Capítulo 137. Verdades ocultas
Shun de Andrómeda, en representación de los argonautas, y Arthur de Libra, actuando como emisario de quienes permanecían en el templo de Aries, llegaron a la base del monte Estrellado a tiempo de ver cómo la fuente del inmenso poder que sintieron caía a tierra. No llevaba armadura alguna, solo un parche, una camisa sin mangas, pantalones algo desgastados y botas descoloridas. Tampoco había alzado la guardia, se limitaba a apartar el polvo que había levantado al descender, a pesar de que tras las sencillas ropas podía verse parte de una quemadura reciente, sin duda fruto de un duro combate.
—¿Lo conoces? —preguntó Shun.
—Sí. —Arthur tenía muy presentes las palabras de Lucile, no solo sobre la historia de los primeros santos de oro, sino sobre aquel en concreto—. Hashmal de Leo.
—Ese hombre murió hace mucho —corrigió Ío, tronando el cuello—. Pero me pareció apropiado emplearlo, considerando el desafío que os puso Titania.
—Un desafío muy confuso. Algunos fueron enviados en cuerpo y alma, otros solo llegaron hasta allí en espíritu y una de nuestras compañeras acabó aquí.
—En el lugar en el que se reúnen todos los caminos, no es fácil encontrar cuál se debe tomar. Eso ya es una proeza remarcable, pero no solo posees fuerza e inteligencia, si no que no has perdido tu humanidad al obtenerlas. Decidiste no abandonar a tu compañera, Leo. En verdad eres digno de ser el heredero de Éxodo, Arthur.
Ío logró percibir aquella proeza mientras era asediado por Ikki de Leo y los innumerables espíritus que envió Lucile contra él. Se guardó para sí comentar que empleó la senda abierta por Arthur para no perder de vista en ningún momento el Santuario, asegurándose de ese modo que llegara hasta la Esfera de Júpiter.
—Tenía fe en que Atenea guiaría las almas que vosotros robasteis a donde pertenecen. Tanto yo como Lucile corríamos más riesgos, no teníamos un lugar al que regresar, estábamos completos —explicó Arthur.
—Aún no te he agradecido por eso —intervino Shun—. En el interior de Titán, fueron tus habilidades las que nos protegieron del caos espacio-temporal. Es por eso que pudimos llegar al Argo sanos y salvo. En verdad eres un digno alumno de tu maestro.
Halagado por dos santos legendarios, Arthur no pudo menos que sonreír con cierto orgullo. Pero no se permitió perder de vista lo que importaba.
—¿Sabes por qué hemos venido aquí?
—Si me pides que lo adivine —empezó Ío, pasándose la mano por la nuca—, queréis que permita que vuestros compañeros se marchen, que garantice vuestro regreso a la Tierra, que obligue a los Astra Planeta a firmar la paz con el Santuario y si fuera posible os ahorre la revancha que a buen seguro ya se fragua en el hondo Hades.
—Eso no es todo —dijo Shun—. Akasha, es decir, nuestra Suma Sacerdotisa, quisiera hablar contigo, ya que os negáis a dejarnos hablar con los dioses del Olimpo.
—No os conformáis con poco, ¿eh?
—Es parte de la naturaleza humana ser codicioso —admitió Arthur.
Las cartas estaban sobre la mesa. A la sombra del monte Estrellado, en el que los líderes de la orden ateniense habían prevenido terribles catástrofes a lo largo de milenios, estaba a punto de decidirse el destino de todos. Arthur no se dejaba confundir por las relajadas maneras de Ío; sabía que era fuerte. Desde el momento en que lo vieron, se disiparon todas las dudas de por qué Orestes y el gigante, que servían a intereses distintos a los de los santos, no se habían molestado en formar parte de la improvisada embajada. El Juez estaba dispuesto a hacer lo posible por lograr una solución diplomática, siempre que no supusiera traicionar la confianza de Atenea.
