Como cada día la campana del pequeño templo anexo anunció la llegada del sol y, por tanto, de las responsabilidades cotidianas. Independientemente de la época del año en la que se encontrasen o la naturaleza laboral de las jornadas en el calendario, la vida resurgía tras una noche de sueño a las seis de la mañana en Kokakurô, una de las casas señoriales más antiguas de toda Kioto.
La tradición embargaba cada milímetro de la vivienda, cuya sobria y minimalista arquitectura hacía las delicias de conservadores y estudiosos gracias a sus más de trescientos años de intacta historia. Sin embargo, muy pocos tenían el privilegio de adentrarse en sus maravillosos jardines y respirar el peculiar ambiente que la rodeaba fuera de las horas establecidas, puesto que Kokakurô no era solamente desde hacía un siglo el restaurante de mayor categoría de la antigua capital, sino sede de un legado protegido por los miembros del clan Oriya, excelentes espadachines y monjes cuyos orígenes se perdían en los tiempos.
Ryu hizo una reverencia ante los retratos y fotografías de sus antepasados cuando concluyó su entrenamiento matutino. Había cumplido los dieciocho hacía unas semanas, pudiendo ostentar todo lo referente a la manutención del negocio tras una regencia por parte de su abuela. Ella, como responsable de perpetuar el legado de la familia, solía recriminarle por no seguir estoicamente los cánones establecidos.
Estaba cansado de escuchar que debía llevar su largo cabello recogido en señal de respeto por sus ancestros samuráis, los cuáles hacían de las brillantes y oscuras melenas una señal visual del orgullo por su condición de guerrero. Asimismo, el mero hecho de vestir el kimono masculino conllevaba un tedioso ritual en que todo tenía que estar en su sitio sin espacio para el error, por milimétrico que fuese.
Mucho había insistido su padre ya fallecido para que obedeciera a la matriarca del clan, pero no lo había conseguido. Él encontraba en esos pequeños actos de rebeldía una vía por la que expresarse a sí mismo dentro del papel al que estaba destinado desde su nacimiento.
Ser el siguiente estandarte de los Oriya era su orgullo, siempre que le permitieran insuflar algo de modernidad en los métodos por medio de sus vías propias de acción.
Tal era así que, efectivamente, cuando se encontraba en los límites de Kokakurô vestía los hermosos, pesados y coloridos kimonos, aunque les proveía de la flexibilidad necesaria para moverse con holgura al no ajustárselos; calzaba los tradicionales zuecos de madera, pero sus pasos no eran sosegados, indicando en todo momento su situación con rítmico marcaje; y por supuesto nadie, ni siquiera las mujeres de la familia, podía llevar el pelo más largo que él, mas éste siempre iba suelto, dotándole de un aire de misterio al ocultar en parte su bello rostro.
Todos estaban de acuerdo en que el comportamiento de Ryu no era quizás el más adecuado, pero no ponían trabas más allá de las observaciones sobre su apariencia: le respetaban demasiado. No sólo era un genio de la katana, sino que continuando el linaje sanguíneo de su madre había heredado de ella un don que le distinguía como la figura espiritual de toda la familia… Su sensibilidad hacia los espíritus era extrema. Desde muy niño había establecido contacto con ánimas y otros entes no humanos.
Esa era su misión en vida, convertirse en protector del templo, en sucesor de la legendaria escuela de artes marciales Shinmeimusô y, además, en hombre de negocios. Su educación era un pilar fundamental, así que se le había permitido escoger una carrera para el enriquecimiento personal, dado que no estaría capacitado para ejercerla una vez concluida.
Se preparó tras el esfuerzo físico eliminando cualquier rastro de sudor con un baño caliente y enfundándose en el uniforme de la Universidad Shion. No se abrochó los últimos botones del cuello, de típico corte asiático, arrancando de nuevo los reproches de la anciana una vez hubo entrado en la cocina para devorar su ración de arroz.
- ¡Eres una persona de respetada posición social, Ryu! Deberías vestirte como tal.
