Capítulo 8: Identidad

Kazutaka elevó el dedo índice derecho varios centímetros por encima del aparatoso teclado de la supercomputadora. Todo a su alrededor estaba velado por una cortina de misterio, secretismo y dinero, muchísimo dinero proveniente de las arcas estatales obtenidas por el profesor Satomi. En los cientos de metros cuadrados que formaban su laboratorio privado, situado justo bajo los cimientos de la Universidad Shion, había congregados aparatos representantes de la élite tecnológica del país. Pocos sabían que el Gobierno nacional había invertido fuertes sumas en convenios con la institución académica destinados a la investigación en clonación humana, y que los márgenes patrocinadores resultaban, por propio interés militar, flexibles.

Así pues, nadie sospechó que a lo largo del último año y medio el que resultaba ser el alumno más prometedor de su promoción dedicaba horas y horas a sus propios ingenios, poniendo en práctica los conocimientos adquiridos tanto en la asistencia lectiva como en su experiencia personal.

Con milimétrica precisión y discreción Muraki había trasladado los elementos base del estudio de su padre, duplicando o triplicando las peripecias del difunto Reijiro, siempre escudándose en las amenazas encubiertas a su profesor y creador.

Elevó la vista varios metros al frente, clavándola en el descomunal tanque relleno de una sustancia oxigenada. Iluminado por tenues luces verdes seguía la cabeza de su hermanastro, alimentándose de una vida artificial prolongada gracias a dosis desmesuradas de continua energía.

Sin cesar de mirarle, el albino dedo descendió de las alturas con rapidez, pulsando la tecla enter y accionando el sistema de seguridad en el que había trabajado por espacio de varias jornadas. Una vez perfeccionado el registro magnético de las llaves, al complementarlo con un prototípico escáner retiniano aseguraba que sólo él tendría permitido el acceso a las instalaciones.

Así pues, todo estaba preparado para el inicio de la segunda fase. Ahora solamente restaba la parte más complicada del proceso: encontrar una base perfecta, la alegoría de la inmortalidad, un cuerpo perfecto que permitiese la implantación de un miembro ajeno.

Miró su reloj, las clases matutinas estaban a punto de comenzar para los alumnos de tercer año. Colgó su vestimenta de trabajo para disfrazarse de estudiante vulgar y corriente, ocultando como siempre a todos cuáles eran los verdaderos motivos de su presencia en aquel centro académico que ostentaba el quinto puesto del país en cuando a calidad de enseñanza.

Alguien con su potencial debía estar en la Todae, o en el extranjero. Pero a Muraki eso no le convenía, tenía que concluir su experimento, no en pro de la humanidad, más bien en pro de lo contrario. Lo que buscaba era efectivamente la vida a partir de la nada… para luego sesgarla violentamente.

(1) Todae: contracción empleada entre los japoneses para denominar a la Universidad de Tokio.


Ryu avanzaba ágilmente por el suelo de madera del porche casi de rodillas, llevando entre las manos un paño con el que conseguía sacar brillo a la noble superficie. Con las inminentes lluvias primaverales era necesario aplicar varias capas de cera al material y pulirlo, impidiendo que el agua penetrase entre las vetas y lo pudriese.

Se paró unos breves segundos al llegar a una barandilla, secándose el sudor de la frente. Aquella mañana no había podido empuñar la katana, pero ese ejercicio era perfecto para mantenerse en forma y ejercitar las piernas.

Se apartó el cabello del rostro, girando el cuello al percibir cómo su abuela se situaba junto a él mediante menudos pasos.

- Buenos días. – le dijo dicharacheramente.
- Aquel que con esfuerzo recibe el alba será recompensando. – respondió ella satisfecha.

A punto de cumplir veinte años su nieto se perfilaba como el sucesor perfecto. Le habían criado para tomar el relevo, y pese a sus particulares reseñas de rebeldía, el único descendiente de su hijo llevaría dignamente el apellido Oriya por la generación que le correspondía, hasta pasarlo al siguiente testigo.

Esa era, precisamente, la espina que la vieja mujer tenía clavada. Sus huesos le decían que posiblemente aquellas serían las últimas flores de cerezo que vería caer, y deseaba presenciar una última ceremonia antes de apagar la llama de aquella vida.

