Capítulo 132. Por el bien de todos
—Estimados oyentes, querida sucesora —dijo Ío una vez terminaron de ver el principio de la vida de Ilión, quien no era otro más que Caronte—. Confío en que sepáis que todo cuanto os he dicho es verdad. Estoy ansioso por oír vuestras conclusiones, así que no me queda paciencia para cuestionamientos.
Lucile dedicó a Itia e Ikki un gesto de asentimiento. Ella misma se había encargado de invitar al corazón de aquel hombre a la nostalgia característica de todos los ancianos. Ío les habló del pasado que llegó a vivir, sin duda alguna.
—Entonces —decidió empezar Itia—, la orden dejó de aceptar mujeres para que nunca más hubiese una falsa Atenea. En algún momento, un Sumo Sacerdote cambió eso, estableciendo que toda mujer que fuera digna de un manto sagrado tendría que renunciar a su feminidad. Solo los hombres deben servir a la diosa.
—Se dice que no todas las generaciones de santos contaron con un guardián para el sexto templo —terció Ikki—. Ahora entiendo por qué. Se debe ser alguien excepcional, en todo ámbito, para poder sobrevivir bajo el peso de tantos pecados. Shaka lo logró a través de las enseñanzas de Buda, como quizá otros antes que él —teorizó, guardándose de decir que en su mundo, Shun vestía el manto de Virgo.
—Solo estáis viendo la superficie —advirtió Lucile—. La Ley de las Máscaras no es lo importante de todo esto. Como mucho, es la mitad del ejemplo.
—Explícate —pidió Ikki, impaciente.
—Sois tan lentos… —se lamentó—. Una guerra orquestada por un miembro de los Astra Planeta, Astreo. El ejército ateniense bajo la dirección de una Suma Sacerdotisa. Y al final, los dones divinos de Júpiter bastaron para detener el conflicto.
—¿Dices que estamos siendo manipulados por un astral?
Lucile no contestó. Con un ademán, dio a entender que aquello era demasiado obvio. Ío, impresionado por la agudeza de la leona de oro, asintió.
—Por fortuna —dijo el revelado regente de Júpiter—, esta vez puedo detener la guerra antes de que empiece. Comprendo si no queréis confiar en mí.
De pronto, Itia se levantó y el resto no pudo menos que imitarle. Ya había acabado el tiempo de contar historias. Era el momento de decidir qué hacer.
—El único día en que actuaste como un auténtico santo de Atenea, tuviste que asesinar a tu esposa, traicionar a tus amigos y rebelarte contra todo aquello en lo que creías, tu falsa diosa, a la que también mataste. Si los hombres te recordaran, pensarían en ti como el peor de los monstruos. Pero yo no puedo pensar como el resto, ya fui Sumo Sacerdote de la orden ateniense. Yo sé que hiciste el más grande sacrificio por el bien mayor. En alguien así puedo confiar sin dudarlo un instante.
Distraídamente, Lucile, que estaba cruzada de brazos, empezó a golpear el brazal con los dedos. Lo hizo con suavidad y lentitud, siguiendo un ritmo que solo ella conocía.
—¿Y tú, Ikki de Leo? ¿Confías en mí? —El interpelado guardó silencio—. Bien, puedo esperar por esa respuesta. Creo que ya os he entretenido suficiente.
Sin dar más explicaciones, Ío empezó a andar hacia la salida del templo de Leo. Los demás le siguieron, movidos por la curiosidad, la confusión y una frágil confianza.
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Al llegar afuera, los santos descubrieron estupefactos que la montaña estaba entera. Desde Aries hasta el templo de Atenea, el sendero que imitaba la eclíptica volvía a estar completo. Corrientes de energía eléctrica podían verse entre cada edificación, justo en las partes que el ataque de Titania de Urano había dividido. En ese poder, responsable de la restauración de la mayor parte del Santuario, era clara la marca de Ío.
—Este es el único mundo de la Rueda de las Reencarnaciones replicada por Titán que sigue en pie —les explicó el tuerto astral—. Lo demás fue destruido como preludio a una batalla desigual que está a punto de alcanzar su cénit. Pude salvar la tierra sagrada de Atenea gracias a las enseñanzas de Pirra. No fuimos siempre bárbaros, ¿sabéis? Nos esforzamos en comprender el funcionamiento del universo para así poder manipularlo. Toda materia es arcilla para estas viejas manos…
—Creía que ya nos habías entretenido suficiente —cortó Ikki.
Asintiendo, Ío señaló hacia arriba. Un círculo de luz se extendía por sobre los templos de Leo, Virgo y Libra. Tenía la misma apariencia mágica que las escaleras en las que Lucile, Ikki e Itia lucharon. Los santos estaban pensando en eso cuando de pronto dejaron de tener los pies en tierra sagrada. Ío los había teletransportado hacia la plataforma aprovechando que no estaban en guardia.
—¿Ahora es cuando nos revelas el precio que tendremos que pagar? —aventuró Lucile, divirtiéndole la expresión ceñuda de Itia.
