santo que vino de otro mundo?

—Del pasado, para ser exactos —respondió el sujeto—. Mi nombre es Hashmal. Fui entrenado en persona por la diosa Atenea para convertirme en el primer santo de Leo. Es un honor conocer a la última guardiana de mi casa.

Hizo una leve inclinación que Lucile se vio obligada a corresponder. Aquel guerrero vestía ropas sencillas en lugar de un manto sagrado, tenía un parche cubriéndole el ojo derecho y esa era una de las tantas cicatrices que le marcaban el rostro, pero algo dentro de ella le decía que no podría causarle otra herida por mucho que lo intentara. Era un presentimiento, similar a las emociones que podía insertar, solo que estaba segura de que Hashmal no les estaba manipulando de ninguna forma.

—¿Me está mirando, joven? —cuestionó el auto-nombrado primer santo de Leo—. Me halagaría si fuera así. Es difícil saberlo con esa máscara.

—¡Eso no es importante! —gritó Itia. Las armas de Libra, incluyendo las dos espadas, volaron desde la escalera de plata hasta donde estaban todos. Con un ademán logró que se detuvieran antes de llegar a tierra, dejando claro al tiempo que le bastaría el mismo gesto para que tales tesoros destruyeran a cualquier enemigo—. ¿Qué haces aquí? ¡No estabas en la reunión, con los demás! ¿Por qué aplaudías?

—Calma, calma —pidió Hashmal—. Eso son muchas preguntas. Y como bien dices, no todo es importante. Dejémoslo en que aplaudo la audacia de mi última sucesora. Fuiste la primera en acabar tu combate y sin derramar ni una gota de sangre. Un poco de sudor y lágrimas, quizás —añadió con aire distendido—. He estado pensando en una forma de recompensaros y creo que se me ha ocurrido algo interesante… ¡Oh!

Antes de que Lucile e Ikki pudieran evitarlo, Itia envió contra el probable enemigo una de las espadas, que este detuvo en seco usando dos dedos. El santo de Libra quedó atónito, más aún cuando buscó una explicación e Ikki negó con la cabeza: esta vez, estaba lidiando con alguien así de fuerte, no había ningún truco de por medio.

—Las armas de Libra pueden destruir estrellas —recitó Hashmal, quien veía la hoja de metal solar con clara nostalgia. De un sencillo movimiento lanzó la espada al aire, donde giró varias veces antes de clavarse en el suelo—. La descripción impresiona, pero nunca hay que olvidar que lo más importante es el cosmos.

Como santo de oro y Sumo Sacerdote, Itia podía predecir lo que aquel sujeto iba a decir. No le decepcionaría. Agarró la otra espada y acometió contra él, descargando un tajo vertical que ardió con la intensidad de la muerte de un sol. Todo el esfuerzo y la energía fueron absorbidas por Hashmal, de nuevo con dos dedos.

—Vamos mejorando —aprobó el guerrero antes de dar un leve empujón. Itia pudo recuperar el equilibrio enseguida, pero había tenido que retroceder ante un hombre desprotegido. ¡A qué extraño mundo le habían enviado los dioses!—. Me disculpo por mi descortesía, no os he preguntado si queríais mi regalo u os bastaba con pelear.

—Como hija de Pandora —bromeó Lucile, pensando que aquel guerrero podría ser lo bastante viejo como para ser contemporáneo a esa historia—, necesito abrir tu regalo, Hashmal, discípulo de Atenea y primer santo de Leo. Desde que vi tu nombre en una tumba oculta has suscitado mi curiosidad como pocos hombres en este mundo.

—Siempre que no se trate de otra queja de los Astra Planeta sobre cómo el mundo no funciona como ellos quieren —empezó Ikki—, soy todo oídos.

El primer santo de Leo se permitió un momento para pensar, o tal vez esperaba que Itia dijera alguna cosa o volviera a atacarle. Nada ocurrió.

—¿Sabéis por qué razón las mujeres que sirven a Atenea deben llevar máscara? —preguntó Hashmal, observando con fijeza a la santa de oro.

—Porque así lo quiso Atenea —observó Itia con sencillez—. Es la tradición.

—Porque siempre es necesario sacrificar algo —contestó Ikki, evocando su propia pérdida. Para convertirse en lo que debía convertirse, el precio fue la infancia y el amor.

