Capítulo 13: Rumbos

La joven corrió aterrorizada por el oscuro pasadizo de troncos que rodeaba la casa, poniendo todas sus fuerzas en escapar del depredador. De sus labios cuarteados salían murmullos de angustia y sobresfuerzo, trasformados en densas nubes de vaho gracias a la humedad de la mañana.

Aunque los primeros rayos de sol comenzaran a asomar tímidamente, no eran suficientes para iluminar cada relieve de la compleja alfombra vegetal que cubría el perímetro de Kokakurô. Reducida por el miedo y la importante pérdida acumulada de energía vital, tropezó, cayendo al suelo estrepitosamente.

Al verle ante si trató de gritar, pero de un rápido movimiento la blanca mano que la había condenado a esa tortura se posó sobre su boca.

- No debes huir de esta forma, mi pequeña muñeca…

Kazutaka siseó las palabras como si fuera una prolongación del conjuro supremo, oculto por los miembros de la familia Oriya desde tiempos inmemorables.

Con la invocación, la víctima quedaba destinada a un suplicio en el que iba perdiendo su alma por espacio de varios años. Recibir la esencia de aquella chica durante los últimos siete meses se había convertido en una dulce recompensa a sus esfuerzos, pero lo cierto es que Muraki estaba cansado de ella. Sentía que era momento idóneo para lanzar al vacío al prototipo.

- Has debido satisfacer a miles de clientes con tus servicios… Lástima que un cuerpo tan hermoso vaya a quedar inutilizado.

Arrancó el sencillo kimono que la vestía. Aunque la prostituta intentó cubrirse con las manos, era imposible tapar los signos de la maldición.

Trazados con su propia sangre, a lo largo de su piel relucían los kanjis que la ataban a él, ardiendo ahora por la proximidad con el ejecutor. Dos lágrimas resbalaron cuando Muraki la tomó entre los brazos, repasando con la lengua la senda de las palabras que atravesaban sus pechos.

- Déjame vivir… - suplicó.

Él, deleitado por el aroma de la muerte, acarició su rostro suavemente, teniendo un gesto de consideración para con aquella mujer que, de seguro, pocos había experimentado a lo largo de su corta existencia.

- Los años te harán perder la batalla contra el marchitar. Pero si lo dejas ahora, conservarás eternamente tu actual apariencia. Esa vida que tanto quieres es un pequeño precio a pagar…

Cuando ella apostó sus últimas cartas en un intento de seducirle con la desnudez, le atravesó la garganta.

Los ojos desorbitados e inertes le observaban mientras él se posaba sobre el cadáver, rasgando la piel a golpe de escarpelo sobre las marcas, analizando la elasticidad del tejido muerto para extraer algún tipo de información útil.

Pasados los minutos, y ya ebrio de una nueva ganancia matizada por aquel hechizo, se despojó de las ropas manchadas de sangre, envolviendo el cadáver y lanzándolo al interior de una fosa excavada hábilmente. Nadie merodeaba por aquellos parajes privados y remotos, así que el hedor, camuflado con el hacer de la naturaleza, no delataría el macabro secreto que dichos parajes escondían.

Observó el amanecer mientras ponía rumbo de regreso a las instalaciones, con la intención de prepararse para el que iba a ser el último día de la vida que había llevado, y que supondría un inicio para la que siguiera.

Allí, en los bosques de Kioto, se había cobrado su primera víctima de niño tras la aparatosa caída en un pozo. A varios kilómetros de distancia dejaba una nueva, ofreciéndosela a la tierra para que se nutriera de ella.

Y esos bosques se despidieron de él, aunque no de forma definitiva, pues sabían que aunque el número de sacrificios con los que Muraki les deleitaba iba a reducirse drásticamente, esa chica caída a sus manos no sería, ni mucho menos, la última.


El salón de actos de la Universidad Shion estaba repleto de personas, todas ellas de variadas condiciones. Algunos eran decanos, otros alumnos de Medicina recién graduados y, la inmensa mayoría, familiares que asistían con emoción y orgullo al recibimiento por parte de los jóvenes de su título, el cuál les acreditaba como profesionales de la categoría más prestigiosa.

