Capítulo 3: Prometida

El séptimo cumpleaños del hijo de los Muraki fue la excusa perfecta para que se organizara una fiesta de la que toda la burguesía nacional hablara por espacio de varias estaciones.

A pocas horas de la llegada de los asistentes, el servicio ultimaba hasta el mínimo detalle para que todo fuera inolvidable. El amplio salón principal de la mansión había sido galardonado con cortinajes de raso color rojo a juego con la alfombra del pasillo, lujosas lámparas colgantes, cristalería de bohemia y cuanta untuosidad se pudiera imaginar.

Gemmei retocaba peinado y maquillaje, eligiendo los pendientes que luciría para la ocasión. Tan calculada era la perfección de la fiesta que había sido olvidado el matiz de resultar una celebración meramente infantil. Cabía resaltar que de los cien comensales, sólo 4 tenían menos de 10 años.

Entre los pequeños aristócratas destacaba la única señorita del grupo. Precisamente de los padres de ésta hablaba Reijiro a su esposa mientras se ajustaba la corbata.

- Les he dicho que vengan antes, así podremos conversar con tranquilidad.

Kazutaba les miraba asomado al marco de la puerta del dormitorio. No había revelado las aficiones secretas de Gemmei a su padre, al cuál adoraba. Éstas, lejos de quedar olvidadas, se habían incrementado con el paso del tiempo, pues ella seguía administrando las mismas dosis y él había perfeccionado sus dotes de actor, simulando los efectos de la parálisis cuando en realidad había desarrollado un sistema de inmunización a las sustancias para dichas cantidades ingeridas.

El doctor le vio por un lado del espejo, acercándose con dulzura. Le colocó la chaqueta de terciopelo marfil que llevaba, confiando en que permaneciera impoluta durante toda la velada.

- Hoy vas a conocer a alguien muy importante. – le dijo. – Sé amable con los invitados, han venido a felicitarte.

Asintió, dibujando una sonrisa al sentir el roce cálido de la mano contra su rostro. Esperó a que la pareja hubo completado el acicalamiento para dirigirse los tres juntos hasta el recibidor. El reloj marcó las seis de la tarde, y con exquisita puntualidad los Satoichi fueron recibidos primero por la dama de llaves y seguidamente por los anfitriones. Las mujeres admiraron con distante frivolidad sus respectivos atuendos, saludándose ellos según los estrictos códigos de protocolo japoneses.

Kazutaka aguardaba junto a los suyos, siendo clavadas en él las miradas del matrimonio recién llegado, una reacción a la que ya estaba acostumbrado.

- Qué chico tan encantador.

Impresionados por la compostura y porte del protagonista de la noche, propios de un príncipe de cuento de hadas, llegó la hora de presentarle a su princesa.

- Ahora los mayores tienen que irse a hablar de cosas importantes. ¿Por qué no os vais a jugar? Vamos, Ukyô, no seas tímida…

Escondida tras las amplias faldas de su madre, unas manos se asomaron, dando paso al resto del cuerpo.

Tenía un año menos que el futuro médico, pero el desparpajo de sus brillantes ojos negros y el cabello en igual tono, peinado con un gracioso flequillo a la altura de las cejas y dos largas coletas, contrarrestaba la diferencia añadiéndole el toque de travesura del que Kazutaka carecía.

Los críos se miraron. Él era incapaz de borrar la expresión de asombro, pues aquel primer encuentro con una persona de su edad le resultaba chocante. Ella estaba acostumbrada a imaginar mil diabluras, siendo reprendida constantemente en el caro colegio privado al que asistía casi a diario.

- Enséñale las muñecas a tu amiga, tesoro. – propuso Gemmei.

Acostumbrado a siempre obedecer, bajó las lunas plateadas de sus iris hacia el suelo, indicándole en silencio a Ukyô que le siguiera. La chiquilla se paraba constantemente para admirar los estímulos que le llegaban de todas partes: luces de colores, el pianista afinando el instrumento y seleccionando el repertorio, camareros que corrían de un lado para otro distribuyendo las mesas…

- Tu casa es muy grande, como la mía. – comentó pizpireta.

