Lucharé a tu lado

Género: T.
Advertencia: Este fic es un Harry/Draco, shonen-ai, slash, yaoi... chico-chico, vamos. Si no te gusta, no lo leas.
Disclaimer: Harry Potter no me pertenece. Si Harry Potter me perteneciera, primero yo estaría nadando en dinero, y segundo Cho Chang no existiría.


Capítulo 14: Dos ejércitos

El reloj apenas marcaba las seis de la mañana. El sol ni siquiera había empezado a derretir la escarcha que perlaba la superficie del lóbrego patio interior de la antigua casa Ryddle, adonde asomaba la ventana del cuarto de Draco Malfoy. Hacía frío, mucho frío; no sólo era una húmeda madrugada de finales del invierno, sino que aquél enorme caserón no había conocido en su vida una maldita estufa en condiciones.
Hacía frío, pero Draco no lo sintió, ni siquiera cuando se desnudó y empezó a vestirse. No lo sentía porque el miedo que atenazaba su cuerpo ya era lo suficientemente glacial. Lo supo cuando sus dedos agarrotados fallaron al intentar abotonar su camisa: tenía miedo. Por unos instantes se flageló mentalmente, hasta que comprendió que sólo un insensato no tendría miedo en una situación como aquélla. Un insensato o (sonrió) un Gryffindor.
Durante un minuto simplemente se quedó allí, parado frente al espejo, dejando su mente divagar libremente. Imaginó que, en ese mismo instante, al menos un centenar de antiguos compañeros de Hogwarts estarían en su misma situación. Casi pudo ver a los miembros de la Orden del Fénix: Ronald Weasley besando por última vez a Hermione, su tez pálida contrastando furiosamente con su cabello rojo; Longbottom, colocándose la túnica con dedos temblorosos; Lovegood, pensando en quién sabe qué criaturas asombrosas e irreales, mientras irradiaba aquella especie de distraída calma que formaba parte de su personalidad.
No serían los únicos en prepararse en esa fría mañana: los mortífagos también lo harían. Y, entre ellos, los miembros del Ejército de Potter (agh, al final hasta a él se le había pegado el maldito nombrecito).
Draco se sintió reconfortado al imaginar el gesto de obstinación de Pansy, las mandíbulas apretadas de Blaise, y a Warrington, Montague y Pucey intentando controlar el temblor que sacudía sus músculos de jugadores de quidditch. A pesar de que siempre se había considerado autosuficiente, estaba bien saber que no estaba solo.
Sonrió para sí mientras terminaba de vestirse, ajustándose el nudo de la corbata con gesto firme y seguro. Si iba a morir, al menos lo haría bien vestido. Alzó una ceja en dirección a su reflejo: con su corbata verde y plateada, su camisa, su jersey y sus pantalones del colegio, casi se sentía como en su vieja habitación de las mazmorras de Slytherin. Cuando se colocó su túnica, su querida túnica con el forro verde y el escudo de la serpiente destacando con osadía en el pecho, jugó a imaginar que era un día cualquiera en Hogwarts, y que lo más peligroso que tendría que evitar en las siguientes horas sería el caldero de Neville Longbottom en clase de Pociones.
Con un suspiro de resignación, echó sobre sus hombros la fina túnica negra de los mortífagos, cerrándola con cuidado para que nadie viera que, debajo, llevaba su ropa de Hogwarts. Cuando volvió a mirarse en el espejo, para descubrir a un aristocrático y perfecto seguidor de Voldemort, se rompió el hechizo. No estaba en Hogwarts ni era un día cualquiera. Era el día de la batalla final, el día decisivo. El día en el que Harry o él mismo podían caer muertos.
En ese instante, algo vibró suavemente en su pecho. Draco volvió a sonreír: el dormilón Gryffindor se había despertado, por fin. Besó el medallón de su madre, y lo contempló durante unos segundos, con cariño, no tanto por lo que era sino por lo que significaba.
Un rayo de sol penetró en la habitación y se reflejó en el espejo. Los ojos de Draco miraron distraídamente el horizonte a través del cristal inmaculado de la ventana. Ya no había vuelta atrás: antes de que el astro volviera a ocultarse, la balanza se habría inclinado indefectiblemente hacia uno de los dos bandos.
Quedaba por adivinar cuál.