Padres, madres, hermanos, tíos y demás mostraban sus respetos mediante reverencias, o tomaban las fotos de protocolo junto a los galardonados mientras éstos sostenían el ansiado certificado.

En dicha sala todos los ya doctores vivían las mismas escenas, menos uno. En efecto, nadie había acudido a presenciar la graduación de Kazutaka. No mantenía lazos con la familia que todavía le quedaba, y las dos únicas personas que realmente tenían motivos para acudir estaban completamente absorbidas por el trabajo.

Acostumbrado a despertar controversia dondequiera que pasara, los cuchicheos generados al recoger su diploma de manos del Rector y salir con las mismas no le afectaron.

Lo que fuera de sus ex – compañeros le traía sin cuidado. Él tenía demasiados proyectos que desarrollar, todos con un objetivo: financiar la gran investigación en la que estaba inmerso.

Acudió al despacho en el que había sido citado, recibiéndole uno de los mejores profesores que había tenido a lo largo de la carrera.

- Enhorabuena por su graduación, Muraki. O quizás debería decir… Doctor Muraki.
- Gracias. – replicó cortésmente, acomodándose en el asiento. – Agradezco que accediera a recibirme con tanta celeridad.

El hombre sacó de sus archivos unos documentos.

- Los asuntos de importancia tienen completa prioridad, y su porvenir es, sin duda alguna, prioritario. Veamos, debemos proceder a los trámites para la beca.

Observó los papeles con frialdad. Había ganado el premio a finales de tercer año en parte gracias a la ayuda de Oriya. Las cosas habían cambiado mucho desde entonces, y aunque cuando la ganó pensaba aprovecharla, la imposibilidad de Satomi para seguir procurándole presupuesto le obligaba a declinar la oferta.

- Me temo que no será necesario, Profesor. No voy a acogerme a esa subvención.
- Eso es terrible. Alguien de tanto potencial debería dedicar una etapa a la investigación.

Trató de convencerle, pero el semblante inexpresivo le dijo que insistir era inútil.

- Supongo que no le haré cambiar de opinión. – suspiró.

Kazutaka afirmó desde su silencio, a lo que el docente respondió rompiendo los documentos en varios pedazos.

- Sólo me queda desearle el mejor de los porvenires. ¿Ha pensado en lo que va a hacer?

Su antaño pupilo se levantó, dispuesto a irse.

- Sí, marcharé a Tokio. Deseo trabajar en la Medicina privada, he oído que la remuneración es más elevada que en el campo público.

El hombre asintió. Entonces recordó un caso, y decidió darle a ese extraordinario científico una oportunidad de estrenarse en el complicado mundo laboral.

- Acuda a este hospital y pregunte por Kakyôin-san. – dijo, escribiendo en una tarjeta con su pluma. – La última vez que le vi estaba buscando a un médico personal para su esposa.

Kazutaka la aceptó, despidiéndose antes de marchar. No partiría hacia la gran ciudad con las manos vacías, pues tenía algo más que sus ambiciones, y la certeza de tener que luchar contra los elementos todo lo que su desesperada cuenta atrás dictase.


El día en que a temprana edad supo que su destino estaba ligado a la herencia de la tradición familiar, Ryu no pudo intuir cuántas limitaciones ello traería. Con la llegada de la madurez las fue asimilando una por una, enterrándose las carencias en su interior como una espina, cubriendo las cicatrices con el orgullo y la responsabilidad.

Sabía que no podría llevar una vida corriente, pero aunque lo afrontara con profesionalidad, a veces lamentaba perderse instantes que otros por siempre recordarían.

Aquella mañana fue de esas ocasiones. La recepción del embajador de Japón en su restaurante había supuesto una carga de trabajo sobrehumana. Durante cuarenta y ocho horas se dedicó a coordinar todos y cada uno de los pequeños detalles en los que tanto insistía la estética nipona. Las salas debían estar en perfecta armonía, al igual que la colocación de las mesas, los ornamentos, el color de la comida ofrecida y las vestimentas de los empleados, por no mencionar los servicios complementarios…

Aunque confiara ciegamente en sus empleados, como anfitrión no podía delegar la totalidad de las tareas. Así que tras haber dormido apenas tres horas en las últimas jornadas y dar por concluido el trámite político, pudo dejarse caer pesadamente sobre los escalones de madera del porche. Dentro, un hervidero de personas se esforzaba por limpiar salones y cocinas con tal de dejarlo impoluto para los clientes habituales que llegarían al anochecer, mas él necesitaba un descanso.

