Kazutaka pronto destacó en el hospital, no solo por su belleza etérea y surrealista, sino por su inagotable voluntad para trabajar.
Ninguno de los empleados habituales había contado durante el último año un solo día en el que el joven doctor no entrara por la puerta central a primera hora, para abandonar el recinto ya bien entrada la noche. Independientemente de la fecha, la climatología o cuantas otras razones pudieran encontrarse, él únicamente se ausentaba para trasladarse a Kioto un fin de semana mensual.
Todos le conocían y guardaban un respetuoso silencio a su paso, mas el mutismo de aquella mañana era notoriamente mayor al usual.
Pudo leer en las miradas de las enfermeras de planta lo que se temía. Pidió los gráficos correspondientes a la madrugada, y tras hacer las lecturas pertinentes decidió acudir directamente no a su paciente, sino al marido de la misma.
Le encontró en una pequeña sala de espera. A dicho hombre dedicaba la totalidad de sus esfuerzos, pues por ello le retribuía, aunque desde que aceptara el trabajo supiera que era un caso sin salvación.
- Kakyôin-san – dijo con seriedad para llamar su atención -.
Éste le miró a los ojos, conteniendo el desgarrador dolor.
- Lo sé – respondió -. No le suministres nada más, que al menos ahora pueda tener algo de paz.
Asintió. Había hecho cuanto estaba en su mano para que el frágil corazón de su paciente resistiera lo máximo posible, pero la lucha era un mero disfraz para un pulso lentamente perdido contra la muerte.
Pese a todas las almas que había robado, nunca había asistido a un número tan elevado de pérdidas como en aquellos doce meses de labor científica.
La obsesión que desde niño albergara por burlar al destino se incrementaba a cada fallecido en el centro hospitalario, y con ella su crispación. Solía pasar las noches en su apartamento en vela, desesperado por encontrar una vía, una salida para su proyecto de rozar la inmortalidad.
Por ello aceptaba la muerte de esa mujer como un nuevo fracaso, la evidencia de la inutilidad de la medicina y su deber de romper las barreras existentes.
Iba a dejarle a solas cuando su jefe volvió a llamarle.
- Muraki, espera… Aunque ella vaya a dejarnos, no quisiera tener que prescindir de tus servicios.
Kazutaka se ajustó las gafas con impecable compostura.
- Estoy a su entera disposición.
Kakyôin suspiró, incorporándose y caminando a paso lento hacia el pasillo, pidiéndole que le siguiera.
- Mi hija ha heredado la misma enfermedad. He llevado el caso a los tribunales, pero de nada ha servido, la ley sigue considerando ilegales los transplantes de corazón en este país.
Volvió a asentir. Estaba al tanto de la normativa por importarle lo más mínimo.
- Quisiera que a partir de hoy te encargaras de ella. Es lo único que me queda – atinó a concluir, conteniendo las lágrimas -.
En el mismo pasillo donde se encontraban, una habitación permanecía cerrada. En su interior yacía la paciente sobre su lecho inmaculado, sosteniendo una pequeña mano entre las suyas.
- Tsubaki… No tengas miedo – le dijo a la niña -. Cuando más lo necesites un ángel acudirá en tu ayuda y te envolverá con sus alas blancas.
Ella sonrió, sin comprender el significado metafísico de aquellas palabras.
- Vete a jugar, tesoro.
- Luego vendré a verte, mamá.
La mujer hizo un esfuerzo titánico para ladear la cabeza, contemplándola mientras salía fuera. Kakyôin entró a continuación, llenando de calor los últimos minutos que le quedaban de vida.
Y mientras sus padres compartían tal trascendental momento, la inocente Tsubaki observaba las formas de las nubes en el cielo, ajena al acontecimiento que para siempre la marcaría.
- Alguien me ha dicho que te gustan las camelias…
Lo que se encontró al volverse para buscar la profunda voz que la llamaba quedó guardado en su alma. Ante ella, un ser divino aguardaba. Tenía la piel fina y pálida como la mejor porcelana, tan blanca como la rigurosa bata que le vestía. Sus ojos y cabellos compartían el mismo tono plateado, y su porte era tal que no le quedó duda alguna.
Es mi ángel… ha venido a salvarme
Sonrojada por la emoción, contestó con voz tímida.
- Sí.
Kazutaka apoyó una rodilla en el suelo, y prendió la consabida flor en su pelo azabache, tras haberla tomado de los tantos ramos que adornaban la recepción.
