Se acercaba la fecha.
Como todos los días 4 de cada mes Saki se levantó justo al alba antes que cualquiera de los inquilinos de la mansión. Repetiría con Reijiro el ritual ejecutado siempre en dicha fecha, sólo que aquel día era especial: se cumplía el primer aniversario desde la muerte de su madre.
El doctor se ceñía a las mismas pautas de comportamiento resultando terriblemente predecible: bajaba al salón a las seis en punto perfectamente acicalado, y allí le esperaba. En cuanto ambos se encontraban preparados emprendían camino al cementerio en el elegante coche extranjero que Muraki poseía, el cuál conducía a velocidad moderada por las serpenteantes y solitarias carreteras que llevaban al extrarradio de la ciudad.
Saki se asomó a la ventana de su habitación viendo cómo el sol se dejaba entrever tímidamente sobre un mar de naranjas incendiarios. Disfrutó de aquel amanecer, pues iba a ser el último. Pese a ello no sentía temor alguno: llevaba demasiado tiempo ultimándolo, y al fin el momento había llegado. Le haría pagar a su padre por los pecados cometidos, por condenar a su antaño paciente a la discriminación propia de las madres solteras en la estricta sociedad japonesa. Quería destruir cualquier vínculo que le uniera a esa familia, empezando por Reijiro y terminando por su hermanastro. Sabía que el golpe le heriría de muerte.
Y entre ambos eslabones se encontraba él mismo. Por sus venas corría la sangre que con ellos compartía, y por tanto también debía desaparecer. Sería rápido, nadie sospecharía, y segundos antes de abandonarse al negro vacío podría jactarse de su maniobra. Una siniestra sonrisa quedó dibujada en sus labios al imaginarse el desfile de parientes y conocidos ataviados en luto, una silenciosa redada de cuervos aguardando para hacerse con una tajada de la fortuna que en manos de la viuda quedaría. No era ningún secreto el que Gemmei no se encontraba en condiciones psíquicas óptimas. Si no era capaz de cuidar sola de sí misma¿cómo manejar las riendas de un pequeño imperio económico?
Tras cerrar las cortinas se vistió, descendiendo con cuidado por los peldaños de madera que llevaban al salón. Allí estaba él, tal y como esperaba encontrar. Nada más situarse a su lado el adulto abrió la puerta, indicándole que pasara primero.
- Adelante, hijo.
Asintió con la cabeza y obedeció. Aquellas palabras le daban náuseas. Se sentó en el cómodo asiento del copiloto aguardando a que el doctor lo mismo hiciera. Pocos minutos después dejaban atrás Kioto por una de las tantas carreteras comarcales que la rodeaban.
Ninguno de los dos intercambió palabra alguna, resultando ser el ronroneo continuo y monótono del motor el único dialogante.
Saki observaba el paisaje con la frente apoyada en su ventana. Las primeras pinceladas del otoño se dejaban ver en el descomunal lienzo de la tierra, y los arces con sus hojas desprendidas llenaban de ocres destellos cuanto les rodeaba. Ni siguiera los campesinos de las zonas rurales recorrían el camino de asfalto a esas horas para acudir a la ciudad, recreándose pues el escenario del crimen perfecto.
Reijiro miró extrañado el panel luminoso del vehículo cuando notó una extraña vibración.
- Qué raro, nunca me había ocurrido algo así.
Sin levantar su piel del cristal, de los ojos del chico brotó la chispa de la audacia y la crueldad. Todo estaba saliendo a pedir de boca: había hecho cálculos precisos al intervenir la anterior madrugada en el sistema electrónico del coche. A base de concisas arremetidas de alicate había deshecho los cables principales, no soportando estos más de seis o siete kilómetros antes de estallar en pequeños cortocircuitos que dejarían la dirección completamente bloqueada.
Siete mil metros... Justo la distancia que separaba la mansión del tramo más peligroso de la carretera, aquél en el que el sendero se tornaba curvilíneo bordeando un descomunal abismo. El precipicio quedó a la derecha del joven en el preciso instante en que su padre trataba de buscar remedio a la falta de control. Por mucho que girase el volante el auto no obedecía, avanzando en línea recta hasta la valla de protección. Si no se arriesgaban a saltar en marcha caerían irremediablemente.