- He estado hablando con Hakayame-san, es la matriarca de una respetable familia de Osaka.

Él la escuchaba mientras volvía a frotar insistentemente por los huecos formados entre las balaustradas de madera, asintiendo como si le estuviese relatando los pormenores de una nueva transacción económica para el negocio. Sin embargo, se quedó helado al conocer que él mismo era la moneda de cambio en aquel acuerdo.

- Llegará mañana a primera hora con su hija menor. Es hora de que contraigas matrimonio, esa muchacha es refinada, instruida y callada, será una esposa perfecta para ti.

El joven apretó el paño entre las manos, tratando de contener el absceso de rabia. Se incorporó, alejándose hacia el interior de la casa.

- ¿Se puede saber a dónde vas? – inquirió ella.
- Llego tarde a clase. – le respondió, mirándola tras girarse. – Abuela, estoy dispuesto a abandonar los estudios antes de concluirlos si es necesario, y a renunciar a llevar la vida que quiero con tan de ser el siguiente… pero me niego a casarme concertadamente. Olvídalo.

La mujer le reprendió con sus oscuros ojos refulgiendo como nunca habían hecho.

- El matrimonio no es más que un contrato de conveniencia, para dar rienda a la pasión están las amantes, tan antiguas como los espíritus de esta tierra. ¿No irás a decirme que crees en la unión por amor?

Era imposible para la anciana conocer cuál era la auténtica naturaleza de sus sentimientos. Podía haber elegido candidata él mismo entre las bellezas a las que había dado a conocer los entresijos del Kokakurô en furtivas madrugadas, mas desde hacía algunas semanas había dejado de tener fe en los lazos sociales y sus estrictas normas pactadas.

Ya no quería creer en lo correcto. No quería creer en la tradición, o en lo venerable. No quería creer en nadie, tan solo obtener una respuesta a cualquier precio.

Tras aquel intercambio cruzado de intenciones y desaprobaciones creyó haberla encontrado. Era obvio que no podía centrarse en un casamiento cuando su cuerpo entero clamaba por otro bien distinto a la futura e hipotética esposa.

No añadió adornos a su alegato; raudo como el viento se cambió al uniforme y abandonó la lujosa vivienda rumbo a la facultad.

Sabía que el Consejo le permitiría no ceñirse al canon de apariencia, o que le darían total libertad para regentar el restaurante de puertas hacia dentro cuando lo heredase. Lo que nadie toleraría, y por tanto debía seguir ocultándolo recelosamente, era que en la estratosfera burguesa de Kioto se hiciera pública su ya indiscutible bisexualidad.

- Estos son los temas propuestos para la elaboración del dossier. El mejor obtendrá la suma de dos puntos en el examen final y una beca para un año de investigación post-grado. - expuso en voz alta mientras los veinte alumnos, sentados en parejas, atendían y cuchicheaban entre ellos cuál sería el elegido para su proyecto.

El dúo más singular de aquella clase de tercero de Medicina no resultó ser la excepción. Muraki atendía, ajustándose las gafas sobre el delgado puente de la nariz, mientras que su compañero hacía las gracias por lo bajo, recalcando las muletillas en dicción del profesor en lugar de centrarse en lo importante.

- Qué acento tan raro tiene, parece uno de esos cómicos de la televisión. – comentó.
- ¿Decía algo, señor Oriya? – increpó el responsable de la asignatura, algo cansado de las interrupciones.

Se les quedó mirando a ambos. Eran dispares, opuestos como los polos energéticos de una batería: uno inquietantemente silencioso, el otro molestamente extrovertido. Uno pulcro y ordenado en métodos, el otro confidente del desorden y la hiperactiva caligrafía. Incluso en físico y personalidad discrepaban, sólo a ojos del equipo docente una característica común les hacía inseparables: eran mentes brillantes.

Kazuraka acudió a sacar al que era su mejor amigo del apuro, si es que aquel calificativo servía para definir a la única persona que había tenido el valor de permanecer a su lado por un espacio mayor a unas pocas semanas. Dos cursos habían transcurrido desde que se conocieran, y aunque su presencia no era molesta en las horas de normal convivencia, demasiados aspectos sobre su persona permanecían ocultos a Ryu.

