Capítulo 15: Condenado

El Queen Camelia no tardó en convertirse en uno de los navíos de lujos más conocidos por la alta sociedad asiática, festejando en sus excelentes instalaciones cuantas reuniones de categoría fueran posibles.

Cientos de personalidades ilustres desfilaron por sus salones, coronados de las arañas de cristal más finas y las alfombras más delicadas, a lo largo de los tres años transcurridos desde su inauguración.

La superficial dicha, gozo y disfrute de los afortunados, así como el trepidante ritmo de trabajo del personal al cargo, no dejaban demasiadas oportunidades para detenerse a observar qué había más allá del lujoso cascarón.

En efecto, cada vez que se atracaba en Hong Kong, una avalancha de turistas inundaban las pasarelas, penetrando en su interior para ser llevados al lejano Japón. La demanda de billetes era tal que se debían solicitar con varios meses de antelación.

No era tal vez la razón de mayor peso, pero muchos de los que habían sucumbido al influjo de la invitación aceptaban por la oportunidad de vivir una experiencia completamente prohibitiva para sus medios. Con cada escala en los puertos de la mastodóntica ciudad, dos discretos hombres acudían a sus callejuelas comerciales con una misión: hacer de cebos para atrapar lo que el doctor les imponía.
Era fácil conseguir que una de las tantas jovencitas que deambulaban por Hong Kong se lanzara sin pensarlo al ofrecimiento de cubrir una vacante laboral en el crucero, prometiéndosele una considerable suma de dinero. El aliento de una mejor existencia, y la perspectiva de acabar envuelta en alguna mafia de prostitución de continuar allí, eran reclamos suficientes.

Muraki lo sabía. En cada trayecto de vuelta a Tokio solía obtener unas ocho o nueve personas, todas ellas destinadas a un fin concreto. No eran más que mercancía; sus órganos cotizarían en el mercado negro por una suma infinitamente mayor a lo que esas pobres chicas habían imaginado jamás.

Sin nadie que reclamara su desaparición en un país hiperpoblado y de notoria infravaloración a la feminidad, sus cartas habían sido echadas sin consentimiento.

Una de éstas tembló cuando las puertas del habitáculo donde había permanecido encerrada se abrieron, y dos sujetos la tomaron bruscamente por los brazos, arrastrándola. Se debatió, arañó y luchó por sujetarse a las lisas paredes, sin demasiado éxito.

La elevaron por los aires, cayendo estrepitosamente en el suelo y cerrándose otra compuerta a sus espaldas. Cuando alzó lentamente la cabeza, vio las suelas de unos zapatos impolutos, blanquísimos.

Su mirada ascendió, y a los zapatos siguieron las perneras de unos pantalones de pinza igualmente inmaculados. Y una bata larga. Luego unas manos. Finalmente, alcanzó a ver el rostro del que iba a ser su ejecutor.

En la aldea rural donde había pasado su infancia le habían enseñado a mostrar tanta veneración como desconfianza hacia los espíritus. Cualquier cosa fuera de lo normal era obra de los dioses, pero éstos podían ser benevolentes, o bien despiadados.

Al toparse con la mirada plateada de ese hombre, el corazón le dio un vuelco. Su mágica apariencia invitaba a evadirse en cada pliegue de su piel, pero el instinto le advirtió del grave peligro que corría.

- ¡No me toques! –.

Kazutaka esbozó una sonrisa. Las mismas pautas de siempre. La misma mirada de animalillo asustado. Independientemente de su condición, todas sus víctimas reaccionaban igual.

- ¿Sabes dónde estás, querida? – preguntó con sobriedad -.

La chica comenzó a respirar angustiada. Cientos de leyendas urbanas cruzaron su mente.

- No te esfuerces en encontrar una respuesta, yo te la daré… Gracias a ti alguien asquerosamente rico al que nunca conocerás podrá vivir, pero…

El doctor se sentó a su lado, extrayendo de su bata un afilado escarpelo con el que rozó la mejilla de la muchacha, manando un hilo de sangre. Ella hizo el ademán de gritar, mas no se lo permitió, tapándole la boca sin delicadeza.

- Me temo que tendrás que pedir el premio por tu generosidad en el más allá.

La joven forcejeó con todas sus fuerzas, mordiéndole. Cuando estuvo libre de la mano que la impedía, gritó tan alto como pudo. Irritado por el ruido y la resistencia, Muraki decidió que era momento de comenzar con su labor.

- Cállate. No lo soporto.