—No sé si tendréis estómago para escucharlo —evadió Ío, que miraba la montaña desde el borde de la plataforma—. ¿Lo tenéis?
—Siempre que sea por una justa causa —dijo Ikki—, lo santos de Atenea estamos dispuestos a sacrificar incluso nuestra vida.
—¿Por qué mientes? —cuestionó Ío, cuyo oscuro semblante apenas era iluminado por los rayos que recorrían la montaña, manteniéndola unida—. No te atreviste a matarle aun sabiendo que era avatar del dios de la muerte…
—¡Atenea le perdonó la vida!
—Se lo puede permitir. Es una diosa. Es distinta a nosotros —admitió, cerrando el puño con fuerza, el poder que había reformado la montaña volvía a él, energizándolo—. Los que la servimos debemos estar dispuestos a tomar decisiones drásticas.
—¡Basta de acertijos! —exigió Ikki, cuyo cosmos ardió con una intensidad que Itia no creía posible entre los hombres—. ¿¡Qué pretendes decir!?
—Deberías aprender a escuchar, mi querido asesino…
—¡Silencio, enmascarada!
—Dice la verdad. —Ío andaba hacia ellos con firmes y seguros pasos—. Ya te lo he dicho. Debes sacrificar a la única persona a la que no fuiste capaz de sacrificar, tu hermano, Shun. No es algo común que un hombre, así sea un santo destacado, se oponga a la posesión de un dios. Él ha sido marcado por Júpiter como mi sucesor.
—No —dijo Ikki, con los dientes apretados y los músculos tensos.
—No es tu hermano, en realidad.
—¡Lo es! Sin importar de qué universo provenga, seguirá siendo Shun, mi hermano, un santo de Atenea que nada tiene que ver con los Astra Planeta.
Ío calló lo que iba a decir en un principio, como comprendiendo algo en el último minuto. Tras asentir, dirigió a los tres santos una mirada llena de entendimiento.
—¿Tienes las memorias del Ikki de Fénix de mi mundo, verdad? —cuestionó el astral, a lo que Ikki se vio impelido a asentir—. Un fenómeno interesante del universo del que provienes, sin duda, el de convocados de otros mundos que ocupan el lugar de sus símiles y adquieren por ello sus recuerdos poco a poco. No esperaba que ocurriera algo así en la Esfera de Saturno. ¿Lo esperaba Titania?
Siendo observado no solo por Ío, sino también por Itia y Lucile, Ikki trató de recordar la reunión que sostuvo con la regente de Urano a espaldas de la mayoría de convocados. Junto a Saga y Seiya, descubrió una verdad que habría de animarlos a los tres a cazar a quienes provocarían una guerra entre el cielo y la tierra destinada al fracaso. Pero los santos de Géminis y Sagitario cumplieron la misma clase de misión que los demás, aleccionar al Santuario corrupto, mientras que a él lo mandaron como lo que era en el mundo del que provenía: un asesino. ¿Había, de verdad, decidido aliarse con Lucile de Leo desde un principio, o eso ocurrió en el preciso momento en que pisó el quinto templo zodiacal, perteneciente a la línea temporal de la enmascarada? Ahora que podía verlo con perspectiva, Ikki notaba cómo nuevos recuerdos ocupaban su mente.
Él era Leo y Fénix a un mismo tiempo. Y sentía que así era como debía ser. No tenía arrepentimientos de cómo había actuado hasta ahora, ni dudas de cómo actuaría.
—Deja a Shun al margen de esto —exigió Ikki—. No existe en Santuario alguno santo de Atenea más intachable que él. Sirve a la diosa y al mundo, nada más.
—Eso es lo que el Hijo ha querido que creyerais. Al fin y al cabo, el milagro de Elíseos es lo más parecido al Zodiaco que este mundo ha visto. Por eso os salvó, porque sabía que de forma inevitable antagonizaríais con nosotros, los Astra Planeta.
Por el tono empleado por Ío, era evidente que ya no distinguiría entre el Ikki venido de otro mundo y aquel perteneciente a la misma línea temporal de Ío y Lucile. Tanto le daba quien con la piel de un león de oro vestía al Fénix inmortal.
—No seremos marionetas de nadie —juró Ikki, al borde de una furia sin parangón—. Ni del Hijo ni de vosotros.
—Lo sé. —Ío ya estaba a un paso de aquel guerrero—. Es por eso que cuando mate a Shun y la Esfera de Júpiter vuelva a estar en mis manos, encauzaré vuestras vidas. El inframundo permanecerá por siempre sellado, no tendréis que preocuparos por los asuntos del cielo y los siervos del Hijo no volverán a molestaros, ya que yo mismo los arrojaré para siempre a las tinieblas del Tártaro. Ese es el juramento que te hago, Ikki de Leo, no, Ikki de Fénix. Una vida a cambio del destino de todo cuanto existe.
Las llamas que envolvían a este, más ardientes que el sol, se extinguieron. Itia creyó que aquel hombre, avasallado por los recuerdos de dos vidas, había entendido lo que estaba en juego. Lucile ni siquiera necesitó leer el corazón de Ikki para saber qué haría.