- Mitosis y aplicación a reconstrucción de tejidos, profesor Zakuma. – respondió Muraki. – Mi compañero estaba proponiéndome dicho tema, el cuál le pedimos que nos asigne.
- Excelente elección. Tengo muchas expectativas en ustedes, espero que realicen un buen trabajo. – concluyó el hombre, pasando por los siguientes pupitres a repetir la operación.

El moreno le habló al oído.

- ¿Mitosis¿No habíamos quedado en aplicaciones de radio?
- Es mi privilegio por evitar que vuelvas al despacho del director por tercera vez en lo que vamos de curso, deberías estar agradecido.

Oriya resopló. No podía decirle que no, en especial por las especiales circunstancias en las que se hallaba. Aún no había encontrado el momento adecuado para decirle que posiblemente no terminaría la carrera, o que incluso tendría que retirarse antes del término del actual año.

Observó durante segundos que le parecieron eternos su fino perfil de proporciones cuasi femeninas, su cabello de plata y sus fríos ojos siempre tan distantes. Se vio a si mismo soñando despierto con algo que jamás había visto hasta ese momento: hizo memoria, mas por mucho que lo intentara, no recordaba haber visto a Kazutaka sonreír ni una sola vez desde que formaban un equipo.

Apoyó la cara sobre su mano, suspenso el codo en la mesa. Su corazón empezó a latir con fuerza con la simple cercanía a la que estaba acostumbrado. Para cuando su peculiar colega le incrustó la mirada buscando una excusa creíble a su ensimismamiento, notó que el rostro se le incendiaba, a lo que puso remedio mirando por la ventana situada justo a su derecha.

- Pueden abandonar el aula, mañana dispondrán de cuatro horas ininterrumpidas en los archivos de la biblioteca y el laboratorio para comenzar sus trabajos. No olviden que deben entregar el anteproyecto la semana que viene.

Los alumnos fueron saliendo de la clase, dispersándose por doquier. Algunos tenían optativas en horario de tarde, y otros emprendían la vuelta al hogar.

- Podríamos quedarnos y poner en común las ideas. – propuso Oriya con la cartera en la espalda sujeta por encima de los hombros.
- No puedo. He de hacerle la revisión a mi madre.- respondió.

El espadachín asintió con la cabeza en silencio. Muraki apenas hablaba de su familia. Sabía que era huérfano de padre y que cuidaba de ella, víctima de alguna enfermedad grave, pero poco más.

- ¿Quieres que te ayude?
- No, gracias. Nos vemos mañana.

Kazutaka se alejó, dejando a Ryu con la única facultad de ver desaparecer en el horizonte su estilizada figura ataviada de negro. Sentía cómo el dolor arraigado en el pecho crecía a medida que los metros entre ambos se incrementaban, pues una barrera había surgido y él mismo se encargaba de añadir más y más piedras con el transcurso de los días.

No podría aguantar por mucho más, así que ante la fachada del imponente edificio se juró que la jornada contigua sería determinante, aquella en la que quedaría marcado un nuevo rumbo en la relación que mantenían. Que éste terminase, que continuara como hasta ahora, o mutase hacia lo que él con ahínco deseaba… Pero necesitaba romper el silencio de su amor contenido.

Ajeno al debate interno del joven heredero, Muraki no tardó en abrir las puertas de la mansión en la que había transcurrido toda su vida. La casa de altos techos y muebles recargados era oscura, demasiado amplia para sólo dos personas. El servicio doméstico había abandonado hacía tiempo, así que era él quien se encargaba de cada detalle.

Sin despojarse del elegante uniforme de la universidad dejó su cartera en el salón, buscando el fonendoscopio que su abuelo le había regalado hacía tanto tiempo atrás y el cuaderno de anotaciones donde reflejaba la evolución de Gemmei.

Avanzó por el tétrico pasillo hasta la habitación de las muñecas, lugar en el que su madre permanecía toda la tarde al cuidado de sus niñas de porcelana.