Un murmullo, apagado pero audible, de gente que empezaba a abandonar sus habitaciones, llegó a sus oídos. Apretó el medallón una vez más, y después se lo guardó dentro de la camisa. Ocurriese lo que ocurriese aquel día en el Ministerio de Magia habría merecido la pena, decidió mientras agarraba el pomo de la puerta y lo hacía girar lentamente. Incluso no volver a ver amanecer un nuevo día merecería la pena si moría intentando conquistar un futuro mejor, un futuro junto a Harry.

Bajó lentamente los escalones de Grimmauld Place. Se sentía ingrávido, probablemente porque sus piernas habían adquirido la consistencia de la gelatina. Los nervios, el hecho de no haber podido pegar ojo en toda la noche... el miedo. Todo se mezclaba en un cóctel explosivo que le hacía temer que, cuando llegara la hora de la verdad, sus dedos estuvieran tan paralizados que ni siquiera pudiera echar mano a la varita.
Una docena de pares de ojos se clavaron en él en cuanto puso un pie en el salón. Rostros tan nerviosos como el suyo propio. Remus, Arthur, Molly y Tonks le miraban con preocupación. Ron estaba blanco como la cera y Hermione apretaba su mano, sin saber si lo hacía para tranquilizar a su novio o para tranquilizarse a sí misma. Fred y George tenían el semblante inexpresivo. El rostro de Neville mostraba un color más bien verdoso, y Luna, con los ojos abiertos de par en par, leía despreocupadamente un número de El Quisquilloso. El azul intenso de Ravenclaw destacaba entre el rojo que adornaba las túnicas de sus compañeros.
- Buenos días –saludó en un hilillo ahogado de voz.
- Buenos días, Harry –respondió al unísono un coro de alegres voces, intentando aparentar un ánimo que no sentían.
Y al instante sintió todas aquellas miradas examinándole, evaluándole... una muda pregunta se formó sobre sus cabezas¿sería aquél chico de diecisiete años y aspecto nervioso capaz de vencer al legendario y todopoderoso Lord Voldemort? Casi percibió la ansiedad de todos cuando, en aquél momento con más intensidad que en ningún otro, comprendieron que sus vidas estaban en manos de él... sólo de él.
- ¿Qué quieres desayunar, Harry? –preguntó rápidamente Molly, poniéndose en pie.
- No tengo hambre, gracias –declinó el joven Gryffindor. Y, por una vez, la matriarca Weasley no insistió. Al mirar la mesa, descubrió que la mayoría de los presentes no había comido nada. Era de esperar.
- Los demás están al llegar –informó Lupin.
Harry asintió con la cabeza, demasiado nervioso para hablar. Al pensar en lo que le esperaba, las náuseas empezaron a invadir su estómago. Salió del comedor, siendo inmediatamente reconfortado por la soledad y oscuridad del vestíbulo.
Durante dos años había imaginado cómo sería aquella mañana. En sus días depresivos pensaba que ni siquiera sería capaz de levantarse de la cama de puro terror, mientras que en otras ocasiones se veía a sí mismo encabezando la lucha con un valor y una temeridad más propios de un guerrero homérico que de un mago adolescente. Ni un extremo ni el otro: el miedo paralizaba su garganta pero no su cuerpo. Y además de miedo había algo más, algo que le costó tiempo identificar.
Alivio.
Alivio porque era la primera vez en mucho tiempo que salía de Grimmauld Place para algo que no fuera asistir a un funeral. Porque Harry se había hecho un experto en funerales en aquél último año.
Primero, Dean Thomas, una muerte inesperada que les golpeó con brutalidad, advirtiéndoles de que había empezado la guerra. Se arriesgó a ir al Callejón Diagón, y pagó por ello. Dos mortífagos de su edad le acorralaron y le asesinaron. Seamus pudo escapar de puro milagro, y contó a todo el que quiso oírlo que sus atacantes eran, nada más y nada menos, que sus antiguos compañeros de libros, Gregory Goyle y Vincent Crabbe. Harry tuvo que aprender a poner cara de póquer cada vez que alguien insultaba a los Slytherin y se preguntaba qué estaría haciendo "ese maldito hijo de Lucius Malfoy, probablemente el jefe de esos asesinos".
Dean fue el primero, pero ni mucho menos el último.