No le respondió. Sabía cómo actuar ante los adultos, pero aquello era toda una novedad. Recorrieron la considerable longitud de la casa hasta llegar a la habitación destinada a albergar la colección de porcelana. Estanterías de nogal poblaban las paredes, repletos los estantes de tirabuzones, lazos y pestañas de nylon.

- ¿Son tuyas? – preguntó ella con un gritito, poniéndose de puntillas para coger una.
- No, de mi madre. Pero dice que si me porto bien algún día me las dará.

Empleó la esquina de su chaqueta para limpiar el polvo de los zapatos de charol de la que tenía justo en frente. Su rostro, hasta el momento excesivamente serio, se tornó la imagen misma del horror al ver como una de las piezas más valiosas peligraba en brazos de la niña, la cuál la veía como un mero juguete de los tantos que poseía.

- ¡Cuidado, la vas a romper! – exclamó, quitándosela para luego tomarla con delicadeza, amoldando los rizos con suavidad como si la muñeca fuera consciente del maltrato sufrido.

Ella se cruzó de brazos, resoplando.

- Eres muy raro.
- Tú también.

Mantuvieron el silencio hasta que ella acercó la cara hasta la de Kazutaka, casi rozándose las diminutas narices. Hipnotizándole con el inocente fulgor de sus azabaches, le pilló desprevenido cuando le plantó un velocísimo beso en los labios. Él se apresuró a limpiárselos con la manga mientras la niña reía con júbilo.

- ¿Por qué has hecho eso, tonta? – quiso saber evidenciando su enfado.
- Mamá dice que eres mi novio. Y los novios hacen esas cosas.

Sin darle tiempo para realizar más preguntas, salió corriendo de la habitación con destino al salón donde la cena daría inicio en menos de una hora. El joven Muraki quedó a solas con las muñecas, desconcertado por lo sorpresivo de aquella declaración que apenas alcanzaba a comprender en toda su dimensión.


Amparados por piezas románticas de Chopin y el escudo del prestigio, afamados abogados, políticos, artistas, científicos y demás personalidades llenaron de glamour la residencia. El homenajeado fue cubierto con una montaña de obsequios, entre los que destacaba el realizado por su abuelo paterno.

- Así se irá habituando. – comentó éste a un colega de profesión mientras presumía de nieto, el cuál se colocó el fonendoscopio que le habían regalado.

Después de haberse introducido los dispositivos en los oídos, sonrió al escuchar los latidos de su corazón tras el frío contacto de la superficie del disco, tal y como había visto hacer a su padre cuando alguien de la casa enfermaba.

Paseando entre una columnata de piernas trató de escuchar el corazón de todo cuanto tuvo al alcance, valiendo para ello las violas del cuartero de cuerda, las mesas, la decoración… pero no obtuvo resultado.

Se acercó hasta su padre, tirándole del pantalón para que reparase en su presencia. Éste, copa de champagne en mano, se disculpó ante los médicos con los que hablaba y así atender a su hijo, quién parecía inmensamente preocupado.

- Papá¿por qué no les late el corazón?

El adulto creyó entender a qué se refería.

- ¿De quiénes, Kazutaka?
- El de las cosas. No puedo escucharlo.

Le cogió de la mano para conducirle hasta un rincón menos bullicioso en el que poder oírse con mayor facilidad.

- Porque no están vivas. Las personas y los animales sí lo estamos.

Tomó el aparato, poniéndose el disco sobre el pecho.

- ¿Ves? Yo tengo corazón, tú también y todos los que están aquí. Sus corazones laten porque están vivos.
- ¿Y si no latieran?

Reijiro supo que estaba tratando un tema delicado, pero era mejor abrir la mente del pequeño lo antes posible, dado que su futuro estaría íntimamente ligado a lo que ahora iba a revelarle.

- Entonces morirían.

El niño mantuvo silencio unos segundos. Sus grandes ojos parecían dos faros en medio del oscuro mar de la dubitación.

- ¿Por qué tenemos que morirnos?
- Es parte de la vida, pequeño. – explicó con tranquilidad, mirándole atentamente. – Mi trabajo es conseguir que las personas puedan vivir el máximo tiempo posible, y tú también lo harás cuando seas mayor.
- Yo no quiero morir.

