Capítulo 136. Calma antes de la tormenta

Lucile despertó en el interior de un edificio que conocía muy bien: el primer templo del Zodiaco, por el que todo santo de oro solía pasar con relativa frecuencia a excepción de quien debía resguardarlo, Ofión de Aries, el Ermitaño.

Lo siguiente que notó fue el cadáver de quien, intuyó, la había transportado hasta allí mientras dormía. Tan pronto vio a aquel gigante muerto, lo comprendió todo.

—¿Prefieres usar el Satán Imperial con ese animal antes que cargar con tus compañeros? —preguntó a la nada, o eso pareció. Si algún lestrigón de fuera entrase en el templo pensaría que este poseía una extensión infinita, gracias a una ilusión sobre la percepción del espacio bastante convincente para las mentes débiles—. Arthur.

El susodicho, consciente de la llegada de Shaula y el otro par de sabuesos de plata al exterior, aceptó la crítica con un respetuoso asentimiento. No sería correcto decir que aquel lestrigón, u animal como Lucile le había llamado, puso mucho más cuidado en llevarla hasta allí de lo que habría implicado otro tipo de trasladado. Tan útil resultó ser aquella criatura que el Juez lamentaba haber tenido que matarlo.

—¿Dónde estamos?

—Hiperbórea, la tierra de los gigantes —contestó Arthur—. También podría decirse que nos encontramos dentro de la Esfera de Júpiter.

—La Esfera de Júpiter… —Lucile no pudo contener un ligero estremecimiento. De repente no tenía ganas de levantarse, aunque era consciente de que podía—. ¿Qué ocurrió? Mis fuerzas se han restablecido.

—Solo en parte —aclaró Arthur, acercándose—. Las explicaciones pueden esperar. Muy pronto tendremos visita.

—No pueden esperar. Yo quiero saber.

Viendo a aquella mujer que doblegaba los corazones de los hombres y el mismo mundo con solo levantar la voz, Arthur no tardó en resignarse. Agachado, posó el dedo sobre la frente de Lucile, rozando la máscara dorada, y le transmitió cuanto quería conocer.

La Ira Divina, que impulsó a todos los males del mundo contra Ío de Júpiter, surtió el efecto deseado, alejándolo del Santuario. Un hombre con la apariencia y el cosmos de Ikki le persiguió, enfundado en un manto que unía la esencia del Fénix y el León de Nemea. Arthur, quien entraba en ese momento, se encargó de proteger la montaña sagrada, así como a Lucile, mientras los alrededores —el infierno de la batalla interminable— se desmoronaban. Por largo rato les rodeó una densa oscuridad, hasta que esta dio paso a un nuevo mundo, la tierra de los gigantes.

Ahora el Santuario estaba rodeado en dos terceras partes por un gran lago, mientras que el resto limitaba con un prado dominado por manzanos gigantescos. Arthur priorizó ayudar a Lucile, pues solo estaba falta de energías y pronto podría combatir, mientras que por el momento nada podía hacerse en aquel extraño país. Poco después, una partida de lestrigones liderada por uno muy viejo, de nombre Antífates, vinieron a investigar lo que había ocurrido. Si se hubiesen limitado a esa tarea, el anciano habría sobrevivido, uno de ellos no habría sido convertido en el mayordomo del Juez, y el par que se quedó podría haber vivido un tiempo más sin descubrir lo mucho que debían temer a los santos de Atenea. Lamentablemente para ellos, no fue así, decidieron actuar como animales en lugar de como seres racionales.

—¿Satisfecha? —preguntó Arthur, deshaciendo con un pensamiento la ilusión que había creado en el templo. No esperaba que fuera un problema para alguien como Shaula, pero lo mejor era evitar malos entendidos.

—Debo procesar el hecho de que me hayas salvado.

—Temo que no tenemos tiempo para eso.

En ese momento, oyeron las voces de Shaula, Mithos y Subaru, que hablaban sobre la legendaria técnica del santo de Escudo. Cuando Lucile pudo ver a la santa de Escorpio, que encabezada el grupo, no se molestó en contener la risa.

—¿Qué me he perdido? ¿Cuándo el árbol se convirtió en diosa? —decía la leona de oro, divertida, tratando de imaginar qué expresión ocultaba la máscara de Escorpio.