-
Ya lo sé, abuela… - repitió por enésima vez en lo que llevaba de
mañana, limpiándose con la mano los granos que se le habían adherido a
la comisura del labio. – Pero en la Universidad lo importante no es
cómo vayas, sino las notas que saques…
Su buen humor y eterno desparpajo conseguían aplacar el enfado de la mujer. La rutina era una sana forma de encauzar la vida, como ella decía, así que el joven tomó su cartera y puso camino hacia el centro académico.
Aunque el otoño aún no había terminado iba cediendo poco a poco en el pulso contra el invierno. Las hojas de los arces seguían ocultando el sendero que bordeaba la casa, pero el aire se había tornado frío y cortante.
Él era siempre el primero en llegar a la facultad, sólo algunos alumnos del instituto próximo le ganaban. Le gustaba contar con unos minutos de tranquilidad antes de introducirse en 8 horas de aburridas clases teóricas sobre el cuerpo humano y demás entresijos. Si había decidido cursar Medicina era para comprender un poco más a los seres corpóreos, dado que aquellos en los que la ciencia no creía eran desde siempre sus silenciosos aliados.
Al llegar a las inmediaciones de la entrada principal sacó un cigarrillo de la caja que llevaba oculta en su chaqueta, prendiéndolo tras proteger la llama de las corrientes de aire. Dio una profunda calada soltando el humo, el cuál se mezcló con el vaho dadas las bajas temperaturas.
Entonces le vio. El mismo chico de todas las mañanas.
Los alumnos, desde los veteranos a los de primer curso como era el caso de ambos, hablaban de él. Llamaba la atención no sólo por haber entrado en la Universidad un año antes de lo que correspondía, sino por su extrañísimo físico: tenía la piel blanca como la superficie de las perlas, el pelo de plata y los ojos fríos cuál luna, o al menos esos decían los pocos que se habían atrevido a mirarle de cerca.
Sin embargo su compañero de clase le intrigaba no ya por sus exquisitos rasgos, sino por la energía que le envolvía. Ryu podía ver los espíritus de las personas, y el de aquel sujeto era inigualable. A cada día que coincidían podía sentir que su alma era distinta. Mantenía un leve resquicio base, pero era resultado de una combinación difícil de diseccionar.
Solía analizarle desde su asiento en la última fila. El alumno, de nombre Muraki, ocupaba habitualmente el puestomás cercano a la tarima del profesor. Aquel tipo no hablaba con nadie ni se relacionaba con otros que no fueran los docentes o los libros de investigación.
Dado que no tenía otra cosa mejor que hacer salvo esperar a la campana de inicio, se dejó llevar por dicha curiosidad en un arrebato impulsivo que no podía contener. Apagó el cigarro pisándolo con la suela del zapato, buscando una excusa no demasiado original con la que entablar conversación.
Llegó a las escaleras, en las que su objetivo se encontraba inmerso en un manual sobre comportamiento neuronal.
- ¿Tienes un pitillo por ahí? – preguntó descaradamente.
Kazutaka ni le miró. Se ajustó las gafas, las cuáles acababa de estrenar para prevenir que sus dioptrías aumentasen con las horas de estudio, y respondió con frialdad.
- No, pero te queda un paquete entero en el bolsillo.
Oriya lanzó una carcajada resignada al aire.
Así que tú también me has estado observando…
Sacó de nuevo la cajetilla de la discordia, mostrándosela.
- De acuerdo, volveré a empezar… ¿Quieres un pitillo?
Nuevamente el otro no parecía tener intenciones de abandonar la lectura.
- No, gracias.
Ryu se levantó. No iba a darse por vencido tan fácilmente, menos ahora que aquel carácter había resultado ser de su agrado.
- Pues va a ser verdad que eres un tío de lo más raro. – afirmó poco antes de adentrarse en el centro.
Muraki siguió a lo suyo, los comentarios ajenos le eran indiferentes. Su único interés consistía en absorber cuantos conocimientos pudieran serle de utilidad y seguir labrando sus planes. Precisamente ese era el día elegido para dar inicio a la nueva fase.