Se sentía débil, sensación incrementada por la visión de su propio reflejo en el estanque de agua próximo, el cuál le devolvió la imagen de un hombre de veintiséis años pálido, ojeroso, de melena desordenada y mirada perdida.

La desdicha arrastrada competía con la rabia. Por mucho que Muraki le insistió para que dejara de lamentarse, el no haber podido acudir a su graduación le pesaba. Asistir a la ceremonia no sólo hubiese significado para Ryu satisfacción por su logro, sino aprovechar la última oportunidad que le quedaba de reunirse con los que antaño fueron sus compañeros y profesores, e imaginarse a si mismo recogiendo el diploma al que había renunciado por su posición.

Debía acatar la realidad. Él nunca se graduaría y nunca abandonaría Kokakurô. Pese a todo, lo que más le hería era que el acuerdo llegaba a su fin.

Quédate en Kokakurô, puedes vivir allí hasta que termines la carrera. Cuando te licencies y te den la beca de investigación entonces no podré retenerte aquí por más, pero hasta entonces...

Algo más de tres cursos habían pasado desde aquella proposición en el entierro de Gemmei.

Se puso en pie, cobijándose en la cálida amplitud de su kimono. Absorto en el sonido de la caña de bambú de la fuente golpeando contra la piedra, sus labios musitaron por voluntad propia.

- Ya no puedo retenerte…

Las palabras fueron arrastradas por el viento lo necesario para que Kazutaka, situado a pocos metros de él, las percibiera. Se había quitado el uniforme universitario, vistiendo su habitual gabardina, y en la mano izquierda sostenía una maleta.

- Pensé que estarías ocupado y no podría despedirme de ti.

Oriya se giró, preguntándose Muraki por breves segundos dónde se había quedado el chico vital del pasado, suplantado ahora por esa mirada opaca y oscura.

- ¿Te vas?
- Sí. Tengo referencias en Tokio, cuando antes encuentre apartamento, antes podré concertar una entrevista de trabajo.

Aquella fue la puñalada final para su amante. Estaba cansado de encubrirle, arriesgando todo cuando poseía y era, recibiendo como única compensación esporádicas muestras de deseo. Al principio, las confidencias en las que le hacía partícipe y las tórridas veladas compartidas eran interpretadas por signos de positivismo, pero tras demasiadas muertes y sistemática frialdad, no era suficiente.

- Sabes que haría cualquier cosa por ti, pero la benevolencia también tiene un límite… Y yo no puedo seguir así.

Muraki dejó el equipaje en la hierba. Ante él se encontraba la esbelta figura que suponía su fortaleza, cubierta por el tejido rojo y un velo de dureza autoimpuesta. Dejó que Oriya se desahogara y dijera de un tirón todo lo que se había estado guardando.

- Tú te marcharás, iniciarás una etapa nueva en la capital, pero yo permaneceré aquí. ¿Y te vas sin más¿Pensabas hacerlo incluso sin despedirte de haberme encontrado atareado?
- Vendré todos los meses.
- ¿Qué solucionará eso? – gritó. - ¿Pretendes que te espere como una damisela, contando los días para tu regreso?

Se obligó a recuperar la compostura, diciéndose que por sus venas corría sangre noble, propia de guerrero legendario, no de hombre debilitado ante los influjos de un romance fallido. Así que elevó la cabeza e impuso sus reglas.

- Me debes algo más.
- ¿Qué es lo que quieres? – respondió el doctor.

Oriya consiguió que su voz sonara regia y firme, pese a que lo que más deseaba en esos momentos era dar rienda suelta a las lágrimas.

- Ir contigo a Tokio, y que me dejes ayudarte por una vez en algo que transcienda más allá de tus maquinaciones. Buscaremos juntos un lugar en el que puedas vivir, y cuando hayas conseguido ese empleo, me marcharé.

En vistas a que el arcángel al que estaba unido no ponía objeción, añadió un último apunte antes de dejar claras cuáles eran sus voluntades.

- Quiero que durante un mísero día seas sólo para mí. Que me trates como nunca has hecho, demostrándome que lo que siento es un amor correspondido.