- Entonces a partir de hoy te llamaré Dama de las Camelias.
La niña sonrió, encandilada por la presencia de su nuevo médico particular. Pensó en que tenía que contárselo a su madre y a Irene, la cuál no había podido acompañarla esa mañana.
Lo que Tsubaki ignoraba era el verdadero trasfondo del seudónimo por el que acabaría siendo conocida. Pronto comenzaría a forjar una fábula en la que ella era la princesa, y él un príncipe resignado a esperarla hasta la edad adulta.
En realidad, a imagen y semejanza de la heroína de Dumas, sería una prostituta. Una que vendería su amor, sin saberlo, a un precio desorbitado.
El tiempo parecía estar en suspensión en Kokakurô. Inmerso en una primavera eterna donde los cerezos siempre estaban en flor, la suntuosa espiritualidad del reducto de los Oriya permanecía intacta, maravillando a propios y ajenos con sus secretos.
Ryu fumaba apaciblemente mirando las ondas que el viento formaba en el agua del estanque. Su empleada de confianza hizo una reverencia, alzándole un teléfono portátil.
- Joven señor, tiene una llamada. Es una mujer.
- ¿Para mí? – preguntó extrañado -.
Tomó el aparato, tapando con la mano la zona del micrófono.
- ¿Has dispuesto la cena?
- Sí. Espero que el joven doctor llegue pronto o se echará a perder.
Le dio las gracias, y justo cuando la encargada desapareció entre los biombos para continuar con la organización de los eventos rutinarios, contestó.
- ¿Diga?
Desde Tokio se manifestó la alegría por escucharle, aunque fuera por medios tecnológicos.
- Tan formal como siempre.
Él no tardó en reconocerla.
- Hola Ukyô¿qué tal estás?
- Estupendamente. ¿Y tú?
-
No me puedo quejar… - afirmó, soltando una bocanada de humo y
quitándose la pipa de los labios -. Si querías hablar con él, aún no ha
llegado.
Rió.
- Tranquilo, no quería hablar con Kazutaka, sino contigo. ¿Te ha hablado del crucero?
-
Sí, algo me ha comentado, pero no demasiado. Desde que se encarga de
esa niña apenas le veo el pelo – afirmó, disfrutando de los pocos
momentos en los que podía adquirir su pose más criticona -. ¡Es un
desagradecido! Llega sin avisar cuando le viene en gana, come, se mete
en la cama y se vuelve a marchar. Si no fuera porque ya me he
acostumbrado le echaría a patadas.
- Lo dudo – contraatacó -. Eres incapaz de decirle que no.
-
¿Tan débil soy? – inquirió con sorna, sabiendo que su amiga llevaba
toda la razón – Supongo que sí, pero un día le voy a cantar las
cuarenta.
Ukyô tomó aire y fue directa a lo que se traía entre manos.
- He pensado que podríamos ir en ese crucero sin que lo sepa. Tú y yo, como pasajeros normales. Seguro que se lleva una sorpresa.
Oriya se atragantó con el tabaco, sonando su voz con un leve resquicio de histerismo.
- ¿Los dos¿Para qué?
-
Porque siempre está tan metido en el trabajo… - suspiró – Quizás un
poco de distracción no le vendría mal, y me apetece estar con vosotros.
Desde el festival de Nô pasado no he vuelto a verte.
Guardó silencio unos segundos.
- Ya sabes que no le gusta que le interrumpan, seguramente estará ocupado.
-
¿Crees que una mocosa va a necesitarle las veinticuatro horas?
Decidido, mañana compro los billetes. ¿Camarote presidencial con
vistas? - P-pero…
- Nada de peros. Te vendrá bien airearte, ver el mar…
Será apenas una semana. Además, si el señor doctor tiene demasiado
trabajo, podremos amortizar la inversión los dos solitos…
Ryu, cuyo rostro había adquirido el mismo color rojizo de su kimono ante el recuerdo de la noche en que la conoció, no pudo añadir más, pues ella cortó la comunicación después de regalarle su contagiosa risa.
Refunfuñó por lo bajo y se resguardó del frío de la noche en el cálido interior de la vivienda. Se sentó a la mesa, y esperó.
Esperó, y esperó, y esperó. Los párpados se le cerraban solos tras llevar casi veinte horas despierto, y la sopa de miso estaba helada. El ruido de la puerta corredera le desveló.