Reijiro, con el corazón desbocado de pura angustia, no dio crédito cuando al quitarse el cinturón de seguridad para abrir la puerta y salir de allí junto a su hijo éste lo impidió, bloqueando el dispositivo que permitía la apertura manual desde el interior.
- ¿Qué haces¡Tenemos que saltar inmediatamente!
Saki le sostuvo la mirada segundos antes de que se rompiera la protección metálica y volaran hacia los abismos.
- Tú siempre buscando soluciones desesperadas como último recurso... Ya no tendrás que volver a hacerlo, me he asegurado de ello.
Y rió en contraste con el grito atronador del hombre cuando cayeron en picado en un fuerte estruendo. El coche rodó por la ladera dando varias vueltas de campana haciéndose añicos los cristales. El mayor de ambos, quién se había despojado del cinturón, salió despedido contra el duro suelo rompiéndose el cuello y perdiendo la vida casi de inmediato.
Por el contrario, el autor del accidente sufrió una encadenación de golpes fatales. Los refuerzos metálicos del vehículo no soportaron por más el peso de la estructura original, convirtiéndose en un amasijo de hierros. Una vara puntiaguda se incrustó con violencia en su costado, provocándole una seria hemorragia.
A punto de perder el sentido por los efectos del desangramiento y el dolor, supo que su misión había terminado. Era el mejor tributo que podía rendirle a su madre. Dondequiera que estuviese podría tener la conciencia tranquila, y él volaría pronto para acompañarla; lo haría ligero como los ángeles, pues sabía que al fin se había hecho justicia.
Kazutaka estaba sentado sobre su cama rodeado por un fortín de viejos documentos. La desgracia había sacudido a la familia en menos de dos meses, primero un corazón debilitado se había llevado a su abuelo, el patriarca del clan y todavía a sus años reconocido médico de prestigio.
Siempre le había tenido en gran estima, por lo que apenas una semana después el destinado a seguir los pasos científicos supo que había recibido en herencia la totalidad de los archivos de la clínica privada que regentaba, legado destinado a una mejor y más completa formación. Desde entonces no había pasado noche en la que no dedicara al menos un par de horas en revisar escritos, algunos de gran interés y contenido clasificado.
Supo entonces que su abuelo había manejado asuntos tan vitales que estaban ligados al Gobierno, incluso al Ejército. Dondequiera que buscase siempre encontraba alguna referencia a experimentos de clonación y prolongación artificial de la vida. Resultaba tan espeluznante como absorbente, especialmente en su caso particular.
Y sin embargo, ni las anotaciones más interesantes podrían consolarle aquella noche. Todos esperaban en el salón, pero él había insistido para que le dejaran a solas hasta que todo estuviera preparado. Por primera vez, las palabras de su padre cobraron sentido.
"Si tuvieses que sufrir una pérdida cercana en este momento, cambiarías de parecer."
Había convivido con la muerte, la había saboreado, pero no la había conocido en todas sus facetas. Hasta ese momento se había emborrachado de la dulzura obtenida al absorber un espíritu, contemplando el cascarón de sus víctimas como un precio pagado por el premio. Sin embargo, ahora era distinto: él no había causado esas muertes, los fallecidos no habían pasado a formar una nimia parte de él. La luz que veía cada vez que se cobraba un alma se tornó oscuridad cuando recibió la noticia y contempló aquellos cuerpos fríos y ensangrentados en la sala de reconocimiento de cadáveres del hospital.
Tocaron a su puerta, reconociendo en la discreción del sonido a la mayor de las asistentas del hogar.
- Señor Muraki... El funeral va a dar comienzo.
Agradeció en silencio la indicación, poniéndose en pie para eliminar las posibles arrugas de su traje azabache profundo, en total contraste con la palidez extrema. Daba igual el que pronto fuese a cumplir diecisiete años. Tampoco importaba que cursara un nivel de estudios propio de un universitario en último curso de carrera, o que la virginidad fuese un recuerdo lejano y perdido en el tiempo: con aquella protocolaria frase de la sirviente quedó sellada una etapa, la del término de su niñez, introduciéndole de lleno en el mundo adulto. Al haberle llamado Señor la mujer había evidenciado sin pretender lo mucho que de él se esperaba.
Kazutaka llegó a la sala con el mentón bien alto, encarando serenamente a todos los familiares y amigos que habían acudido tanto desde Kioto como de todos los rincones de Japón. La habitación estaba repleta de sillas conformando dos bloques con un amplio y despejado pasillo en medio. El austero altar sólo estaba adornado por unas varas de incienso y algunas velas, así como sendas fotografías de los ahora difuntos.
