Capítulo 129. Falsos dioses
El relato de Hashmal de Leo apenas se detuvo en lo concerniente al diluvio universal, como si no fuera este el auténtico origen de los santos de Atenea, sino un prólogo.
En opinión de Lucile, lo más interesante de esa historia era el final, que en cierto modo era también el inicio. Andando por la Tierra como una humilde viajera, Atenea marcó al único hombre sin mancha a sabiendas de que la joven que lo acompañaba a todas partes jamás sería digna ante los dioses. El elegido resultó ser Deucalión, quien recibió gustoso la tarea de salvar lo poco que podía salvarse del viejo mundo, pero que acabó negándose a la salvación cuando supo lo que tendría que sacrificar. Poseidón, que había jurado no condenar a Deucalión, fue consecuente con dicho juramento, y al perdonar la falta del único que debía sobrevivir, dejó abierta la puerta del perdón para el resto de la impía humanidad, si es que lograban ganárselo. Todo ocurrió de acuerdo al plan de Atenea, que si dio a aquellos jóvenes recursos para luchar y guía para creer en ellos mismos, fue únicamente para que pudieran llegar vivos hasta ese momento.
—Por si os lo estáis preguntando —acotó Hashmal—, aunque es bien sabido que Deucalión y Atenea crearon la siguiente generación de hombres, que nada saben del cosmos, solo puedo hablar de ellos como un hombre de fe, pues no lo vi.
—¿De qué hablarás entonces, mi más viejo antecesor? Si lo que nos narras es solo un cuento, quisiera saberlo para dejarme llevar y no hacer preguntas.
—Hablaré del verdadero origen de la Ley de las Máscaras, joven leona —contestó Hashmal—. Te pido disculpas si mi irrelevancia en el transcurso de estos primeros capítulos impide que sacies tu curiosidad. Era un tiempo en el que aún se me trataba como a un hombre, un soldado muy valioso, quizás, pero un soldado a fin de cuentas.
Los oyentes debieron esperar antes de desentrañar aquella incógnita. La estratagema de Atenea había puesto fin a la guerra entre los que trataban de sobrevivir al diluvio y los ejércitos del mar. Una nueva humanidad nació en el seno de un mundo limpio, como un sol radiante que daba sombra al lugar en el que se congregó la antigua luego de largos días de viaje. Los confusos corazones de miles de jóvenes buscaron a Atenea y la encontraron en el territorio que milenios después sería conocido como Rodorio. La diosa les esperó, paciente, para conversar con ellos uno a uno sobre las inquietudes que tenían por el mañana que habían ganado. Una vez supo lo que los aquejaba, escogió a Deucalión como representante y otorgó a este y otros nueve el don de la inmortalidad: Misophetamenos, una técnica secreta que les permitiría seguir aconsejando y defendiendo al Sumo Sacerdote por los siglos venideros.
—Pirra, Hashmal, Shemhazai, Belial y Gugalanna —enumeró Lucile, rememorando el relato contado por Oribarkon—. Y Deucalión. ¿Quiénes son los otros cuatro?
—Veo que estás bien informada —aprobó Hashmal, atusándose la barba—. Del salvaje norte vino Selvaria; del este llegó el de mil y un nombres, y no menos de dos rostros, Sousuke; Mateus era originario del caluroso sur, aunque había buscado refugio en la brumosa Mu, donde lo apreciaban por sus dones en la forja. Lejos, en un continente de cuya existencia ninguno de los demás tenía noticia, se halló durante el diluvio el ermitaño Zemus, entonces un aprendiz del que nadie más que una persona entre nosotros se fiaba. El quinto integrante… —Al ver que Itia e Ikki fruncían el ceño, fallándoles las cuentas, aclaró—: Gugalanna nunca necesitó del Misophetamenos, al igual que Adremmelech. El quinto integrante, como os decía, vino de las estrellas.