- Siempre me haces lo mismo. Te juro que es la última vez que me quedo a esperarte.
Kazutaka se despojó de su abrigo, adoptando postura tradicional en el suelo.
- Nadie te ha pedido que lo hagas.
Ryu apretó los dientes, sintiendo unos infantiles deseos de aporrearle con la mesita de madera. Se dijo que pese a la falta de delicadeza, el que Muraki cumpliera su promesa de ir a verle religiosamente cada mes ya era suficiente. Así que le sirvió sake en un cazo, pidiéndole que lo bebiera antes de que también se enfriara.
- ¿Has estado en la Universidad?
Él asintió con la cabeza, pues tenía la boca ocupada. Tras dar cuenta a la primera pieza de sushi, procedió a relatarle detalles.
- Tenía que abonarle a Satomi las facturas. Afortunadamente mis credenciales se han ampliado desde que me encargo de la hija de Kakyôin. El desembolso de la investigación se está desorbitando.
Oriya sujetó con exquisitos movimientos de palillos su correspondiente ración de arroz. La pregunta que a continuación le hizo era propia de alguien que tenía a su cargo prácticamente a un centenar de personas, y estaba acostumbrado al papel de patriarca. Sin embargo, aunque no soportara ver a ninguno de sus empleados pasando necesidad, él le importaba infinitamente más que los pobladores de Kokakurô.
- ¿Necesitas dinero para ti?
Kazutaka no contestó, dedicándose a comer.
- No sé, ropa, alguna distracción… Algo harás con tu tiempo libre.
Tan pronto como lo dijo, añadió con resignación la respuesta.
- Tu estudio, claro. No haces otra cosa que pasarte el día pensando en eso.
El médico terminó sus raciones, y se levantó con la intención de dirigirse a la habitación que, pese a haber abandonado formalmente hacía casi dos años, seguía siendo suya, pues nadie más que él la ocupaba.
- Estoy cansado. Buenas noches.
Ryu logró controlarse para no perder los estribos. Se bebió un cacito más de sake de golpe, hablándole con toda la confianza que entre ambos existía.
- ¿Sabes qué? Te voy a dar un consejo. Vivo rodeado de mujeres, las analizo, sé cómo piensan. Te aseguro que aunque tengas una novia maravillosa a la que no le importa aguantar tus aires de autismo, será mejor que tengas de vez en cuando un detalle con ella. Ni siquiera Ukyô tiene tanta paciencia como yo.
Kazutaka elevó una ceja, y cerró la puerta a su paso. No estaba de humor para someterse a conversaciones filosóficas sobre su prometida o la nulidad de su vida fuera de los ámbitos médicos.
Una vez estuvo en sus aposentos, se vistió con el sencillo kimono guardado en el armario. Le colocó los tirabuzones y le quitó el polvo del vestido a una de sus muñecas, mirándola con un deje de melancolía.
Se acostó en el futón y trató de conciliar el sueño, aunque éste nunca era profundo en aquel lugar. La luna, su dueña y señora, hacía de él una criatura nocturna. Aunque se empeñara en obtener un periodo de inactividad con el que renovar energías, la materia espiritual que recorría cada centímetro de aquella vieja casa señorial se sentía atraída por la esencia de Muraki, siempre dispuesto a absorverla.
Formando parte de la mencionada energía, un plantel de entes errantes sentía curiosidad. Muchos de los denominados fantasmas podían infiltrarse en los vivos a través de la mente, justo cuando ésta más receptiva se encontraba: durante las fases REM.
Kazutaka rara vez recordaba lo que soñaba, pero las imágenes que su cerebro recreó aquella noche fueron vívidas, tangibles como sus escarceos con la Diosa o los ceremoniales a los que era capaz de convocar.
Se vio a sí mismo por la llanura de Sagano, allí donde se había cobrado una víctima ante su horrorizado padre, allí donde éste último rogó a Suzaku que le cediera parte de su poder creador.
Pequeñas luces doradas le rodeaban cuan lluvia de luciérnagas, la brisa acariciaba los juncos y la luz sanguinolenta bañaba desde el firmamento todo cuanto tocaba.
Entonces, en aquel sueño, sintió cómo un escalofrío le recorría por el cuerpo entero al cruzarse sus ojos de plata con otros de amatista. Le vio a lo lejos; era un hombre alto, espigado, de rostro amable y aura sobrenatural. Una persona a la que muy pocos podían ver, pues no pertenecía a ese mundo. Tampoco al de los muertos.