—Lustig! —exclamó la leona de oro en perfecto alemán, dando inicio a la batalla.
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Reconstruir el Santuario antes de que el odio que en otra vida sintiera Titán por Atenea lo empujase a destruirlo. Reunirse con la última santa de Leo. Recibir al que estaba destinado a enfrentar para volver a convertirse en el legítimo regente de Júpiter.
Dos de los tres motivos que había llevado a Ío a participar en el juego de Titania se habían cumplido, por lo menos. Y quizá habría de incluir uno más, aunque ese no se lo confiaría ni siquiera al resto de Astra Planeta. Él sentía la necesidad de expresar una historia por la que los dioses del Olimpo y todos los que a estos les fueran leales, solo sentían desprecio. Pero eso era un asunto personal, no tanto propio de Ío como de Hashmal, el hombre que un día fue. La más importante razón de su presencia allí estaba por incumplirse. Como si alguien quisiera impedir esa lucha inevitable, el infierno de la guerra se internó bajo las capas de realidad que eran el alba de Saturno. Ío, creyente en el destino, siguió contando su historia por un rato.
Entonces ocurrió un prodigio que solo la Cámara de las Paradojas podría reproducir. Armada con un poder forjado por los guerreros de distintos universos, la última Suma Sacerdotisa del mundo de Ío robó doce horas a la Cámara de las Paradojas y, así fuera por un momento, frenó al adormecido de Titán de Saturno. Eso cambió todo. El infierno de la guerra no solo dejó de viajar a través de la Esfera de Saturno, el hilo que une las nueve Esferas de Crono, sino que quedó obligado a desandar su avance, como si el tiempo hubiese retrocedido en el interior del astral un minuto por cada hora que avanzó alrededor de este. Gracias a esto, la postrera intervención de Atlas y los Pretorianos de la Atlántida, con el apoyo de Seiya de Sagitario y Orestes de la Corona Boreal, fue tan determinante: el trío abrió una brecha en la superficie del alba de Saturno y ahí estaba, brillante como la estrella que anuncia el mañana, el mundo en el que Ío había reconstruido el Santuario. Al principio, Atlas de Aries solo vio un resquicio de este.
—¡Hermanos! —gritó el monarca, parte integral de la lanza de puro poder en que se había convertido—. ¡Prestadme vuestra fuerza una vez más!
Los Pretorianos de la Atlántida extendieron hacia su hermano y señor sus tridentes, liberando a Titán del atosigamiento por un breve y terrible instante que acaso habría sido decisivo, de no ser por la ayuda de Seiya de Sagitario. Cuatro espadas se alzaron a la vez desde cuatro de los seis dedos de Titán, en honor al Nacimiento, la Conservación, la Ruina y la Destrucción, blandidas por los Guerreros del Tiempo de Primera Clase. Seiya bloqueó los poderes de aquellas armas combinadas uno tras otro, a sabiendas de que atacar a aquellas réplicas fugaces no serviría de nada. Puesto que cada espada representaba un aspecto de la Eternidad, la Gran Hoz del dios Saturno, aquella fue la más dura batalla que Seiya hubo sostenido contra hombres mortales.
Aplastado por la gravedad, cubierto por una luz mortífera y viendo el tiempo y el espacio a su alrededor derrumbarse, Seiya extendió sus alas y disparó una única flecha para anular el último ataque, Teogonía, de la Espada del Nacimiento. Puesto que centró en ello toda su fuerza, quedó a merced del puño del astral. A una velocidad imposible estuvo a punto de perderse en el horizonte, siendo salvado por Orestes de la Corona Boreal en el último momento. Ya nada tenían que hacer allí, habían cumplido.
El poder de los Pretorianos de la Atlántida volvía a Atlas, incluso cuatro de estos seres colosales salieron de las despreciables imágenes que imperaban en el alba de Saturno, disipando las sombras que quedaban de los Guerreros del Tiempo, para fundirse junto a sus hermanos en la Ascensión de la Atlántida, como una espiral de cosmos aguamarina que abarcaba mil metros de extensión. Lo importante, empero, era la punta, pues allí estaba el primero de los reyes atlantes, lleno de una furia infinita por el recuerdo que el astral le había hecho revivir. El manto de Aries se transformó en algo más, algo distinto del bronce, la plata y el oro; envuelto en un aura mística que acaso representaba la paz al final de una ira sin límites, Atlas concluyó el ataque quemando su propia vida.
Así se abrió una grieta en alba de Saturno, a la altura del puño, lo bastante grande como para que los compañeros de Atlas en aquella batalla demencial pudieran verlo. Titán quiso cerrarlo, sabedor de que con una sola mano iba a ser más problemático cazar a las moscas de más allá, pero los hermanos del primer hijo de Poseidón y Clito se lo impidieron. Uno tras otro, se adentraron en la grieta siguiendo la estela del soberano, sacrificándose para frenar la reparación de la brecha el tiempo suficiente como para que Arthur y las almas de Akasha, Shun y Orestes pudieran salir de allí.
