A medida que el tiempo transcurría, la vida de Reijiro quedó centrada en dos frentes distantes y absorbentes. Desde que se licenciara había ejercido la medicina encontrando en ello orgullo por realizar un buen trabajo ayudando a los demás. Sin embargo, las horas y horas invertidas en el centro médico al que acudía habían dejado de ser parte intrínseca de la profesión para convertirse en su refugio particular.
El regreso a casa se tornaba una pesadilla donde él era un mero soldado pujando por sobrevivir en la guerra del amor. La peor trinchera la ocupaba ella, una Gemmei cuyo estado psíquico distaba del de la joven amable y prometedora con la que contrajo matrimonio. Hablaba sola, en ocasiones no reconocía a las empleadas del servicio doméstico e incluso podía pasarse horas enteras con la mirada vacía, observando la nada.
Él no soportaba sostener su mano con paciencia hasta que volvía en sí; en el preciso momento en que sus ojos de fábula se cruzaban con los suyos podía entrever unas milésimas de sorpresa. El deterioro neuronal no se interrumpiría, era cuestión de tiempo el que perdiera la memoria a corto plazo, inclusive los recuerdos. Aún no se había diagnosticado una cura para ese extraño mal, pero el doctor Muraki sufría en silencio atormentado por un miedo cada vez más tangible.
¿Y si Gemmei acababa por olvidarle¿Tendría que explicarle día a día quién era, por qué estaba allí?
Cuando conseguía dormirla ayudado por la supremacía de una jeringa y morfina, se retiraba de la batalla para acudir al franco opuesto de la contienda. Allí le esperaba su hijo como cada noche para ultimar todo lo que se refería a su educación, de la que se encargaba personalmente.
Con sólo catorce años Katuzaka era brillante. Asimilaba conceptos como una esponja, estando su nivel intelectual varios escalafones por lo alto de cualquier escolar de igual edad. De seguir así, podría optar a entrar prematuramente a la Universidad, un privilegio concedido por el gobierno a notorios estudiantes, uno o dos en todo el país. Por ello compartían veladas enteras entre libros, microscopios y fórmulas, momentos en los que dejaban de lado los roles familiares que les ataban.
El joven aprendía con velocidad, aplicándose al temario y las investigaciones. Durante el día, cuando su padre no se encontraba en casa, se encerraba entre montañas de papel y conocimiento aislándose de los juegos maternales con la muralla implacable de la tradición familiar. Gemmei ya no le veía como a un ser de carne y hueso al que podía transformar de vez en cuando, sino como una figura ganada en esplendor y tamaño.
Todo el amor que podía llegar a profesar estaba encauzado por completo en Reijiro para deleite de éste. Era su creador, el único al que podía hablar con franqueza dentro de los hechos que no debían ser desvelados.
Sólo existía algo en lo que el maestro no había tenido éxito a la hora de instruir a su pupilo: por más que tratara el tema de la ética en la ciencia y la moral, tanta indiferencia mostraba el aprendiz hacia la muerte que resultaba inquietante.
- Hay ocasiones en las que un médico tiene que tomar decisiones drásticas. – le dijo en la tranquilidad del despacho donde las lecturas magistrales se llevaban a cabo – Decidir sobre la vida es un peso con el que habrás de convivir. Ponte en la situación de tener tres pacientes que requieren de una intervención inmediata para salvarse, pero sólo puedes atender a uno de ellos. Has de escoger quién tiene más posibilidades de recuperarse, imponiendo el final para los restantes.
Como era costumbre, Kazutaka le miró con intensidad. Bajo su angelical rostro aguardaba la contundencia de unas palabras demasiado sólidas para un adolescente temprano.
- Sólo es un peso si lamentas esas muertes.
El padre se negaba a recibir nuevamente una respuesta como aquella, carente de cualquier indicio de sensibilidad. Había sido una jornada extrema, el cansancio acumulado de días sin dormir bien y las penas arrastradas era notorio. Le hizo una pregunta desesperada dentro de su templanza, aquella que evidenciaba el carecer de más recursos para hacerle entender el valor de la existencia humana.
