Capítulo 138. Choque heroico

Llegaron a una sala que parecía ser parte de Hiperbórea, a pesar de que estaba tan lejos de esta como del resto de los mundos que orbitaban en torno al corazón de la Esfera de Júpiter. Doce estatuas colosales delimitaban la espaciosa estancia, de mármol pulido con tanto esmero que la sola visión de aquellas obras transmitía las más intensas emociones: temor por la furia de aquel que sostenía el tridente, respeto por el sabio rey que dirigía el lugar con solemnidad, admiración por la reina que se abrazaba a este… Todas eran construcciones magníficas, aunque una debía destacar sobre las demás, pues un velo de luz impedía a los hombres contemplarla, para que no cayeran en la locura.

Eran los dioses a los que servían los Astra Planeta. Nueve tronos rodeaban el centro del salón, donde se hallaban Ío y Shun. Los asientos estaban dispuestos según el orden de los planetas: Plutón bajo Hermes, guía de las almas; Neptuno y Urano, mar infinito y cielo estrellado, estaban a merced de Poseidón y Atenea, enemigos eternos; las estatuas de Apolo y Artemisa regían Saturno, mientras que Zeus y Hera, las más regias obras, dominaban Júpiter. En aquellos sitiales se habían sentado los cinco Astra Planeta que los santos habían conocido, poco más de la mitad de tan poderoso grupo.

Más allá estaban los asientos de Marte y Venus, a la sombra de Ares, fuente de todos los males y conflictos, y Afrodita, de quien surgía toda forma de amor que mortales e inmortales pudieran imaginar. En medio de ambos, balanceando aquellas fuerzas opuestas, estaba el sitial del mundo, no solo el planeta habitado por los hombres, sino la naturaleza misma que abarcaba todo cuanto existe, siempre bajo el atento cuidado de Deméter. El último trono, Mercurio, no estaba bajo estatua alguna, ya que Hermes estaba lejos, representando el nexo entre el Olimpo y el Hades. Sin embargo, cerca aguardaba Dioniso, apartado del resto de inmortales voluntades; él era el señor del caos necesario, la gota de locura que cayó sobre la Creación.

—Creía que el monte Olimpo era gobernado por seis dioses y seis diosas —comentó Shun, notando en ese momento que había una estatua oculta tras el velo que impedía ver a Afrodita, la del orfebre de los dioses, Hefesto. No destacaba tanto como las demás, al carecer de la fuerza, sabiduría o belleza que podía intuirse en el resto de olímpicos con solo ver aquellas representaciones, pero seguía pareciendo algo más allá de lo humano: el arte que esas manos divinas podían crear, sobre todo cuando trabajaba para quienes ama—. ¿Dónde está Hestia, la diosa del fuego y el hogar?

Conmovido porque los santos de Atenea siguieran recordando a la más humilde de las diosas, Ío extendió ambos brazos en un amplio gesto.

—El Salón del Destino existe en honor a Hestia. Ella no disputó con Dioniso el duodécimo trono, porque ella es el lugar al que todos pueden regresar, sea bien o mal lo que haya en sus corazones. No necesita reinar sobre nada, con solo existir nos alienta. Es por ello que te doy las gracias, por permitirme tener un hogar en mis agitadas vidas. Como Hashmal de Leo, que traicionó a los falsos dioses, y como Ío de Júpiter, que traicionó la confianza de los verdaderos dioses al convertirse de nuevo en mortal.

Al tiempo que el astral bajaba los brazos, crecía el poder inconmensurable que neutralizó a Ikki en su faceta de león dorado. Shun aceptó el desafío, recubriéndose de un aura rosada que desató de inmediato las cadenas de Andrómeda

Chocaron dos grandes cosmos, distorsionando el espacio que rodeaba a los guerreros. La distancia entre estos, en el centro de la Sala del Destino, y los olímpicos se incrementó de forma súbita y de un segundo para el otro era imposible ver alguno de los nueve tronos de los Astra Planeta. Sin embargo, las estatuas de los dioses seguían siendo visibles, siempre lejanas, espectrales e igualmente hermosas, como si se hubiesen convertido en las constelaciones de aquel limitado universo.