Mas algo fuera de lo habitual estaba sucediendo. Con el pomo de la puerta en la mano pudo escuchar estruendo proveniente del interior. Tras penetrar en la sala encontró a la bella mujer sentada en el suelo en un charco de pequeños y peligrosos trozos de cristal con unas tijeras en las manos, cortando tirabuzones de pomposo rubio cenizo.

Horrorizado por lo que consideraba un crimen sin justificación, el estudiante la agarró de los brazos, obligándola a soltar el instrumento.

- ¡Madre¿Por qué las destrozas¡Son tus muñecas, papá te las regaló!

Ella forcejeó, delirando en su propio universo demente. Se había cortado con los miembros mutilados de las diminutas damas, y su piel extremadamente blanca había quedado manchada de rojo.

La levantó como pudo, tratando de ser lo menos brusco posible pese a su enfado y cansancio. La suma de jornadas sin cobrarse una víctima propiciaban el que sintiera el espíritu de ella de forma casi tangible, lo cuál le llevaba al límite de la exasperación. Tras obligarla a tomar asiento en una butaca le tomó el pulso y constató el estado de sus pupilas con una pequeña luz, comprobando que la enfermedad seguía cebándose con su organismo irreversiblemente. Poco más se podía hacer por ella que mantenerla sedada el máximo tiempo posible, y controlar sus escasos momentos de peligrosa lucidez.

Le inyectó la dosis correspondiente, dejándola tendida en su lecho y cerrando con llave el dormitorio. Apoyado en la puerta una vez se halló de nuevo en el pasillo deseó no tener que seguir soportando aquella carga.

¿Por qué no hacerlo¿Por qué no acabar con ella como si fuese una prostituta más? Tenía la habilidad suficiente como para ocultar el asesinato, y que la familia materna no pudiera inquirir nada. Al fin y al cabo, aquella casa tenía ya poco valor para él, era simplemente un cascarón vacío sólo poblado por los fantasmas del recuerdo de días pasados que no iban a regresar.

La idea iba condensándose con énfasis en su mente cuando escuchó el timbre de carillón en el salón; alguien se había presentado de visita sin aviso previo.

Extrañado, decidió acudir a comprobar quién era. Nadie les visitaba, debía tratarse de una confusión… Se topó con un rostro que conocía a la perfección pese al lustro transcurrido desde la última vez que se viesen.

Sus ojos seguían siendo grandes y bondadosos, su cabello oscuro y suave, las facciones de su óvalo facial redondeadas, pero la niña pizpireta primero y la adolescente coqueta después habían dado paso a una joven estudiante de derecho a la que no faltaban pretendientes. Todos ellos rechazados, por supuesto, dado que el único dueño de su promesa fidedigna acababa de abrirle la puerta.

- Hola, Kazutaka. Me alegra haberte encontrado.

Él se tomó unos segundos en responder.

- Ukyô… Creí que te habías trasladado a la capital.
- Sí, de hecho vivo allá, pero he venido a pasar unos días. Me marcho mañana, por eso quería verte antes del regreso.

Muraki se encontraba ante su prometida, mas en lugar de reparar en la sutil belleza de sus formas, los datos almacenados por su cerebro sobre el nacimiento de ambos y las repercusiones eclipsaba cualquier otra percepción que pudiera obtener.

- ¿Estás… solo? – preguntó ella, con intención de querer pasar.
- Sí. – afirmó pese a no ser cierto.
- Me gustaría que pudiésemos hablar.

Abrió del todo la puerta, adentrándose ella unos metros en la lúgubre dependencia que había visitado siendo una cría. Tras haberle servido una buena taza de té, el anfitrión quiso saber qué le había traído hasta allí rompiendo media década de silencio.

- Finalmente estás estudiando Medicina¿verdad?
- Estoy a mitad de carrera. – respondió, bebiendo de su correspondiente infusión.
- Estupendo… - comentó, aliviada. – Seguro que eres un gran alumno, por eso quería consultarte algo, necesito otra opinión. Mis médicos no concluyen en un diagnóstico final sobre mis ataques.

Kazutaka dejó la taza vacía sobre el plato, siendo parco en cordialidad.