- Cualquier muerte es lamentable, hace que en nosotros despierten sentimientos adversos como el dolor, la consternación o el alivio. Un fallecimiento no puede estar carente de emotividad, por poca que sea. Dices eso porque eras demasiado pequeño cuando aquel niño murió, pero si tuvieses que sufrir una pérdida cercana en este momento, cambiarías de parecer. ¿Es que crees que dirías lo mismo de perder a alguien al que quieres¿Qué sentirías si mamá muriera?
Él cayó unos segundos. No empleó el paréntesis en sopesar una respuesta, sino en recrearse por una sinceridad aplastante y absoluta expresada por sus labios de satén.
- Nada.
El sonido de su mejilla al ser abofeteada fue el colofón de aquella sesión de estudio. Reijiro no pudo contener sus propias frustraciones expresándolas en aquel autoritario gesto. Era la primera vez que le ponía la mano encima, pero interpretó la contestación de su hijo como un insulto a la ambición de formar una familia feliz, una evocación que lentamente se iba difuminando como un holograma.
Kazutaka se levantó. No le culpaba por lo que había hecho, pues ambos no veían con igual perspectiva a la mujer que les unía. Respetaba el que siguiera enamorado del espectro de la esposa con la que se había casado, mas deseaba que él también tolerase que nunca la había considerado madre como tal.
Abandonó la habitación sin añadir más. Reijiro no tenía la culpa de haber pasado todos aquellos años ajeno a los secretos que las muñecas de porcelana escondían, o al de su auténtica naturaleza.
Moviéndose con sigilo, las calles de Kioto no tenían secretos para su esbelto y ágil cuerpo. Mientras su padre ahogaba el sentimiento de culpabilidad que ahora le apresaba y su madre dormía al amparo de las drogas, él repetía un proceso perfeccionado con el paso de las primaveras. Abrió una de las ventanas laterales del salón, saliendo al exterior sin que nadie se percatara de ello.
Cerrándola con unos alambres encajados que permitían abrir el dispositivo desde afuera, se camufló en las sombras de la noche hasta dar con la tapia que bordeaba las posesiones del matrimonio. Había excavado en el desconocimiento general un agujero en el muro, retirando los bloques necesarios para poder permitir el paso de su delgada figura. Apartó las tupidas enredaderas que disimulaban el hueco, encontrándose instantes después sobre los adoquines de la ciudad imperial.
La medianoche debía estar cercana si es que no había caído ya. Cientos de templos poblaban Kioto con sus escalinatas, requiriendo los antológicos rincones de la luz del sol para ser disfrutados en plenitud de condiciones. Por ello nadie la visitaba ahora, sólo algunas parejas jóvenes y otras almas marginadas se adueñaban del espacio que durante el resto del tiempo les estaba vetado.
Adoraba las amplias y despejadas superficies que precedían a los centros espirituales. La armonía de la arquitectura subrayaba la de la naturaleza, y la vida relucía con mayor esplendor a su parecer. Solía recorrerlas a menudo maravillado por la intimidad del anonimato, aunque ello no era posible en demasiadas ocasiones; su aspecto siempre había llamado la atención de los demás, pero estando ahora inmerso en la adolescencia, los atributos masculinos que comenzaba a desarrollar, unidos a sus andróginas facciones, le hacían deseable ante aquellos que carecían de escrúpulos.
La chica que le había avistado a lo lejos no carecía precisamente de dichos escrúpulos, pero sí de dinero con el que pasar la noche bajo techo, así que se veía obligada a buscar al siguiente cliente de lo que iba de ronda. Cuando era posible, si tenía que vender su cuerpo nuevamente, prefería hacerlo a alguien por el que pudiera sentir un atisbo de atracción, y aquel jovencito era, sin duda, espectacular.
Kazutaka seguía considerando a las mujeres como un misterio. Eran fantásticas actrices, podían interpretar el papel de sufridora desvalida para dar paso en cuestión de milésimas a un depredador dispuesto a todo con tal de atrapar a la presa. Había analizado a muchas, detectando en sus sobrias apariencias todo un universo decadente propio de los círculos sociales. Sabía cómo manejarlas haciendo gala de sus encantos; Ukyô, a la que no había vuelto a ver desde aquella velada, le había dado varias claves fundamentales.
- ¿Qué hace una belleza como tú solo a estas horas? – preguntó ella, acercándose como una gata en celo de las pocas monedas que pudiera llevar encima. - ¿Te has escapado, o buscas nuevas aventuras?