—¡Me vestí con lo primero que me dieron!

Aun cuando Shaula estaba siendo sincera, incluso los hombres presentes entendían que Lucile siguiera riendo. En parte por lo adecuada que era aquella vestimenta para la ninfa, pero sobre todo porque la leona de oro, simplemente, era así.

—¡Ni siquiera es una corona de laurel convencional! —apuntó Lucile—. ¡Azul!

—¡No es mía! —dijo la acusada, molesta—. Esta ropa perteneció a una antigua huésped, Selvaria, la primera santa de Acuario.

Tal y como Shaula previó, semejante revelación cortó la risa de Lucile y las ganas que pudiera tener de seguir burlándose. También Arthur mostró interés en el tema.

Todos tuvieron claro que había mucho de qué hablar.

Entretanto, en la frontera entre los mares olvidados y el país de los gigantes, el Argo Navis concluía la primera parte de su último viaje.

Hugin miró el Ataúd de Hielo por largo rato, sin terminar de decidirse. Veían Hiperbórea en el horizonte, pero, ¿quién les garantizaba el feliz regreso a casa? ¿Y no era prudente tener a uno de los Astra Planeta para negociar con el resto? Pero, en realidad, nada les garantizaba que Tritos no estuviese jugando con ellos y ese cadáver congelado no fuera más que un muerto sin nada en su interior. Con tal dilema justificó su falta de acción hasta que una llama ardió en su interior, animándolo a dar el paso.

Era literal, hasta cierto punto. Como solía ocurrir en las vidas de los santos de Atenea, algunas de las metáforas y símiles esgrimidos por tantos escritores se realizaban gracias al infinito poder del cosmos. En este caso, de verdad Hugin se sintió envuelto por una llama que parecía nacer de su interior, arropándolo con un manto de calor que acaso solo cabría comparar con la superficie de una estrella. Confiando en la Armadura Solar, el santo de Cuervo tocó el hielo de Acuario y empujó con todas sus fuerzas. Avanzó un centímetro, dos y tres, para cuando la mano de Hugin ya sentía el frío del infierno.

Por suerte, alguien le echó una mano. Orestes de la Corona Boreal, como una muestra de caballerosidad, dio muestras de esforzarse tanto como Hugin para aportar la mitad del trabajo, si bien este ya había intuido que hasta la Armadura Solar era cosa suya. Jugó la pantomima de todas formas, sintiendo una infinita satisfacción al ver el Ataúd de Hielo hundirse en los mares olvidados. No esperaba, desde luego, que aquellas corrientes fueran a provocar algún daño una entidad capaz de estar en múltiples lugares a la vez y aun así provocar temor en un santo de oro, pero nadie podía poner coto a su imaginación. El podía asumir la imagen de un Tritos de Neptuno ahogándose en el mar a donde van a parar las leyendas olvidadas por el hombre.

—Leyendas como los Astra Planeta —susurró Hugin, sonriente.

—¿Ha sido tan gratificante como esperabais? —preguntó Orestes, su compañero de fatigas. Mientras Hugin asentía, todavía mirando el punto donde el Ataúd de Hielo se hundió, el micénico notó cómo las manos del santo de Cuervo temblaban, azuladas bajo los guanteletes de plata—. Lamento que el Manto Solar no haya sido suficiente protección. Esta es la primera vez que recurro a él.

—Je, ¿se llama así? Yo pensé en esa técnica como Armadura Solar. Parece una técnica de lo más eficiente, a menos que te enfrentes con el señor Sneyder. ¿Por qué no la ha usado hasta ahora? Mi consta que usted luchó en el frente de Naraka.

—Porque durante la guerra, Atlas de Carina seguía con vida.

Extrañado por una explicación tan azarosa, Hugin desvió la atención de los mares olvidados hacia el micénico. Sin palabras, le dio a entender que quería saber más.