- Aún no estoy colegiado, va contra el reglamento que ejerza, y lo sabes bien, tu padre también es doctor.
- Sí… Pero sé que puedo confiar en ti.

Los iris azabaches de ella buscaron los suyos antes de comenzar a toser. Extrañado por el desagradable sonido emitido por los pulmones, Muraki sacó del bolsillo el aparato que había empleado momentos antes con su única pariente viva.

- Desvístete, voy a auscultarte.

Ella en un arranque de timidez se despojó del jersey y la camisa de seda, ocultando las copas de su sujetador con los brazos cruzados sobre el pecho mientras se dejaba hacer. El joven empleó cerca de diez minutos en analizar lo que podía medir haciendo uso de sus conocimientos y el oído: desgraciadamente todo concordaba con las estimaciones de su padre.

- ¿Puedes permanecer aquí un par de horas? - Sí.

La hizo pasar al despacho desierto de Reijiro, tumbándose la chica en la camilla. Kazutaka extrajo diversas muestras, las cuáles midió lo antes posible contrastando los resultados y llegando a una conclusión tan fatal como apasionante bajo el punto de vista de cualquier científico. Su sangre tenía un nivel de toxinas altísimo para alguien de sus características, era algo propio de un riñón con deficiencias.

Aunque el aspecto externo de Ukyô fuese el de una mujer apenas entrada en la edad adulta, su interior se moría. Los pulmones, bazo y demás vísceras elementales correspondían a alguien de cincuenta años o más, incluida por tanto la inefectividad del aparato reproductor.

- ¿Es grave? – quiso saber.

Él se había sentido solo en su condición desde que tuvo conciencia sobre su origen. Era especial, al igual que su sed espiritual y los sacrificios que prácticamente cada noche cometía para expiar el pacto con los dioses; y sin embargo, sintió que necesitaba creer en aquella muchacha a la que estaba ligado por algo más que un estúpido acuerdo de concertación.

Era momento de romper la gran mentira sobre la que Ukyô había vivido hasta la fecha. No sabía si la quería, o si sentía simpatía por ella, pero la búsqueda de la afinidad era una de las más arraigadas en el ser humano, y como tal él la emprendía negándose a quedar último en el camino.

- Yo no soy una persona normal. – comenzó a decirle.
- Lo supe en el momento en que te conocí. – respondió ella, calmada por la sensación de paz que le invadía en cada ocasión que podía estar junto a él.
- Tú tampoco lo eres, Ukyô. Hace unos años accedí por error a unos informes clasificados, y lo que descubrí te resultará duro de aceptar, pero has de hacerlo. Es la pura verdad.

La respiración de la joven pareció detenerse a medida que el relato se desarrollaba. Notaba su pulso descender paulatinamente como si su cuerpo hubiese decidido hibernar una temporada y despertar de esa pesadilla que, sin embargo, no le cogió tan de sorpresa como cabría esperar. En el fondo siempre lo había sabido.

Nosotros no nacimos en un útero, somos creaciones artificiales, la prueba del desafío del hombre a las leyes divinas de la concepción. Estábamos destinados a ser hermanos, pero por un fallo del procedimiento nuestras muestras de origen son distintas, por lo que genéticamente no estamos emparentados.

Y el que nuestros padres nos prometiesen lo confirma. Nadamos a la deriva entre mortales como nosotros que ignoran lo excepcionales que somos, y que desde el momento en que fuimos creados nos condenaron a permanecer unidos para no perturbar su orden.

Muraki se sentó a su lado.

- Entonces si me crearon de la nada… ¿Sabían cómo iba a ser yo al crecer?

Él asintió.

- Tu código tiene un error. Mi padre diagnosticó que podrías llegar a desarrollar precisamente los síntomas que ahora acusas. Envejeces prematuramente aunque por fuera no lo aparentes, tus órganos evolucionan a un ritmo cinco veces superior al adecuado.

Aún así, la chica había sido afortunada. Ni la peor desgracia física podía compararse a la carencia que él acusaba.

- Eso quiere decir que voy a morir pronto. – afirmó serena. - ¿Cuestión de cuanto, diez años?