Pues, al menos en aquel espacio de milagros e imposibilidades, los Pretorianos de la Atlántida eran más que una técnica. Eran, en verdad, los hermanos del rey Atlas.
De todo esto había estado enterado Ío según ocurría más allá de las fronteras espacio-temporales del infierno de la guerra. Dio inicio a la lucha a sabiendas de que su rival predestinado ya habría visto dónde estaba y lo buscaría. Podría morir en el proceso, desde luego, pero eso solo significaría que no era un buen candidato para Júpiter, después de todo. Pasara lo que pasase, él abrazaría su destino con alegría.
En eso debió convertirse Hashmal de Leo para redimir los pecados de un hombre necio.
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La mitad de las armas de Libra actuaban por sí solas, obedeciendo el incesante cantar de Lucile. El resto rotaba entre las manos de Itia, también esclavo de la melodía.
Era una de las técnicas favoritas de la santa de oro, que parecía burlarse del enemigo al cantarle en voz alta mientras combatían. A cada segundo que pasaba, más confundía los corazones de quienes tenían la dicha de escucharla. Así lograba que Itia abandonara esas absurdas ideas de confiar en un completo desconocido, obligándole a pelear con Ío a pesar de las dudas que tuviera. También este último era afectado por el canto, aunque de forma más sutil: los golpes de Ío iban con menor fuerza de la que deberían, pues en el corazón del anciano se enfrentaban el orgullo y el deber, la resolución y la piedad.
Ikki era el único al que no le afectaba en absoluto. Lucile, quien debió recordarse que aquel hombre no vestía el manto de Fénix bendecido por la sangre de Atenea, atribuyó esa resistencia a lo que de forma apresurada explicó Ío y que ella, señora de las emociones, pudo constatar: las memorias del Ikki que conoció se mezclaban con las del que fue convocado, sirviéndole de coraza. Más que ofendida, se sintió agradecida por ello, puesto que le ahorraba tener que concentrarse demasiado. ¡No podría hacerlo ni aunque quisiera! Ío superaba el poder de las armas de Libra, que tras cada embate sufrían más grietas sin causarle el más mínimo rasguño a su piel descubierta. Itia seguía luchando de frente, mientras que ordenaba a los tesoros del séptimo templo zodiacal que la protegieran en lo que lograba encontrar una abertura. Ikki, de los tres el más simple y fuerte, era rechazado con sencillos movimientos por el viejo, que incluso se permitía el lujo de responder a los reclamos del león envuelto en las llamas del Fénix.
—¿¡Piensas que aceptaré sin más que es la única solución!? —exclamó aquel poderoso guerrero, descargando sobre Ío un soplo flamígero.
—Por supuesto que no —dijo el anciano astral, surgiendo de las llamas. Con gran agilidad esquivó los proyectiles de Itia y enterró el puño en el estómago de Ikki. El peto entero estalló en mil pedazos—. Hay otras opciones. Que haya guerra y muerte. Que Shun se convierta en regente de Júpiter y muera luego de una eternidad derramando sangre por el bien mayor. Si lo mato ahora, al menos podrá ser juzgado y reencarnar.
Cada frase iba acompañada de una demostración de fuerza que respaldaba tanta arrogancia. Ninguno de los intentos de Ikki por contraatacar daban resultado, al contrario, el dorado manto quedó pulverizado y algunos huesos crujieron.
Itia, hallando admiración por aquel guerrero dentro de la confusión que usaba Lucile para manipularlo, quiso ayudar, pero la espada que usó ya estaba muy gastada y a Ío le bastó un revés de la mano para partirla en dos y rechazar el intento del antiguo Papa. Este no desistió. Un par de dorados escudos volaron hasta los costados del astral, quien se aprovechó de que Ikki había retrocedido para detenerlos: la sola presión de los dedos de Ío fue suficiente para hacerlos trizas. Acto seguido, el anciano acometió contra Itia, mandándolo lejos con grietas por todo el manto de Libra.
Lucile fue la primera en oler que tenían la batalla perdida. Así, sin más, tras a lo sumo tres minutos de lucha. Era frustrante, inconcebible. Si Ío de verdad escuchaba la canción, alguna parte de él debía haber funcionado mal. Un paso errado, una defensa levantada de forma tardía. Algo que le hubiese permitido degollarle. El viejo era fuerte, pero humano, no había nada divino en él, así que debía tener los puntos débiles de cualquier hombre. Si la Daga Magnífica lograse rasgar alguno de estos…
—No —decidió Lucile, apartándose de la lucha perdida que solo el otro par de necios continuaría hasta el final. El cosmos dorado que ardía a lo largo de su brazo extendido desapareció al mismo tiempo que detuvo el alegre cantar.
Tal y como solía ocurrir con quienes sobrevivían a aquella técnica, Itia quedó sumido en una confusión todavía mayor que lo volvió especialmente receptivo a la manipulación. Lucile chasqueó la lengua, obligándole a arrojarse sobre Ío.