Los rostros sorprendidos de Ikki e Itia hicieron callar a Hashmal por un momento, iniciándose un silencio un tanto incómodo. Al poco rato, dijo:
—¿Alguna pregunta?
—¿De dónde vino Adremmelech? —preguntó Lucile.
—¿Qué quieres decir con que vino de las estrellas? —cuestionaron a la vez que esta, Ikki e Itia, ambos igual de sorprendidos.
—Adremmelech estaba donde estaba Pirra, claro. Siempre fue así con él —advirtió Hashmal, exasperado por un momento—. En cuanto a lo de Éxodo, no he usado ninguna metáfora: vino de otro planeta, tal vez otra galaxia, no sé, nunca se me ocurrió preguntarle. Esto es algo que conozco ahora, porque ese viejo no nos contó la historia hasta que se abrieron las Puertas de Yog-Sothot durante la Guerra de las Estrellas. Éramos todos muy jóvenes, ninguno iba a sospechar que tratábamos con una entidad hecha de pura conciencia unida en simbiosis a un cuerpo mortal.
De nuevo se hizo el silencio. Fue más prolongado, ya que esta vez incluso Lucile se había quedado sin habla. ¿Hasta qué punto podía ser extraña la historia de los primeros santos de oro? ¿Era posible que el primer león se estuviese burlando de ellos?
—Quizá deba ir al grano —murmuró Hashmal, como advirtiendo esa posibilidad.
—No —pidió Ikki—. Sabemos que la Ley de las Máscaras existe porque ninguna mujer debe servir a Atenea como tal. Sabemos que ninguna mujer debe servir a Atenea porque alguien le puso de muy mal humor. —Dirigió a Lucile una sonrisa irreverente, que Itia desaprobó—. A estas alturas, lo que importa es la forma en la que llegaron a ese punto de quiebre. Es el viaje lo que debemos conocer, no el destino —concluyó.
—El origen de los santos de Atenea —exclamó Itia con asombro—. Las primeras Guerras Santas, de las que ni siquiera yo tuve noticia. ¿Qué mejor forma de ver nuestros errores y obrar de un mejor modo en el futuro?
Con un gesto de asentimiento, Lucile dio a entender que quería saber más. Hashmal, empero, calló por algunos exasperantes segundos, sopesando qué debía contar y qué no, qué detallaría más y qué solo repasaría por encima. Acto seguido, prosiguió.
Hubo un prolongado debate entre los herederos de la diosa. ¿Qué debían hacer? ¿Asentarse en aquella tierra, que ya consideraban sagrada? El Sumo Sacerdote, Deucalión, apostó porque todos realizaran un viaje de expiación. Si iban a defender ese nuevo mundo, primero tenían que conocerlo. Fue una decisión sabia, pero era demasiado pronto para dar ese paso, pues todos quisieron resolver los problemas de los demás de la única manera que conocían, generando nuevos conflictos. Así ocurrió a lo largo de cincuenta años, mientras la recién surgida Atlántida veía nacer a sus diez reyes, fruto de la unión entre el dios del mar y la más pura mujer. Todos ellos fueron educados para gobernar con sabiduría y adiestrados en el arte de la guerra por el mismo Poseidón. Ocho de ellos vistieron, respectivamente, ocho de las más sólidas escamas construidas por Oribarkon, siete como muestra de su puesto como generales del mar, una, la más poderosa, como signo de su posición como primogénito y primero entre iguales. Atlas de Tritón tenía la prerrogativa de declarar la guerra, si bien todos sus hermanos podían luchar por propia cuenta si era para defender la Atlántida.