Kazutaka se levantó, caminando lentamente de un lado para otro, gesto que empleaba siempre que sopesaba algo de vital importancia.

Adoraba la muerte porque a él le suponía vida, mas no quería que ella le dejase. Se pertenecían el uno al otro, aunque el lazo que les sustentase fuese un vínculo egoísta en contra de la soledad. Cuando pudiera cobrarse la venganza de su hermano, posiblemente aceptaría casarse con ella. Pero antes debía burlar las leyes de la ciencia una vez más.

El objetivo de su experimento era obtener células potentes y perfectas, capaces de regenerar cualquier tejido dañado con tal de ver asimilada una extremidad ajena. ¿No podía acaso aplicar la misma técnica con Ukyô? Si la hazaña de formar órganos desde la nada dejaba de ser su mayor utopía para convertirse en realidad, el horizonte de ella dejaría de estar amenazado por la húmeda oscuridad de un ataúd.

Una nueva oleada de fiera determinación le fue insuflada; anduvo nuevamente hacia la chica, diciéndole las palabras que constituirían el pacto que les mantendría atados durante la siguiente etapa de su juventud.

- No vas a morir. Yo te salvaré, encontraré el remedio a tu enfermedad, pero hasta ese momento tienes que ser precavida.

Ella se incorporó, quedando frente a frente junto a él. La estatura de Muraki era considerable, haciendo de la diferencia de alturas un rasgo que endulzaba a la compleja pareja que hacían.

- ¿Lo haces por lástima?
- El deseo de mi padre era que estuviésemos juntos para siempre. – respondió, colocándole el largo cabello. – Hacer su voluntad es lo único que tengo en mis manos para mantener vivo su recuerdo.

Ukyô asintió. Aunque no pudiera llegar a ser correspondida en igual intensidad, se dijo que algún día conseguiría que aquel hombre pudiera llegar a quererla, aunque fuese un atisbo. Volvió a desabrocharse los botones de su camisa, dejando a la vista la delicada ropa interior que vestía su busto.

- ¿Cómo puedo compensarte? – murmuró, con sobria sensualidad.

Él la observó. Era hermosa y atractiva. Hasta el momento todas las relaciones sexuales que había mantenido se habían limitado a ser preparativos para el más lujurioso de sus actos, la sustracción de almas, por lo que aquella proposición le intimidó. Ukyô no era como las mujeres anónimas de las que disfrutaba con frecuencia, no podía tomarla sin más en un mecánico acto de cortejo.

- Ya ha oscurecido. Márchate y descansa, cuando llegues a Tokio escríbeme. – le dijo, procediendo a colocar el instrumental en su correspondiente sitio.

La muchacha sonrió levemente. Comprendió que la relación con su novio formal no sería como la de otras parejas: cada uno podría llevar las riendas de su vida con la seguridad de saber que al final del camino, cualesquiera que fuese la dirección del mismo, acabarían juntos. Con Kazutaka no habría camelosas citas ni cordialidades, ni vería cumplido el sueño de muchas de sus amigas escenificado en una primera vez casi mística.

Así que regresaría a la salvaje Tokio, en donde aprendería a ser una mujer independiente, dueña de si misma, señora de su cuerpo y de sus deseos carnales, y cuando se hubiese consolidado como tal, sellaría aquella proposición ahora sutilmente rechazada.

- Te acompañaré a la salida. – concluyó Muraki con su grave voz.

Se miraron a los ojos gravemente a modo de despedida; la luna estaba creciente, reclamo para su aliado y siervo, el cuál le pidió un último favor antes de verla salir de la propiedad.

- Quiero que vengas cada año para poder comprobar tu estado.
- Lo haré.

En medio de la noche y regada por la luz plateada proveniente de los cielos, Ukyô abandonó la mansión con la mayor de las recompensas. Al fin sabía quién era realmente, encontrándole significado a todos los acertijos desentrañados con el paso del tiempo.