Algunos de los asistentes murmuraron cuando el joven pasó por el mismo hasta llegar a los dos ataúdes abiertos, en los cuáles descansaban los cuerpos inertes tanto de su padre como de su hermanastro mayor.
- Qué tragedia... Quién cuidará ahora de ella... - musitó una anciana.
- No podrá soportar el peso de la tradición. - afirmó otra, en referencia al heredero.
Haciendo caso omiso de las especulaciones se acuclilló ante su madre. Gemmei tenía la mirada fija en el vacío. Tras escuchar unos segundos su respiración ajetreada supo que en breve le sobrevendría un nuevo episodio de ansiedad. Era observador y perfeccionista, con los años había aprendido a reconocer todos los síntomas de su progenitora genética y a adelantarse a los mismos. Ella, quién tanto pavor le infringiera en el pasado con sus macabros juegos, se había convertido en una sombra a la que iba a quedar ligado sin solución posible.
Las manos de la viuda temblaron, pujando todo su ser por deshacerse en una horda incoherente de aullidos desconcertados. Kazutaka la miró profundamente; aunque seguía conservando su belleza, ésta parecía una mera capa de barniz dada sobre una estatua hermosa pero demasiado deteriorada por el tiempo.
Ojos vacíos, sin vida... Cuerpo frágil, blanco como la porcelana, cabellos finos y sedosos... Y una voluntad doblegada completamente a su merced.
No supo si sentir satisfacción por el cambio de tornas, mas supo que Gemmei había pasado de ser la dueña absoluta de los hilos a convertirse en su títere. Ahora sería él quien la manejaría y dominaría con el encantamiento de la belladona convirtiéndola en la mejor de las piezas de la colección, correspondiendo en igual moneda años y años de infancia marcados por dichas tétricas vivencias.
Algunos integrantes de la familia se acercaron para intervenir al darse cuenta del estado de la mujer, pero el hijo delimitó territorio con firmeza.
- Yo me encargaré de ella. Conozco el tratamiento que se le estaba administrando.
Y extrayendo con habilidad una jeringa oculta en el compartimento de su chaqueta le inyectó la dosis de tranquilizantes habitual. Gemmei apenas era consciente de lo que había ocurrido, y mientras continuara sedada se ahorraría problemas. Su abuela le miró unos segundos antes de atenderla, llamándola por su nombre a susurros con la convicción de que el shock emocional se debía a la pérdida de su marido. Sin embargo, hacía ya mucho tiempo que Reijiro había dejado de existir para ella.
Ya nadie lo sabría.
- Agradezco que estéis presentes en estos duros momentos. - expuso en voz alta el joven, posando la mirada lentamente en todos y cada uno de los asistentes. - Mi padre iba a ser el destinado a comunicarlo, mas por razones evidentes seré yo el portavoz. Ingresaré en la Universidad con el inicio del nuevo curso adelantándome un año en la entrada oficial. Por ello aunque todavía no haya alcanzado la mayoría de edad pido potestad para llevar personalmente todos los asuntos correspondientes.
Uno de sus tíos lejanos, abogado, quiso intervenir, mas el tajante gesto del nuevo patriarca se lo impidió.
- No aceptaré un no por respuesta. Ese era el deseo de mi abuelo, todos habéis sido testigo de ello por su testamento.
El silencio general resultó afirmativo. Con todo ello dicho, poco más quedaba por cumplir de la ceremonia hasta el siguiente amanecer. La tradición dictaba que el hijo debía velar el cuerpo de su padre toda la noche, siendo el encargado de dar un último adiós al cuerpo antes de que este fuese conducido a la tierra y enterrado en las profundidades de la misma. Uno a uno todos fueron abandonando la casa, quedando Kazutaka a solas en el salón, el cuál cerró con llave.
Tras echar las pesadas cortinas la única fuente de luz existente provenía de las llamas doradas de las velas. Transcurrieron varias horas en las que no pudo levantar su atención de los cuerpos inertes que ante él yacían.
Había perdido a su creador y guía, dejándole a cargo de una mujer que requeriría demasiados cuidados como para poder ejercer de madre justo cuando más la necesitaba.