Se acercó a él, tanto que su fresco aliento le golpeaba en los labios.

- Quiero que durante esas horas me ames todo lo que no podrás, porque tras eso, se habrá acabado. Siempre serás mi amigo y podrás contar con mi apoyo, pero después de ese día, aunque vengas a Kokakurô, aunque requieras de mis conocimientos para tu venganza, no volverás a besarme, ni a desearme. No quiero seguir sufriendo.

Kazutaka permaneció con la mirada anclada en el horizonte mientras él ponía rumbo al templo, dispuesto a derramar la opresión que le ahogaba a golpe de katana y plegarias. Una vez dentro, se despojó de la parte superior de su traje, empuñando la espada tras ofrecer sus movimientos a los dioses, y empleó las siguientes horas en borrar con el sudor del entrenamiento todas las dudas y congojas del espíritu.

Por su parte, Muraki regresó a su habitación vacía, deshaciendo la maleta para coger lo esencial y retrasar la salida. Tendría que posponer los planes que con antelación había establecido, ordenando su agenda mental concienzudamente. Aunque detestaba hacerlo, no puso objeción alguna a sus requerimientos…

Un día a cambio de los años compartidos y los que vendrían era lo menos que podía entregarle.


Dejar el restaurante y club de citas encubierto en manos de sus subordinados le supuso un auténtico esfuerzo. Repasó con ellos las listas pormenorizadas de acciones y tareas que debían ser realizadas a diario, desde solicitar a los proveedores todo lo necesario a hacer el cambio de decoración por el paso de la primavera al verano.

Sin embargo, ni siquiera la extraña sensación de atravesar las calles de la ciudad imperial junto a Muraki llevando equipaje podía superar al vestir ropas normales y corrientes. Para alguien habituado a los tradicionales kimonos desde niño, disfrazarse de persona normal era un juego irresistible.

Durante el trayecto del tren bala nada dijo, embrujado por el cambio de paisajes conforme ganaban kilómetros. Oriya se limitó a apoyar las palmas de las manos en los cristales y fijar la mirada en el horizonte, mostrando sus labios entreabiertos el estupor.

Kazutaka le contemplaba de reojo, como si fuese un niño inquieto por la aventura de salir de casa. Aunque su hacer en Kioto fuese fundamental para sostener las costumbres ancestrales del país, y los mundos espirituales en los que se desenvolvía pudieran resultar fascinantes y atrayentes, Ryu era todo un primerizo en lo que se refería a la realidad de Japón

Una voz por megafonía anunció que la entrada a la estación central de Tokio se efectuaría en tres minutos. Abrumado por la cantidad de gente que comenzaba a arremolinarse en torno a las puertas más cercanas, hizo caso a todo lo que Muraki le decía, pegándose a él lo máximo posible.

- No dejes las maletas desatendidas, y procura no perderme de vista.

Él asintió, pero su confianza se esfumó cuando una ordenada estampida salió de las entrañas del tren para mezclarse con otra cien veces más densa. Ríos de personas sincronizadas confluían en una única marea humana, dividiéndose ésta en diversos afluentes con destinos prefijados.

Anonadado por dicha concentración de hombres, mujeres, jóvenes y niños, Ryu se agarró con fuerza al brazo de su acompañante, y no lo soltó hasta que hubieron salido al exterior. El calor sofocante propio de esas fechas en combinación con el humo de los atascos les golpeó en la cara, recibiendo ambos una bofetada de urbanidad.

Tomando ambas maletas mientras buscaba un taxi, Kazutaka le dio el beneplácito.

- Bienvenido a Tokio, la ciudad que nunca duerme.

Él se apartó la cabellera, admirando los altos edificios coronados por publicidad de neón. Esos gigantes de acero y cristal resultaban estremecedores en comparación con las emblemáticas casas de madera en las que se había criado, muchas de ellas patrimonio nacional.

Algunos transeúntes le miraron. No eran sus ropas, formales y discretas, lo que llamaba la atención, sino ver a un joven tan atractivo en actitud pueblerina, como un anciano que acudía al monstruoso corazón nipón antes de la muerte.