Lo que estuviese pensando Shun de Andrómeda, uno de los cinco que osaron enfrentar a los mismos dioses, era un completo misterio.
—Podéis idos cuando queráis, todos —dijo Ío—. No creo que a Alcioneo le importe demasiado. Hay muchas ninfas en mis dominios, más que hombres en la Tierra.
—¿Alcioneo? —repitió Arthur, confundido—. ¿El gigante esmeralda?
Una risa llena de malicia y picardía explotó en la garganta de Ío.
—Si no os lo han contado, no seré yo el que lo haga. Confórmate con saber que os permitiré marchar e incluso guiaré vuestro barco para que no sufráis ningún percance. El resto es algo más complicado…
—Akasha querría hablar contigo —dijo Shun—. Si la escuchas, descubrirás que la paz es posible, porque es lo que todos deseamos.
—Y yo deseo hablar con ella y escucharla. Por eso he arrastrado hasta aquí el monte Estrellado y la Fuente de Atenea, devolviéndolos al Santuario, como una prueba de mi buena voluntad y deseo de parlamentar. Mas no será en este momento. Una Suma Sacerdotisa necesita descansar como cualquier mortal. Hasta yo lo hago muy de vez en cuando —añadió con aire distendido—. Ya que tuvisteis la descabellada idea de traerla hasta Hiperbórea en semejante estado, os recomiendo que la llevéis al Santuario. Es tierra sagrada, revitalizante para los que son fieles a la diosa.
—¿Podemos confiar en ti?
—Puedes confiar en que tu presencia será de mayor utilidad para tus compañeros heridos. En cuanto a mí, hay algo que debo hablar con el santo de Andrómeda.
—¿Qué podría querer el líder de los Astra Planeta de mí? —preguntó Shun, notando que el santo de Libra parecía saber algo—. ¿Se trata de mis hermanos?
—Has sido marcado por la Esfera de Júpiter. Mientras vivas, este hombre no puede acceder a todo el poder que posee como uno de los Astra Planeta. Es por eso que quiere una batalla contigo a muerte, para poder hacer uso de los dones divinos y…
—Continúa, Arthur —dijo Ío—. Ya que conoces el nombre que me pusieron al nacer, mi joven y bella sucesora te debió haber puesto al corriente de todo.
—Asegura que de ese modo podrá evitar la guerra de la que nos han hablado Caronte, Tritos y Titania. Hará desaparecer todos los problemas —concluyó, forzando una sonrisa que debía ocultar la poca fe que tenía en una solución mágica.
No hubo silencio o un tiempo para reflexionar luego de aquella revelación. Shun no titubeó ni un instante. Avanzó hacia el astral más decidido que nunca.
—Arthur, cuida de Akasha y Lucile, pronto tendremos que regresar a la Tierra, donde nos esperan más batallas que librar.
El acostumbrado impulso de replicar las decisiones emocionales de los héroes legendarios había desaparecido en el corazón del Juez. Aquella era una de las pocas veces en las que concordaba con alguno de aquellos santos de bronce. Lo que fuera que debiera ocurrir, si paz o guerra con Ío de Júpiter, solo Shun podría decidirlo. Él, entretanto, se encargaría de proteger a los demás, y si todo salía mal…
Tan pronto Arthur se marchó, el astral aspiró largamente el aire en derredor. Extrañaba, al parecer, un olor particular que había desaparecido.
—El icor de Atenea, ¿eh? Eso es una sorpresa.
—Durante la Guerra Santa contra Hades, Atenea murió…
—Me refiero a Arthur. La sangre de Atenea también ha caído sobre el manto de Libra. Un regalo que la diosa de la sabiduría os legó antes de partir.
—Algo sabemos de eso.