Se encontraba entre los dos. Era un mensajero de la muerte. Alguien con el poder de arrancar vidas, al igual que el propio Muraki.
Alguien que había formado parte de su familia. Alguien cuyos datos formaban parte de sus archivos históricos, y con el que deliraba cada vez que contemplaba la vieja fotografía.
Una criatura celestial que durante años ostentó lo que él tanto ansiaba, la capacidad de burlar el telón final.
Se acercó a él, hasta que las pupilas violetas titilaron, inquietas. Alzó la mano hasta acariciar su mejilla, confirmando su identidad.
Al fin te he encontrado, Tsuzuki…Y los espíritus, queriendo comunicarle su mensaje, consiguieron que las sensaciones oníricas se tornaran intensamente palpables. Puso sentir el calor de su sangre cuando en el imaginario Sagano rebanó su cabeza, obteniendo la esencia de su secreto, la prodigiosa regeneración de las células que le llevarían a implantar con éxito la cabeza de Saki en su tronco decapitado.
En el sueño abrazaba el cráneo, asiéndolo contra su pecho, y lo miraba con dulzura, consolándolo.
Seguiré buscándote, mi hermoso Shinigami… y cuando haya dado contigo, agradecerás que vuelva a matarte.Las ráfagas de viento se hicieron más fuertes, derribándole. Cayó al suelo, y la cabeza rodó, quedando fuera de su alcance. Fue cuando despertó abruptamente.
No se inmutó, permaneciendo erguido en la tradicional cama con la mirada fija en el vacío.
Sentía la presencia de los entes a su alrededor, y fue consciente de lo que había sucedido. Trataban de comunicarle algo. Sabía que los Shinigami se habían interesado por él, dado que había recibido una primera advertencia, y que éstos eran espíritus demasiado anclados a la vida como para dejarla completamente atrás.
El pulso se le aceleró, diciéndose que tenía que encontrarle, pues en ese ser estaba la solución al dilema.
Apenas había dormido unas horas, mas era suficiente. Cuando la luz del amanecer inundó la habitación ya había trazado un plan.
Necesitaba más sangre, más víctimas en su haber. Una suma cruel e inusitada que provocara una nueva visita de los jueces. Y seguiría matando hasta que Asato, el hombre al que su abuelo tuvo a su cuidado durante ocho años, diera con él.
En su fuero interno los cabos de la estrategia fueron atándose mientras se vestía y ponía rumbo a la estación de trenes. Tan temprano era que en Kokakurô casi nadie estaba despierto, solamente Ryu, al que no quiso importunar durante su entrenamiento en el templo.
Justo al mediodía ya estaba en la capital. Era domingo, su único día libre antes de semanas y semanas de agotador trasiego. Podría haberse ido a casa y sumergirse de nuevo en papeles y dossieres, mas lo que le había dicho Oriya la noche anterior estaba tan presente como la revelación nocturna sufrida.
Sintiéndose torpemente extraño, y sin que sirviera de precedente, le hizo caso. No sabía si Ukyô estaba en su apartamento, o si ya tenía planes para la tarde.
Ella se asomó a la ventana para comprobar quién había tocado desde la calle al portero automático. Sonrió ampliamente cuando le vio debajo apoyado en un automóvil ajeno, fumando un cigarrillo distraídamente… y con un ramo de flores entre las manos.
La lujosa embarcación salió de puerto tras haber sido bautizada, pero su dueño no parecía demasiado convencido sobre la veracidad que podría obtenerse de la tapadera.
Reunido en su camarote privado con el artífice de la propuesta, Takeshi Kakyôin repasaba los últimos detalles a poner en práctica durante la travesía de estreno.
- ¿Estás seguro de querer seguir adelante, Muraki?
Él asintió con total convencimiento.
- ¿No me dijo que estaba dispuesto a hacer lo que fuera por salvar a su hija? En Japón es imposible someterla a un transplante, y las listas internacionales para conseguir un corazón joven son extremadamente largas. La Dama de las Camelias ha de ser intervenida cuando su cavidad torácica haya alcanzado dimensiones adultas, y no nos queda demasiado tiempo.
El magnate del grupo empresarial sopesó preocupado los pormenores de la táctica ilegal que estaba a punto de iniciar.
- ¿Pero es necesario recurrir al mercado negro?