—Aquí nadie nos molestará —aseguró Ío—. Este campo de batalla ha sido forjado por nuestras voluntades, no será fácil acceder a él ni a través de la teletransportación. Nadie va a ayudarte esta vez, Shun. Tu hermano está muy lejos.

—Tampoco a ti.

El cosmos de Shun llenó los alrededores de corrientes energéticas, las cuales salieron disparadas contra Ío a velocidad sideral. De forma repentina, el astral se vio rodeado por un aura vaporosa y difusa, semejante a una nebulosa que giraba conforme el prisionero trataba de liberarse, como nutriéndose de sus esfuerzos.

—Esto es la Corriente Nebular —informó Shun, serio—. Si sigues moviéndote, solo harás que crezca en intensidad hasta que se convierta en una tormenta que ni yo mismo podría detener. ¡La Tormenta Nebular! Reconoce tu derrota. Si Júpiter obedece a los sabios reyes del Olimpo, sin duda habrá clemencia para ti.

Tan pronto escuchó aquella propuesta, Ío ya no trató de zafarse. Se quedó quieto unos segundos, rodeado por un remolino de poder que seguía girando sin piedad. Shun observó al astral con detenimiento. Quizá en días pasados se habría alegrado de que un enemigo dejara de oponer resistencia, pero mucho había llovido desde entonces. Ahora el santo de Andrómeda podía ser consciente de que los previos intentos por romper las ataduras eran tan poco creíbles como la aparente rendición.

El regente de Júpiter avanzó, ignorando la fuerza de la Corriente Nebular, que crecía de forma constante para arrancarlo del suelo y despedazarlo en las alturas. Para lamento de Shun, una vez más tendría que ver manifestada la Tormena Nebular. Sintió formarse en su garganta otra advertencia, la cual dejó morir allí. Esa no era una batalla que pudiera evitar. Aquel era el combate que pondría fin a todos los demás. Debía luchar.

—A ti, Ares, te doy las gracias por mis aliados y mis enemigos.

Como si aquellas palabras fueran un mantra, la Corriente Nebular dejó de moverse un instante. Una energía eléctrica, despedida desde el cuerpo de Ío, cayó sobre los rosados vapores que lo rodeaban, extinguiéndolos. También el remolino que hasta el momento había atado los brazos y el cuerpo del astral como la más sólida de las cadenas se deshizo en un estallido de rayos. El cosmos de Shun había sido absorbido por el enemigo, más veterano en las artes de combate que ningún otro mortal.

El regente de Júpiter no dio tiempo a su potencial sucesor de procesar aquel revés. Se impulsó a la misma velocidad que le permitió derrotar a Itia, Ikki y Lucile, y logró enterrarle un puñetazo en el estómago. El cuerpo del apenas consciente santo voló como un meteorito hasta el lejano lugar donde estaba el trono de Venus. Aunque Shun se incorporó enseguida, Ío ya estaba enfrente de él, esperando.

—Afrodita, tú serás la tercera entre mis rezos. Porque amé y fui amado, gracias.

Eso fue lo último que escuchó el santo de Andrómeda antes de recibir una patada en pleno rostro. Ni los entrenados reflejos ni el saber que iba a ser atacado sirvieron para verlo venir. Simplemente, de un momento para otro, él volaba hacia el otro lado de la Sala del Destino, o más bien, del espacio inmenso que lo sustituía.

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Lejos del duelo destinado, en uno de los camarotes del Argo, Orestes trataba de compensar los errores cometidos en la batalla contra Titán. No pudo combatir a aquel ser. A diferencia de los santos convocados para someter a las actuales fuerzas del Santuario, él conocía demasiado bien el alcance del poder de un astral. Aquella certeza lo llenó entonces de terror y ahora lo hundía en la vergüenza. Debía hacer algo.

—¿Me permitiréis ayudaros, Suma Sacerdotisa?

Akasha permanecía recostada en una cama. El manto de Virgo estaba en el centro de la estancia en forma de tótem. La joven, como líder de la orden ateniense, había reunido el cosmos de demasiada gente para realizar la más grande de las proezas, y aquello había implicado un peso equivalente para el alma que esta exhibía como un arma, por no hablar de los posteriores esfuerzos que realizó para sanar a propios y extraños antes de aceptar el merecido reposo. Eso necesitaba, descanso, pero con solo verla Orestes podía intuir que lo que más deseaba eran fuerzas para moverse, levantarse y actuar.