—Me sorprende. Muy pocos deben saberlo, puesto que el manto de Leo no contaba con la bendición de la diosa. Imagino que es lo mismo para los mantos de Virgo, Escorpio y Acuario —comentó, dejando claro que sabía cuántos potenciales enemigos había en aquellas tierras—. Ese hombre, Arthur, preguntó si podía confiar en mí. Ahora sé cuál es la respuesta: no puede, ya que ni siquiera confía en sus pares.
—Es prudente. Solo eso.
Las palabras de Shun, cargadas de serenidad, llevaron a Ío a aquel tiempo lejano en el que no temía a nada. El santo de Andrómeda no era como él, por supuesto, tampoco se parecía al Zodiaco; era demasiado puro como para ponerlo a la altura de quienes se alzaron como dioses y quien les consintió semejante delirio. Sin embargo, sí que se parecía a uno de los primeros fieles de la diosa de la sabiduría. Era como Deucalión, armado para combatir y aun así conservando la bondad que le hizo ser digno de ser salvado. No le extrañaba que la Esfera de Júpiter lo hubiese escogido.
Claro que Ío nunca se había conformado con una primera impresión. Si el mal habitaba en el corazón de todos los hombres, era a los justos a quienes más se les debía presionar. ¿Probarían con ello ser dignos, o revelarían lo que eran en realidad?
—Maté a Ikki —dijo el astral, sin miramientos—. Ikki de Leo, venido de otro mundo, aunque poseía los recuerdos de tu hermano y quería salvarte. ¿Es esa una razón suficiente para que aceptes combatir conmigo? Según sé, rechazas la violencia.
—Algunas batallas son inevitables —contestó Shun, sin permitir que la voz le temblara al reconocer aquella verdad—. Si debo luchar para evitar que otros sufran, lo haré. Como santo de Atenea, ese es el camino que he escogido. Por eso no puedo odiarte, Ío. Así en verdad hubieses matado a mi hermano, no podría odiarte. Hace mucho tiempo que ni mis manos ni mi consciencia están limpias.
—Sois siempre tan nobles… —comentó Ío, sonriendo con malicia—. Tu hermano se levantaba una y otra vez, hablando como un hombre, actuando como un héroe. No quise matarlo sin tener una buena razón para ello, de verdad que no quería, mas él siempre regresaba. Una vieja amiga diría que decidí que así ocurriera.
Al darse cuenta de lo poco que había mantenido aquella provocación, un intento vano de ennegrecer el alma de quien nunca odió a nadie, Ío soltó una corta y alegre risa. ¡Realmente los años lo habían doblegado al fin!
—Eres un buen hombre —dijo Shun.
—No es verdad, solo me he vuelto viejo y blando. Vuestra Suma Sacerdotisa salvó a mi joven y bella sucesora, mientras que ella dejó que tu hermano me acompañara al infierno. Somos terribles héroes, los leones de oro, ¿no crees?
—Lo sé. Para cumplir tu misión, estás dispuesto a quitar vidas, así como yo he debido hacerlo —apuntó Shun—. Tienes las manos manchadas de sangre, lo admites abiertamente, no lo ocultas aunque luchas por una causa justa. Es por eso que creo que eres un buen hombre, creo en tus palabras, así como no he creído en las promesas de tus compañeros. Lo único que no comprendo es, ¿por qué no aceptas la paz sin más? Es por eso que mis hermanos abandonaron la Tierra, es por eso que yo estoy aquí, para reunirme con ellos. Deseamos dejar claras nuestras intenciones, que los dioses y quienes les sirven entiendan que solo buscamos un mundo sin Guerras Santas. ¿Por qué no podemos lograr eso sin más derramamiento de sangre? ¿Por qué seguir luchando?
Desarmado por la perspicacia de Shun, Ío supo enseguida que no tenía sentido ocultarle nada. Ya que era aquella una de esas batallas interminables, ambos debían conocer la razón tras tantos enfrentamientos e intentos vanos de reconciliación.