Kazutaka por su parte regresó al interior, dejando partir a la que era la mejor pieza de su colección, regresando a la compañía silenciosa de las secundarias. Mientras recogía los trozos de vidrio del suelo y los cabellos cortados por Gemmei, se dijo que entre su prometida y aquellas figuras no había demasiado diferencia. Todas ellas habían sido modeladas por otro, y todas camuflaban con lo perfecto de sus pálidos cutis un interior improductivo e inexistente. Donde los demás veían objetos de adorno y un ser humano vulgar que no merecía mayor atención de la necesaria, él les hablaba, las comprendía y velaba por ellas…

Pues su predisposición era precisamente esa: cuidar de las muñecas.


Ryu despidió cortésmente a los últimos clientes, pasando a las cocinas para supervisar que los empleados habían dejado todo impolutamente radiante.

Les deseó buenas noches, partiendo todos los habitantes de la villa a sus dependencias privadas, dado que aquella costumbre de vivir todos en un mismo recinto era herencia de los tiempos en los que la familia Oriya tenía privilegios nobles.

Sólo los que portaban dicho apellido vivían en la casa principal, un laberinto de acogedoras habitaciones realizadas en la minimalista y elegante arquitectura tradicional. Como al término de cada jornada pasó por los aposentos de su única familiar viviente antes de acudir a los suyos y descansar.

Abrió la puerta corredera de madera y papel de arroz, encontrando a la anciana tendida sobre su futón, destapada.

- Abuela, cuántas veces te he dicho que te abrigues por la noche, vas a coger un resfriado. – le reprochó.

Se acercó a ella esperando recibir una contestación por el estilo, mas la mujer no se movió. Aquello le alertó, la matriarca siempre debía tener la última palabra, por lo que era demasiado extraño que no le hubiese respondido.

- ¿Abuela…? – musitó, ya arrodillado a su lado.

No necesitó comprobar su pulso para constatar el fallecimiento. El aura portentosa que siempre la recubría se había esfumado, signo inherente de la muerte. Como estandarte del vínculo espiritual de la familia, el joven rogó a las ánimas que le rodeaban que la guiasen mientras procedía a cubrir el diminuto e inerte cuerpo.

Con el mentón bien alto y ejerciendo con orgullo el papel que ahora efectivamente le correspondía, Ryu salió por el más hermoso de los jardines de Kokakurô, llegando al templo.

Tocó la campana diez veces como la norma pactaba, lenguaje que todos interpretaron correctamente al acudir en pequeños grupos sucesivos hasta el lugar de reunión, en respetuoso rigor hacia el que ahora era el señor del lugar y legítimo heredero.

Las ceremonias de proclamación comenzarían aquella misma noche, prolongándose por espacio de varios días. Sabía que ese momento llegaría tarde o temprano, y que no podía resistirse a ello. Sin embargo, la responsabilidad quedó eclipsada por la pena.

Era consciente del final de su juventud. Tendría que abandonar todo lo que le unía a la vida de estudiante corriente, y reforzar otros vínculos con el mundo exterior.

Pese a ello, se negaba rotundamente a renunciar a todo… Nada le impediría alejarse de él.


Kazutaka salió de la facultad tras haber pasado toda la mañana de clase en clase, cargando con un montón de manuales necesarios para el trabajo de investigación que, según como apuntaban las cosas, tendría que realizar él solo.

Ya estaban a mitad de semana y Oriya no había acudido a las aulas. Nadie tenía la menor noticia acerca de su paradero, cosa que sorprendía a los profesores y le dejaba a él de nuevo en compañía de su vieja conocida, la soledad.

Todo estaba desierto, muchos alumnos ya se habían marchado, deteniéndose unos segundos para contemplar el espectáculo de los cerezos. La avenida que ante la Universidad Shion se extendía estaba bordeada por decenas de estos árboles, y sus flores ya eclosionadas iban perdiendo paulatinamente los pétalos, cayendo éstos hacia el suelo. Una lluvia de tonos rosados y blanquecinos inundaba de color hasta el último centímetro de Kioto, haciéndola más imperial que nunca.

Abstraído, percibió en último momento cómo alguien se acercaba a él quedando a su lado.

- Sabía que te encontraría aquí.

Muraki se giró, encontrándose con Oriya de frente. Sus ojos castaños seguían siendo igual de impresionantes, y sus largos cabellos estaban recogidos a duras penas, desparramándose por doquier, pero algo había cambiado en él.