—No me interesa tu dios sin nombre —dijo esta con decisión—. No me interesa ningún dios que no sea Atenea. Así ha sido siempre en el Santuario y así seguirá siendo.

—Como representante de Atenea, sois vos quien debe decidir si negociar o no con el comandante de los Astra Planeta —argumentó Orestes—. Ni Libra, ni Andrómeda, ni ningún otro santo pueden actuar en vuestro lugar. Lo que os ofrezco es la oportunidad de hacer lo que os corresponde hacer, de decidir lo que debéis decidir.

Ni siquiera el micénico fue capaz de ocultar cierto énfasis en al mencionar al santo de Libra, pero la Suma Sacerdotisa no pareció notarlo.

—¿A cambio de qué?

—Vos nos salvasteis de Titán, soy yo quien debe pagar un precio por ello.

El caballero calló, retrocediendo unos pasos. Deseaba dar tiempo y espacio a la Suma Sacerdotisa para pensarlo bien. Más allá de si había o no consecuencias reales en recibir ayuda, debía ser difícil aceptar el cosmos de aquel que la arrojó a una guerra junto a todos los seres a los que quería. A pesar del tipo de vida que el destino le ofreció, por la cual no veía mal alguno en una guerra si esta era por causas justas, Orestes pasó el suficiente tiempo entre toda clase de compañeros como para poder ponerse en el lugar de otro así fuera por un instante, como en ese momento.

Gracias al silencio que dominaba el sencillo cuarto, pudo remontarse al día en que viajó junto al Sumo Sacerdote para pactar con el dios del sueño. Durante ese tiempo, se abrieron las puertas del Tártaro y uno de los más abominables perros del Olimpo regresó a la Tierra para traer lo que siempre había traído: muerte y desolación. Ya que fue Orestes quien alejó del Santuario al único santo de oro, todo lo que aconteció en él era responsabilidad suya, por lo que aceptó el castigo que el Santuario le impuso. Pero era consciente de que aquellos trece años no tenían ningún significado para los santos, no había cambiado nada en absoluto, seguían al borde de una guerra que no comprendían, obligados a recibir la ayuda de un enemigo u otro.

«Y a veces hasta la ayuda de un aliado viene envenenada —reflexionó, sombrío, el príncipe de Micenas—. ¿Pensaba lo mismo de mí… Kanon de Géminis?»

Una sensación extraña recorrió el cuerpo de Orestes al recordar aquellos eventos. Era como formular una pregunta sin respuesta para luego no poder recordar ni siquiera la pregunta. Había algo mal detrás de la invasión, o tal vez del pacto con Hipnos…

—Acepto —dijo al fin Akasha, interrumpiendo las elucubraciones de Orestes.

La joven se levantó con esfuerzo hasta quedar sentada en el borde de la cama. Vestía el mismo uniforme de oficial que en el pasado usaba al viajar por el mundo: camisa blanca, guantes y pantalones y botas de un verde militar. Era un viejo regalo de Azrael que Sneyder dañó hacía mucho en un camarote como aquel. Ella lo había reparado casi sin darse cuenta, ya que no podía vestir a Virgo en esas condiciones.

—Acepto tu cosmos, para recuperarme y evitar otra guerra.

—Os lo agradezco —dijo Orestes, inclinando la cabeza en señal de respeto.

—Los santos no se unirán a ninguno de los dos bandos, nos quedaremos en la Tierra defendiéndola —reiteró Akasha—. Pero entiendo que tu deseo por ayudarme está más allá de esa guerra de la que tanto habláis. No, incluso de nuestros dioses.

—No hay nada más allá de los dioses —aseguró Orestes.

Poco después de haber dicho aquello, el caballero avanzó hacia Akasha y extendió ambas manos, con las palmas apuntando hacia abajo. El cosmos de Orestes, de un brillo tenue, descendió sobre la Suma Sacerdotisa, cuyos cabellos se mecieron como movidos por un viento suave. Él no era un sanador, pero ofrecer a otro las propias fuerzas era algo que no necesitaba aprenderse, simplemente se intuía, así como cualquier hombre solo necesitaba querer ayudar a alguien para poder hacerlo.