—Caronte, Tritos y Titania vieron una alianza con el Santuario como la única forma de contrarrestar la jugada maestra del Hijo. Aunque aprecio a esos jóvenes, mi deseo es distinto, quisiera evitar que los santos y los Astra Planeta vuelvan a involucrarse. Sí, no es la primera vez que nuestras historias se cruzan, tus compañeros podrán explicártelo con detalle —aseguró, previendo las preguntas que Shun podría hacerle—. Verás, cuando mis compañeros os han dicho que la guerra es inevitable estaban siendo sinceros. El Santuario puede decidir si sirve o no al Hijo, pero vosotros cinco no.
—Estamos conscientes de que Orestes pactó con Hipnos para despertarnos del Sueño Eterno. El antiguo Sumo Sacerdote estuvo presente cuando se hizo el trato.
—¿No os habéis preguntado alguna vez por qué nunca os exigieron el pago por haberos ayudado? ¿No os resultó extraño que no enviaran a más emisarios? Aun ahora, trece años después, los siervos del Hijo no os han exigido nada a cambio, ¿cierto?
—Dices que ya habíamos pagado el precio —dedujo Shun—. A ese dios sin nombre no le interesa el Santuario, solo nosotros cinco.
—Y os obtuvo al liberaros del Sueño Eterno.
—¡Nosotros nunca traicionaríamos a Atenea!
—Tenéis mucho que aprender de los dioses. A veces no es necesario traicionar a uno para servir a los designios de otro. En este caso, debería ser suficiente con preguntarte dónde estás y qué es lo que pretendes hacer.
—No deseo matarte. Si pudiera evitarlo, ni siquiera pelearía contigo. Todo esto empezó porque Caronte de Plutón invadió el Santuario. ¿Por qué? ¿Solo porque nuestros compañeros deseaban salvarnos de un castigo injusto merecían morir?
—¿Quién crees que liberó a Caronte de Plutón del Tártaro?
—¿Qué?
—¿Esa es otra pregunta que nunca os habéis planteado, eh? Hades había desaparecido, Poseidón estaba sellado y Atenea ascendió a los cielos. Ningún otro dios caminaba sobre la Tierra. ¿Quién pudo haber decidido liberar a Caronte? Solo hay dos posibilidades. O fueron los dioses del Olimpo o fue el Hijo.
—¿Pretendéis libraros de vuestra responsabilidad en eso?
—En absoluto. Estoy convencido de que Caronte no siente ni la más mínima pena por cualquiera de las vidas que segó entonces, así como por la guerra. Además, es cierto que él recibió del Olimpo la misión de eliminar a los campeones del Hijo.
—Si eso es así, ¿por qué lo arrojaron al Tártaro?
—Empiezas a entender. ¿Qué dirás si te confirmo lo que con toda seguridad ya sospechas? Caronte estaba en el Tártaro por propia voluntad. Ser prisionero del más profundo de los infiernos era el fin de la misión que le habían encomendado. Fue una combinación única en la historia, a decir verdad, la de los dones divinos de Plutón, Neptuno y Júpiter. ¡El resto de Astra Planeta, quizá la más fuerte generación de campeones divinos, no fue más que una distracción!
—El dios sin nombre cayó al Tártaro junto a Caronte —concluyó Shun, cada vez más abrumado por aquellas revelaciones, tan distintas a la visión que Orestes les mostró a todos al inicio del viaje—. ¡Nada de esto tiene sentido! ¿Por qué podría él liberar a Caronte de la prisión de la que no puede salir?
—Porque Caronte rige la Esfera de Plutón, que abarca todo cuanto está más allá de la muerte. Desconozco cuánto tiempo tarda un prisionero en perder el sentido de sí mismo una vez es encerrado en el Tártaro, mas tengo claro que Caronte no estaba en condiciones de recordar que en todo momento pudo haber salido de allí. Como una sombra de aquel que fue en el pasado, tan solo recibió un mensaje que no estaba compuesto por imágenes o sonido de ninguna clase y la siguió sin dudar. En la Tierra no halló razones para cambiar de parecer, ya que era cierto que el Santuario y los siervos del Hijo habíais contactado.