Kazutaka le miró intensamente, con ese fulgor que lograba hipnotizar a los demás.
- Ella pronto entrará en la adolescencia, podría operarla a los trece o catorce años como muy tarde. Necesito encontrar el donante adecuado. Píenselo bien, será perfecto. ¿Quién va a sospechar de este crucero? Hong Kong está lleno de personas a las que nadie extrañará, y la suma que usted podrá conseguir con la venta de sus órganos será astronómica.
Ese era su verdadero propósito. Investigar todos los cuerpos posibles, despojarles de sus vidas, y secundariamente buscar el corazón adecuado para Tsubaki. A partir de ese día, bioritmo se mediría en desplazamientos al lejano epicentro comercial de Asia para buscar víctimas, con el consabido regreso a Tokio.
Kakyôin no tuvo más remedio que confiar ciegamente en él. Aunque sus métodos para con los otros pacientes pudieran ser fríos y calculadores, el que llegara a los extremos con tal de preservar la vida de su princesa le llenaba de gratitud y admiración.
- Manténme al tanto de los procesos y novedades. Disfruta mientras tanto de la travesía, hasta que lleguemos al continente no tendrás demasiado que hacer.
Kazutaka le dio las gracias, marchándose para realizarse a Tsubaki la revisión pertinente. Sabía jugar a dos bandas, mostrar ambas caras de la moneda y meterse en el bolsillo a quién le convenía.
En el crucero no sólo aspiraría a ir cumpliendo las fases de su estratagema, sino que disfrutaría de todos los lujos propios de un VIP, añadiendo además la notoria retribución por estar a total disposición de su paciente.
Al entrar en el camarote de la niña, su compañera de juegos sonrió. Irene era una de esas tantas chiquillas que había mencionado, abandonada por sus padres en las frías calles de la cosmopolita ciudad china, sin mayores perspectivas que las de sobrevivir día a día. Había tenido suerte por ser la acogida de una poderosa familia japonesa.
Tsubaki accedió a desnudarse la espalda para que la auscultase, intercambiando discretas risas con su amiga por la presencia del doctor. Solían hablar de él, de sus exquisitos modales y lo guapo que era, ajenas a lo esbirro de sus auténticas intenciones.
- Descansa, señorita. Vendré a verte por la mañana.
Ella le despidió con una gran sonrisa, regresando a sus charlas cotidianas en la gran cama que juntas compartían.
Era de noche, y ya que todos los viajeros de la exclusiva planta superior iban vestidos de etiqueta, él no podía ser menos. Regresó al cabo de unos minutos al salón principal ataviado con un impecable smoking, dispuesto a tomar algo y marcharse sin llamar demasiado la atención de la alta sociedad.
Kakyôin le incitó a compartir la cena con un selecto grupo de invitados, detalle que no rechazó. Sin embargo, cuando ya estaba a la mesa atendiendo a la superficial conversación de los comensales, el leal mayordomo del dueño le habló discretamente.
- Doctor… Los señores de la mesa próxima insisten en que le haga llegar esta botella.
Miró con desconfianza el obsequio, y cuando se giró a la izquierda para poder "agradecer" el detalle, su estupefacción fue mayúscula.
- ¡A tu salud! – exclamó Ukyô, llevando un elegante traje rojo a juego con el tono de labios.
- ¡Qué estáis haciendo aquí? – replicó, elevando inconscientemente la voz con respecto al clima general -.
Ryu, sentado a su lado, también elevó la copa repleta de un gran reserva. Su indumentaria igualmente era diga de cuantos elogios cupieran.
Consternado por una presencia no prevista que podía suponerle algún que otro contratiempo de incompatibilidad, su rostro reflejó lo embarazoso de la situación. Su jefe se percató, procediendo a romper el hielo con afabilidad.
- ¿Amigos tuyos, Muraki? Ve con ellos, ya nos obsequiarás con tu presencia cualquiera de estas noches.
Los demás comensales asintieron con agrado, a lo que respondió poniéndose en pie con un par de pequeñas reverencias.
- Discúlpenme.
Apenas hubo tomado asiento en la mesa intencionadamente preparada para tres, Ukyô estalló en carcajadas.
- ¡He ganado la apuesta! Me debes tres mil yenes.
-
Ha sido la única ocasión en la que he deseado que no nos hicieras
ningún caso – añadió Oriya en referencia a Kazutaka -. Me habría salido
más barato.