Ocurrió que el tercer hijo de Poseidón y Clito andaba por el mundo para satisfacer su infinita curiosidad mientras los santos de Atenea imponían su voluntad, protegiendo a la nueva humanidad de los supervivientes de la vieja que no acudieron al llamado de Atenea. Eran tales los horrores que el erudito atlante contempló, que no tomó ni un respiro antes de acudir al segundo de los reyes de la Atlántida, Sumo Sacerdote de Poseidón, para contárselos. Los dos aunaron fuerzas para convencer a Atlas de que era necesario cumplir el papel para el que el dios del océano los había engendrado. El portador de Tritón reflexionó por siete días y siete noches antes de dar la orden de marchar a Europa, una decisión que muchos en su pueblo esperaban con ansias, aunque no lo dirían en voz alta. Llenos de odio y deseo de venganza por la vieja humanidad, los que vivían en paz se armaron y vistieron de oricalco, cantando himnos a Poseidón.
—Eran iracundos como las bestias, no mezquinos como los hombres —apuntilló Hashmal—. Para cuando la armada llegó a la costa, ya todos los fieles a Atenea sabíamos que vendrían y estábamos preparados. Éramos miles. Contábamos con el liderazgo de Deucalión, el Santo, y nuestra campeona, Pirra. Y aun así, perdimos.
El Sumo Sacerdote y el rey atlante acordaron resolver el asunto en combate singular, sin armas ni protección alguna, para honrar el estilo de combate de los fieles a Atenea. Deucalión escogió a Pirra, por supuesto; Atlas se eligió a sí mismo.
No fue aquella una batalla digna de ser cantada por los poetas. Pirra podía ser la mejor discípula de la diosa de la guerra, pero mientras que ella no siguió su instrucción, por ser la violencia algo indeseable para su esposo, Atlas se había formado desde la cuna hasta ese momento en todas las áreas que un soberano debe dominar, incluida la del pugilato. Venció de forma tan aplastante que ni el más ruin entre los espectadores se atrevió a romper el pacto. Con humildad, Deucalión prometió abandonar Europa junto a todos los suyos, a la vez que Atlas juraba por la sangre de su madre y de su padre no perseguirlos allá donde fueran. Belial y Mateus propusieron ir con los Mu.
Cuarenta días y cuarenta noches tardaron los exiliados en llegar a ese destino. De lo que ocurrió durante el viaje, nada había sido registrado. ¿Qué importancia podía tener lo que Pirra pudiera pensar de la derrota? ¿A quién habría de interesarle que Deucalión, por ayudarla, se aviniera a pedirle ser entrenado? No era más que la historia de dos esposos consolándose y llenando la sensación de fracaso con gestos inútiles, pues nada podía aprender Pirra de un mortal tras ser entrenada por Atenea, y si bien fue mucho lo que Deucalión descubrió sobre la lucha, no pensaba llevarlo a cabo. ¿Combatir, él, el bendito por los dioses, contra el pueblo del dios que quiso salvarlo? Jamás.
Lo que sí le importa al lado oculto de la historia humana es lo que aquellos dos y quienes les seguían encontraron en el continente Mu. Como era bien sabido, los habitantes de ese continente crearon, más que armaduras, seres vivientes que luchaban a la par del portador. Bajo la dirección de Atenea, forjaron ochenta y ocho mantos sagrados para los más capaces entre los miles de fieles de la diosa de la Sabiduría. Había, empero, dos matices que nadie consideró prudente registrar. El primero lo conocieron los exiliados por boca de Mateus, quien formó parte de tan magno proyecto: cada manto sagrado tenía vida propia por haber recibido una gota del icor de Atenea; la diosa vertió su propia sangre para equilibrar la balanza entre los atlantes y el resto de la humanidad. Del segundo, nadie les informó, pues nadie podía saber en ese entonces que los mejores herreros y alquimistas del mundo habían tenido como instrucciones leyendas que serían grabadas en el firmamento mucho después, como constelaciones.
—No es posible —interrumpió Ikki, irritado—. El futuro no está escrito.
—Tal vez no, tal vez sí —dijo Lucile—. En cualquier caso, Atenea mostró al pueblo de Mu un mañana que nos convino. ¿Renegarás de la salvación de tus ancestros?