—¡Vaya! —exclamó el viejo astral. Itia, mera marioneta, se aferraba a él con fuerza, mientras que siete armas doradas, más los pedazos de las restantes, flotaban amenazadoras en derredor—. Me olvidé de estar atento a las más absurdas tácticas…
—Die außergewöhnliche Lied —recitó Lucile, quien los apuntaba con un dedo.
Ío trató de liberarse con aquella fuerza hercúlea que lo caracterizaba, pero eso solo hizo que Itia se exigiera más y más. Tanto era el poder que expulsaba el que fuera líder de su Santuario que en cualquier momento el manto de Libra se rompería. Para Lucile, era una espléndida marioneta, siempre que durara al menos quince segundos.
—La música es el lenguaje del alma —afirmó, rotunda. Hablaba tan despacio como era posible, derramando sobre el corazón de Ío el primer pecado: la curiosidad—. Todos los seres vivos se inclinan con solo escuchar mi voz. Mas, mi más viejo antecesor, eso no es suficiente para quien sigue el camino de la excelencia. También quise doblegar el mundo, y gracias a una compañera de entrenamiento con la cabeza hueca y una firme convicción, descubrí cómo hacerlo. ¡Te ordeno a ti, saco de mundanos fluidos mal llamado héroe, que regreses a la esencia primordial de toda materia!
Con una innecesaria explicación y los esfuerzos de Itia, Lucile logró distraer a Ío el tiempo suficiente. La Extraordinaria Canción no tenía que ser entonada por la leona de oro, el cosmos de la hermosa guerrera podía reproducir la breve oda al amanecer del tiempo. El viejo astral, sin la menor gota de sangre divina en las venas, ya empezaba sufrir la conversión en una masa de materia primordial, más vieja que las almas.
Eso era lo que ella veía. La victoria.
—Mi más joven y hermosa sucesora —le susurró alguien al oído.
Desde el día en que Lucile recibió el manto de Leo, nunca nadie pudo sorprenderla. Aprovechaba la velocidad y los reflejos de una santa de oro mucho mejor que la mayoría. Y aun así, en ese momento, la habían sorprendido.
El prisionero se había librado de Itia a tal velocidad que le arrancó los dos brazos en el proceso. Lucile podía intuirlo solo con ver al santo de Libra arrodillado con un par de muñones expulsando chorros de sangre, pero no llegó a percibir al viejo astral moviéndose. Para los atentos ojos de la leona de oro, Ío pasó de estar apresado a encontrarse detrás de ella, con el viejo y fuerte puño atravesándole el estómago.
—Mi más joven y hermosa sucesora —repitió, llenándole el oído de un aliento cálido que apestaba a sangre—. Te deseo dulces sueños…
Echando el brazo hacia atrás, Ío dejó que la mujer trastabillara hasta caer de espaldas. Luego, corrió hacia donde Ikki esperaba, con el dorado manto cayéndose a pedazos.
«No… —pensaba Lucile, tratando de levantarse—. Alguien como yo no puede morir así. Alguien como yo… no puede… morir…»
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—Ella debe quererte mucho —dijo la voz del detestable y viejo regente de Júpiter.
Lucile no abrió los ojos de inmediato. Seguía dolorida, con el sabor de la sangre manchando sus cuidados labios. No sentía el agujero en el vientre. La herida se había cerrado sin dejar una cicatriz, aunque su dorada prenda, hasta ese día aciago inmaculada, seguía teniendo una vistosa grieta.
—Ella debe quererte mucho —repitió Ío. Aquel hombre no tenía mucha paciencia—. Te dio una vida extra. ¿Cómo funciona?
Detrás del invencible guerrero estaba Itia con media cabeza destrozada, tendido entre los restos de barras, bastones y el manto de Libra. Por el estado en que se hallaba el cadáver, era claro que encontró la forma de seguir luchando aun desmembrado. Muy lejos, de espaldas, con la cabeza al borde de la plataforma y los ojos en blanco yacía Ikki. Le habían roto la columna y tenía las piernas y el brazo derecho atravesados por dos tridentes y una espada dorada. No parecía que pudiera despertarse.
—¿Cómo funciona? —insistió Ío, bastante sereno. Tenía todo el cuerpo y la ropa empapados en sangre ajena. Ni una sola herida.
—Akasha… puede manipular la materia… con la fuerza del espíritu… —habló Lucile con dificultad. En parte era a causa del cansancio, pero ante todo estaba comprando tiempo—. Me dejó una chispa de su cosmos… para… salvarme. La Gracia.
—Los humanos no pueden rechazar la llamada de la muerte —dijo Ío—. Imagino que esa chispa hace que tu cosmos reaccione, reconstruyendo el tejido perdido.
—Algo así. —Lucile logró reunir fuerzas para levantarse, aunque dudaba que pudiera sostener un combate con semejante bestia. La ayuda de Akasha era de un solo uso, además, había malgastado poder en un sencillo proceso de regeneración—. Eres demasiado técnico, mi anciano antecesor. Le quitas todo lo poético…
—¿A un acto de amor? —aventuró Ío.