Se giró para mirarla. La primera vez que recurrió a una prostituta reparó en que eran perfectas para colmar sus necesidades: nadie las extrañaría, y la policía no tardaría en unir la aparición del cadáver a un ajuste de cuentas con los grupos delincuentes que rodeaban al menester más antiguo de la historia de la humanidad.
Aquella muchacha raquítica no tenía ni idea de los servicios que iba a prestarle, pues sin pensarlo dos veces, éste aceptó su compañía.
- No me trates como a un niño, y yo te convertiré en mi Dama de las Camelias hasta que todo haya terminado. – le respondió.
El hervidero de hormonas la deseaba, pero la luna escarlata prevalecía sobre los anhelos carnales. Ya ocultos en un escondite al resguardo de miradas indiscretas, los labios del chico fueron devorados por unos adultos y demasiado expertos, como otras tantas veces. Ella se derretía por la inminente hazaña de estrenar a una maravilla como la que había encontrado en sus guardias nocturnas, aunque fuese por un puñado de yenes. Se dejó apresar entre la pared y su cuerpo de candidato a hombre en ciernes, emitiendo un leve jadeo al sentir cómo la pálida mano se deslizaba por entre su falda.
Nada resultaba más sensual que el aura de un humano en pleno despertar de los sentidos. Las mujeres rebosaban de esa vida que tanto le fascinaba cuando sus pómulos se sonrojaban y sus pechos se hinchaban, implorando ser atendidos convenientemente.
El joven Muraki seguía sin sentir arrepentimiento por la declaración hecha a su padre, pues nada le inspiraba la muerte a la que éste tanto parecía temer, al igual que tampoco nada le inspiraban los ruegos silenciosos de aquella joven por ser tomada, quizás sorprendida por la seguridad con la que su joven cliente y esporádico amante manejaba la situación.
Si se alimentaba de cuantas almas estuvieran a su alcance con tal de placar la sed espiritual que arrasaba su garganta¿cómo no mostrar el mismo interés frío y distante hacia el sexo? No había necesitado de un vínculo emocional para hundirse en el cálido interior de la que había sido su segunda víctima, apenas un año atrás, ni lo necesitaba ahora. Sostuvo la pierna izquierda de la chica haciendo que le rodeada la cintura con la misma a la par que la penetraba de pie.
La prostituta le llevaría al éxtasis, pero no al mundanal orgásmico, sino a uno que le costaría demasiado caro. La sometió a la cadencia mecánica y estudiada durante unos minutos deleitándose por el gesto sumiso de ella, entregada completamente a la novedad de no desear que el encuentro acabase. Las nubes que se empeñaban en encapotar el firmamento se abrieron, permitiendo que la luz rojiza les bañara.
Cuando ella entreabrió los ojos con la intención de pedirle más y más a su juvenil potencial, lo que halló ante sí logró convertir el clímax cercano en puro instinto de supervivencia. Kazutaka causaba con su apariencia un trance hiptónico en los elegidos, llenando de falsa paz los últimos instantes de éstos. La atravesó con iris resplandecientes en plata aprovechando el encantamiento para salir de su cuerpo y hundirle la hoja del escarpelo oculto entre sus ropas en la traquea. Incapaz de gritar por la disección, la mujer poco pudo hacer para defenderse.
Sangre oscura y densa fue derramada, rindiendo culto al astro que en mismo color la alababa. La energía de la ya muerta fluyó, siendo canalizada por el anhelante receptor. Ni la mejor de las experiencias corporales podía compararse a la de, por unos pocos segundos, tener un alma propia. El espíritu permanecía en él hasta que era absorbido y entregado a Suzaku, la cuál lo devastaba en su nido de llamas eternas.
Pero Kazutaka vivía por esto. Adicto a la noción de poder ser completamente humano, el cadáver mutilado tenía el mismo valor de las piedras que impregnadas en fluidos lo rodeaban. Como dictaba la filosofía sintoísta, si el blanco se manchaba, volvería a ser blanco una vez lavado.
No había dejado semen en ella, y ningún miembro de las brigadas policiales estaría dispuesto a destinar dinero en someter al cuerpo a una autopsia con tal de desenmascarar al culpable.
Aquella noche mientras las ropas rojizas eran quemadas en la chimenea, el joven Muraki volvió a lavar lo blanco de su persona, eliminando cualquier contrapeso que rompiera el equilibrio.