—Ya conocía los rumores de que los santos éramos herederos de los héroes de la Antigüedad —terció Itia—. Pero una vez más he subestimado a mi señora Atenea. Nuestros mantos sagrados fueron construidos como atisbos de un brillante futuro cuando estábamos al borde del exterminio —concluyó, admirado.
Sin hacer ningún comentario sobre aquellas intervenciones, Hashmal prosiguió la narración. Se formó una asamblea en que todos tuvieron voz y voto, si bien la formaban solo los portadores de un manto sagrado, también conocidos como santos de Atenea, quienes decidieron de forma unánime cumplir la voluntad de la diosa. Nada pudo hacer Deucalión para frenar el deseo de aquellos hombres. ¿Cómo podría, si Atenea vertió su propia sangre divina para equilibrar la balanza entre la Atlántida y la humanidad? Las dudas que tuvo antes de aceptar ir de nuevo a la guerra se disiparon en el viaje de regreso a Europa, donde tuvo noticia de la falta de misericordia que mostraban los atlantes ante los de la vieja humanidad que no habían aceptado el exilio.
Fue una guerra peor que la anterior, más humana que la que se libró bajo el diluvio universal, ya que ninguno de los bandos estaba siendo respaldado por voluntad divina alguna, solo juraban hablar en el nombre de los inmortales ausentes. Se vertió por igual la sangre de los atlantes, santos e hijos de Deucalión, pero fueron estos últimos los más afectados, enfrentados tempranamente con todos los antiguos males. Así como las gentes de la Atlántida heredaron del primer conflicto que libraron un inconfesable desprecio por quienes sobrevivieron al juicio divino, la nueva humanidad nunca olvidaría lo vulnerable que estuvo ante aquel enemigo extranjero; generación tras generación, buscarían la fuerza que no tuvieron en el pasado por sobre todas las cosas.
Ya para entonces el ejército de Atenea estaba dividido en cuatro rangos, siendo dos los protagonistas del conflicto. Era posible que no hubiese en toda la Tierra hombres más violentos y belicosos que los que recibieron los mantos de bronce, siendo la dirección de los habilidosos santos de plata lo único que les impedía realizar las más impensables matanzas. Eso era los que diferenciaba entonces, el papel que cada rango jugaba, y aunque las futuras generaciones dependerían cada vez más de los santos de oro, los que debían acompañar al Sumo Sacerdote como consejeros y guardianes, en la segunda guerra atlante, mal llamada la primera Guerra Santa, fueron el bronce y la plata los que causaron estragos en el enemigo, mientras que el oro miraba desde lejos.
Por fortuna, los líderes de ambos ejércitos supieron poner un límite a la matanza. Con gran vergüenza debido a los actos de su pueblo tras la ocupación, el rey Atlas se vio obligado a entregar a su más querido hermano, tercer descendiente de Poseidón y la dama Clito, como prueba de buena fe. Deucalión, vistiendo el manto de Escorpio y no la toga papal, juró que encontraría la forma de que ambos pueblos no tuvieran que volver a enfrentarse. Al menos, esa fue la razón que expuso a los santos supervivientes antes de marcharse en busca de Atenea, la única que sabría guiarlos. Nada podía saber Hashmal de que emprender ese viaje había sido el deseo del Sumo Sacerdote mucho antes de la guerra, tampoco del tipo de experiencias que pudo vivir viajando solo.
—Se fue al exilio por propia voluntad —dijo Hashmal, alzando la voz por primera vez. Un pequeño atisbo de la orfandad que sintió entonces—. Muchos lo acabamos considerando un traidor, otros quisieron seguir cumpliendo con el deber de aconsejarle y protegerlo, pero Pirra de Virgo supo hacernos ver a todos que debíamos respetar la voluntad de Deucalión, ya que esta era lo mismo que la voluntad de Atenea.