El cadáver de su hermano aguardaba a la derecha. Físicamente eran bastante parecidos, en especial en la fisonomía del óvalo facial. Sin embargo, aún incluso muerto, Saki conservaba esa misteriosa y arrogante media sonrisa en los labios, expresión que le disgustaba.
Hacía varias noches que no se cobraba una vida, y el ansia de espíritus con los que compensar su carencia se encontraba especialmente incrementada. Tanto era así que podía ver con claridad las últimas reminiscencias de sus energías, flotando como fuegos fatuos alrededor de ambos. Alzó los dedos trémulamente tratando de acariciarlas, empaparse de lo último que le quedaba de su padre.
Entonces experimentó algo que nunca antes le había ocurrido. Pudo sentir cómo la energía se infiltraba en él, inculcándole una serie de sentimientos primarios, intensos y sin coherencia. Era como si lo último que el muerto hubiese sentido aún siguiera custodiándole.
Por unas milésimas de segundo sintió el pavor ante la descomunal caída, el miedo por dejar atrás lo conocido y la preocupación por los suyos. Mas todo ello quedó eclipsado por una energía externa que había contaminado a la principal, infiltrándose en esa efímera esencia con la que quizás Reijiro había tratado de comunicarle un último mensaje.
La ira se apoderó de Kazutaka al reconocer ese estímulo invasor. Agudizó sus sentidos escuchando lo que aquella llama espiritual a punto de extinguirse decía, resultando ser demasiado clara su sentencia.
Saki Saki Saki Saki Saki
Tomó a su hermanastro por el cuello, presionando como su quiera estrangularle, pero toda la fuerza empleada resultaría inservible. Se sintió miserable por no haberse adelantado a sus movimientos. La lógica del ahora muerto era precisa: matar al padre de ambos, romper en mil pedazos el mundo de Kazutaka, y morir él mismo, sin dejarle oportunidad de vengarse, condenándole a una vida de frustración personal.
Mas Saki no había contado con el despiadado ingenio de su rival. La vida podía crearse de la nada, pues él mismo había nacido de la mano del hombre y sus inventos. Su abuelo había presenciado e intervenido en cientos de experimentos en donde se lograba devolver a la actividad celular a miembros humanos marchitos y congelados.
No se lo pensó dos veces. En la casa sólo los sirvientes, su madre y abuela dormían, y nadie conocía el camino hasta el laboratorio secreto de Reijiro. Cerró el ataúd de su padre sin tomarse unos segundos para el adiós, y buscó el escarpelo siempre llevaba encima.
Con cortes precisos que sólo un erudito de la anatomía humana podía ejecutar desgarró los músculos principales que unían el cuello al busto, manando de las arterias sangre que todavía en las mismas había quedado coagulada, manchando el revestimiento acolchado del sarcófago.
Necesitaba de un objeto con el que poder cortar en dos la columna vertebral. Recordó que en el viejo arcón que reposaba junto a la chimenea solían guardar herramientas, algunas de las cuáles nadie echaría en falta al ser el desaparecido médico el único que encendía fuego en la casa. Haciendo el menor ruido posible logró separar la cabeza de Saki completamente de su cuerpo, envolviéndola en la chaqueta que hasta entonces le había vestido para la ceremonia.
Guardó el hacha en el ataúd, y cerró la tapa. Nadie repararía en la mutilación al compensar el peso del utensilio la ausencia de cráneo y demás órganos, y por supuesto, una vez sellados los lechos de madera nadie tenía potestad para volver a abrirlos, así que podía escudarse en el secreto.
Con su habitual sigilo Kazutaka salió hacia el exterior guiándose por la luz de su aliada, la hermosa luna llena. Pronto atravesó las barreras metálicas que le separaban del laboratorio, tan lúgubre y húmedo como siempre.
Abrió la compuerta de la cámara en el que había sido gestado. Recordaba perfectamente las descargas sufridas cuando Reijiro trató de modificar su material genético, por lo que las investigaciones teóricas de su abuelo coincidían con las hazañas paternas. Tomó cuantos conductos tuvo a su alcance, conectando la cabeza de Saki a los electrodos.
Una vez armada la maraña cerró herméticamente el habitáculo, llenándose éste de líquido amniótico. Se posicionó ante los potentes y descomunales ordenadores centrales, tecleando a toda velocidad los códigos necesarios para poner en marcha el funcionamiento. Su padre se había basado en lenguajes crípticos demasiado sencillos para una mente privilegiada como la suya.