—¿Acaso ese dios sin nombre está aquí? —El recuerdo de la guerra civil de veinte años atrás apuñaló la mente y el alma de Shun—. ¿Está entre nosotros?
—El Hijo sigue en el Tártaro. Solo el regente de Júpiter podría liberarlo. ¿Ahora lo comprendes, no? Ese es el papel que te asignó desde el momento en que despertaste. Y no dudo que también tus hermanos tengan un rol que jugar en todo esto.
Tal y como Ío había dicho, Shun solo necesitaba responder a dos preguntas para entender de qué manera estaba formando parte de los designios del dios sin nombre. ¿Dónde estaba? En la Esfera de Júpiter. ¿Qué pretendía hacer? Convertirse en el regente de aquella fuente de poder ilimitado, porque trece años atrás un demonio vino a la Tierra para recordarles que la paz sería un sueño efímero.
Aquella invasión determinó el camino a seguir para todos los atenienses, los que quedaron y los que estaban por llegar. Mirándolo con perspectiva, tenía sentido que fuera parte de un plan mayor. La única razón por la que nunca habían pensado en eso fue que ni Orestes ni el dios al que servía se vieron beneficiados por esta. ¡Al contrario! Ni tan siquiera se habló de formar una alianza precisamente porque la desinteresada ayuda del caballero de la Corona Boreal había expuesto al Santuario a una guerra con un enemigo desconocido. Si Ío estaba siendo sincero, significaba que el dios sin nombre no estaba interesado en que los santos traicionaran a Atenea por él. Era probable que incluso buscara aprovecharse del apoyo incondicional de la diosa de la sabiduría.
Había más. Un detalle al que el Santuario nunca le dio demasiada importancia. Cuando la sombra de Altar y Orestes de la Corona Boreal se unieron a la alianza entre los ejércitos de Poseidón y Atenea, la situación era demasiado confusa como para pararse a pensar en que una vez más tenían a un representante del dios sin nombre que difícilmente podría ser considerado un aliado. No era solo que Gestahl Noah hubiese cometido un error de cálculo, sino que cuanto hizo le había granjeado el odio de quien acabó siendo la Suma Sacerdotisa de Atenea, Akasha.
Todo parecía tener sentido ahora. Nunca serían siervos del dios sin nombre, pero hacía tiempo que seguían la senda que este les había marcado, engañándoles con una muy elaborada ilusión de libre albedrío.
—¡Hay que decírselo a todos! —decidió Shun—. ¿Por qué aún no lo habéis hecho?
—Porque nadie más lo sabe. Solo tú y yo —confesó Ío—. Hasta ahora, Caronte había asumido que el milagro de Elíseos sería utilizado por el Hijo tarde o temprano. Que el resto del Santuario decidiera estar del lado del Olimpo en las batallas que estaban por venir no era más que una posibilidad. Me sorprende que haya atesorado esa esperanza durante tanto tiempo. ¡Siempre os ha odiado tanto a los santos! Quizás era el instinto. Fue muy conveniente para todos que en el Tártaro recibiera una restricción que le impidiera matar a cualquier ser vivo. ¡Justo el día en que debía invadir la tierra de Atenea, nada menos, la guardiana del abismo derramó ese veneno sobre él!
—¿Tritos y Titania piensan igual?
—Ellos solo quieren sacarlo del ánfora donde acabó después de perder la paciencia y arruinar su propio plan. ¿Es lo que hacen los amigos, no? Ayudar a los suyos, no juzgarlos. Yo, por desgracia, debo ir un paso por delante, o más bien hacia atrás. Porque para poder prevenir el futuro, decidí contemplar el pasado. El auténtico.