Justo en el instante preciso para evitar que unos adolescentes irrespetuosos se burlaran de su asombro, Kazutaka le tiró de la mano, consiguiendo que se metiera con él en el vehículo recién detenido.

Cerró la puerta, y recitó al conductor el nombre de la zona que su prometida le había dado. Buscó entre los documentos que llevaba encima el mapa que ella le había enviado por correo, dibujado con cuidado sobre un papel con el membrete del despacho en el que trabajaba.

Tras caminar un buen rato una vez dejado atrás el taxi y guiarse entre manzanas y calles gracias al esquema gráfico, Muraki se detuvo. Oriya miró con extrañeza el conjunto de bloques simétricos que ante ellos se elevaba.

- ¿Qué hacemos aquí?
- Ukyô me pasó varias direcciones de pisos en renta, los buscó en un periódico local. Vamos a preguntar. –afirmó.

Él se encogió de hombros y le siguió. La búsqueda del encargado finalmente fue fructífera; tras haberle aclarado al mismo que la casa era solo para un inquilino, emplearon menos de un minuto en verla por completo.

- Parece una caja de zapatos. – masculló Ryu, habituado a tener una descomunal mansión en la que campar a sus anchas.
- Es la primera vez en mucho tiempo que coincido contigo. – sentenció Kazutaka.

Salieron de allí, tachando el nombre del lugar y pasando al siguiente de la lista.

Tuvieron que repetir la operación varias veces y emplear horas y horas de trayectos en metro y a pie hasta dar con el lugar perfecto. En un barrio tranquilo cercano a los distritos comerciales encontraron un apartamento amplio y minimalista, a la usanza de los aposentos que el nuevo habitante había tenido mientras vivió bajo el techo de sus progenitores. Al fin la casera se dio por satisfecha tras recibir la fianza pactada y ellos pudieron respirar tranquilos mientras cerraban la puerta y dejaban caer las maletas pesadamente sobre el parqué.


Toma mi vida,
el tiempo me ha pasado una mala jugada,
ya ni reconozco a las personas por las que me preocupo.
Toma mis sueños de niñez,
aparentemente débiles.
Por favor, no los analices,
limítate a permanecer a mi lado.
Nadie me ha enseñado todo lo que sé,
aquéllos que me marcaron todavía me dominan.
Un mentiroso habita en mi cabeza,
un ladrón duerme en mi cama,
y lo más extraño de todo es que soy incapaz de mantener los ojos abiertos.
Toma mi mano,
llévame a ese lugar tranquilo que no puedo encontrar en mi interior.
Despiértame de buenas maneras,
es todo cuanto necesito.
En todo ese tiempo aún no lo he oído…
Si no te lo hubiese preguntando¿me lo habrías dicho?
Si a esto lo llamas amor¿por qué no me abrazas?
Dame algo a lo que aferrarme, dame algo en lo que creer,
me aterra pensar en lo que le espera a mi alma.
Hazme el amor, entrégame tu aprecio,
arrópame en tus crímenes,
pues eres el único que realmente me conoce,
y hemos desperdiciado demasiado tiempo…
Demasiado tiempo.

George Michael, "The strangest thing"

Completamente vacío, las paredes del piso reverberaban hasta el sonido más delicado. Desde la habitación principal unos grandes ventanales ofrecían vistas al centro, erigiéndose la Torre de Tokio como un mástil dorado en medio de un mar de diminutas luces.

La ciudad era fría y despiadada, un espectro de asfalto y hormigón que invitaba a soñar con paraísos tales como aquél que habían dejado atrás parcialmente. Oriya constató que la sabiduría popular volvía a tener razón, puesto que nunca había echado tanto de menos Kioto como ahora que carecía de ella. Llevaba un buen rato contemplando a solas el panorama por haber sido el primero en meterse bajo la ducha, así que nada más oírle entrar al salón, le habló.

- No sé qué es lo que la gente le encuentra de especial a la capital. Sólo hay ruido, caos, y un montón de extraños que deambulan sin reparar en los demás.

Kazutaka friccionaba una toalla blanca sobre su cabeza, tratando de eliminar la humedad. Descalzo y cubierto sólo con un albornoz de igual tono, se situó también junto a los cristales, siendo testigo del paisaje que le acompañaría a partir de ese momento.