—Soy parte de un enlace entre nueve caballeros del Hijo. Como supervivientes de la mayor guerra que se haya luchado desde la Titanomaquia, decidimos por propia voluntad cruzar nuestras vivencias antes de partir cada uno a una misión encomendada por nuestro dios. La mía ya la conoces y aun si estuviera en mi mano contarte qué buscaron mis compañeros, no serviría de nada, pues la mayoría han muerto antes de cumplir su cometido. Ionia de Capricornio murió en una sangrienta guerra civil, en Midgard; Kyoko de Caballo Menor y Atlas de Carina han caído luchando contra Titania de Urano; Asterión de Lebreles… —Calló, percibiendo que la confusión de Hugin no hacía más que crecer—. Buenos hombres están muriendo para darnos una oportunidad en este viaje. Kyoko, que debió enfrentar a su propia hermana poseída por la diosa Eris, desafió a Titania de Urano al mando de un ejército sin parangón, alejándola de Titán de Saturno. Poco tiempo después, yo podía volar por el aire como los pájaros, gracias a unas alas de fuego que Kyoko ideó para poder alcanzar a su querida hermana allá en los cielos de los inmortales. Eso significa que ha muerto, como Ionia, Atlas y Asterión.

—¿Me está diciendo que hereda las técnicas y el poder de sus compañeros caídos? —preguntó Hugin, recibiendo una respuesta afirmativa del micénico—. Pues no parece que sirviera de mucho en la batalla con Titán. El señor Shun apenas lo mencionó.

—¿Qué es el poder de tres caballeros del Hijo frente a uno de los Astra Planeta cuando se está en sus dominios y este viste el alba? —cuestionó Orestes—. Ni siquiera siendo nueve tuvimos la menor oportunidad. La décima parte de las Alas del Rey.

—¿Décima parte? ¿Hay ochenta y ocho como usted?

—Eso nos han dicho.

—¿Pero…?

—La Sagrada Orden de las Ochenta y Ocho veces Ochenta y Ocho Alas del Rey. Ese era el nombre que venía a la mente del más viejo de nosotros, Ionia, cuando pensaba en nosotros. Me cuesta creer que haya existido un ejército semejante.

Preso de una palidez repentina, como si fuera él quien Sneyder hubiese congelado, Hugin trató de sacar una conclusión sobre lo que el micénico le explicaba en ese momento de debilidad. ¿Ochenta y ocho veces ochenta y ocho, contra los nueve Astra Planeta? ¿Y aun así habían perdido? Hugin podía no ser el más informado en esos asuntos, pero sí que tenía claro que Orestes de la Corona Boreal era del bando perdedor, al igual que cualquier otro que se hubiese rebelado contra los dioses del Olimpo.

—Estamos muertos. Muy muertos.

—Confía en tu diosa, así como yo confío en mi dios.

Hugin sintió ganas de recordarle que ninguno de los dos estaba disponible, pero al abrir la boca hizo otra pregunta más productiva y relevante.

—¿Ahora Asterión de Lebreles forma parte de ti? ¿Sabes quién lo mató?

—Al igual que Shijima de Virgo, cayó antes de que el mal de la desconfianza fuera despejado por vuestro santo de Libra. Dejémoslo así.

El santo de Cuervo asintió. La impresión que habían dejado las experiencias de Asterión en Orestes ya había pasado. No podría sonsacarle nada más.

Lucile supo resumir de forma espléndida lo que a Ío de Júpiter le costó tanto explicar. Al compartir aquella información con los relatos que Alcioneo contó a Shaula y el pequeño encuentro de Arthur con los primeros santos de oro, todos los presentes pudieron hacerse una imagen muy clara del porqué detrás de las Guerras Santas y las muertes de innumerables santos. Durante milenios no solo habían luchado para proteger el futuro de la Tierra, sino también para redimir los pecados del pasado.

—Esa tal Pirra debió ser increíble —alabó Shaula, emocionada—. La mitad de los primeros santos de oro siquiera eran del todo humanos, uno de los Mu, una sirena, un gigante… ¡Incluso uno de ellos descendía de una ninfa! —mencionó con orgullo—. Y ella los mantuvo unidos por seis mil años. Sola.

—Todos debían morir bajo el diluvio universal, así que no debían ser muy queridos en esas tierras legendarias —aventuró Lucile, que se había ahorrado algún que otro detalle sin importancia, como el secuestro de Shemhazai—. Sea como sea, es similar a nuestra Suma Sacerdotisa, ¿no? Tan empeñada en unir a todos.