—Orestes.

—¿Os hago daño, Suma Sacerdotisa?

—No —dijo Akasha, cabeceando negativamente—. Solo creo que el Santuario nunca se ha disculpado por los últimos trece años. Al contrario, en su nombre te he hecho responsable de todo lo malo que ocurre, como si tuvieras elección.

—Mi presencia volvía al Santuario el objetivo de una guerra en el peor momento posible. Romper nuestro pacto fue una decisión justa y sabia. Es ese el tipo de acciones que el Sumo Sacerdote debe realizar para mantener la paz.

—Aun así, te pido que aceptes las disculpas de alguien que no tuvo la fuerza para cambiar nada entonces.

—Eso no significa que hayáis perdonado a mi dios.

Tanto como cálidas y honestas fueron las palabras de Akasha hasta entonces, igual de franca fue la réplica a aquella afirmación.

—Jamás lo haré.

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Las estatuas de los reyes parecían espectros tan lejanos como estrellas, a espaldas de Shun de Andrómeda, quien trastabilló para evitar caer de rodillas. Varias veces había sido golpeado con una fuerza que no había sentido nunca de ningún enemigo. No uno mortal al menos. Trató de hablar y en lugar de palabras salió sangre. La vista se le nubló por un valioso segundo en el que Ío estuvo a punto de impactarle.

—¡Ni siquiera en mi época eran tan eficientes! —exclamó el astral. Las cadenas de Andrómeda habían reaccionado a tiempo de frenar el puño—. Sigues en pie.

—¿Esperabas otra cosa?

—No. Es costumbre de los santos obrar milagros que desafían las restricciones que los hombres han impuesto. Mi velocidad es prueba de ello.

—¿Acaso es la velocidad de los dioses?

—Nada tan presuntuoso, solo es la velocidad del espacio.

—¿Del espacio? —repitió Shun, inseguro de haber oído bien.

—De forma natural, el espacio se expande más rápido que la luz; por bastante diferencia si tenemos en cuenta los albores del tiempo, caldo de nuestro vasto universo. Es lo mismo para mí, superar la velocidad de la luz no supone ningún reto. Es como respirar. En condiciones normales, puedo equiparar la velocidad de expansión inicial del universo, incluso superarla… —dijo el astral, llevándose al tiempo la mano hacia la herida sufrida en la pasada batalla, la cual lo limitaba—, bien lo supo tu hermano.

El puño de Ío y la cadena triangular chocaron de nuevo. Surgieron chispas de la zona del impacto, las cuales rebotaron en el suelo una y otra vez. El astral retrocedió y cargó contra la cadena circular, que lo hizo desviarse. Ambos movimientos dejaron más chispazos que se unieron a los demás, alimentándose unos a otros.

—¿Andrómeda se ha convertido en una armadura más sólida que los mantos zodiacales? —exclamó Ío, impresionado.

—En efecto —dijo Shun, descargando la Onda del Trueno sobre el rápido astral. Este logró esquivarla sin problemas, dejando a cada paso que daba más y más chispazos energéticos—. Atenea es la dueña de la Égida, el escudo que todo lo repele que antes pertenecía al rey de los dioses, Zeus. Uno de los tesoros que Caronte nos robó.

—¡Lamento eso!

La disculpa de Ío sonó apresurada, pues estaba esquivando en el aire la cadena triangular, que lo perseguía como una serpiente. Sin embargo, Shun no se confió ni un poco y mantuvo la otra cadena en posición defensiva.

—El icor de Atenea nos protege a los cinco. Gracias a ese regalo y nuestra voluntad, pudimos elevar nuestros cosmos más allá de todo límite, pero por encima de todo contamos con una protección única en el mundo.

—Los hijos de Gea también presumían tener armaduras indestructibles —comentó Ío—. ¡Ya que tienes un mundo al que regresar, sabes cómo acabó eso!