- Quieren brillar unos segundos como una estrella fugaz, antes de ahogarse en el gris anonimato. Ahí afuera hay millones de almas hacinadas, buscándose unas a otras desde sus jaulas... Ese es el auténtico drama de nuestra sociedad.

El artista de la espada comprendió las mutuas referencias que, sin pretender, ambos habían hecho. Las palabras de Oriya dejaban entrever que quería saber cuál era el motivo que llevaba a Muraki a querer residir ahí, y el propio Muraki exponía sin despropósitos que deseaba brillar, alcanzar la meta en el cenit, para luego desaparecer en la homogénea vida a la que concertadamente estaba entregado.

¿Por qué tenía que ser así¿No era injusto que la estrella más hermosa del firmamento se resignase a desaparecer¿No podía otro astro prestarle su luz para que nunca se eclipsara?

- Y cuando te hayas sumergido en ese "gris anonimato", olvidarás todo lo anterior, supongo… Incluyéndome a mí. – agregó sin apartar la vista de la magistral construcción.

Kazutaka se giró lentamente, encarándole.

No le convenía perder el trato con Oriya, necesitaba de sus contactos y del refugio que le ofrecía. Pero esa razón egoísta y mezquina quedaba relegada a un segundo plano por el motivo principal que había mantenido a lo largo de ese cuasi lustro, y que seguiría conservando en el futuro.

No quería perderle.

Aunque no se comportase como haría otro en la misma situación sentimental. Aunque nunca pronunciara su nombre de pila, ni tuviese con él muestras evidentes y constantes de aprecio.

Seguir las fases habituales de toda relación hacían caer en la mediocridad de lo normal. Mas aunque Ryu supo desde el principio que entre ellos no existiría dicha normalidad, Muraki cumplió su promesa.

- Necio y terco has de ser si todavía piensas que si hago todo esto es por pura conveniencia. – dijo con seriedad, mirándole intensamente. – Sabes de mí lo necesario como para afirmar que si me hubiese cansado de ti, ya me habrías perdido de vista hace bastante… Pero aunque estamos aquí juntos lejos de todo, aislados en esta maraña de soledad, sigues interpretándolo como un gesto de compasión.

Oriya se dejó embaucar por el fulgor de su rostro plateado, fijo ahora en el suyo, y la suavidad de sus dedos rozando trémulamente sus contornos, apartando con delicadeza los largos cabellos.

- ¿Crees que si no sintiera nada por ti habría accedido a revelarte mi verdad, o a aceptar tu proposición de ampararme bajo tu techo¿O que te habría involucrado en lo mío con Ukyô? – prosiguió. – Tal y como deseas, la próxima vez que nos veamos cuando vaya a visitarte en uno de mis desplazamientos, sólo seremos dos viejos amigos. Durante las próximas horas seré tuyo, pero a cambio prométeme que en los sucesivos encuentros que se produzcan, nunca pensarás que lo hago por lástima.

Le rodeó con un brazo su fornida cintura.

- Guárdalo en tus recuerdos. Te demostraré que hasta un desalmado como yo puede sentir hasta los límites de lo absurdo.

A Ryu le invadió una sensación que pese a conocida, resultaba extraña por la escasez con la que se había presentado en las últimas temporadas. Sus labios se curvaron en una sonrisa, y sus pupilas recuperaron el vigor de antaño, reflejando que pese a todo, seguía siendo el mismo joven extrovertido, enérgico y vigoroso de siempre.

- Cállate ya y bésame.

Le tomó, buscando su boca como aquella tarde en el campus, cuando se atrevió a profanar la barrera de la coherencia.

En aquella ocasión tuvo que contenerse por temor a ser descubiertos. Quizás la moderación de entonces quiso salir del recoveco donde había permanecido olvidada para impregnar cada rincón de aquel salón desierto, sólo amueblado con sus respectivas presencias y la bombilla que tenuemente les iluminaba pendiendo del techo por un simple cable.

Mientras era desnudado y su melena se desparramaba por los suelos de parqué, el cuerpo de Oriya desplegó todas y cada una de sus habilidades para hacer de ese encuentro algo inolvidable.

No permanecería junto a Kazutaka mientras este residiera en Tokio, pero se aseguraría que cada vez que éste atravesara la estancia, fuese incapaz de pensar en otra cosa que no fuese la ardiente inauguración con la que habían estrenado la vivienda.