En rápida sucesión, vinieron Viktor Krum, Bill y Percy Weasley. Viktor murió tratando de defender a su director, al que Voldemort mandó matar por renegado y cobarde. Hermione le lloró, y Ron tuvo la delicadeza de consolarla y no abrir la boca.
Días después fue Hermione la que tuvo que consolar a su novio. A Bill le habían matado en Gringotts, cuando se negó a abrir las cámaras a los mortífagos. Percy estaba por allí, ayudando a una inspección rutinaria del Ministerio. Lo último que se supo de él, y lo que ayudó a limpiar la memoria del odiado Weasley, era que los dos hermanos habían muerto luchando hombro con hombro, dignos como su padre e indomables como su madre.
Y después... Harry apretó los puños al recordar la muerte de Dumbledore. No sabía qué le horrorizaba más, si su asesinato en sí, o el hecho de que sabía que había sido Draco Malfoy el que lo había perpetrado. Casi podía escuchar al director suplicando a Draco que le matase... la indecisión del Slytherin, su culpabilidad después...
En momentos Harry había rogado por poder enfrentarse a Voldemort de una vez con todas. Pero, aunque los mortífagos habían efectuado multitud de escaramuzas a lo largo del año, su jefe no se había dignado a aparecer. Nadie fue tan insensato para pensar que Voldemort les tenía miedo. Más bien, el líder de los mortífagos sabía que su ejército aún no estaba preparado. Porque esta vez no habían recibido el apoyo de otras criaturas, ni siquiera los gigantes y los hombres lobo se habían decidido a respaldar masivamente a Voldemort. Los únicos que les apoyaban incondicionalmente, los dementores, habían acabado por ser expulsados al comprobarse que todos los miembros de la Orden sabían defenderse de ellos y que, desesperados, los horrendos seres habían empezado a sorber las almas de los propios mortífagos.
Así pues, la guerra había empezado, pero se podía decir que los dos generales todavía no habían entrado en batalla. A nadie le extrañaba. Hacía tiempo que Harry había descubierto que, en el fondo, todos no eran más que piezas en el tablero de ajedrez en el que Dumbledore y Voldemort llevaban jugando desde hacía décadas. No le consoló saber que, llegado el momento, el director no había dudado en sacrificarse a sí mismo y dejar que Harry continuase la partida. Le aterraba y asqueaba saber que ahora él quien tenía que decidir quién era sacrificable y quién no.
- ¿Nervioso?
La voz le sobresaltó. Girándose bruscamente, descubrió a Ginny Weasley mirándole desde el último escalón.
- No vuelvas a hacer eso –masculló entre dientes, sosegando su respiración.
Ginny le sorprendió con una alegre y cristalina carcajada, y Harry la miró con admiración. La pequeña de la familia había resultado ser la más astuta de todos los hermanos, con una audacia que a veces rayaba la temeridad. Su rostro rebosaba inteligencia, y también algo de rebeldía. No podía ser de otra forma: única chica de un clan de varones, todos mayores que ella para más inri, Ginny había tenido que desarrollar sus propias estrategias de supervivencia.
Y Merlín era testigo de que lo había conseguido.
Salvó la distancia que le separaba de Potter y le besó en la mejilla, un gesto que le prodigaba a menudo con seguridad y también con algo de timidez. Pese a todo, Ginny no podía olvidar que hacía unos años había estado perdidamente enamorada de aquél mito viviente que era Harry Potter. Y, aunque pronto decidió intentar olvidarle con la inestimable ayuda de las decenas de chicos que se postraron a sus pies en cuanto superó la etapa infantil, en su fuero interno sabía que la esperanza de que él se fijara en ella se había mantenido latente hasta el día en el que un ruborizado pero feliz Harry le había confesado que su corazón ya tenía dueño, y que ese dueño era varón, rubio y Slytherin.
Para asombro de Harry, Ginny no se alteró, ni fingió haberle escuchado mal, como había hecho la mayoría de los que sabían su secreto. Con naturalidad, se quedó unos segundos pensativa y después declaró que, en su opinión, Harry tenía muy buen gusto. A su hermano casi le dio un infarto, y, desde ese momento Ginny se convirtió en una de sus más íntimas amigas, y a menudo se encontraba hablando con ella y con Hermione de temas que Ron ni siquiera podría imaginar.