Y de nuevo, la muerte era una mera cáscara vacía para él, carente de sentimentalismo.
Reijiro creía que no podía conocer un Infierno aún más duro que aquel sobre el que caminaba, pero estaba equivocado. Esquivó el jarrón que Gemmei le lanzó al recibir la noticia; fatídicamente aquella tarde estaba sobria, pero no tardaría en desmoronarse tras ser consciente de la evidencia.
- ¡Trataste de comprarme con ese hijo cuando en verdad me habías traicionado¡Te odio¡No quiero volver a verte! – gritó ella, echando mano de cualquier objeto que tuviera a su alcance y pudiera ser empleado como arma.
Él logró reducirla tras forcejear. Fuera de la habitación, el nuevo miembro de la familia aguardaba, escuchando todos los pormenores de la pelea.
El muchacho había perdido a su madre apenas unos días antes. Un abogado de su tío lejano se había puesto en contacto con el padre biológico, haciéndole ver que era su deber tenerle bajo su custodia al menos hasta que alcanzara la mayoría de edad. Cuando le contempló por primera vez, pudo verse a si mismo encarnado en aquel chico apuesto y callado. Era apenas medio año mayor que Kazutaka, tal y como había configurado el crecimiento de éste último, por lo que se obligó a creer que ambos hermanastros podrían congeniar sin demasiados problemas al no existir barreras temporales entre su crecimiento.
Era precisamente eso, la reacción del otro hijo, el único consuelo que le quedaba ante el ecuánime rechazo de su esposa. La encerró en el cuarto con el estrépito de la vajilla siendo aniquilada contra el suelo, manteniendo la compostura al quedar a solas con el que había sido hasta la fecha su descendiente bastardo.
- Sígueme. – le pidió.
Éste accedió. Poco le importaba que aquella mujer no le aceptara. Odiaba a su padre. Nunca antes le había visto, ni había mostrado el mínimo interés por su madre o él aparte del dinero mensual. En el médico sólo podía adivinarse un remanso de paz cuando pronunciaba un nombre que le había repetido en varias ocasiones durante las pocas horas que llevaban juntos. Tras atravesar un largo pasillo, llegaron hasta lo que parecía una inmensa sala de estudio.
Entonces pudo verle.
Sentado en una mesa rodeado de volúmenes monotemáticos sobre fundamentos químicos, estaba el chico con el que compartía una mitad de su carga genética. El estudiante se incorporó para recibir la inesperada visita, buscando una explicación muda al mirar a los ojos de Reijiro.
- Kazutaka, te presento a Saki. Es tu hermanastro mayor.
Nunca antes había experimentado aquella sensación. No era vértigo, ni miedo como en las primeras intoxicaciones de belladona… Era reproche.
Con esas sencillas dos frases, su mundo se resquebrajó. Era cierto que tenía pasiones inconfesables, pero el saberse especial para Reijiro había constituido una fortaleza sobre la que defender sus cimientos humanos.
Y ahora al tener a Saki delante, se supo traicionado. Ya no era único, no era especial. Llegó incluso a sentir compasión por su madre, seguramente también vividora de un engaño postergado hasta la fatal revelación. Demasiado herido para seguir sosteniéndole la mirada a su padre, Kazutaka se pronunció.
- Te diré dónde está mi habitación, puedes dormir conmigo hasta que preparen la tuya.
Puso camino hasta la misma, pasando junto a su progenitor como si no existiera. Podría perdonarle el no ser capaz de comprender sus ideologías, o el haber tenido un desliz, pero lo que nunca le perdonaría era el haber estado con otra mujer en fechas tan cercanas a su propia concepción.
Saki asintió, haciendo lo indicado. El hermano pequeño no se percató de la siniestra sonrisa esbozada en su rostro; había analizado con esmero la desolación mostrada por el padre de ambos al marchar del estudio.
Era evidente que su madrastra le detestaba por haberle sido infiel, y que la confianza de su hijo menor, aunque no lo dijera abiertamente, también había sido herida de muerte.
Ello supondría que se había librado de dos obstáculos inminentes para la consumación de la venganza. Infiltrado en el terreno del enemigo, sus estrategias al fin podrían ser ejecutadas con destreza sin que nada pudiera impedírselo.
O al menos… eso creía.