—¿Amor? —Lucile casi rio—. Tal vez sí, tal vez no. Sea como sea, ella protege a todos los santos de la muerte. Es una libertina.
—Eso no ha cambiado en diez mil años.
Atrevido, el astral tomó la mano de Lucile, como invitándola a una danza. Esta consintió. ¿Qué tenía que perder? Y así anduvieron hasta que pudo verse con claridad la montaña sagrada. Ío, sin embargo, tenía puesto el ojo en el alto cielo.
—Tus compañeros morirán allá arriba. Akasha, Arthur, Shun y Orestes. No tienen oportunidad contra Titán. Nunca la tuvieron.
—¿Y tú los salvarás si hago algo por ti?
—Eso ha sonado indecente.
—Nada más lejos de mi intención. Que le hayas echado algún vistazo a mi perfecta piel —apuntó, protegiéndose con falso recato el vientre descubierto—, no implica que sigas siendo el mismo animal que en tu juventud. Es natural en los seres humanos apreciar la belleza. Y en ese sentido, ¿quién como yo?
—Estoy seguro de que valdría la pena volver a rebelarse contra los dioses por un breve momento contigo —aceptó Ío—, pero mi corazón sigue estando con las dos mujeres a las que maté. En esta ocasión, dejaré que Atlas sea el héroe. Lo merece más que yo.
Un viento frío como la muerte que Ío anunciaba pasó a través de ambos, jugueteando con el largo cabello de Lucile con dedos crueles. Ella también jugaba, manteniendo un silencio aparente. El débil cosmos que la rodeaba transmitía por los cuatro rincones de aquel mundo sonidos inaudibles, para los que el aire era un mero auriga.
—Quizá no os hayáis percatado. Desde que empezamos a combatir, este mundo ha estado en movimiento. Pronto entraremos en la Esfera de Saturno, el único lugar en toda la existencia que conecta las nueve Esferas de Crono. Si la suerte me sonríe, Shun caerá antes de que llegue a mis dominios. Si no, bueno, allí será donde peleemos. Creo que es lo justo, ¿no? Que sea en la Esfera de Júpiter donde se decida quién la regirá.
—Estás suponiendo tantas cosas… —Lucile debió callar cuando sintió la mano del invencible guerrero sobre la nuca.
—Mi más joven y hermosa sucesora, tu rostro será uno de los maravillosos secretos que este anciano guerrero jamás llegará a descubrir. Hasta nunca.
En ese instante, la suerte sonrió a la santa de Leo, pues en el momento en que los dedos de Ío estaban por partir el cuello de la leona, un bólido de fuego que acaso había venido del mismo Tártaro lo empujó lejos. Lucile, sorprendida y agradecida a partes iguales, giró para ver el más insólito manto sagrado en que hubiese podido imaginar.
—Eres duro de matar —aprobó la leona de oro—. No importa el universo.
Ikki se hallaba ante ella, un león que sobrevolaba la montaña con alas inmortales. De los restos de Leo, de alguna forma, había surgido el manto de Fénix, fundiéndose ambas en una armadura que el mundo de Lucile no vería jamás.
Una risa se escuchó en medio de las llamas que caían más allá del campo de batalla, directa a los cielos del infierno de la guerra. Ío, agarrando impulso en pleno aire, acometió contra Ikki y ambos leones entablaron un nuevo combate, más igualado. La piel del astral, si bien bloqueaba los golpes de su oponente, humeaba por la terrible temperatura que de este emanaba. En lo único en lo que mantenía la ventaja era la velocidad, donde Ío era tan rápido que bien podría estar teletransportándose en todo momento, conectando puñetazos tan terribles que solo un manto celestial, o lo que fuera la prenda que Ikki vestía, podría resistir sin cuando menos fragmentarse.
—A diferencia de los santos de oro, nosotros debimos pasar por mil batallas antes de alcanzar el estado que en otros es natural —advirtió Ikki—. Nada hay de extraño en lo que ves, como sea que quieras ser llamado, ¡este es el resultado de la experiencia!
—Oh —exclamó Ío, admirado, a la vez que detenía y aplastaba un flamígero ataque con las manos desnudas. Importándole poco que la piel enrojeciera, el regente de Júpiter proclamó—: ¡No has prestado atención todo este tiempo! ¡No pasamos toda nuestra vida conformándonos con ser grandes! Permíteme que te demuestre…
Calló a media frase porque se había dado cuenta de la estupidez que estaba cometiendo. Lucile de Leo estaba cantando de nuevo.
Con una acometida en la que empleó su máxima velocidad, logró sorprender a Ikki y hacer que se perdiera durante al menos un par de segundos entre los espíritus de la batalla, que no lo dejarían regresar con facilidad. Acto seguido, miró hacia abajo y quedó boquiabierto. Ya no estaba frente a la hermosa y joven Leo, sino a una mujer vestida de rojo, con un pelo pálido como la luna, sentada en el cielo sobre el Santuario. Eso no era una forma de hablar: las largas piernas de la leona de oro eran ahora un colosal manto carmesí siguiendo la senda de la mitad de la Eclíptica; aquel ser estaba sentada unos doscientos metros por encima de la montaña, cuya cima cubría.