- No te preocupes, héroe –le tranquilizó Ginny, percibiendo el miedo de Harry, la carga que pesaba sobre sus hombros- sabes que estaremos contigo. Tú sólo tendrás que derrotar a Voldemort y llevarte toda la gloria.
Harry correspondió, muy a su pesar, a la burlona sonrisa de Ginny.
- ¿Sólo? –repitió, en el mismo tono que ella-. En tal caso, no sé por qué me preocupo tanto.
- ¿Es ironía lo que detecto en tu voz? –exclamó Ginny falsamente asombrada-. Ten cuidado, niño que vivió, o acabarás tiñéndote el pelo de rubio platino y yéndote a vivir a las mazmorras de Slytherin.
- Bueno, supongo que a Draco le gustaría la perspectiva.
- A Draco no sé, pero Snape te recibiría encantado. Por fin tendría un buscador de calidad para su equipo... –terminó Ginny con una sonrisa ladina en los labios.
- Cuidado con lo que dices, Weasley, si no quieres chupar banquillo durante lo que nos queda de temporada –bromeó Harry, apuntándola con el dedo.
- No la tomes con ella, Harry –intervino una nueva voz a sus espaldas.
Los dos jugadores se giraron, y descubrieron a Fred y a George, apoyados con indolencia en la puerta de la cocina.
- Ginny es una jugadora inexperta, y todavía no sabe que no hay que meterse con el buscador de Slytherin.
- Sobre todo si es el novio del capitán de tu equipo –remató Fred.
- Además, Ginny –terció Ron, saliendo al vestíbulo junto con Hermione- meterse con Malfoy no tiene gracia si él no está delante. Te lo digo por experiencia.
- Tú no estés tan confiado, pequeño Ronnie, aún no hemos terminado de burlarnos de ti y Hermione –intervino George, mirando a su hermano pequeño.
Ambos dirigieron una sonrisa de desafío a los gemelos.
En ese momento, alguien apareció por la red flu. El inconfundible tono de voz de Ernie Macmillan se dejó escuchar en Grimmauld Place. Harry se alegró al comprobar que había acudido. Ernie podía ser pretencioso, pero hacía tiempo que sabía que podía confiar en él.
Detrás de él vino un numeroso grupo de Hufflepuffs, entre ellos Justin y Hannah, y un grupo de antiguos alumnos mayores que ellos pero que se habían unido a la lucha para vengar a su fallecido líder, Cedric Diggory. Pronto Grimmauld Place se vio sofocado de túnicas amarillas, al tiempo que Harry comprobaba con alegría que todos los tejones de la Orden habían respondido a su llamamiento.
Minutos después, otra oleada de alumnos, esta vez de Ravenclaw, empezó a surgir de la chimenea. A Harry no le costó imaginarse a McGonagall, nueva directora de Hogwarts, haciendo pasar a todos su alumnos a Grimmauld Place a través de la chimenea. Porque Hogwarts se había convertido en el punto de reunión más lógico y seguro para todos los miembros de la Orden del Fénix que no vivían en Grimmauld Place.
Pensativo, Harry saludó con un ademán a las hermanas Patil, que habían venido juntas a pesar de pertenecer a diferentes casas, a Roger Davies y a Anthony Goldstein. Todos, alumnos y ex-alumnos, iban vestidos con sus túnicas de Hogwarts. Ya que la Orden no poseía ningún uniforme en concreto, había sido idea de su Guardián el que todos fueran vestidos como en sus tiempos de colegio. Una idea que perseguía una finalidad secreta, aunque, por supuesto, nadie excepto sus más íntimos la sabían.
Molly Weasley se entregó con rapidez a la tarea de acomodar a todos esos chicos antes de que llegaran los Gryffindor. Lupin dejó pasear su mirada por la sala, sus ojos tristes contrastando con el barullo que armaban las decenas de jóvenes magos.
- ¿Preocupado, Remus? –le sorprendió la voz grave y serena de Arthur.
Remus se sobresaltó. Mirando al Weasley, sonrió.
- Sí, pero no por mí –suspiró.
- Sé a lo que te refieres –repuso tranquilamente Arthur, y, de repente, Remus recordó que aquél hombre estaba a punto de contemplar cómo cinco de sus hijos, su mujer y él mismo, marchaban a una guerra en la que sus dos retoños restantes habían perdido la vida. Se maldijo a sí mismo por su falta de delicadeza.