Suspiró. Tenía otras muchas solicitudes sociales a las que acudir.

- Nadie quiere, pero no podemos luchar contra nuestra propia humanidad.

En cierto modo conmovido por la determinación mostrada, le alentó a olvidarse de dichas cuestiones y pasarlo lo mejor posible el resto de la fiesta.

- Ve a jugar con los otros niños, deben estar afuera.

Kazutaka asintió, y se marchó en silencio. Sin embargo, aquellas palabras le habían calado hondo. ¿A qué se había referido su padre exactamente con el término "humanidad"¿Tan débiles eran las personas que no podían ganar en la batalla contra la muerte?

Dejó el regalo bien escondido, y salió hacia el patio exterior. Hacía frío, y el cielo nocturno se mostraba despejado gracias a la normativa contra la contaminación lumínica de la ciudad. El viento agitó sus cabellos, observando los astros con detenimiento.

Si él no quería morir¿por qué tenía que hacerlo? Seguía sin encontrarle lógica a la imposición. ¿Sería realmente inevitable su destino, o es que nadie hasta el momento había intentado plantarle cara?

Ukyô y los dos hermanos mellizos hijos del alcalde le vieron a lo lejos.

- ¡Vamos a decirle que venga con nosotros! – dijo ella, entusiasmada.
- No, parece muy aburrido. – protestó uno de ellos.
- ¡Pero vive aquí¡Seguro que conoce un montón de escondites por el bosque!

La casa de los Muraki delimitaba con uno de los jardines privados más extensos de todo Kioto. Tan frondosos eran los árboles que la red conformada apenas dejaba pasar la luz, creciendo en el suelo toda clase de arbustos y plantas usadas para remedios caseros y platos de alta cocina.

Kazutaka les advirtió mientras se acercaban a él.

- Oye, tú¿quieres venir con nosotros¡Vamos a ir a explorar!

Su respuesta fue tajante.

- Me han prohibido ir allí.

El otro mellizo trató de provocarle para que cediera.

- ¡Seguro que lo dices porque eres un miedica¡Hasta la niña quiere acompañarnos!

Ukyô le miró, suplicante. Tanta fuerza despedía su mirada que acabó por aceptar a medida que el miedo a un castigo le invadía por completo.

- Pero no le digáis nada a mi madre, o se enfadará.

Los tres pequeños invitados jalearon por la aventura en la que iban a meterse a espaldas de los adultos, los cuáles estaban demasiado atareados aparentando ante el prójimo como para mantenerles vigilados. Situados en fila india, los niños apartaron las primeras ramas, adentrándose en las oscuras y húmedas entrañas del bosque.

A medida que avanzaban, el crujir de las hojas bajo los pies y las diversas alimañas nocturnas sustituyeron a la música que provenía de la casa, cada vez más tenue hasta desaparecer por completo.

El aire estaba viciado por la descomposición de la hojarasca, resultando complicado respirar y poder ver entre la densidad vegetal. Ukyô tropezó con una roca, arañándose las rodillas y manchando su vestido de barro.

- Quiero volver. – dijo, asustada.
- No seas llorica. – ordenó el cabecilla, adelantándose unos metros.

Kazutaka la ayudó a ponerse en pie, quedando ambos rezagados del grupo. Las lágrimas comenzaron a regar el rostro infantil de ella.

- Enseguida nos iremos, te lo prometo. – le aseguró, intentando calmarla.

Un grito desgarrador se oyó a lo lejos. Alarmados, corrieron hasta el lugar exacto donde éste había sido emitido, dando con el menor de los dos hermanos mirando horrorizado hacia lo bajo. Se encontraban junto a un tronco de inmensas dimensiones en cuyos alrededores no había más árboles, conformándose un claro que permitía a los intrépidos investigadores ser alumbrados por la luz de la luna llena. Unos pasos a la derecha el suelo se había abierto, descubriéndose la entrada de un viejo pozo oculto hasta ese mismo día por una ridícula capa de madera podrida y musgo.

El niño la había pisado, precipitándose hacia el interior de la tierra. Los tres que todavía permanecían en la superficie se asomaron al agujero, intentando distinguirle entre las sombras.