Con el transcurso de los minutos fueron llegando más y más alumnos, formándose una pequeña cogestión cuando todos quisieron entrar a la vez, estirando el tiempo libre hasta el límite.
A solas, como siempre, tomó su cartera y puso rumbo hacia el aula. Aquel día de la semana tenía tres horas de su asignatura favorita, no ya por el contenido de la misma… Sino por la persona que la impartía.
- Y como podéis ver en este gráfico, el tejido cerebral varía según la sección a la que nos refiramos. Se acaba la sesión por hoy¿alguna pregunta?
Satomi hizo un barrido visual a sus cuarenta alumnos, pero ninguno levantó la mano. A veces tenía la sensación de estar hablándole a las paredes.
- Podéis iros. Para mañana traed preparada la lección número cuatro, habrá una prueba de control en breve.
El estruendo de las docenas de sillas moviéndose a la vez invadió la clase, acudiendo los estudiantes a las horas lectivas que todavía les quedaban. El ponente guardó sus apuntes en el cajón, mas notó cómo alguien se acercaba con sigilo.
- Profesor Satomi… - le llamó.
Aquella voz le producía escalofríos. Pertenecía a su alumno más brillante, aquél al que, irónicamente, deseaba no haber tenido nunca bajo su responsabilidad. Observó los finos rasgos del rostro de Kazutaka sin poder dejar de ver en él el espectro de la mujer de su antiguo socio, y recordar fugazmente todas las noches pasadas en aquel húmedo antro que revivía en pesadillas.
- Dime, Muraki… ¿Quieres que vuelva a recomendarte bibliografía para ampliar?
El joven permaneció sombríamente serio, consiguiendo que empezara a perder sus ya de por sí pobres nervios.
- No. De usted necesito algo más que libros ciegos de conocimiento…
- ¿Y de qué se trata? – respondió, tratando de dominarse.
Sus gélidos ojos brillaron con perspicacia, ingenio y odio.
- Sus privilegios. Su derecho al acceso a zonas restringidas.
La mano izquierda del hombre tembló, tic que conservaba de la época en la que desafió encubiertamente las leyes de lo moral.
- No comprendo a qué te refieres. – mintió.
Se acercó más a él, destrozando de un golpe la distancia respetuosa que se debía guardar ante un superior académico.
-
Estoy llevando a cabo un experimento, requiere material fiable, así
como de presupuesto. Es por todos conocido que los doctores de esta
facultad reciben una generosa suma cada año…
- ¿Y por qué tendría que darte todo eso?
Kazutaka esbozó una leve pero despiadada sonrisa.
- Me temo que si no me presta su ayuda me veré obligado a descubrirle ante sus colegas de profesión… Todos esos diarios escritos por mi padre en los que usted está claramente involucrado en un proyecto prohibido, incluyendo robos de muestras privadas… Y por supuesto, cuento con una prueba de peso: la tiene ante sí.
Satomi apretó los puños. Si aquel chico cumplía sus amenazas y demostraba cuáles eran sus orígenes, su carrera se disolvería; podrían incluso condenarle con la pérdida de la titulación y no podría volver a pisar una entidad científica, cualesquiera que fuesen los méritos de la misma.
Demasiado débil en carácter y demasiado obsesionado por sus metas, no tuvo otro remedio que volver a ceder al chantaje.
- ¿Qué puedo ofrecerte?
-
Un laboratorio ajeno a las miradas inoportunas, en donde pueda
establecer un dispositivo de seguridad que he creado. También quiero un
tanque de suspensión y alimentación energética permanente.
- ¡P-pero eso es imposible! Con mi asignación anual no podría cubrir siquiera el gasto de electricidad. – imploró.
Muraki fue explícito en su ultimátum. A pocos pasos de la puerta se giró hacia él, clavándole de nuevo su mirada metalizada.
- Pues consiga más. Tiene cuarenta y ocho horas.
Una vez a solas en el aula, el profesor cayó de rodillas rebanándose los sesos con tal de encontrar una salida al callejón en el que estaba de nuevo inmerso.