- No me refiero a eso –repuso rápidamente-. Quiero decir... la mayoría de ellos no tienen ni dieciocho años y ya son casi todos aurores.
Tonks, a su lado, emitió una exclamación sarcástica.
- ¡Y pensar que yo estuve tres años entrenándome! Y lo mejor de todo, Remus, es que sus habilidades superan a las mías de largo.
- Excepto en metamorfosis –replicó cariñosamente Remus.
Tonks le dirigió una sonrisa.
- Excepto en eso.
En efecto, inflingiendo flagrantemente las normas que él mismo había impuesto, saltándose la normativa de los EXTASIS y el criterio de edad, el Ministerio de Magia no tuvo más remedio que otorgarles el título de auror a Potter y sus amigos.
Era uno de los mayores orgullos de Harry, y uno de sus mayores logros como líder. El Ejército de Dumbledore había continuado incluso cuando el director volvió a la escuela, sólo que, una vez pasados los TIMOS, Harry decidió cambiar la temática del ED. En vez de practicar ejercicios de EXTASIS, se dedicaron a ejercitarse en las materias que les hacían falta estudiar para convertirse en aurores. Ninguno de los miembros del ED esperaba entonces ganarse la vida así, simplemente sabían que, tarde o temprano, tendrían que enfrentarse a los mortífagos.
Cuando Harry cumplió diecisiete años, Dumbledore decidió que los miembros del ED se entrenasen en serio con el objetivo de formar parte de la Orden del Fénix. Aquél verano, no sólo sus antiguos compañeros aceptaron someterse a un intensivo entrenamiento, sino que el ED se expandió como una gota de aceite con la incorporación de hermanos, primos, o el amigo de algún amigo. Incluso empezaron a llegar ex-alumnos, y el mismísimo Oliver Wood se presentó un día ante Dumbledore, argumentando que era más importante derrotar a Voldemort que ayudar a los Puddlemere United a ganar la liga.
Aquél verano todos se emplearon a fondo, los profesores más que nadie. Horace Slughorn cubrió el hueco que había dejado Snape, que oficialmente había regresado a los brazos de Voldemort, aunque tanto Harry como Ron y Hermione sabían la verdad. Tonks les ayudó con algunos ejercicios difíciles. Y Remus comprobó complacido que nadie tenía problemas en Defensa contra las Artes Oscuras.
A principios del séptimo año, un Ministerio que cada vez se veía más entre la espada y la pared tuvo que aceptar las peticiones de un Albus Dumbledore cada vez más exigente. Bien mirado, no podía seguir negando el hecho de que tenía a casi un centenar de jóvenes magos entrenándose por su cuenta. Y, cuando la mayoría de ellos logró pasar sin problemas el examen oficial de auror, el primero de ellos Harry Potter, el jefe de los aurores del Ministerio tuvo la decencia de sonrojarse, abochornado ante el hecho de que un puñado de críos hubieran alcanzado ya su mismo nivel en tan sólo un par de años de estudio, cuestión que se agravaba si se tenía en cuenta que más de la mitad de ellos ni siquiera se había graduado oficialmente en Hogwarts ni habían cursado sus EXTASIS. El título de auror era tan sólo un certificado que probaba que sabían defenderse de los magos tenebrosos, pero ni la mitad de los miembros de la Orden pensaba ejercer como tal en el Ministerio. Simplemente, les reportaba ventajas evidentes, como poder lanzar maldiciones imperdonables sin temor a castigos, y además evitaba que el día de la lucha final los aurores del Ministerio les impidieran participar en la batalla, cosa que Harry creía poco probable si se tenía en cuenta que la mitad de ellos se echaban a temblar si escuchaban el nombre del Señor Tenebroso.
Dumbledore lo había dejado todo atado y bien atado antes de morir. Al final, los viejos temores de Fudge de habían cumplido, y el director de Hogwarts había conseguido formar un sólido y fiel ejército. Y aquéllo era sólo el principio. Antes de morir, el viejo director se había asegurado de que, tras la muerte de Voldemort, sus amigos del Ministerio auparan a uno de sus más leales seguidores al puesto que actualmente ocupaba Rufus Scrimgeour.