Él frunció el ceño, endureciéndose ligeramente su expresión por encima de los cabellos que le caían por el semblante.
- Os lo advierto, estoy de servicio. Una broma más y os tiro por la cubierta.
La joven bebió, tomándose a la ligera el mal humor de su prometido.
- Sólo será esta noche, no te "molestaremos" durante la travesía, estamos de vacaciones – afirmó, guiñándole un ojo -. Pensamos que te vendría bien un poco de ocio.
Ryu asentía, divertido. Lo cierto era que tenía sus dudas con respecto a la escapada, pero una vez con Ukyô, le daba igual el que Kazutaka quisiera unirse o no a ellos. Le encantaba poder pasar el tiempo junto a una mujer cuyo concepto de la amistad no se medía en precio por horas.
- Ya que hemos pagado por todo esto, habrá que aprovecharlo.
Ante el estupor del vértice central del triángulo, los dos pasajeros devoraron cuantos platos les sirvieron. Posiblemente eran los únicos de toda la planta que estaban centrados en disfrutar en lugar de aparentar, rompiendo todas las etiquetas habidas de protocolo. Comieron y bebieron desmesuradamente, alternando botellas de vino con otras de champagne.
Cuando Muraki notó que la gente les miraba por el animado estado en el que el alcohol había sumido a las dos únicas personas que realmente le conocían, decidió que era momento de abandonar el emplazamiento.
- No hay nada como el sake, pero…
Este invento occidental no está nada mal – afirmó Ryu, sin costumbre de
ingerir tanta cantidad de caldos europeos .
- Estás borracho – le recriminó Kazutaka por lo bajo -.
Su antaño amante no hizo más que acentuar la embriaguez que le dominaba al tratar de desmentirlo. Ukyô tomó las riendas, incorporándose y despidiéndose de las personalidades próximas tras tomar sus zapatos de tacón en una mano y la última botella en la otra.
- ¡Muy buenas noches!
-
Ven aquí – rezongó el único sobrio, situándose en el centro y
llevándoles a ambos apoyados cada uno en un hombro en dirección a su
camarote -.
Consiguieron con algo de esfuerzo hacer el trayecto. Una vez en el habitáculo personal, Muraki pudo afirmar que la situación más bochornosa jamás vivida finalmente había terminado.
- Me
habéis dejado en evidencia delante de todos – gruñó -. ¿No os da
vergüenza? Parecéis un par de adolescentes que se han saltado el toque
de queda.
- Vamos, no te enfades – susurró Ukyô abrazándole -.
Oriya, por su parte, no podía contener la risa tonta producto de todo lo ingerido.
- Sírveme la última, milady – dijo, robándole el envase de puro cristal y bebiendo directamente del mismo -.
Ella se despojó del vestido, luciendo una combinación semitrasparente. Se recostó en el amplio lecho con la espalda apoyada en el respaldo, y dispuso sobre el colchón una baraja de póker.
- Juguemos unas partidas.
- No tengo mas dinero encima, Ukyô – protestó el espadachín -.
Kazutaka la miró, y dedujo por la picardía de su mirada que lo que pretendía era cobrar en monedas de piel.
- Creo que no tendrás que pagar en metálico – indicó Muraki -. Más bien en prendas.
Ryu les miró a los dos. La rojez de sus ojos y mejillas era directamente proporcional a la falta de pudor producida por los efluvios etílicos. De haber estado en facultad de condiciones se hubiera negado rotundamente, máxime cuando había impuesto la condición tácita de mantener la relación con su "amigo" alejada de cualquier roce más profundo del necesario.
Pero el propio Muraki acertó, y Ukyô confirmó cuáles eran las condiciones de la partida.
- Será sencillo – dijo, barajando los naipes a gran velocidad -. El que gane una mano ordena, y los demás obedecen.
Posiblemente lo que ambos no sabían era que, además de ser una mujer especialmente única, su destreza para los juegos de azar era envidiable.
Apenas una hora después, la botella rodaba vacía en el suelo por el movimiento del barco sobre el mar, moviéndose entre un laberinto de ropas.
- ¡Esto no es justo! – protestó Oriya tras haber perdido por vigésima vez consecutiva -. ¡Ya no me queda nada que quitarme!
- No eres el único – replicó el otro, también completamente desnudo -.
La potencial ganadora recogió la baraja, y cruzó los brazos sobre el pecho. Al fin había llegado el momento de reclamar su premio.