—Alte Schrecken —recitó Lucile al tiempo que parte de la máscara se rasgaba, como formando una sonrisa que Ío conocía demasiado bien.
La ilusión del Antiguo Terror, técnica básica de la santa, no lo paralizó durante demasiado tiempo. Enseguida Ío estaba avanzando, conteniendo una sonrisa de lástima, pero quiso el destino que otra hermosa voz resonara desde el alto cielo.
—Ven, Hashmal.
—¿Qué? —Ío perdió color de pronto. Se puso la mano sobre un corazón que por demasiado tiempo latió a razón de cien mil veces por año, pero avanzó dos pasos más.
—Ven, Hashmal —insistió la voz de una mujer. La primera santa de Virgo, la falsa Atenea—. Ven y ayúdanos como antes. Te necesito.
—Sabes… Sabes que no puedo… Yo…
Lucile no contuvo la carcajada, pues la salmodia que llevaba rato entonando ya había acabado. Entre los finos dedos de oro había una vara más oscura que la noche: era el terror que, así fuera por un par de segundos, dominó al más fuerte de los hombres.
—Gracias —dijo la leona de oro—. ¡Gracias por existir! Verte humillándonos con la mera fuerza bruta hizo que mi corazón latiera. Ningún hombre lo había logrado. ¡Gracias, gracias por eso! —exclamó, dichosa, mientras balanceaba la vara.
—Me halagas… —Ío no supo bien qué decir, cómo reaccionar. Todavía lo llamaban. Ikki no tardaría en regresar y en el estado de confusión en el que se encontraba tal vez no podría deshacerse de semejante rival sin daños—. Pero…
—¡La sencillez es sin duda la máxima sofisticación! —exclamó Lucile, un grito que bien pudo haber llenado la totalidad de la Tierra—. Deseo cantar una alabanza hacia esta emoción que me has ofrecido. ¡Mírame bien, Ío, y estremécete de terror!
La vara oscura siguió moviéndose de la misma forma, no errática como pudiera parecer, sino siguiendo un guion muy bien pensado. Lucile ya no era solista, sino la directora de una orquesta que llamaba a los más perezosos músicos imaginables: los demonios.
Al querer salvar el Santuario, Ío había traído hasta aquel mundo a los habitantes de tres infiernos, que se ocultaron entre los límites de la montaña y ahora salían espantados. Primero, los espíritus del hambre cubrieron al astral, devorando el inconmensurable cosmos que este poseía. Les siguieron entes de puro fuego que con látigos y cadenas atormentaron la mente de Ío, en la que aún resonaba el llamado, solo para que las últimas en venir, innumerables bestias a cada cual más deforme, pudieran alcanzar su cuerpo invulnerable y tratar de despedazarlo.
—¡No es suficiente! —gritó, apuntando con la vara a los cielos. Incluso las estrellas, espíritus de la batalla interminable, le obedecieron y bajaron. Un millar de haces de luz atravesó la esfera roja de locura y destrucción que sobradamente había rodeado a Ío y la plataforma que el mismo creó—. ¡Lleváoslo con sus falsos dioses!
Movió la vara de terror con demasiada intensidad, hasta que un desagradable chasquido precedió a su rotura. Por fortuna, ya para ese momento Ío estaba fuera de aquel mundo, aprisionado por los espíritus de los cuatro infiernos. Allí en lo alto, la suma de almas abominables parecía el planeta Marte a punto de volver al sitio que le correspondía. Así debían verlo los espíritus de la batalla interminable, que danzaban alrededor de la estrella de la vida y la muerte, llamada guerra.
La imitación de la falsa Atenea se extinguió enseguida cuando dejó de sentirse la presencia de Ío. Solo quedó Lucile, en el cielo, agotada por completo. Sintiendo que un nuevo visitante se acercaba —¡Arthur, de todas las personas!— y que Ikki también se había retirado de aquel infierno, la santa de oro al fin aceptó caer.
Ya no le quedaban fuerzas para nada más.
Ío de Júpiter se halló en el plano más elevado que mortal alguno hubiese pisado. Dos enemigos tenía enfrente: un ángel y un demonio, guardianes de la diosa a la que había venido a matar. En lo que esta se despedía de su bien amado Deucalión, Shemhazai y Adremmelech cargaron contra el más poderoso guerrero que jamás había existido.
Ella, que nunca había fallado, vio su saeta tomada por el puño de su esposo. Él, uno con el universo de la diosa de su devoción, avanzó hacia Ío agotando la energía de estrellas, cuásares y galaxias a lo largo del infinito, solo para ser frenado en seco. Los puños del ángel y el demonio se reventaron a la vez contra las manos de un simple hombre.
