Había misterios que ni la ciencia misma era capaz de explicar, y menos resolver. Por más que lo intentase, Satomi seguía sin encontrarle sentido a la súbita aparición que rodeó a su socio y quasi jefe el día de la creación. Si realmente lo que diferenciaba a la cualidad de crear vida y así no hacer era una mano divina, Reijiro se había convertido en dios durante breves segundos.
Su salud psicológica no aguantaría más de aquel martirio. Debido a la negativa de Muraki de sacar más muestras de sangre a su mujer, tuvo que robar dosis anónimas sustraídas de los bancos públicos del hospital. Incrementada la presión de mezclar genes provenientes de personas completamente desconocidas, la extorsión y finalmente amenaza dieron sus frutos, logrando desarrollar otra vez en el completo secreto una nueva vida, aunque el científico debía reconocer que sus logros se debían más bien a un golpe de suerte o caprichos del azar.
Había creado a la solicitada niña, mas a medida que los días pasaban, el código genético se llenaba de lagunas técnicas, derivando en consecuencias impredecibles.
Muraki observaba desde su posición en el laboratorio el cuerpo de la criatura. Su aspecto externo era aparentemente normal, pero las teorías acerca del más que posible desarrollo de malformaciones futuras eran demasiado contundentes como para ser ignoradas.
- ¿Cuáles son las estimaciones más fiables? – preguntó.
Satomi se colocó las gafas sobre la tez grasienta y fatigada, revisando por última vez los informes que había elaborado.
- Es imposible saberlo con certeza, Doctor, pero podríamos hablar de envejecimiento acelerado y sin control posible. En el primero logramos frenarlo, pero mucho me temo que no podremos hacer nada por evitarlo en ella.
El líder de aquel suicidio ético decidió poner fin a la pesadilla. Supo que ya con haberle asegurado a su hijo una vida corriente debía sentirse satisfecho. La ambición de tener una niña que completara las ansias maternales de su mujer no sería cumplida.
Había llegado demasiado lejos, y temía rebasar aún más el límite.
- Será un riesgo que correr. Sácala de la cámara, voy a entregarla.
- ¿Entregarla? – repitió, incrédulo.
El médico asintió. Se lavaría las manos del asunto haciendo que sus contactos metieran a Satomi en la Universidad Shion. Bajo el departamento de Experimentación y Clonación Humana nadie le tomaría en serio si se le ocurría irse de la lengua más de lo necesario. Aunque la realidad superara normalmente a la ficción, el prestigio de su familia siempre estaría por encima de las especulaciones de un don nadie con dudoso currículum.
- Tus servicios han sido aceptables, Satomi. Acude mañana a primera hora a esta dirección, he hablado con el director, si les convences podrás tener una bacante como profesor adjunto.
Incrédulo, éste sostuvo la tarjeta entre los dedos.
- ¿Y qué haremos con todo esto¿Es que no vamos a contarle al mundo nuestros logros?
Muraki le dirigió una mirada tan fría y soberbia que consiguió helar sus esperanzas. La respuesta le fulminó.
- No sé de qué me estás hablando.
Y con la niña en brazos, se dispuso a salir tras echar sin más a aquel hombre que tan duro había trabajado para él durante los últimos años. Ni todo el dinero con el que le había indemnizado lograría enderezar su carrera.
Pero ese… no era su problema.
Se perdió entre las sombras de la Kioto nocturna, dejando a su ya ex – socio ahogándose en la frustración por saber que posiblemente nadie le creería, y que nunca sería capaz de repetir lo vivido en aquel sótano.
Conocía a los Satoichi desde sus años de juventud en la facultad. Reijiro entregó a la recién nacida a la que sería su madre. Ella, al igual que su propia esposa, no podía quedarse embarazada por su delicada salud.
Ambos Doctores se refugiaron al calor de la chimenea, procediendo el recién estrenado padre a dar los consabidos agradecimientos.
- Estamos en deuda contigo. Ya habíamos renunciado al sueño de tener una hija. – le dijo, emocionado.
Muraki esbozó una difuminada sonrisa, dando un sorbo de sake.
- Conoces la condición impuesta. Nadie puede conocer su origen.
Su colega asintió, pues era el único privilegiado al tanto de los avances conseguidos, los cuáles mantendría en la estricta confidencialidad.
- Además, debes saber que no puedo asegurarte su pleno desarrollo. Los genes en principio parecen estables, pero podría desarrollar anomalías. No descarto el envejecimiento precoz.