No era el maravilloso kimono de vivos rojos que vestía en lugar del sobrio uniforme de la facultad, sino su expresión, la de alguien obligado a madurar repentinamente, una persona que quería mantenerle en su vida pese a que los universos de ambos estaban condenados a separarse.

- Hace días que no sé nada de ti. – respondió sin emotividad.

Ryu asintió de brazos cruzados, protegiéndose con las amplias mangas de su traje artesanal.

- Mi abuela ha muerto, fui proclamado heredero anoche. Ahora tengo miles de asuntos que atender a diario… Voy a abandonar la carrera, quería que fueses el primero en saberlo.

Sintió cómo un nudo le aprisionaba la garganta a medida que se confesaba, tratando de combatirlo con una espontaneidad que ahora resultaba ser demasiado forzada.

- Pero no voy a dejarte en la estacada, te ayudaré con el proyecto. Tienes que ganar esa beca, iré siempre que me sea posible a tu casa.
- No es necesario. – respondió él con intención de marcharse.

Oriya le tomó del brazo bruscamente para impedir que se alejara, cayendo los pesados libros de ciencias al suelo. Kazutaka miró a los ojos vidriados de su amigo mientras la respiración de este se agitaba.

- Por favor…
- Ahora eres un hombre ocupado, no puedes perder el tiempo con estudios que ya no te incumben.

Ryu sintió que debía hacerlo ahora, o lo callaría hasta el fin de su existencia.

- No lo hago por la ciencia… Lo hago por ti.

Y de un veloz movimiento tomó a Muraki de la nuca, besándole en los labios.

El estudiante permaneció con los ojos abiertos, observando cómo el otro en cambio había cerrado los suyos, manteniéndolos en dicho estado durante todos los segundos que permanecieron unidos de tan insólita manera.

Para desesperación del artífice de la declaración, la expresión de Kazutaka seguía siendo la habitual: distante, rígida, indescifrable. Pero unas palabras brotaron de su garganta.

- Yo me convertiré en doctor, tú en el estandarte de la aristocracia. Tenemos que sostener el peso de nuestras familias sobre los hombros, sabes que no sería correcto.

Se agachó para tomar los libros caídos, mas Ryu no permitió que los portase, haciéndolo él mismo.

- Te los llevaré esta noche, será mejor que los lea para documentarte y serte de ayuda. – musitó, sin poder luchar por más contra las lágrimas.

El misterioso hombre del que estaba enamorado inició su andar, dejando tras de si aquella inexplicable estela espiritual tan surrealista como única. Meditó lo que le había dicho, creyendo encontrar una segunda vía de interpretación. Desde la distancia, Oriya volvió a preguntarle en alto, haciendo caso omiso de lo que los demás pudieran pensar si estaban presentes.

- Te escudas en nuestros nombres para justificar la negativa, pero no me has dicho si sientes lo mismo… ¿Eso quiere decir que tú…?

La frase quedó atrapada en el aire, sin ser terminada.

Muraki se detuvo. No podía decirle lo que realmente era, ni que estaba prometido. No quería que el brillante futuro al que Ryu se encaminaba se viese truncado por su culpa.

Supo pues que si había llegado alguna vez a sentir amor por alguien, aquella preocupación por protegerle era lo más parecido a dicho sentimiento que podía albergar.

No le respondió con nuevas palabras. En lugar de eso hizo algo que quedó grabado para siempre en el corazón de Oriya.

Kazutaka se giró sin mirarle a los ojos, y sus labios, adorados segundos antes por un beso prohibido, esbozaron un gesto hasta la fecha inédito: una triste sonrisa.

El joven empresario se desplomó lentamente hacia el suelo, apretando con fuerza los dedos contra la arenosa superficie del suelo, regándolo con lágrimas. Se quedó allí, en medio de un campus al que ya no pertenecía junto con los gruesos tomos mientras Muraki se iba.

Se aferraría a esa diminuta puerta abierta guiándose por la luz que emergiera de ella, para así poder sortear a tientas la oscuridad de esa vida a la que no había hecho más que empezar a adaptarse.