La totalidad de la ciudad de Kioto sufrió unos segundos de bajada de tensión cuando la monumental descarga eléctrica fue invertida por los transformadores del laboratorio, convirtiéndose en una serie de impulsos que centellearon a lo largo del sistema.
Kazutaka observó fuera de sí el espectáculo cuando los párpados de la cabeza se abrieron, quedando fija la mirada acuosa de Saki en la suya. Un aparato emitió su característico pitido rítmico y continuo, registrando la estabilidad de las constantes.
Lo había conseguido. Había logrado mantener artificialmente con vida un reducto del ser. Empapado en sudor y alimentándose de puro rencor golpeó con estrépito el cristal de la cámara.
Le odiaba por habérselo arrebatado todo y estar a punto de salirse con la suya.
En medio de la total soledad de aquel antro tecnológico se hizo una promesa: se prepararía, indagaría todo lo necesario y pagaría cualquier precio con un sólo objetivo: le regalaría a Saki un cuerpo perfecto en el que poder implantarle, y una vez de nuevo completo y en plenas facultades, le haría pagar su castigo.
Le torturaría. Le mataría lentamente, invitándole a sufrir, y luego absorbería su espíritu. Y sólo cuando lo hubiera hecho podría conocer el final de un tormento que no había hecho más que empezar.
La lluvia acompañó a todo el cortejo fúnebre hasta la llegada del cementerio donde la familia de Gemmei tenía el panteón. Habían creído conveniente dejarles descansar allí, en donde la belleza de los cerezos deportaría sosiego a sus almas por toda la eternidad.
Tras las consabidas palabras rituales el oficio se dio por finalizado. Decenas de personas fueron diseminándose con lentitud mientras los hermanos de la viuda trataban de llevarla con suavidad hasta el coche más cercano.
Kazutaka no se pronunció en ningún momento del enterramiento; asimismo, nadie se acercó a él para alentarle, por pequeño que fuera el gesto. En realidad todos le tenían demasiado respeto para tratarle como al chico que era en lugar del siguiente estandarte del clan.
Sólo una persona tuvo el valor de quedar a escasos pasos de él. Una voz le llamó como había hecho años antes la noche en que oficialmente se conocieron.
- Siento mucho que les hayas perdido, debes estar pasando por un mal momento.
Él se giró con parsimonia, encontrándose con el hermoso rostro redondeado y dulce de Ukyô. Sus ojos rasgados y oscuros hacían de complemento perfecto para la melena lacia y su cuerpo de juveniles y desarrolladas proporciones femeninas. También debía estar en los últimos años de instituto.
No le contestó. Ella seguía pensando que era una chica normal y que algún día contraería matrimonio con él, una vez convertido en afamado médico, preparándose para modelar la vida social.
Y sin embargo, Muraki había leído todo lo correspondiente a ellos. No eran seres humanos corrientes. Por lo que su padre había dejado entrever en los informes ambos no compartían la misma carencia espiritual, pero el código genético de Ukyô estaba destinado a desarrollar una serie de malformaciones en un plazo de tiempo imprevisto.
Aunque analizó su fachada con detenimiento no pudo detectar indicios del temido envejecimiento prematuro. Quizás lo desarrollaría en sus órganos internos, o tal vez escaparía de la cruel suerte.
En esos momentos no quiso pensar más en ello. Era mejor que siguieran distanciados, como hasta entonces, y que olvidaran aquel emparejamiento concertado hasta el último e irremediable segundo, porque sólo si permanecían a la deriva en el mar de lo corriente jugando a ser personas completas podrían engañarse a sí mismos, y decirse que no estaban condenados ante los dioses por haber alzado la mano contra ellos aún sin haberlo pretendido.
Ante el estupor de la muchacha su prometido la ignoró, caminando hacia el frente pasando de lado. Se sintió ofendida, pues había soñado con aquel reencuentro durante muchísimos años. Aún así le perdonó para sus adentros, sabía que la luz blanquecina que Muraki despedía no podía compararse con ninguna otra, y que algún día obtendría la ansiada recompensa.