- ¿Sabes qué fue… lo que me atrajo de ti?

Muraki consiguió tenderle en el suelo y abrirle lentamente las piernas, encajándose entre ellas y haciéndose hueco entre los pedazos de piel que el kimono ligero de Ryu dejaba entrever. Le mordió levemente las clavículas, subiendo por el cuello, besándolo con intensidad sin preocuparle los más que posibles pequeños hematomas que el receptor luciría al cabo de unas horas.

Él suspiró, elevando el mentón con los ojos cerrados, interpretando aquel silencio como una seña de ansiar la respuesta.

- Eras el vivo retrato… de las criaturas que desde niño veo… un espíritu celestial… demasiado perfecto para pertenecer a este mundo. – gimió, enredando los dedos en los mechones platino. - …pero no eras etéreo, sino de carne y hueso….

Kazutaka continuó su peculiar empeño, disfrutando con aquel musculado torso que debajo de sí comenzaba a ajetrearse, y de las descripciones recibidas. Apoyó las manos en el suelo, incorporando la mitad superior del tronco, permitiendo que Ryu le despojara de la prenda.

Éste se aferró con ambos brazos a su espalda, lamiendo con lascivia la forma de sus lampiños pectorales.

- Supe que no podía dejarte escapar, que tenía que conseguirte a toda costa… - prosiguió. – Me arriesgué a jugar con fuego, y no me quemé… aunque de sobra conozca que… aquél que se codea con lo sobrenatural… sale malparado.

Aquellas palabras entrecortadas por el principio de excitación hicieron que en Muraki naciera algo que le nublaba. ¿Cuántas veces habían retozado los dos¿Cuántas sesiones de lujuria había vivido en su lecho para luego amanecer en el suyo propio? Desde la agridulce noche en la que perdió su ojo derecho, muchas.

Por eso no podía permitir que la última fuese como las demás. Le bastó un breve segundo para preguntarse qué se sentiría dejando a un lado la fogosidad y la pasión casi violenta a la que se habían acostumbrado, experimentando el sexo como una mera prolongación de algo intangible, tan contradictorio como los entes con los que había sido comparado.

Pudo leer en las mejillas enrojecidas de Ryu y el brillo de sus ojos que éste esperaba ser tomado al uso, pero también una última esperanza, un anhelo que, ciego hasta ese instante, no había sido capaz de ver.

Los cabellos albinos se arremolinaron por su tez, dejando que su iris asomara entre los mismos, fijándose en los suyos sin nada que estorbase. Le sujetó de las muñecas para que le soltara, y se reclinó con suavidad de nuevo sobre él, apartando definitivamente las ropas que les entorpecían, y dejando sumido a su socio y confidente en un estado de turbación cuando los labios de Kazutaka se posaron sobre su frente.

Aún con el calor de la ternura abrasándole cuando pretendió volver a murmurar algo, el recién licenciado se lo impidió. Esta vez fueron sus mejillas las besadas, y luego sus labios, pero no a borbotones, sino en un manar lento y constante, como un pañuelo de satén que iba deslizándose por sus curvas, haciéndole merecedor de cuantas sensaciones pudiera acoger.

Apretó los párpados con fuerza como si estuviese viviendo uno de sus sueños y se negara a despertar. El beso se prolongó por un espacio de tiempo que les resultó eterno y efímero, teñido de consonancias por ser tan intenso como el compartido la primera vez que yacieron, y a la par amargo por el significado del adiós.

Sin permitirle escapatoria pese a la idéntica corpulencia, el protegido de Suzaku se ladeó lo suficiente para poder abrir un sendero que acariciar.

Las manos de Oriya buscaron pronto ocupación, asiendo una su rostro para no romper aquella unión de sus bocas, entrelazándose los dedos de la restante con aquéllos de Kazutaka que no se encontraban descendiendo por la vía de su piel.

Éste tampoco sucumbió a la tentación de abrir paulatinamente los ojos, concentrándose en lo que lo táctil le decía. Conocía de memoria cada milímetro de aquellos abdominales y piernas, robustas como columnas griegas. Recaló finalmente en la zona de su anatomía que secretamente había estudiado, anticipándose y satisfaciendo los reclamos de su suave y firme condición.