»En cualquier otra circunstancia a ninguno de nosotros se nos habría pasado por la cabeza obedecer a una mujer solo porque era esposa de alguien importante. Bueno —se corrigió enseguida—, los más excéntricos, como Shemhazai, la norteña Selvaria, el hijo de la Tierra Adremmelech o Zemus, que fue criado por telquines, podrían haberlo pensado. Eso no es importante —decidió—, ya que ser Sumo Sacerdote era algo más elevado que cualquier trabajo en el que pudiéramos pensar. Ostentar ese cargo significaba, como nos dijo Atenea, representarla a ella, al único ser al que todos nosotros, bárbaros condenados a muerte, llegamos a respetar.
—Decidisteis que ella era Atenea —intervino Lucile, quien ignorando la consternación en Itia y Ikki prosiguió con la audaz interpretación—: El Sumo Sacerdote es el representante de Atenea, alguien que ostentase ese cargo y además fuera mujer, podría confundirse con la misma diosa. La fe puede y suele ser ciega.
Hashmal no tardó en asentir.
La confusión entre representante y diosa se dio sin que hubiese ninguna clase de conspiración u acuerdo explícito. Para empezar, casi todos los santos de bronce y plata habían muerto en las sucesivas guerras y el resto de estas castas, ya entrando en la alta madurez, vivirían lo que les quedaba como maestros de la próxima generación. Eso dejaba las riendas de la mermada orden en manos de los santos de oro, quienes solo podían confiar en una sola persona. Nadie llegó a pedir a Pirra que se convirtiera en Atenea, tampoco la santa de Virgo expresó el menor deseo de serlo, pero siempre tenía una respuesta para los problemas que le exponían. Ella sabía, por un instinto templado en los años de convivencia con Deucalión y el corto tiempo en que ambos estuvieron cerca de Atenea, lo que todos necesitaban.
Pero aún no había una brecha remarcable entre ninguna de las tres castas, ni siquiera respecto a la nueva Suma Sacerdotisa, más allá de una creciente obediencia. El primer abismo no surgió entre los santos, sino entre ellos y quienes no llevaban el manto sagrado. Aun siendo todos hijos del viejo mundo, la paz hizo relucir una diferencia que no llegó a importar durante las pasadas batallas, cuando todos luchaban codo con codo. Algunos tenían la dicha de convertirse en aspirantes, el resto se convirtió en los primeros guardias, cada vez más parecidos a los hijos de Deucalión.
Cuando el ejército ateniense pudo reunirse de nuevo en tierra sagrada, aquellos cambios estaban bien asentados y a nadie se le ocurrió criticarlos. Pirra habló como Deucalión en los primeros días de liderazgo, instándoles a vigilar y defender todos los rincones del mundo. Sin embargo, con sabiduría supo indicarles que solo debían intervenir frente a los problemas que la nueva humanidad, Raza de Hierro, no pudiera resolver por sí sola. Tal declaración dio inicio a una era que duró alrededor de seis milenios.
La orden se diseminó, mezclándose la sangre de la vieja y la nueva humanidad hasta que la diferencia entre ambas fue olvidada. Toda amenaza sobrenatural era afrontada por los santos de Atenea, que incluso parecían haber influido de alguna manera en muchas leyendas. Pocas veces llegaron a intervenir en asuntos más mundanos, pero cuando lo hacían dejaban huella, como bien lo supieron más adelante el rey Gilgamesh y los faraones del Antiguo Egipto. Y detrás de esa fuerza de la naturaleza que parecía dirigir el curso de la Historia había siempre un grupo de sabios, el Zodiaco.
Con cada nueva generación, menos claro tenían los santos de plata la diferencia entre el Zodiaco y los dioses, ya que los santos de oro vivían siglos y podían rejuvenecer a placer, además de tener profundos conocimientos del mundo y un poder sin parangón. Transmitieron esa creencia a los santos de bronce, los primeros en luchar y morir, y a los guardias y sirvientes. De esa manera se consolidó una religión.
—¿Decidieron a adorar a unos ancianos que miraban sentados cómo crecía el pasto? —cuestionó Lucile—. No eran muy inteligentes.