—Porque no cualquier simplón tiene derecho a ver mi rostro —dijo Lucile con desparpajo. Para ella no servían ni la fe, ni la resignación para explicar esa pieza que le cubría el rostro. Seis años atrás, la habría roto en mil pedazos si se hubiese considerado incómoda con la máscara dorada. Por ella. No era el caso—. La Ley de las Máscaras es una regla que surgió para darle la vuelta a otra regla. ¿Ninguna mujer podía servir a Atenea? Bien, entonces bastaba con que una mujer dejara atrás la feminidad para poder hacerlo. Empezó como una norma no escrita, hasta que alrededor de doscientos años atrás un Sumo Sacerdote decidió oficializarla.

Había hecho los deberes tras la Rebelión de Ethel.

—¿Doscientos años, eh? —comentó Ikki.

—En mi época, la Ley de las Máscaras era ya tradición —musitó Itia, extrañado.

—Reformularé mi pregunta —dijo Hashmal, hasta ahora meditabundo—, ¿por qué era necesario una regla nueva para que las mujeres pudieran servir a Atenea?

La respuesta parecía evidente. Porque a Atenea no le gustaban las mujeres humanas. La mitología recogía algunas historias interesantes al respecto, como la de Medusa y Aracne. No obstante, todas ellas habían sido escritas por humanos, que jamás podrían comprender del todo por qué los dioses actuaban del modo que lo hacían. Lucile rememoró la historia que Oribarkon les contó a ella y Arthur, en un cementerio oculto en que se hallaban las lápidas de los primeros santos de oro, incluido Hashmal.

Una de ellas ni siquiera podía distinguirse el nombre.

—Alguien puso de muy mal humor a nuestra bien amada diosa —decidió Lucile.

El primer santo de Leo asintió, satisfecho.

—Quiero contaros una historia. De cuál es la razón por la que las mujeres no podían servir a Atenea, el verdadero origen de la Ley de las Máscaras. Es un relato de lo más fascinante, eso os lo puedo asegurar. Todo empieza con Deucalión…

—¿Y Shemhazai? —dijo Lucile, que habiendo superado el temor inicial que aquel hombre le producía, supo arrancar ese nombre de su corazón humano. Estaba presente en el relato de Oribarkon y en una de las lápidas del cementerio oculto, si bien esta no especificaba que fuera mujer, solo revelaba nombre y constelación.

—Una hermosísima hija del Pueblo del Mar —contestó Hashmal con tranquilidad, sorprendiendo a la leona de oro. Aquel hombre no era ningún pusilánime, no cedería sin más a sus encantos—. Desde el día en que la vi, me olvidé de las riquezas que yo y mis, digamos, amigos queríamos robar en ese espléndido lugar donde hasta el más humilde puede vestir y vivir como un rey. Eran tiempos convulsos, ninguna mujer de fuera podía cuidarse de una forma tan exquisita, así que no me lo pensé mucho cuando Gugalanna sugirió que si no me la llevaba yo, él lo haría. Ay, terrible juventud, tantas prisas y tantos errores. ¡Demasiados momentos que solo pasaron! —exclamó.

»Pero sucesora mía, no hagas que un viejo que cuente batallitas divague. ¡Eso no es más que el prólogo! De la historia de Deucalión, vuestro Altar Negro, y su esposa Pirra, a quien algunos en tu mundo llamáis Akasha de Virgo, y otros, Suma Sacerdotisa.

Notas del autor:

Tras varias semanas de descanso (¡Mil disculpas por eso!), vuelve esta historia con su quinto arco, el volumen Júpiter.

Shadir. Sí, fue un duelo de Capricornio VS Acuario más helado y sangriento que el que nos ofreció Soul of Gold, según mis recuerdos. No desearía a nadie que tenga problemas con el frío pasar por ahí, claro que en realidad ni siquiera los que sean más de frío que de calor deberían estar donde semejantes guerreros están peleando.

Sin importar el universo, parece que así es.

Ícaro, Belerofonte, Faetón… A los griegos les gustaba mucho que los que querían volar demasiado alto se cayeran. No me extraña, porque es una metáfora con fuerza.

Ulti_SG. Típico, dejas una historia en pausa y los lectores deciden que pueden continuarla. Pasó con Saint Seiya y ahora pasa con una historia derivada de Saint Seiya. El círculo se ha cerrado. ¡Tú tenías que vigilar que esto no ocurriera, Titania!