- Pues tenéis que pagarme de alguna forma. Veamos, qué se me ocurre… - dramatizó – Ah, tengo una idea.
Y recostándose boca arriba sobre el colchón con la barbilla apoyada en las palmas de las manos, dio la orden con una gran sonrisa.
- Besaros. Aquella vez me lo perdí, ver como dos hombres lo hacen debe ser muy excitante.
Kazutaka encajó el mandato con naturalidad, no esperaba menos de ella. En cuanto al desinhibido Ryu, miró a la chica en pose tremendista.
- ¡Pero si él no quiere!
Unos dedos largos y blanquecinos le apartaron la melena, alborotada y dispersa por todos lados.
- Comprobemos si quiero o no – sentenció -.
Ambos se quedaron de rodillas el uno frente al otro, y a un ritmo intencionadamente lento fue acercando los labios a los suyos. El cuerpo fibroso del moreno tembló al sentir el húmedo roce de la lengua sobre la suya.
Ukyô jugaba a balancear las piernas en el aire mientras contemplaba los ojos cerrados de ambos y el sensual contraste entre sus respectivas personalidades y físicos.
- No os privéis de nada – indicó, dispuesta a disfrutar de otra experiencia inolvidable -.
Siempre extrovertido y enérgico, la embriaguez que le dominaba no dejó que se dirimiera. Oriya creía haber superado con creces aquel largo periodo de abstinencia desde que decidiera cortar de raíz lo que hasta ese momento les unía, y posiblemente a la mañana siguiente se arrepentiría, si es que lo recordaba, pero en esos momentos sólo tenía predisposición para dejarse llevar por el luminoso camino del deseo. Gimió con su boca aún prisionera cuando Muraki hizo la unión más estrecha, rodeándole.
Le dejó una de sus manos en la nuca, recorriendo los mechones plateados que bajaban por la misma. Su anatomía se empeñaba a desafiar las leyes de la física y la química con una creciente erección, pese a la dificultad añadida del alcohol en sangre.
Ella se mordió los labios cuando se percató de ello y se dejó embargar por la combinación entre rudeza y pasión que ellos rezumaban. Era como si pudiese detectar la energía que les envolvía unida a la punción sexual, reflejada ahora en el cuello extendido de Ryu, su gesto ausente, abandonado por completo al placer, y la habilidad del doctor centrada en tratarle a ritmo creciente y constante.
Notó su propia excitación para cuando el sonido ronco emitido por el afortunado anunció que la noche para él había acabado. Con el resultado del orgasmo bañando parte de su abdomen, Kazutaka le dejó caer con suavidad en el lecho.
Sumido en el agradable sopor producto del encuentro y la bebida, no tardó en quedarse dormido en la porción de lecho que le correspondía.
Ukyô rió sin medirse, sabiendo que nada sería capaz de resucitarle hasta transcurridas un buen montón de horas. Kazutaka se tendió sobre ella, despojándola previamente del delicado tejido de seda.
- Si
querías que me pusiera a tono para acostarte conmigo, podrías haber
sugerido que nos quedáramos solos – le dijo, mirándola a los ojos, con
la erección obtenida gracias a Ryu rozándole los muslos .
- Me gustan los retos. Y tú eres el más difícil con el que me he topado.
Él la besó, primero con suavidad, luego devorándola, haciéndola suya.
No hacía falta que les dijera que, pese a su negativa de involucrarles en los asuntos secretos que iba a desempeñar varias plantas por debajo de aquella, agradecía que estuviesen allí con él.
Siempre agradecería su mera presencia aunque fuese así, haciéndole el amor a ella tras haber acabado con él.
Los movimientos resultantes de las sucesivas penetraciones se repartían por todo el colchón, haciendo que el cuerpo de Ryu, próximo a ellos, acusara las vibraciones.
Estaba completamente aletargado, pero sus oídos recogían los suficientes jadeos para que sonámbulamente su boca hablara sola, ajena a la desconexión del cerebro.
- Iros a un motel…
La pareja sonrió por el comentario una vez hubieron terminado. Ukyô se refugió entre el calor de su pecho, y acompañó en estado al primero en caer rendido.
Kazutaka volvió a quedarse en medio de los dos, con la mirada fija en el techo, concentrado en la oscilación pendular del océano.
Ellos eran su fuego, su esencia, pero no era suficiente.
Necesitaba más sangre, más almas. La fuerza negativa de su Shinigami.