—No necesitaban serlo —replicó Hashmal con una maliciosa sonrisa—. Nosotros éramos los más cercanos a la diosa —les recordó, dejando en el aire a cuál de las dos se estaba refiriendo—, no íbamos a desperdiciar fuerzas en asuntos menores.
Sin embargo, había momentos en los que el Zodiaco debía rejuvenecer y luchar. Hashmal no pensaba contar a detalle todos esos eventos, pues ni los oyentes ni él mismo vivirían lo bastante para escuchar seis mil años de peripecias. Por suerte, ahora tenía perspectiva para diferenciar lo importante de lo que no lo era.
La Gigantomaquia inició debido a un error de juicio de Gugalanna de Tauro. Los viejos enemigos de los dioses, antecesores de los gigantes, probaron la sangre divina y despertaron del sueño eterno que los mantenía sellados en el monte Etna. Eran seres de gran poder, poseedores de cuerpos imperecederos y de unas armaduras aun más sólidas y formidables que los mantos de oro y las escamas de Poseidón, las adamas, brillantes como piedras preciosas. Los hijos de Gea, que así se hicieron llamar, acaudillaron a todas las tribus de gigantes que habitaban el mundo, arrasando como fuerzas de la naturaleza todos los pueblos y ciudades que el hombre había levantado. La guardia fue aplastada, los santos de bronce se convirtieron en alimento de los gigantes y los santos de plata fueron torturados y esclavizados por los caudillos… Los santos de oro se alzaron desde los asientos inmortales, alistados con seis pares de armas que Mateus de Piscis forjó a partir de las pinzas del abandonado manto de Escorpio, logrando diezmar a los gigantes y hacer retroceder a los caudillos en batallas de leyenda, que cambiaron la geografía del mundo. Aun así, no se logró una victoria definitiva hasta que una profecía conveniente salió a la luz, acusando que solo si el cielo y el mar se unían, la victoria contra la tierra sería posible. Basándose en ese vaticinio y con la ayuda inestimable del tercer rey de la Atlántida, Pirra de Virgo logró atraer a su causa a los hijos de Poseidón y Clito, hasta ahora neutrales. Aunando fuerzas, los reyes atlantes y los santos de oro lograron derrotar a los hijos de Gea, arrastrando los cuerpos hasta el monte Etna y sellándolos una vez más. El último en caer, a manos de Pirra de Virgo y Atlas de Tritón, fue el más poderoso de todos, Porfirión, autoproclamado rey de los gigantes.
—¿Cuál fue el error de Gugalanna? —preguntó Lucile con curiosidad.
—Nada serio. Secuestró a Anferes e intentó sacrificarlo a los hijos de Gea —respondió Hashmal con tranquilidad—. Descuidad, nuestro rehén real sobrevivió. Lo…
—Esto es una locura —interrumpió Itia con brusquedad—. ¿Se os otorga el deber de proteger el mundo y al poco tiempo dejáis que se hunda en el caos?
—Fueron mil años. —Hashmal se encogió de hombros—. Ah, me recuerdas al gemelo del rey atlante, él nos hizo la misma acusación. En teoría, debíamos entregar a Gugalanna y todos estábamos de acuerdo con eso, salvo tres. El interesado, nuestra líder y… —Dio un suspiro—. Adremmelech. Él lo estropeó todo, diciéndole a Pirra que hiciera aquello que deseara. Se negó a sacrificar al toro, para alegría de uno y disgusto del resto del mundo. Las relaciones entre la Atlántida y los santos de Atenea, de por sí minadas a lo largo de los siglos, se volvieron tan frías como las estatuas de hielo en que Selvaria convirtió los cuerpos de los hijos de Gea. Hubo negociaciones, por supuesto —aclaró al saberse recriminado también por Ikki—. Uno de nosotros fue escogido como guardián del monte Etna por los siglos de los siglos. Tuvimos que buscarles un hogar a los gigantes, que carecían de líderes que los cuidaran de la cólera de los reyes atlantes.