—¿A qué te refieres?
—Lo único que puedo decirte es que sé qué ofreció el Hijo, usando a Orestes de intermediario, a cambio de despertaros. También sé del efecto que tuvo en el mundo, aunque de eso no puedo hablar con un simple mortal. Es por ese conocimiento que fui capaz de deducir todo lo que te he contado. Las acciones de uno de nuestros compañeros para mantener viva la llama del odio también me ayudó mucho.
—¿Has deducido todo esto? ¿Quieres decir con eso que no puedes probarlo?
—Ni una sola palabra —admitió Ío, sonriendo con honestidad—. Excepto que tanto nosotros como los miembros de vuestra alianza estamos bajo la influencia de Fobos, a la que pocos nos podemos resistir. Lo demás, en especial la parte en la que todo ocurre según los deseos del Hijo, son mis conclusiones respecto a los recientes acontecimientos. Si te las he contado ha sido porque dijiste creer en mis palabras. Conmoviste a este viejo. ¡Una buena forma de empezar una batalla a muerte!
De nuevo, Ío soltó una risotada, más larga, enérgica y entusiasta que la anterior. Aquel gesto, tan ajeno a la tragedia de la que había estado hablando, calmó en parte las dudas de Shun, quien esbozó una sonrisa serena.
—Sigo creyendo en tus palabras.
—Te lo agradezco, mi último rival. —Fuera cual fuera el resultado, Ío no tenía intención de seguir luchando ni creía que pudiera vivir para ver otra guerra. Emplear los dones divinos de Júpiter de nuevo podría ser el último acto relevante que realizara—. La anterior regente de Júpiter selló la Guerra del Hijo. Aisló todos los conflictos del resto de la Creación. Es por eso que nadie, a excepción de los Astra Planeta y el ejército del Hijo, siquiera recuerda una sola de las innumerables batallas que se libraron. Ella quiso salvar a todos los seres vivientes de la locura a la que estábamos abocados.
—También nos impidió conocer el peligro que se avecinaba —apuntó Shun—. Cuando esta batalla termine, no negaré al dios sin nombre ni los errores que cometimos unos y otros. Aceptaré el pasado, protegeré el presente y garantizaré el futuro librándome a mí y a mis hermanos del destino que aquel nos ha impuesto.
¿Morir o convertirse en el regente de Júpiter? Era la clase de dilema que los cinco eran capaces de rechazar para encontrar una solución alternativa. Pero Shun había decidido dar una respuesta incluso antes de escuchar la verdad oculta detrás de los últimos trece años. Porque era el camino que implicaba el menor derramamiento de sangre. Porque el santo de Andrómeda había decidido confiar en Ío.
—Puedes escoger el lugar donde nos enfrentaremos. Conoces la Esfera de Júpiter mejor que yo, incluso si esta te rechaza. No comprendo del todo que eso pueda ocurrir —admitió—, ya que este espacio tendría que ser una expresión de ti mismo.
—Lo fue hace una eternidad —dijo Ío—, pero empleé los dones de Júpiter para volver a convertirme en mortal. ¿Soy rechazado por mi antiguo yo, aquel que solo se comportó como un auténtico santo de Atenea el día en que vistió el alba, o por quienes me sucedieron, pasando por toda suerte de tragedias mientras eran perseguidas como el arma definitiva de los Astra Planeta? No lo sé. Al final, lo que prevalece es que no puedo someterla del todo. Hasta teletransportarme a otra ciudadela requeriría un esfuerzo titánico. ¿Estás seguro de lo que haces al permitirme elegir?
—Estoy seguro.
La sorpresa dominaba el semblante de Ío. ¡En verdad era un alma noble la de aquel hombre! Haciendo honor a tal confianza, el astral extendió la mano. Shun dudó por momentos, tal vez recordando que aquellos dedos dieron muerte a una versión de su hermano que luchó por protegerle, pero acabó accediendo. Entonces un aura cálida cubrió al santo de Andrómeda desde los pies a la cabeza, reparando cualquier daño sufrido en la Cámara de las Paradojas, renovando hasta la última pizca de cosmos.