Aunque Shun no le había quitado la vista de encima en ningún momento, el astral desapareció del rango de visión y enseguida estaba por golpearle la cabeza con el puño cerrado, asemejando a un martillo. Las dos cadenas reaccionaron a la vez, repeliéndolo, pero al tiempo que Ío saltaba hacia atrás, las chispas que había estado desprendiendo allá por donde pasaba se proyectaron sobre el santo de bronce.

Cadenas de rayos recorrieron los más preciados recursos del manto de Andrómeda, confundiéndolos el tiempo suficiente para que Ío pudiera patear de lleno al ateniense. Este logró absorber la fuerza del impacto y permanecer de pie, para sorpresa del astral, e inmediatamente después pudo bloquear un segundo ataque empleando el brazo, si bien resintiendo un gran dolor por todo el cuerpo. Ambos se alejaron teniendo claro que ni el cosmos ni el manto de Andrómeda podía durar mucho más.

Chispas de Vida —dijo Ío al notar cómo Shun no dejaba de retroceder ante aquella energía eléctrica que se había formado alrededor del astral. Aunque el fenómeno empezó como meros chispazos, residuos de la lucha, ahora eran relámpagos que se unían entre sí en un radio creciente—. A un enemigo convencional lo desintegrarían. A un rival notable al menos lo inmovilizarían. En tu caso, parece que solo puedo aspirar a absorber los ataques que liberas con tanto descuido.

—¿¡Mis cadenas no pueden diferenciar mi cosmos de esos rayos!?

Si Ío tenía la respuesta a aquello, se la guardó para sí y reanudó el combate. Ahora Shun se veía obligado a centrar todos los esfuerzos en bloquear, evadir y retroceder. Los puños y las piernas del astral no debían alcanzarle más de lo necesario, y tampoco podía permitir que las cadenas volvieran a conectar con la energía que este iba dejando por todo el escenario sin más esfuerzo que el mero acto de moverse. Sin embargo, a pesar de tan desventajosa situación, el santo de Andrómeda estaba tranquilo.

«Si ese es todo el poder con el que cuenta, tengo una oportunidad.»

No le costó fingir que estaba desesperado, pues ni la impecable defensa de Andrómeda bastaba para los veloces ataques de Ío. Sintió los nudillos de aquel en el costado y los dedos, juntos entre sí como la hoja de una espada, golpeándole en el hombro de tal modo que creyó estar a punto de perderlo. No tenía que mentir, solo dejar que el dolor se manifestara en el semblante. Parecer derrotado.

Y en el momento propicio, contraatacar.

—¿No vas a dejar de sorprenderme en todo el combate, eh?

Sin que hubiese alguna razón para ello a simple vista, Shun se detuvo en el aire e hizo girar alrededor de sí las cadenas de Andrómeda a toda velocidad. Enseguida los rayos dispersos por todo el escenario se abalanzaron sobre el objetivo inmóvil, sin necesidad de que nadie se lo ordenase, pero esta vez no ejercieron ningún efecto sobre la defensa del santo. Todos y cada uno fueron desviados por una esfera de apariencia metálica.

—Ya veo. Así que haces que tus cadenas formen un espacio aislado. Nada mal.

Mientras las Chispas de Vida seguían chocando contra la defensa de Andrómeda, reforzándose aun entonces unas con otras, Ío apuntó hacia allí con la palma extendida. De esta, un pilar de luz surgió para atravesar el objetivo, aunque tal luminosidad no era más que una ilusión: el ataque, demasiado rápido, había sido ejecutado mucho antes.

Pero Shun, de algún modo, logró esquivar la mayor parte. Se había alejado dando un gran salto hasta estar a la altura de Ío, dejando atrás los rayos que lo asediaban. Dedicó un instante a revisar los daños: la hombrera izquierda había sido alcanzada por la extraña técnica, siendo desintegrada, y el daño parecía estar extendiéndose a lo largo de todo el manto de bronce sin que pudiera hacerse nada por evitarlo.