- ¿Ryo? – preguntó el mellizo, obteniendo como respuesta el eco de su propia voz.

El pánico le pudo al temerse lo peor. Kazutaka sopesó la situación con frialdad, sabiendo que era el único con los nervios templados, así que tomó las riendas.

- Ve a por alguien. Yo voy a bajar.
- ¡No me dejes aquí sola!

El chico salió corriendo sin más en busca de ayuda, y pese a las insistencias de ella, el único hijo de los Muraki se aferró a las raíces que sobresalían entre la tierra para cumplir con lo dicho. Las paredes resbaladizas no facilitaban el descenso, y las fibrosas lianas se clavaban en las delicadas palmas de sus manos.

La luz entraba por la abertura como un cilindro perfecto; había bajado unos 7 u ocho metros cuando pudo escuchar una respiración agitada y el reflejo de la luna en el charco de agua del fondo.

Saltó aterrizando sobre el mismo, el cuál le llegaba a la altura de los tobillos. Dio con el insensato acurrucado en un rincón; tenía el hueso de la tibia izquierda salido debido al impacto, las ropas empapadas en sangre y el rostro bañado en lágrimas silenciosas.

Se acercó hasta él. Quería ayudarle, pero cuando le tuvo ante sí un solo elemento de aquella macabra estampa reclamó la totalidad de su atención.

El líquido carmesí brotaba del cuerpo, mezclándose su olor oxidado con el de la inmunda humedad, pero no le importaba: el rojo le atraía, siendo incapaz de resistirse al impulso.

Ryo cruzó los brazos sobre el pecho, protegiéndose. Aquel niño del cumpleaños no le había gustado desde el principio, pero al tenerle junto a sí en ese momento quiso volver a gritar, esta vez de puro terror. El pelo grisáceo, la piel albina y su mirada fría como el acero le daban la apariencia de un ángel demoníaco.

Tembló cuando la mano de su salvador rozó una de las múltiples heridas, llevándosela a los labios para probarle sin quitarle los ojos de encima. El niño rompió a llorar cuando escuchó lo que le decía.

- ¿Le tienes miedo a la muerte? – siseó, fuera de sí.

Kazutaka entonces lo percibió: pudo ver su espíritu, una aureola escarlata que le rodeaba, difusa. La luna se tiñó en el preciso instante en que comenzó a absorber el alma de la que él carecía.

Ryo gritó y gritó sintiendo cómo la vida se le escapaba a la par que el fruto del pacto con Suzaku se deleitaba con la descarga eléctrica que le recorría. En aquellos breves pero intensos segundos sus preguntas obtuvieron contestación.

La vida era aquello que había arrebatado. La muerte era lo que dejó a su paso, un recipiente ya vacío desplomándose entre las turbias aguas una vez acabado el proceso.

Nuevas luces de linternas se vieron en lo alto, seguidas de las voces de los hombres que, alarmados, querían saber si se encontraban bien.

Minutos más tarde, los afortunados que no habían perdido a uno de sus hijos abrazaban a los demás en medio de la conmoción general por la tragedia.

Esa fue la primera víctima. Nadie reparó en cuál había sido la verdadera causa del fallecimiento, quedando rota de dolor toda la comunidad. Tan sólo Ukyô, envuelta en una manta y en brazos de su padre, tuvo el valor de mirarle a los ojos una vez le hubieron sacado del foso.

No se dijeron nada, pero entre los prometidos quedó forjado un secreto. Sus progenitores habían hecho bien al unirles, pues ella no sentía rencor, tan sólo fascinación.

En lo que respectaba a Kazutaka, ansiaba poseer más de esa energía espiritual. De haberlo sabido, muchos le habrían acusado de ser un asesino. Mas a él no le importaba, su conciencia estaba tranquila…

Porque la muerte de los demás era un precio demasiado bajo a pagar por alcanzar la que sería su obsesión vitalicia, incrementada por unos acontecimientos que aún no estaba en posición de conocer.

Aquella noche estuvo seguro de que conseguiría burlar a la debilidad humana, rebatiendo los etéreos argumentos de la medicina y aquellos que la ejercían.