Demasiado ocupados en sus respectivos pensamientos, ambos adolescentes no repararon en cómo a lo lejos alguien les observaba. Lo ignoraban, pero dicho sujeto era lo más parecido a un segundo padre que tenían. Él había supervisado su nacimiento desde el principio, implicándose en la creación sacrificando su carrera profesional por ello.
Satomi se ocultó tras el grueso tronco de un roble cercano. Su antiguo socio había muerto, y el primero parecía haberse desarrollado según todo lo previsto. Con lo que el ahora docente de la Universidad Shion no contaba era que su ligazón a los Muraki no había acabado. Pronto su rol para con Kazutaka cambiaría, pasando a ser ambos profesor y alumno.
Se dejó caer sobre la puerta cerrada a sus espaldas, respirando profundamente para relajarse. Tras haber forcejeado con Gemmei por espacio de más de una hora había conseguido reducirla a base de una dosis aún mayor de la droga a la que le había habituado. A cada noche que pasaba su madre se volvía más salvaje y completamente fuera de control. Los gritos se ahogaban entre las gruesas paredes, y sólo cuando cesaban los sirvientes se encargaban de aparentar que no habían escuchado nada, dejándole al señor de la casa el peso de ocultar a la bella y demente criatura en sus aposentos.
La sala de las muñecas constituía pues su último remanso de paz en la mansión. Estanterías repletas de pequeñas niñas inmortales le rodeaban, impolutas gracias a la dedicación con la que eliminaba el polvo que sobre ellas se depositaba y el esmero con el que colocaba sus rizos y vestidos de terciopelo.
Tomó a Verónica entre las manos, sentándose en la mesa de caoba que presidía la habitación.
- Tú siempre me serás fiel, mi dulce amiga. - le dijo mientras se veía reflejado en los iris de cristal.
La dejó sentada sobre la superficie de madera mientras tomaba el cuaderno que allí había guardado. De todos los archivos recibidos de su abuelo, aquel diario era el que más había llamado su atención. Estaba repleto de reseñas históricas, mas lo que le había llevado a estudiarlo en anonimato eran las revelaciones sumamente importantes para su investigación privada.
Leyó mentalmente, empapándose en el contenido de la rápida caligrafía, evocando la voz grave de su antepasado como si estuviese recitándole las palabras al oído.
Hoy ha vuelto a intentarlo. Se ha cortado las venas insistentemente, pero han vuelto a cicatrizar. No ha ingerido líquido ni sólido alguno, son más de 30 noches en vela las que he contabilizado.
Hizo especial hincapié en la fecha de la anotación. De ello habían transcurrido más de cuarenta años.
Ha caído en un estado de vigilia constante. No reacciona a estímulos, sigue rechazando cualquier tipo de alimento, pero sus signos vitales siguen inalterables. Me encuentro ante un auténtico misterio de la naturaleza.
Cuanto más leía sobre aquel enigmático paciente de su abuelo la quemazón en su pecho se incrementaba. ¿Había tratado éste a un hombre bendecido con su ansiada inmortalidad¿Quién podría ser aquél ser de extraordinarias facultades?
La última hoja del diario terminaba con una frase que le impactó quizás más que ninguna otra.
Tras tantos años a mi cuidado altruista, hoy ha fallecido. Sus constantes eran las mismas de siempre, al igual que la dinámica. Me atrevo a afirmar que ha muerto de pena.
Algo cayó entre las páginas en blanco del manuscrito. Estiró la mano hacia el suelo recogiendo el pedazo de cartón oculto desde hacía décadas.
Kazutaka dejó el registro sobre la mesa, contemplando la vieja fotografía hasta el momento inédita, pudiendo ver por vez primera el rostro del hombre al que su abuelo había atendido sin llegar a desentrañar lo inexplicable de su situación.
Tenía los cabellos castaños y brillantes. Su rostro reflejaba la evidente delgadez, y sus ojos violetas refulgían como gemas engarzadas. Sin embargo, qué desoladora resultaba la expresión de los mismos...
Sus labios se entreabrieron para pronunciar el nombre que había leído al inicio de los informes.
- Tsuzuki... Asato...
Una lágrima resbaló por las pálidas mejillas. No lloraba por sentirse más sólo que nunca, o por tener que portar la despótica carga de una madre a la que no apreciaba. Lo hacía porque no sólo tenía ante sí una clave ya perdida que podría servirle para cumplir con su ambición... Sino porque estaba contemplando a la criatura más hermosa jamás vista en toda su vida.