—Esquivaste la Luz Ley. Te felicito. —La mano de Ío, más rápida que el relámpago, aferró enseguida el cuello de Shun—. Si no tienes nada más que ofrecer, yo…

Un gran cosmos emergió desde todas direcciones. Entre los rayos que rebotaban sin control y los rivales y en el amplio cielo donde nada debía haber. Era un enorme poder capaz de abrir brechas en el tejido del espacio, la suma del sinfín de pizcas de energía cósmica que Shun había ido dejando conforme Ío lo golpeaba. El santo de Andrómeda había sido consciente de que el astral vería venir la trampa, así que decidió ocultarla, mandarla a otra dimensión a la espera del mejor momento. Sin duda, haber tenido a Kanon como aliado era algo que debía agradecer.

Ío reservó las ganas de reírse de sí mismo para otro momento y apretó con fuerza el cuello del santo, pero subestimó la resistencia del este, quien adrede lo había convencido de que eran los golpes recibidos lo que estaba agotando sus fuerzas. Shun pudo conservar la cabeza y vio cómo el cuerpo del astral era absorbido por la Tormenta Nebular más grande que recordaba haber conjurado.

Tal y como Shun había previsto, las Chispas de Vida no fueron a por él, sino que acudieron al rescate de Ío, preso de una nebulosa que amenazaba con ascender más allá de los cielos. Entonces, el santo de Andrómeda hizo que las cadenas se adelantaran a los miles de rayos, capaces de absorber y hacer suyos el cosmos de otros, interponiendo de ese modo una defensa esférica impenetrable entre Ío y la salvación.

—Debo hacerlo —tuvo que decirle al yo más joven y pacífico que seguía dentro de él, alimentando el sueño de un mundo en paz más allá de tantas batallas—. Debo.

Las cadenas giraron alrededor de la Tormenta Nebular, con la suficiente velocidad como para crear un espacio aislado tan grande como para contener a Ío y la tempestad. En el interior la presión debía haber crecido más allá de toda medida, en sintonía con la velocidad que Ío podía emplear para tratar de liberarse. Sobre la superficie, diez mil rayos eran desviados una y otra vez por la aparente esfera metálica, solo para luego chocar unos con otros en el aire y regresar con más fuerza y ahínco.

A cada segundo que pasaba, menos espacio podía cubrir el santo. El efecto de la Luz Ley ya había desintegrado las protecciones de los brazos junto al peto y empezaba a extenderse a las cadenas, así que Shun debía sustituir cada eslabón perdido con más y más cosmos. Al final, cuando solo quedaba el metal que delimitaba el campo aislado, supo que era el momento de realizar el último movimiento. Un gesto suyo bastaría para que lo que quedase de Ío acabara preso de una implosión cósmica.

Dudar un segundo le costó la iniciativa, pues cuando quiso alzar el brazo, no pudo. Más bien, cayó de rodillas sin poder oponer resistencia alguna.

—Esto… Esto es… ¿¡Arthur!?

El cielo parecía estar cayéndole encima. Todo en las alturas, desde los restos de Andrómeda hasta la energía, perdió la forma. La Tormenta Nebular se dispersó junto a las Chispas de Vida y en el centro de todo estaba Ío con el pecho descubierto y una herida abierta, la misma que Lucile e Ikki lograron infringirle en el pasado combate. Una corriente eléctrica surgió entre los dos extremos hasta cerrar el corte, dejando una desagradable cicatriz rodeada de quemaduras.

—Este es el Edicto del Rey, una de las cuatro fuerzas fundamentales que doblego a mi voluntad, la gravedad. —Como dando fe de tales palabras, Ío descendió con solemnidad a donde Shun no era capaz ni de tan siquiera levantar la cabeza—. Mi Luz Ley se ocupa de otra, aquella que mantiene la materia. No se limita a romper los átomos, lo que toca simplemente deja de existir. Dime, tú que creíste en mí y aceptaste mi desafío. ¿De verdad vas a morir de esa forma, decepcionándome?

Cada sílaba acrecentaba la presión gravitacional. Shun debía hacer un esfuerzo sobrehumano para no terminar de caer al suelo, que no se agrietaba únicamente porque así lo quería Ío. Después de todo, él había creado aquel campo de batalla.

—Ya no hay manto, así que ya no hay icor. Tu fuerza se ha agotado.

No es así —dijo Shun, dirigiéndose a la mente de Ío—. La Muerte ya desintegró nuestros mantos una vez, pero regresaron a la vida. ¡Siempre podrán hacerlo!