Ryu dio un respingo cuando comenzó a ser masturbado, zafándose de sus labios para no reprimirse. Le cantó al oído todo un repertorio de jadeos encadenados, reflejo del goce que estaba recibiendo, el cuál, lejos de incrementarse a ritmo vertiginoso para desaparecer en un alivio rápido y mecánico, se espació por los efectos de una cadencia tranquila que pretendía prolongar la llegada de su orgasmo todo lo que placenteramente fuera posible.

El ejecutor de la maniobra imprimía movimiento guiándose por lo que cada estremecimiento le indicaba, disminuyendo la rapidez cuando el límite era rozado, preocupándose más de sentir el calor de su piel contra la suya que la textura untuosa del semen una vez expulsado sin poder ser retenido por más.

Tembloroso y con los ojos vidriados, Oriya le rodeó las caderas con las piernas, lamiéndole los dedos que en combinación con su propia sustancia se encargarían de abrirse paso en su interior.

Kazutaka se alojó en él lentamente, y una vez acoplado a su anatomía hundió el rostro en sus hombros, dejándose abrazar. Ryu también escondió el suyo en su cuello, respirando acompasadamente a cada embestida dada con parsimonia, cuáles ondas imperceptibles que una piedra caída en el agua a varios metros de distancia deja.

Fundidos ambos en un solo ser, registraron en sus mentes y corazones cada detalle, cada reminiscencia del olor presente, la calidez de sus respiraciones o el sonido del acto mezclado con el que moría en sus gargantas.

Muraki, siempre a la defensiva por su papel innato de mártir despiadado y ladrón de almas, caminante en la frontera entre el crimen y la expiación, pocas veces bajaba la guardia. Sólo dos personas le habían contemplado con todas sus virtudes, defectos, fortalezas y debilidades.

Se había mostrado débil ante su padre ya muerto, y ante aquélla con la que un mismo origen compartía.

Esa noche, entre sus brazos y sobre un suelo extraño, le dio la mayor demostración de amor que podía ofrecerle.

Llegó al clímax, pero a diferencia de lo que siempre hacía, no se retiró de sus entrañas para marchar y dar por concluida la sesión, sino que permaneció unido a él. Dejó su rostro en suspensión sobre el pecho de Ryu, sin intención alguna de ocultar la fragilidad que un ser como él, abominable para muchos, realmente encerraba.

Las horas transcurrieron, y la madrugada les vio mantener aquella postura que, en silencio y por mutuo consentimiento, habían adoptado. Kazutaka se dejó vencer por el cansancio entre el cobijo de sus brazos, quedando profundamente dormido; Oriya no cesó de acariciar sus cabellos dejando suspensa la mirada en la nada, asimilando cada segundo como un bálsamo para sus heridas.

Pero había tomado una decisión; como adepto a la disciplina y al cultivo de la personalidad, acataba cada paso dado como irrefutable. Un samurai jamás retrocedía, sino que continuaba el avance por doloroso que fuese.

Era, ante todo, un guerrero de la vida, un superviviente que todavía tenía mucho que desempeñar en aquella guerra.

Fue él quién dio inicio a la relación, abriendo paréntesis en la amistad anteriormente cultivada, por lo que a él mismo correspondía cerrarlo, y permitir que todo volviera a ser como antes.

Dejó con cuidado a su amigo sobre las maderas, cubriéndole con los batines que desperdigados habían quedado. Le contempló una última vez antes de partir, ataviado con las ropas occidentales que había vestido a lo largo del viaje, poniendo rumbo hacia la estación de trenes.

Los rayos del sol dieron de lleno en la cara de Muraki poco después. Miró a su alrededor, reconociendo el entorno y el por qué de su estado.

Tokio le esperaba, y con ella nuevas oportunidades de crecerse como profesional, rindiéndose a sus pretensiones.

Se incorporó, y desnudo dedicó unos cuantos minutos a la visión de la torre. Como ella sería impasible a los elementos, erigiéndose sobre los demás… clamando a los cielos sus propósitos, sosteniéndose en la base sólida que en ese piso había nacido tras la muerte de lo que podría haber sido, quizás en otros tiempos, e incluso en otra vida, el final perfecto para su historia.