La llegada de los Gryffindor sacó a Harry de sus pensamientos. Se alegró de ver a las tres ex-jugadoras del equipo de quidditch junto a las que tantas veces había jugado: Alicia, Angelina y Katie. La ex-capitana le saludó con una ruda palmada en la espalda.
- ¡Eh, Harry, no te atrevas a fallar hoy! –le advirtió-. Aún te queda un partido contra Slytherin, y quiero que consigas el récord de no perder jamás contra ellos.
- Lo intentaré, Angelina –murmuró Harry con una mueca de dolor.
Remus Lupin se puso pesadamente en pie, y al instante todos los jóvenes magos enmudecieron. Era un secreto a voces que, aunque Harry había tomado el relevo de Dumbledore como Guardián de la Orden, era Lupin el que tomaba las decisiones y aconsejaba a su aventajado pupilo.
- Buenos días –empezó con su habitual tono cordial y didáctico-. Me alegra ver que habéis venido todos y que nadie se ha echado atrás. Los miembros más antiguos de la Orden y yo os damos las gracias porque os hayáis prestado a luchar y a apoyar a Harry en estos momentos tan decisivos.
Lupin paseó su mirada por la marea roja, azul y amarilla que le observaba con atención. Arthur, Molly y Tonks se reunieron con él.
- Lord Voldemort se propone atacar el Ministerio de Magia –declaró, y un murmullo excitado corrió por la sala, pues casi nadie sabía cuál iba a ser el objetivo de los mortífagos-. Por supuesto, no es más que una excusa para atraer allí a Harry, pero procurará llevarse por delante al mayor número posible de miembros de la Orden.
Molly le dirigió una mirada airada, asombrada por su crudeza, pero Arthur asintió en silencio, aprobador. Todos sabían a qué se estaban enfrentando, y no merecía la pena intentar negarlo.
- No obstante, tanto ellos como nosotros sabíamos que todo esto sólo terminaría el día que Harry y Voldemort se vieran las caras frente a frente –Remus hizo una pausa, durante la cuál Harry sintió cómo todas las miradas se clavaban en él. Repentinamente empezó a dolerle la cicatriz, y supuso que también Voldemort estaría arengando a sus tropas en aquél preciso instante. Imaginar a Draco escuchando a su señor mientras fingía serle fiel le hizo sentir mejor-. El Ministerio es un lugar tan bueno como cualquier otro, y Harry nunca ha estado tan preparado como hoy, así que vamos a aceptar la invitación de los mortífagos... y vamos a solucionar de una vez este conflicto que ya ha durado demasiado tiempo.
Sincero, demasiado quizá, pero sin ambages y mentiras. Remus presentó la realidad tal y como era: Harry era el único de quien dependía el éxito de aquél día. Los demás tan sólo eran una apoyatura, un cordón que le protegería en espera del momento clave.
- Los veteranos ya están rondando el Ministerio. Todos los trabajadores han sido avisados, Scrimgeour el primero. Si alguno se ha arriesgado a ir hoy allí, sin duda los mortífagos le matarán en cuanto tomen el edificio. Ojoloco ya está allí, y dará la señal de alarma cuando empiecen a aparecer los mortífagos. Entonces llegaremos nosotros. Yo dirigiré a los miembros veteranos, mientras que Harry será vuestro jefe. Pero lamento deciros que el peso de la lucha deberéis llevarlo vosotros.
Un escalofrío general recorrió al grupo, aunque la mayoría ya se lo esperaban. Al fin y al cabo, ellos triplicaban de largo el número de los antiguos miembros de la Orden.
Harry tosió, y todas las miradas se volvieron hacia él. Empezó a hablar, inseguro, recordando los inflamados y apasionados discursos de Wood.
- Cuando lleguemos allí, nuestro objetivo será abrirnos paso a través del Ministerio en dirección a Voldemort –un estremecimiento generalizado recorrió la sala, a pesar de que, por imposición de Harry, todos llamaban ya al brujo por su nombre-. No quiero heroicidades ni sacrificios vanos, limitaos a avanzar. Y tampoco quiero... –bajó la voz, titubeando un poco- que mostréis ninguna compasión. Hoy nos jugamos no nuestras vidas, sino las de todos los seres humanos. Los hechizos aturdidores y paralizantes nos han servido bastante bien hasta ahora, pero hoy no podemos permitirnos ni un solo fallo. Entendéis lo que quiero decir¿verdad?