—Demuéstramelo entonces.

Sin piedad, Ío alzó la pierna y a punto estuvo de pisotear la cabeza de Shun, cuya frente no podía separarse del suelo. Pero en el último momento, este pudo esquivarlo. Entusiasmado por aquella proeza, el astral anuló el Edicto del Rey y lanzó cien puñetazos al ateniense, con la velocidad y la fuerza de los primeros ataques. El santo de Andrómeda evadió todos. A pesar de hallarse desprotegido, era ahora tan rápido como el regente de Júpiter, quien aún no se conformaba con lo que se veía.

—¡Muéstrame todo tu poder! —demandó—. ¡Solo entonces yo lucharé con todas mis fuerzas! ¡Adelante, muéstrame el milagro de Elíseos!

El cosmos de Shun no había cesado de crecer desde que el santo superó el Edicto del Rey, con el intenso color y la forma de una nebulosa. Cuanto más grande se volvía, más difusa era el aura que cubría al héroe. Se estaba volviendo incolora, o más bien, transparente, como un velo sagrado imposible de traspasar. Y en el interior de tamaña fortaleza, la bendición de Atenea y la voluntad de Shun se conjugaron para hacer renacer el manto de Andrómeda, ahora en su verdadera forma. El oro de la más dichosa raza de hombres la decoraba, ¡era uno de los cinco mantos celestiales!

Notas del autor:

Ulti_SG. Epic Rap Battle of History! The First Leo VERSUS The Last Andromeda!

Giro inesperado de guion: Arthur gana, porque él inventó el rap cuando su corazón empezó a latir. (Todos los créditos a Abe Lincoln VS Chuck Norris.).

Bromas aparte, sí, le piden muchas cosas a Ío, tantas que ojalá le pidieran las Esferas del Dragón porque hoy en día buscarlas es como robarle un caramelo a un niño.., sin ser el señor Burns. Lo bueno es que el astral al menos no piensa retenerlos en la zona para que participen en el Torneo de Artes Marciales Mitológicas. ¡Ya ves Arthur, se acabó el tiempo de los halagos! Pero no de los chismes, nunca acaba el tiempo de los chismes. Sí, sería muy pesado de mi parte hacerles leer la historia del pasado de los santos de oro de nuevo cuando hace poco tiempo que la leyeron dos veces. (Primero desde el puno de vista de Gestahl Noah y después desde el punto de vista de Ío de Júpiter.).

¿Andrómeda no se quiere sacrificar? ¡Subversión de las expectativas! Aunque se han hecho muchas cosas terribles en nombre de eso. Grandiosamente caras, pero terribles. Cada uno siente que podría resolver el problema a su manera, al parecer, así iniciaron tantas batallas y tantas guerras que acaso se pudieron haber evitado.

Como dijiste, todos son unos chismosos de campeonato. Vaya, ¿el Hijo es de esos genios que juegan al ajedrez en cuatro dimensiones? Porque si uno lo piensa, el hecho de que Caronte fuera liberado es lo que puso en marcha todo hasta ahora. Qué cosas.

¡Ningún santo de Atenea puede publicar Fake News en redes sociales!

Así es, ¡comienza la batalla más esperada del arco!

Who win? Who next?

Shadir. Me han dicho muy buenas cosas de la adaptación Sandman.

Sus personalidades chocan bastante. Escorpio es joven y explosiva, mientras que Lucile…, no son muchos los que pueden llevarse bien con Lucile, a decir verdad, pero en el fondo le gusta que Shaula no sea seria y solemne como los demás.

Así es. Me gusta la personalidad noble de Shun, capaz de sacrificarse por los demás de ser necesario, como cuando era avatar de Hades. No obstante, siento que algunas entregas lo malentienden como debilidad. Por ejemplo, las películas clásicas, donde Ikki tiene que salvarlo hasta de enemigos a los que derrotó previamente. Lo más seguro es que si Shun creyera que solo muriendo podría arreglar las cosas, lo haría, pero se encuentra más bien ante una bifurcación. Puede entregarle a Ío de Júpiter las llaves del futuro y puede también tomarlas para sí, traer la paz que tanto han soñado.