Ya todos los integrantes del turno de mañana se habían marchado, salvo Ryu, el cuál esperaba en compañía de su fiel tabaco. En realidad no sabía por qué sus pies se habían negado a dejar la facultad atrás y regresar al hogar, allí donde tenía cientos de asuntos que atender.
Al poco dio con la respuesta. Kazutaka salió por una puerta próxima en la misma individualidad que acostumbraba. Apretó el paso lo justo para que no se le notara que iba en su búsqueda, aminorando la marcha una vez le dio alcance.
- Interesante la clase de Satomi… Aunque ese tipo me parece un poco fantoche¿no crees?
Silencio.
- Voy a preparar un informe sobre división de células para subir nota, quizás podríamos hacerlo juntos. Eres un lumbreras, haríamos un buen equipo.
Nada.
- Oye tío, al menos ten la decencia de
mandarme a freír espárragos si quieres que te deje en paz. – le espetó,
rabioso por esa incómoda predisposición a no contestar.
- Dame ese cigarro de antes. – dijo él al fin.
Oriya sonrió para sus adentros.
- Definitivamente eres de lo más extraño que he visto, y eso ya es decir.
Le tendió la cajetilla y a posteriori el mechero. Kazutaka lo prendió, tal y como había aprendido a hacer en los últimos tiempos. Solía esconder el arsenal que su madre acumulaba, acabando por aprovecharlo él mismo para que no se estropeara por la humedad.
Caminaron uno al lado del otro por el solitario camino asfaltado de amarillos y ocres.
- Te llamas Muraki¿verdad?
Éste asintió con la cabeza, dando una nueva calada.
- Yo soy Oriya. He oído hablar de tu familia, sois bastante populares por aquí.
- Lástima que no pueda decir lo mismo.
Ryu se enojó súbitamente, tenía muy arraigado el instinto proteccionista.
- Pues será porque no sales de tu madriguera, el clan Oriya y el Kokakurô son conocidos incluso fuera de Kioto.
Aquel joven extrovertido, fácilmente irritable e insólitamente afable con él no le desagradaba. Hasta el momento todos los que se habían relacionado con su persona fuera de los círculos privados habían buscado obtener algo a cambio. Quizás el tal Oriya hiciera lo mismo, pero no le causaba esa sensación.
- Si todos en el clan son igual de viscerales que tú es mejor que siga sin conocer detalles. La gente que no es capaz de contenerse me pone enferma. Además, el Kokakurô no es más que un restaurante de baja categoría.
Kazutaka se salió con la suya cuando obtuvo justo el resultado que esperaba con aquella afirmación.
-
¡Lamentarás haber dicho eso¡Vas a tener la mejor cena de tu maldita
vida! – gruñó el moreno, empezando a caminar a toda velocidad en
dirección al mencionado lugar.
- ¿Qué te hace pensar que voy a acompañarte si apenas te conozco?
Se volvió hacia él con violencia, girando sobre sus talones y clavándole la mirada. Los ojos ambarinos del monje y guerrero parecieron regodearse de los últimos rayos de sol que restaban al día. Sin tener la mínima idea al respecto, en ese preciso segundo se convirtió en el segundo hombre más atractivo jamás visto bajo el criterio de su angelical compañero, tras el enigmático paciente retratado de su abuelo.
Entre ellos existía un punzante lazo espiritual. Uno era canalizador de energías. El otro demandante y ejecutador. Pero ambos tenían una similitud: eran más sensibles que el resto de sus congéneres a la actividad divina.
La prerrogativa de Ryu fue explícita y amenazante.
- Vendrás conmigo porque has insultado mi honor. Por mis antepasados te juro que te comerás tus palabras junto a nuestra especialidad.
Le siguió sin rechistar. Cualquier excusa para retrasar el regreso a horas y horas de reducir a Gemmei era válida.
Kazutaka entró a su lado por la puerta trasera de la casa, teniendo que atravesar los jardines y los cuatro lagos que en los mismos se encontraban. Sólo el tiempo confirmaría años después que aquella fue la primera visita al lugar que pasaría a ser su único refugio.