—Un solo ejército para un solo mundo —citó Arthur—. Akasha nació después de la muerte de Hades. Tal vez…

Por sentido común, Mithos y Subaru habían permanecido en silencio, apartados de la conversación entre los tres santos de oro, pero el segundo pronto dio ese decidido paso hacia adelante, muy sonoro, con el que prevenía a todo aquel que lo escuchase de que se avecinaban problemas, a pesar de que rara vez expresaba cuáles serían.

—Lamento interrumpir, sabios y poderosos líderes…

—Yo también lo he visto venir, Subaru —se adelantó Arthur—. Lo cierto es que la importancia de lo que hemos descubierto merece una nueva Reunión Dorada.

—Es cierto —convino Shaula—. Tenemos que encontrar una manera de salir de aquí.

—No llegaremos muy lejos —advirtió Subaru, señalando el vientre descubierto de Lucile—. Cualquier golpe en esa zona podría ser fatal.

—No se puede hacer nada —dijo Shaula, ofuscada—. Sin la Fuente de Atenea…

—Tenemos algo parecido.

—¡No! Soy Shaula, la Muerte Roja, quien busca el más letal de los venenos. ¡Para curanderos tenemos a Akasha y Minwu!

—Como una joven y bella chica no te queda más remedio que asumir tu papel de maga blanca —soltó Subaru, cabalgando entre halagos y ofensas para evitar la furia de la ninfa—. Además, la vida podría considerarse el veneno que se opone a la muerte.

Por mucho que a Shaula le ofendiera que sus esfuerzos por ser tan fuerte como el resto de santos de oro quedaran reducidos a que le pidieran curar a los heridos, no podía negar los hechos. Hasta al más insignificante santo de bronce se le enseñaba a destruir los átomos que componen la materia, no cabía duda de que los golpes de Ío, quizás el guerrero sagrado más viejo que el mundo había conocido, no causaban solo daños convencionales. La regeneración de Lucile pudo haber sido incompleta.

—Está bien. ¡Lo haré!

En cuanto los dedos de Shaula tronaron, Lucile se levantó y, para asombro de muchos, dio un paso hacia atrás, alejándose de la ninfa.

—M-Me niego.

—Estas manos son las más amables del mundo —dijo Shaula, avanzando hacia la leona de oro. Esta cabeceó negativamente—. Sané a Mithos algunas veces, en los entrenamientos —añadió a modo de justificación.

—Mi padre sana a las personas, es un talentoso cirujano. Akasha es como una enfermera algo torpe, pero confiable… —dijo con un hilo de voz, ya que en el fondo estaba agradecida de seguir con vida—. ¡Tú, tú no eres la cura, sino la enfermedad!

—Estás colmando mi paciencia, Bruja de las Emociones.

Hacía ya mucho que nadie se había atrevido a dirigirse a Lucile con el epíteto que sus poderes y proezas le habían granjeado. La leona de oro apretó los puños.

—¿Por qué todos se molestan cuando es otro el que remarca sus defectos? Muerte Roja, así es como se te conoce en el Santuario, y expones ese título con orgullo. No tienes que responder a eso —dijo haciendo un ademán—. No tendrías que hacer nada, solo quedarte plantada por la eternidad como un árbol más.

El cosmos de Shaula se concentró en el dedo con el que apuntaba a Lucile, quien estaba en guardia. Alumbrados por la luz carmesí, ni Arthur ni Subaru movieron un dedo, mientras que Mithos no pudo guardar silencio más tiempo.

—¡Basta! ¡Deja de hacernos perder el tiempo!

—¿Qué? —Lucile, quien no parecía impresionada por el despliegue de fuerzas de Shaula, apenas podía reaccionar a semejante reclamo—. ¿He oído bien?

—Sí. No sé qué tengas en contra de lady Shaula, muchos sienten envidia del tiempo que ella vivirá debido a su ascendencia…

—Vivirá tanto como un árbol.

—El remanente del ejército del Hades sigue en la Tierra, así como Damon. No tenemos tiempo para duelos de egos. Por favor —pidió Mithos, bajando el tono—, permite que te curen para que así podamos descubrir cómo regresar a nuestro hogar.