Llegados a ese punto, Itia ya ni siquiera podía hablar de lo alterado que estaba.
—¿Les dejasteis vivir? —cuestionó Ikki.
—Lo contrario habría sido genocidio —se defendió Hashmal.
—Me llama la atención una cosa —dijo Lucile—. ¿Por qué el rey Atlas no reclamó que le devolvieran a su hermano? Ya sabes, el que vuestro amigo intentó sacrificar.
—¿Aparte de porque nunca llegamos a hacer la guerra contra la Atlántida, quieres decir? —sonrió Hashmal, taimado—. Porque en todo momento Anferes pudo haberse liberado de las garras de un bruto como Gugalanna. Esperaba que perder unas gotas de sangre bastara para que los reyes atlantes purgaran el mundo de la peor de las plagas: nosotros. ¿Podéis verlo? Aquí no hay buenos y malos. Solo seres humanos.
—Los santos de Atenea no podemos permitirnos ser solo eso —musitó Itia.
A pesar de todo, hizo voto de permanecer en silencio y escuchar el resto del relato. Comprendía, al igual que lo hacían Ikki y Lucile, que si ahondaban en los detalles de cada conflicto importante, bien podrían pasar allí toda una vida. Y no sería suficiente.
Como de costumbre, solo Pirra sabía lo que pasó en la siguiente Guerra Santa digna de mención, considerada una más de las guerras atlantes a pesar de la pasividad de la Atlántida. Según ella, Damon sometió a la Tierra a un bucle en el que el conflicto entre los telquines y el Zodiaco se repetía hasta el infinito. La intención del Rey de la Magia era reunir los sueños y esperanzas de un millón de millones de mundos para crear uno nuevo, un universo que fuera solo del Pueblo del Mar y en el que solo se rindiera obediencia a Poseidón. La Guerra de la Magia, así se llamó a la última repetición del bucle, donde Damon cayó gracias a la traición en último momento de Zemus de Cáncer. El que fuera un joven aprendiz era ya para entonces un viejo decrépito y despreciable al que todos odiaban en mayor o menor medida. Todos, excepto Pirra de Virgo, por supuesto. Gracias a eso pudieron vencer, gracias a que su líder, la Suma Sacerdotisa, había confiado en el más inhumano del grupo. Demás estaba decir que su fe por ella se vio multiplicada, incluso si ni ella ni Zemus les explicaron entonces que se habían apoderado del plan de Damon para crear un nuevo mundo. La Máquina de Rodas.
Así eran las cosas siempre con Pirra. Un santo de oro se planteaba ser mejor que el resto, pero temía enfrentarse a diez semejantes y se aliaba con la única en quien podía confiar, de tal suerte que si Éxodo necesitaba ahondar en los secretos del universo, Pirra aprendía con él; si Zemus mejoraba como mago, Pirra hacía de la magia un recurso más. ¿Y si Sousuke, a buen seguro el más misterioso de todos, quería investigar el multiverso? Ya por devoción, ya por miedo a lo que había más allá del universo, convertía a Pirra en cómplice. Siempre ocurría así, siempre eran dos los que conocían el secreto al principio, si bien Hashmal y Shemhazai, los más leales, no tardaban en enterarse de eso y de que Adremmelech ya estaba al tanto.
—Porque él siempre está donde está Pirra —insistió Hashmal—. Siempre.
—Háblame del multiverso —pidió Lucile.
—Todavía no llegamos a eso —explicó Hashmal—. Me he adelantado. Pirra era poderosa ya por aquella época, mucho, mas la guerra fría que sostenía con el rey Atlas la contenía de dar ningún paso en falso. Todos conservábamos un mínimo de sensatez en esos tiempos, la última pizca, me atrevería a decir que teníamos salvación. —Sonrió sin un ápice de alegría—. Entonces, los Reyes Durmientes llamaron a la puerta.