Un murmullo de asentimiento se elevó del grupo. Harry les miró, satisfecho aunque algo culpable. Al fin y al cabo, había obligado a todos y cada uno de aquellos chicos a practicar la maldición asesina con insectos y pequeños animales hasta que estuvo seguro de que sabían lanzarla bien. En lo que a la formación de sus compañeros se refería, Harry era implacable.
Pero los mortífagos, aunque en ocasiones lo parecieran, no eran insectos ni animales sino personas. Dejó pasar unos segundos para que todos se amoldaran a la idea de tener que matar seres humanos. Después, siguió hablando.
- Quizá en algún momento tengamos que dividirnos, y, aprovechando que ya estamos divididos por casas, lo haremos así. Para no perder valiosos segundos de tiempo en el Ministerio, os diré quiénes os dirigirán en caso de tener que separaros de mí. En mi ausencia, Ron, Hermione, Ginny y Neville dirigirán a los Gryffindor. Ernie, Hannah, Justin y Susan a los Hufflepuff. En cuanto a Ravenclaw, lo harán Anthony, Terry, Roger y Luna.
Un murmullo nervioso se extendió por las filas azules. Luna, que estaba leyendo El Quisquilloso en una esquina, levantó la cabeza.
- ¿Yo, Harry?
- Tienes mi total confianza, Luna –confirmó el Guardián de la Orden con una sonrisa.
Luna le dirigió una de sus miradas de extrañeza.
- ¿Qué tenemos que hacer exactamente?
Harry simuló no escuchar los suspiros exasperados de sus compañeros.
- Ayudarme a matar a Voldemort –explicó con sencillez.
- Ya –replicó Luna sin inmutarse-. Y supongo que no podremos valernos de la ayuda de los snorkacks de cuerno largo.
- No –repuso suavemente Harry- ni de los de cuerno arrugado tampoco.
- Los de cuerno arrugado no se acercan a las personas, por eso nos está costando tanto atrapar uno... –suspiró con resignación Luna mientras guardaba la revista y sacaba su varita.- Los de cuerno largo son mucho más agresivos y nos serían muy útiles, pero si preferís luchar sin su ayuda... qué remedio.
Roger Davies miró a Harry con horror, pero éste le hizo caso omiso. Precisamente Luna Lovegood era la Ravenclaw que más confianza le merecía.
- Tengo algo más que añadir –intervino suavemente, llamando de nuevo la atención de todos-. Puede que, en algún momento de la lucha, os pida algo extraño...
- ¿Algo como qué? –intervino Seamus.
- No os lo puedo decir ahora, porque pondría en peligro todo el plan. Sólo os pido que, llegado el momento, tengáis plena confianza en mí.
- Por supuesto –añadió Neville, y miró a su alrededor, como desafiando al resto a llevarle la contraria. Nadie lo hizo. De todos era conocida la implacable lealtad que Neville Longbottom profesaba a Harry.
Repentinamente, se escuchó un ruido sordo, y Kingsley apareció en la habitación. Al mirar su rostro, todos adivinaron las noticias que traía.
- Los mortífagos ya están en el Ministerio, Remus –anunció, impaciente.
Todos se pusieron en pie. Remus cruzó una mirada con Harry, quien asintió.
- La batalla final ha comenzado –murmuró Harry, y, súbitamente, comprendió que llevaba toda su vida esperando ese momento.
La Orden del Fénix abandonó Grimmauld Place, rumbo al Ministerio de Magia, que iba a tener el dudoso honor de convertirse en el campo de batalla sobre el que se batirían a muerte dos ejércitos, dos ejércitos que derramarían hasta la última gota de su sangre por proteger a su respectivo líder hasta que llegara el momento en el Harry Potter y Lord Voldemort libraran su último, definitivo y mortal enfrentamiento.


Nota: Bueno, pues he vuelto :P A pesar de haber estado sin conexión os puedo asegurar que no he perdido el tiempo y ya tengo el fic casi escrito, intentaré publicar un capítulo cada día para no cansar al personal xD Bueno, gracias por los comentarios que me habéis dejado mientras estaba fuera, y espero que esa lectura no decaiga. ¡Nos vemos!