Cuando se separaron, Shun estaba como si no hubiese luchado nunca ese día.
—Ninguno de los dos peleará con ventaja —juró Ío—. El Santuario sería un perfecto campo de batalla. Lo traje aquí porque la Esfera de Júpiter no interferiría con la tierra sagrada de Atenea, mas si me permites escoger, admito que preferiría no dañarlo.
—¿Cuántas veces debo repetirlo? Elige con libertad. Mi única petición es que nadie pueda encontrarnos. Esta será el último combate para ambos, pase lo que pase —añadió Shun, dejando claras sus intenciones—. Nadie más debe estar implicado.
Después de que Ío asintiera, los dos desaparecieron del lugar.
Notas del autor:
Ulti_SG. ¡Madre de Dios, qué chingawhat!
Típico, la auto-proclamada mejor recurso del Santuario es salvada por el que dicen que es el más fuerte del Santuario.
Esos son los momentos más duros de escribir con distintos grupos de personajes y escenarios. Mucho se ha dicho de que la típica historia de un protagonista que abandona su pueblo medieval y acaba enfrentando a Cthulhu en el corazón de una galaxia moribunda ya no se lleva, que ahora la moda es el estilo Una Canción de Hielo y Fuego con puntos de vista repartidos por todo el mundo, pero poco se habla del proceso de cuadrar la cronología y que los personajes se pongan al día. ¡Es todo un desafío! Para el escritor, los personajes, como regla general, solo tienen que hablar un rato.
Hugin sabe que lo importante es llegar al punto nuevo del mapa, que el regreso a casa ya lo organiza la historia cuando llegue el momento. Tal vez es por ser lunes, pero en un primer momento no estaba seguro de si te referías a Hugin u Orestes con eso de actuar solo cuando es conveniente. En defensa del micénico, él luchó en la Guerra del Hijo, no hay palabras para describir la clase de estrés post-traumático que eso debe provocar.
Un truco bastante conveniente y aún más efectivo para ahorrarnos arco de entrenamiento y más personajes en esta historia que de por sí tiene ya bastantes. Nada como el método Z (Antz) para convertirte en el único superviviente de una guerra.
El mejor nombre del mundo para una orden de guerreros sagrados.
Quizá los santos de Atenea prefieren pensar que el Hijo era un negado para las batallas, por esa mala suerte que tienen que siempre tienen problemas con los astrales.
¡Mientras tanto, en la fabulosa tierra de Hiperbórea el Gran Torneo de Artes Marciales Mitológicas da comienzo…! Nah, es broma, no hay tiempo para torneos. El símil Ío-Mufasa, Ikki-Simba y Lucile-Nala aún me hace sonreír. Esta Pirra es todo un caso, lleva muerta miles de años y aun ahora no deja de causar problema.
Se ve que Mithos ha crecido mucho desde que atestiguó la primera discusión entre estas dos santas de oro, en el lejano volumen Neptuno. ¡Bien por él!
En condiciones normales, Alcioneo y cualquiera que escuchara al bueno de Mithos ponerse amenazante, por una cuestión de tamaño. (¿¡Quién usaría un templo como sillón!?). Pero esto es Saint Seiya, la franquicia que inició con un muchacho japonés dándole la paliza de su vida a un gigante como Cassios. La altura no importa. Si no había tiempo para torneos, tampoco iba a haberla para un inesperado arco romántico sobre si Shaula está de acuerdo en que no importa lo grande que seas, sino lo que hay dentro, es decir, el cosmos. Porque la trama, inexorable, sigue avanzando.
Por lo que dice Alcioneo, sí, ¡se viene Ío de Júpiter!