Satoichi pensó en su esposa, la cuál acunaba dulcemente al retoño, y suspiró.
- ¿En qué plazo?
- No lo sé. Podrían ser semanas, meses, o años. Es imposible diagnosticarlo con precisión. Por ello… voy a proponerte algo.
Terminaron sus respectivas copas, mirándose con intensidad cara a cara.
- Nuestros hijos
no son corrientes. – expuso Reijiro. – Si cuando lleguen a la edad
adulta emprenden una relación formal con otras personas, ello podría
tener consecuencias fatales. Creo que lo mejor será asegurar que el uno
estará con un ser de igual composición.
- ¿Estás tratando de sugerir… que concertemos matrimonio entre los dos?
- Efectivamente. Si se aíslan en medio de la sociedad de esa guisa, nada tendremos que lamentar.
El otro reflexionó unos segundos. No le gustaba la idea de forjar el porvenir sentimental de una persona sin que ésta pudiese elegir a quién permanecer unida el resto de la vida, pero creyó que era lo más conveniente. Su pequeña nunca estaría sola si tenía a su lado a alguien que la comprendiera por ser de la misma naturaleza.
- Cuando sean lo suficientemente mayores dejaremos que se conozcan. Yo se lo diré a Koru. Vete a casa, es muy tarde y debes estar cansado.
Así resultaba ser, por lo que Muraki tras despedirse de la mujer y el bebé se dispuso a marcharse, no sin antes interesarse por el nombre de la que sería con el tiempo su nuera.
- ¿Cómo la vais a llamar?
Los esposos se sonrieron, produciendo ella a responderle.
- Lo hemos pensado mucho, pero le vamos a poner el nombre de mi abuela: Ukyô.
Miró por última vez el diminuto rostro del bebé. Esperó que pese a sus problemas llegara a convertirse en una joven hermosa que pudiera, al menos, complementar la extraordinaria composición de su retoño.
Kazutaka era un niño despierto y observador. Había crecido a ritmo natural en los últimos tiempos, y el encanto que despedía llenaba de admiración a todos los invitados que los Muraki recibían en su fastuosa mansión.
El supuesto embarazo de Gemmei era una incógnita para la familia, la cuál se había mostrado dolida por desconocer el feliz suceso. Sin embargo, cualquier posible enfado se disipaba ante la bellísima tez del infante. Eran como dos gotas de agua, lo cuál ocasionaba que el joven descendiente fuese cubierto de carantoñas por parte de los adultos a los que era presentado.
Pasaba de mano en mano ataviado con sus delicados trajes hechos a medida, contestando a las preguntas que le formulaban con palabras escuetas y tímidas, tal y como haría una marioneta fabricada para ello.
En verdad, no era más que eso. De puertas a dentro, y en parte gracias a las prolongadas ausencias del Doctor, Gemmei le trataba como si fuese una más de sus carísimas piezas. Le peinaba, le llenaba de adornos y encajes, pero el calor maternal brillaba por su ausencia. Recluido día tras día en la casa, no tenía contacto alguno con otros niños, y sólo los figurantes de porcelana eran sus compañeras de juego.
En la penumbra de la habitación miraba el gesto ausente de éstas, tomándolas con sumo cuidado para ponerlas en distribución y dar rienda suelta a lo que su mente dictaba. Podía pasarse horas enteras inmerso en aventuras imaginarias, llamando a cada una por su nombre. Pero de entre todas ellas, una destacaba.
El mundo del niño se desmoronó aquella tarde cuando al ir al encuentro de su mejor amiga, no la encontró.
La angustia se apoderó de él, suponiendo un martirio para el menudo cuerpo. La pena y la tristeza resultaban demoledoras en un ser sin alma que no era capaz de llorar.
Desesperado, decidió pedirle ayuda a su madre, como haría cualquier niño de su edad. La encontró en los aposentos cepillando su cabellera como acostumbraba. Una vez estuvo a su lado, tiró con suavidad de las caras faldas, clavándole la inocencia de sus enormes iris y preguntando con voz fina y compungida.
- Mamá¿dónde está Verónica, la muñeca cascanueces¿Dónde la has escondido?
La mujer dejó el cepillo, guardando silencio unos segundos. Sus labios escarlata adoptaron una posición tenebrosa mientras le acariciaba, configurando una sonrisa que el pequeño nunca olvidaría.