En la Guerra de las Estrellas se reveló la auténtica identidad de Éxodo de Libra. No era grato describir los horrores que el Zodiaco enfrentó en esa época, a pesar de que la mayoría no quiso saber nada tras la toma de R´lyeh y que solo Pirra y Éxodo llegaron a ver los Jardines de Azathoth mientras cerraban las puertas de la eternidad y el infinito frente a su inefable mensajero, Lo que repta bajo el sueño de los dioses. Pero, bien lo sabía Hashmal, fueron esos los mejores días del Zodiaco, porque Éxodo pudo al fin abandonar el papel de viejo ermitaño y convertirse en un guía para Pirra. ¡Un mentor para la Suma Sacerdotisa, nada menos! Cuando la línea que separaba a la diosa de su representante empezaba a difuminarse, resultaba que había alguien que podía guiar a quien los guiaba todos, no para aprender algo, sino porque quería hacerlo.
A nadie le gustaba eso, quizá fue por tal motivo que Hashmal, Shemhazai y Adremmelech no dudaron en matarlo cuando enloqueció.
—Traidor —juzgó Itia con dureza.
—Sí —aceptó Hashmal, al ver que ni Ikki, ni Lucile, decían nada al respecto. La santa de Leo, en realidad, lo miraba con fijeza desde la máscara—. Está bien, saltémonos la crisis que removió los cimientos de nuestra orden. Multiverso —masculló entre dientes—. El solo acto de intentar entrar en un universo paralelo, aprovechando los conocimientos reunidos por Sousuke de Géminis y Zemus de Cáncer, provocó que un ejército entrara en nuestro mundo. Gigantes dirigidos por unos dioses de un tiempo anterior a Zeus. Tenían la piel oscura y los ojos rojos por su confinamiento en el Tártaro, y según terminamos descubriendo, no poseían memorias sobre el uso adecuado de su poder y sus armas, que ya eran terribles de por sí. Dunamis, para doblegar a su antojo todo cuanto existe; Soma, arma y armadura a un tiempo, ambas irrompibles; icor, como la sangre que corre por las venas de los dioses. No me extraña que los poetas inspiraran la Titanomaquia en la guerra que sostuvimos con esos seres.
Diez años. Diez años de enfrentamientos fueron necesarios para alcanzar la victoria. Para ello, el Zodiaco debió sincerarse, compartir lo que cada uno sabía con el resto, dejar atrás el oro resplandeciente y vestir mantos celestiales tal y como algunos habían hecho en momentos clave. Así aplastaron a los gigantes y llevaron a los titanes a ese estado que solo conocen los hombres mortales, donde la sangre hierve y nuevas fuerzas surgen desde ninguna parte. Uno tras otro, los dioses de un universo lejano despertaron un poder que a buen seguro habría llevado al Zodiaco a la derrota, si en ese momento la Madre Tierra no hubiese consumido a los invasores. El último en caer, rey de ese pueblo, se negó a correr ese riesgo. Ofreció a Pirra su poder y sus armas.
—Esto lo cambió todo —advirtió Hashmal—. En más de un sentido.
Notas del autor:
Con un capítulo de retraso, quiero aclarar que Itia es un personaje adaptado del que pueden ver en Old Twins, uno de los Gaiden de Lost Canvas.
Shadir. Es bueno leerlo, Lucile es un personaje que disfruto mucho escribir, pero tan alejada de los santos de Leo que hemos conocido (¡Y son unos cuantos!), que de pronto me cuestiono cómo la toman los lectores. Sí, toda una Leo nuestra amiga Lucile.
Con lo confusa que es la situación por la que pasan los santos de oro convocados, lo sorprendente es que no todos estuvieran igual.
Tienes razón, uno lo esperaría de Shiryu, pero, ¿Ikki? ¿Qué te pasó? ¡En otros tiempos habrías caído como kamikaze arrasando con todo! Supongo que cuando el multiverso entra en juego todo puede pasar. O es cierto lo que dices sobre los milagros.
Después de tantas batallas en el arco anterior, pienso que necesitábamos un descanso.