Ejem, sí, recuerdo todo eso. Al final te pedí el capítulo especial años después de que terminaras ELDA, así que no las traía todas conmigo de si te animarías a escribirlo o si esquivarías la petición como Seiya esquivaba los cien millones de puñetazos de Aioria. Por suerte pasó lo primero, porque el capítulo quedó muy bien, con su estilo propio. Te subestimas, hacías un buen trabajo con las batallas de ELDA y has hecho un buen trabajo con este combate, así que antes de proseguir, gracias. Gracias por la ayuda y por el cariño y respeto que le profesas a esta historia.

Ah, ¡mira qué descargo de responsabilidad tan bien hilado!

Así es, Tritos lo mencionó en el pasado arco, me parece que en el capítulo 117.

Es bueno cuando los personajes se distinguen por reaccionar de modos muy distintos a las situaciones que enfrentan. A Sneyder no le gustó nada que lo tacharan de traidor y va a la garganta, mientras que Garland es más relajado la mayor parte del tiempo. ¡Qué bueno que sus problemas de ira no le sobrevinieron! Al tiempo, Sugita acepta el desafío y Atlas, como buen rey, recurre primero a la vía diplomática. ¿Un plan que eclipsa al remix de la carrera de escritor de Light Yagami? ¡Más misterios para la lista!

Como bien dices, sabemos que el combate (en Saint Seiya) se puso serio cuando el casco es destruido, o en su defecto, cae al suelo. Sí, Sneyder está muy roto y habría sido algo problemático lidiar con un Sugita a media máquina en la batalla con Titán.

No siempre mis personajes salen mutilados de sus grandes batallas. (Es Saint Seiya, les pueden romper todos los huesos, reventar los órganos y hasta sacar cien litros de sangre…, que luego pasan por el hospital y como nuevos.). Sin embargo, Sneyder debía aprender un par de lecciones en esta batalla y creo que no hay nada como una herida permanente para eso. O dos. A todos nos gusta ver a un guerrero tan tenaz que sigue luchando aun al borde de la muerte, pero también es importante cuidarse a uno mismo en batalla, para seguir cumpliendo con tu deber. Encuentro que Sugita, como espadachín que es, era el rival perfecto para esto. Se llamaba Deríades. Así es, para cuando se redactó este especial, Sneyder ya había perdido una mano y un ojo, y ya estaba decidido que fuera por la batalla con Sugita, de cuyo potencial se hablaba tanto y tan bien en ELDA. Creo que en este capítulo queda bien reflejado por qué el santo convocado de Capricornio fue de los últimos en caer en la batalla con Titán, porque Sneyder no es ningún manco. Bueno, técnicamente ahora lo es, pero ya me entienden.

Llegados a ese punto, era morir, o aprender. Sugita se ve que es un buen hombre, debajo de su afán justiciero tan distinto al de Sneyder. Pero como nos enseñó Shun, la bondad no desmerece el poder, incluso si Sneyder ha aprendido que debe variar su estilo combativo, se ve que Sugita es un guerrero experimentado capaz de adaptarse a esa clase de cambios. Sobrevivir a la técnica máxima que sí o sí te mata es un clásico en Saint Seiya, aun así, bien por Sneyder. Sugita es bastante fuerte, por lo que vimos.

Se suele decir que lo bueno, si breve, mejor. Por eso en Saint Seiya juraban que las batallas duraban una hora, pero no se sentía así, sobre todo en el manga. Yo no siempre he podido cumplir con esa máxima, algunas batallas se me fueron de las manos (os estoy viendo, mago e Hipólita), pero esta sí que lo cumplió con creces. Puedo imaginar la batalla animada en un episodio de Saint Seiya, genuinamente.

«Tengo una espada, ¿¡por qué no la uso!?»

Yo pensaba que nada superaba a un miss en una batalla RPG, pero que causes daño cero después de un centenar de miss sin duda debe ser la viva imagen de la desesperación. Nada como una confiable barrera corporal para protegerte de ataques OHK.

Si no me falla la memoria, eso también estaba en el guion.

Con esa frase, va a estar difícil que se olviden de Arthur.

No hay de qué. ¡Gracias a ti por escribir este capítulo y prestarme a tus muchachos! Ha sido toda una experiencia poder manejar personajes de otras historias, en la línea de esos grandes crossover de antaño (fanfiction, cómic y series, aunque ya se volvió mainstream) donde los héroes eran convocados por el bien del sacrosanto fanservice. Y puede que para salvar el multiverso. Puede.

Ojo gente, ojito, que este no es solo un buen capítulo, sino un capítulo tremendo, ojo.