—Yo no tengo la culpa de que un gigante te haga sentir inseguro como el compañero de un árbol —dijo Lucile luego de alguno segundos, asegurándose de que cada palabra sonara tan sucia como era posible—. No obstante, estoy de acuerdo. Adelante, Muerte Roja, empieza con esa tortura que mal llamas sanación.

Shaula echó un vistazo al cohibido Mithos, con las emociones ocultas por la máscara dorada. Había bajado el brazo hacía poco, mientras este hablaba, ya sin el amenazante cosmos ardiendo en la punta de sus dedos.

—Entiendo que no teníamos tiempo porque esta discusión iba a ocurrir. ¿No, Subaru? —Arthur, que sabiamente se había distanciado de la rencilla, miró al japonés con ojos severos. Este asintió con el descaro que lo caracterizaba, sin contestarle.

—Mi recomendación es que te vayas, Mithos, esto se va a poner violento.

—¿Qué hay de ti?

—Soy el santo de Reloj. Lo que me pase, lo puedo reparar, aunque preferiría no gastar demasiadas energías. Sal a vigilar, por si viene alguien.

Entendiendo que para Subaru la diferencia entre posibilidad y premonición era ínfima, Mithos accedió enseguida y se retiró del templo. Lo último que escuchó le dejo claro que había tomado una buena decisión.

—Primero, quítate eso. Me estorba.

—¡Aleja tus ramas de mí, Muerte Roja!

Desde que llegaron a la tierra de los gigantes, tratando de huir de la destrucción que asolaba el Santuario, Shaula entendió que no tenían forma de regresar. Aun así, por el bien de Mithos y Subaru, fingió que nada de aquello le preocupaba, para que no cayeran en la desesperación. Ese era el tipo de persona a la que Escorpio había escogido para proteger el octavo templo del Zodiaco. Y ahora que una pequeña oportunidad de cambiar su situación empezaba a cobrar forma, Shaula la tomaba de forma natural, siguiendo la corriente, escogiendo siempre el camino que implicase el menor derramamiento de sangre, así incluyese una propuesta de matrimonio.

En ello reflexionaba el santo de Escudo cuando el sonido de un hombre masticando le hizo darse la vuelta, alzando la guardia. Lo que vio fue tan descabellado que por momentos pareció un delirio: Alcioneo estaba usando el templo de Aries como una silla, teniendo cada larga y gruesa pata apoyada en un extremo de la parte frontal. El gigante lo estaba mirando con curiosidad mientras comía una manzana enorme.

—¿Cuándo llegaste?

—Hace poco —contestó mientras trituraba el trozo de la fruta que acababa de comer—. Los hijos de Gea podemos ocultar nuestra presencia y volvernos invisibles.

Esa particularidad formaba parte de la Gigantomaquia, el conflicto entre los dioses y la raza de los gigantes que, si lo que ahora sabían resultaba ser cierto, fue en realidad una guerra entre aquellos seres inmensos y la primera generación de santos de oro. Mithos, desde luego, podía creerlo: aquel bravucón era muy fuerte, pero Shaula lo había derrotado sin demasiadas dificultades, lo mejor con lo que contaba era esa increíble armadura. Mientras los lestrigones iban protegidos con metal y armados con acero estelar, la adamas de Alcioneo brillaba como una esmeralda y despedía un increíble poder. Solo verla bastaba para entender lo difícil, o imposible, que sería romperla.

Había otra razón por la que los gigantes parecían ser los enemigos de los hombres, más que de los dioses. Al menos en aquellas tierras, no dejaban de ser un pueblo primitivo basado en la caza y la recolección, poco importaba que cazasen monstruos legendarios. ¿Cómo una civilización así podría oponerse a los gobernantes del universo? No eran más que bárbaros, unos bárbaros muy grandes y fuertes.

«¿Cómo entran en todo esto Tifón y Encelado? —se preguntó Mithos, rememorando las batallas que según decía su madre estos seres libraron contra Zeus y Atenea en los albores el tiempo. ¿Podría ser que hubiese una raza aún más antigua de gigantes, anterior a la existencia de la Tierra?—. Tan viejos y poderosos como para que estos brutos pensaran en ellos como verdaderos dioses. —Por lo menos, a Tifón lo veneraban como tal. Era el dios de la destrucción, un Zeus para los barbáricos gigantes.»