- Eres precioso, Kazutaka… Tu piel, fina como la mejor de las porcelanas… Tus cabellos plateados, tus ojos grises como el reflejo de la luna en la superficie de un lago. Eres la mejor de mis muñecas.
Verónica era una pieza excepcional, comprada en Austria durante uno de los tantos viajes de su marido. Sin embargo, su interior hueco escondía un gran secreto. ¿Quién iba a sospechar que la legítima dueña guardaba en ella los recursos vegetales con los que obtenía pociones mediante las que modelar el presente a su antojo?
No se conformaba con vestir y tratar a aquel niño como a una muñeca, quería que lo fuera: inexpresivo, inmóvil, siniestramente calmo.
Le tomó de la mano, llevándole hasta una habitación que siempre permanecía cerrada con llave en el ala oeste de la casa. Kazutaka sonrió con júbilo cuando vio allí a la desaparecida, y accedió sin protestar a sentarse en la mullida banqueta que su madre le había preparado.
Ésta, de espaldas a él, sostuvo con delicadeza la cabeza de Verónica, girándola hasta que la hubo separado del tronco. Con sutiles movimientos extrajo varios paquetes envueltos con cuidado, de los más variados contenidos. Para aquella primera ocasión, seleccionó sus dos predilectos.
Los preparó según las recetas legendarias de sus antepasados, diluyéndolos en la cantidad de líquido exacto, sin dejar espacio alguno para el error.
Pese a que confiaba ciegamente en su madre, el niño no perdía detalle de lo que estaba pasando. Cuando Gemmei le tendió una humeante taza instándole a que bebiera, observó el extraño color de la infusión.
- No quiero que dejes ni una gota. – dijo ella tajantemente.
La expectación en la mujer aumentó a cada segundo que transcurrío desde que su hijo ingirió la totalidad del preparado.
No podía fallar. La belladona era un remedio empleado en Europa desde hacía milenios, siendo de sobra conocidos sus efectos sobre el sistema nervioso. Combinado con el acónito, produciría la parálisis muscular, sometiendo al pequeño cuerpo de Kazutaka a un estado transitorio de suspensión.
La taza cayó al suelo rompiéndose en añicos cuando éste contuvo las náuseas, luchando por respirar a la par que perdía el control sobre los músculos. Los labios entreabiertos y las pupilas exageradamente dilatadas le confirieron el aspecto de una estatua exquisita.
Gemmei rió desquiciada ante el éxito de su operación. Gracias a la licencia de su marido para cultivar dichas especies con fines medicinales, nunca le faltaban reservas herbáceas, las cuáles sustraía en cantidades discretas que no la delataran.
Admiró a su muñeca, su creación, sabiendo que los efectos desaparecerían al cabo de unas horas. Volvería a repetirlo, le había gustado demasiado como para no hacerlo.
Aquella noche Kazutaka no pudo dormir. Temblaba en su cama con sólo recordar lo que había soportado.
Era sólo un niño, pero el instinto de supervivencia estaba arraigado en todas las criaturas vivientes, no siendo su caso la excepción a la regla.
Quería mucho a su madre, tal y cómo le habían dictado en el cerebro, pero no quería pasar por aquello otra vez.
Pisando
sólo por los sitios estratégicos del suelo de madera para no hacer
ruido, abandonó su habitación, atravesando los oscuros y amplios
pasillos de madrugada mientras sus padres se encontraban descansando.
Había visto cómo Gemmei ocultaba la llave del cuarto en el interior de un jarrón cuando ella creía que el estado de parálisis no se lo permitiría. Sustrajo el objeto, consiguiendo abrir la puerta que le separaba de su amada Verónica.
Haciendo gala del sigilo heredado de los genes de ella, la despojó de cabeza, y se apoderó de pequeñas muestras de las hierbas con la que le habían dormido.
Nadie supo del hurto, ni de los que se sucederían a lo largo de los años. Era arriesgado, pero el auto envenenamiento propiciaría a reforzar la tolerancia a las sustancias tóxicas.
Sin que los demás se percataran de ello, aprendió a administrarse a diario una dosis en los alimentos ingeridos, aumentándola paulatinamente, así como a aparentar la parálisis cuando su madre se veía en la necesidad de jugar con su muñeca preferida.
Era una criatura sin espíritu que, a pesar de ello, se empeñaba en aferrarse a la vida, quizás porque así encontraba la luz suficiente para olvidar… que era un hijo de la oscuridad.