Para entonces Ío ya sabía que todo era una ilusión. El ángel era la suma de todos los espíritus animados por la canción de Lucile, el demonio era Ikki, quien con el Puño Fantasma le había hecho recordar la más grande y aciaga batalla de su vida. Craso error, pues en el lugar en que se hallaba, entre el infierno de la guerra y la Cámara de las Paradojas, donde todo era posible, Ío tornó el sueño en realidad. Para salvar a ese valeroso héroe del bronce y el oro de la locura que espera a todos los que vieran la auténtica forma de un dios, aun uno falso, atacó como el regente de Júpiter.
Las llamas antinaturales que lo rodeaban como un torbellino, capaces de quemar el cuerpo, la mente y el propio cosmos, se extinguieron en un parpadeo.
Después, todo lo demás desapareció sin dejar rastro.
Notas del autor:
Aprovecho este capítulo para mostrarles una lista de los santos de oro convocados por los Astra Planeta, con sus respectivos orígenes:
Sumo Sacerdote Shion: Lost Canvas Gaiden, por Shiori Teshirogi.
Atlas de Aries: El Legado de Atena, por Seph Girl/Ulti_SG.
Gugalanna de Tauro: Original de Saint Seiya: La Última Guerra Santa.
Saga de Géminis: Episodio G, por Megumu Okada.
Manigoldo de Cáncer: Lost Canvas, por Shiori Teshirogi.
Ikki de Leo: Episodio G Assasin, por Megumu Okada.
Shijima de Virgo: Next Dimension, por Masami Kurumada.
Itia de Libra: Lost Canvas Gaiden, por Shiori Teshirogi.
Iskandar de Escorpio: Némesis Divino, por Killcrom.
Seiya de Sagitario: Saint Seiya Omega, por TOEI Animation.
Sugita de Capricornio: El Legado de Atena, por Seph Girl/Ulti_SG.
Mystoria de Acuario: Next Dimension, por Masami Kurumada.
Afrodita de Piscis: Episodio G, por Megumu Okada.
Originalmente, la idea era que todos los santos de oro provinieran del mundillo del fanfiction, a semejanza de historias como Él & Ella de Eduardo Castro y Crisis Universal de Asiant. No obstante, tardé mucho en llegar a este punto por una y otra razón y la mayoría de autores que quería consultar no estaban activos en ese entonces, mientras que la franquicia se había hecho lo bastante grande como para llenar los puestos. Reitero mis agradecimientos a Seph Girl/Ulti_SG y Killcrom por haberme permitido usar a sus personajes, y a Shiori Teshirogi, Megumu Okada, Masami Kurumada y TOEI Animation por haberlos creado.
Ulti_SG. Si algo nos ha enseñado la ficción, es que nada es suficiente. Si tantos villanos se pasan la historia entera en busca de la eterna juventud, riquezas sin fin y la conquista del mundo, es porque la mayoría de las veces no logran su objetivo. Los dioses del Zodiaco tenían todo eso y más, pero no se conformaron.
En palabras simples: «El mundo nunca es suficiente.» (Franquicia James Bond, 1999)
Bueno, no lograron lo que querían, lo que demuestra lo duro que es luchar contra el destino cuando menos en este mundo, pero la mayoría de problemas de esta historia parece tener su origen en su intento.
Así es. La idea era pasar de ser adorados como dioses a serlo de verdad. Para eso, debían demostrar que el destino marchaba según su voluntad y no la de los olímpicos. Que el evento en que quisieran demostrar su punto fuera la Guerra de Troya se debe, mitad por mi gusto por esa historia, mitad porque es el conflicto que divide al Olimpo. Cierto, la historia original que todos conocemos y amamos enfrenta a los olímpicos auténticos, unos apoyando a los pueblos aqueos y otros defendiendo a los troyanos, pero me servía como contexto de esta revolución.
Atenea tiene muy buena labia. Y al final los Astra Planeta les fueron útiles, siendo al final la Guerra de Troya una prueba de fuego. Es un poco como la bomba atómica, la inventaron en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, pero después de esta siguió siendo determinante con la teoría de disuasión nuclear.
Cada quien ve las cosas a su manera, sobre todo cuando viven miles de años. No confirmaré, ni refutaré esa observación. Hashmal tenía las palabras, pero no los regalos. Tampoco fue muy oportuno. El momento para decirle que no desafiaran a los dioses y se centraran en sus mundos habría sido antes de iniciar la guerra que estaban perdiendo.
En el fondo, Atenea quiere a todos sus santos, incluso a los que la traicionan. La paternidad le cambió la vida al caído falso dios.
Es un buen resumen de su vida. Cosa curiosa, originalmente Ío de Júpiter, siendo también parte de la primera generación de Astra Planeta, ocupó su puesto mientras sus compañeros caían uno tras otro, hasta la generación que conocemos. Sin embargo, aquí ya sabíamos que hubo diversas sucesoras, mencionadas durante el volumen Saturno, y ahora descubrimos cómo fue que el campeón de los dioses escogió una vida apacible.
Sí, parece que es hora de poner límites a ese chiste. O ponerse Juego de Tronos.
Nunca nadie resumió tres capítulos completos con tanto acierto.