—No me gusta cómo me estás mirando, insecto.

Con cierto desgano, Alcioneo arrojó los restos de la manzana contra Mithos, solo para ver cómo eran pulverizados a un par de metros. Aquello volvió el enojo en un impulso de furia. El puño del gigante, revestido de esmeralda, cayó sobre del santo de Escudo como un relámpago imposible de esquivar, pero no pudo alcanzarle.

—Vosotros nunca dejáis de sorprenderme. —Lejos de enfurecerse, los ojos de Alcioneo brillaron con interés bajo la visera del yelmo. Volvió a dar un derechazo contra Mithos por pura curiosidad; no le sorprendió que también se detuviera a un par de metros de aquel muchacho—. Y os encanta explicar vuestros trucos con todo lujo de detalles, así que habla a gusto, insecto. Estoy impaciente.

Mithos no tuvo ningún problema en seguirle el juego a aquel bravucón.

—Es muy simple. Entre mí y el enemigo levanto un escudo. Solo la primera placa ya es virtualmente indestructible hasta para un grupo de santos de plata —aseguró, orgulloso—, pero si debiera enfrentar a un santo de oro, caería enseguida.

—¿Dices que no estoy a la altura de un santo de oro?

—Lo estás —dijo Mithos—. Es por ello que has enfrentado la verdadera forma de mi más valiosa técnica. Cuando cae una placa de la barrera, la energía empleada para destruirla es absorbida por las demás, reforzándolas. Esto significa que cada vez va a ser más difícil destruir la siguiente. Al final, o el golpe pierde toda su fuerza o carece de la potencia necesaria para seguir avanzando. Eso no es todo —advirtió, satisfecho por la expectación que generaba en el Alcioneo—, pero el secreto mejor guardado de Rho Aias es algo que solo lady Shaula puede saber.

—Estoy seguro de que derribé varias barreras con mi segundo golpe —dijo Alcioneo, frunciendo el ceño. Tal vez las estuviera contando.

Rho Aias posee veinticuatro mil placas. Ni siquiera un gigante puede aspirar a atravesarlas todas de un solo golpe.

—Y se pueden reparar, ¿cierto? Lo he notado. ¡De verdad eres un insecto, viviendo en un hermoso árbol al que día a día le robas la salvia!

—Así como mi cosmos pertenece a Shaula y Subaru, el cosmos de ellos es el mío. Ese es el camino que escogimos. Gracias a eso podemos ayudarnos como iguales.

Habiendo saciado su curiosidad, Alcioneo dejó de mirar a Mithos y dirigió la vista hacia el noreste, donde lo que quedaba del lago lamía la montaña venida de la nada. Un barco lo cruzaba, con una tripulación hábil a la hora de esconder su presencia. Si las aguas que navegaban no le debieran obediencia, no se habría dado cuenta hasta que llegaran a tierra. ¡Qué audaces y qué locos podían ser los hombres!

—Hay algo que quieres decirme. ¿Verdad, insecto?

—No dejaré que te acerques a ella. No permitiré que le hagas daño.

—Eso no es lo que quieres decir —dijo Alcioneo, aburrido. La cabeza recostada sobre una mano enorme—. Sé sincero o te aplastaré.

—Yo amo a Shaula —se atrevió a decir Mithos allí, donde nadie más que él y el gigante estaban presentes—. Puedes burlarte si quieres, no me importa. La amo. Voy a estar con ella siempre. Así que te lo repito: no dejaré que te acerques a ella. No…

La tierra tembló de pronto con gran intensidad, mientras cerca del Santuario aparecía el monte Estrellado, rodeado de rayos desde la base hasta la cima. Desde aquella elevación se hizo presente un cosmos inmenso que estremeció por igual los corazones de Mithos y Alcioneo. Tal era la fuerza que sentían.

—Muy grande debe de ser el amor del insecto por la savia del árbol —dijo Alcioneo con voz temblorosa—. Pues quizá tenga que protegerlo del poder de un falso dios.