La sujetó por el cuello, obligándola a doblarlo hacia atrás, abriéndole la mandíbula. Una vez la tuvo sometida por su envergadura, le agarró la lengua, y de un corte enérgico y preciso, se la amputó.

Ella cayó en un infierno de dolor y pavor, incapaz de expresar otro sonido que no fuese el de los lastimeros quejidos que sin pretender seguía emitiendo. Kazutaka la arrastró hacia la mesa de operaciones más próxima, encendiendo las potentes luces y comprobando que contaba con todo el instrumental necesario.

- Si supieras lo complicado que es encontrar un donante adecuado… Estoy harto de desconsideradas como tú.

Y para dar paso a la extracción de las vísceras más cotizadas, puso fin al sufrimiento. La mató con rapidez, sin consideración, como un niño que destroza el juguete que ha dejado de gustarle.

La sintió dulce en su espíritu, y ardiente al tacto mientras diseccionaba su anatomía, colocando en los depósitos correspondientes los órganos a medida que los obtenía. Los pulmones, el riñón, el hígado… Y el más valorado de todos, uno que observó entre las manos con cierta frustración.

Ese corazón tampoco era adecuado, demasiado grande para la cavidad torácica de su paciente. Tsubaki necesitaba ser intervenida cuanto antes, prolongar la búsqueda sería equivalente a suministrarle una dosis de cianuro.

Una vez hubo terminado, contempló la carcasa vacía e inerte tendida sobre la fría superficie. Se quitó los guantes de látex ensangrentados, desechándolos. Salió de la cámara, dando las instrucciones pertinentes para que el cadáver fuese destruido, y que algunas de las vísceras tuviesen un destino diferente al habitual.

Llegarían, como cada mes, a la universidad de Kioto. Satomi las aceptaba sin hacer preguntas, encantado por contar con más muestras para sus experimentos de clonación.

En lo que al propio Kazutaka respectaba, le era indiferente quién recibiría las demás entrañas, o por cuánto acabarían siendo subastadas. Sólo le importaba la remuneración obtenida, porque en el amor, al igual que en la guerra, todo era válido.

Hasta insistir en burlar a la muerte.


Irene cerró las ventanas del espacioso camarote, colocando un ramillete de flores frescas en un jarrón de agua. Las acercó hasta la cama donde Tsubaki permanecía tendida, descansando de su debilidad congénita. La cuidaba con esmero y cariño cuál hermana mayor que no era, procurando que cada minuto de su enfermedad fuese lo menos duro posible.

- Hace un día precioso. Pediré que suban una silla y saldremos a cubierta a dar un paseo.
- Aún me siento fatigada… Además, el doctor pronto vendrá a visitarme.

Su voz y su expresión cambiaban cada vez que hablaba de su ángel. Las pupilas de la adolescente se dilataban, y su frágil pecho se estremecía de meramente evocar el semblante divino.

La acompañante sonrió, cortando una flor y poniéndosela en la solapa del camisón.

- ¿No vas a decirle lo que sientes?

Tsubaki se sonrojó, mirando a la confidente con cierta añoranza.

- ¿Y qué conseguiré con eso? Él es un adulto, tener a una niña enamorada a su cargo no sería más que un estorbo.

Irene trató de animarla, cuchicheando.

- Cuando te hayas recuperado y crezcas un poco más, te obligaré a declararte. Podrías casarte al cumplir los dieciséis. ¡Imagínate! La señora Muraki. ¿No sería fantástico?

La enferma rió, dejándose llevar despierta por el sueño que únicamente a ella había confesado.

- De acuerdo, te prometo que lo haré, pero sólo si te quedas a mi lado para siempre.

Ella asintió, entrelazando los meñiques para dar forma al juramento. Seguían con los dedos unidos cuando el mencionado pidió permiso para entrar.

- Buenos días – dijo con su grave voz -. ¿Cómo te encuentras, Dama de las Camelias?

Tsubaki respondió, despejándose la espalda para ser auscultada.

- Mejor que anoche, pero me siento muy cansada.

Irene desvió la mirada hacia otro lado, tratando de marcharse discretamente. Antes de conseguirlo, Kazutaka le habló.

- Quisiera hablar contigo en privado. ¿Podrías acudir a mi camarote?

La antaño vendedora ambulante accedió, dejándoles a solas y recorriendo el pasillo hasta el habitáculo donde el médico residía durante los viajes. Nunca había estado en los aposentos privados de Muraki, así que la cohibición la abrumó.

El orden y la penumbra reinaban en la habitación. Se sentó sobre la cama perfectamente hecha, y sus ojos, tras haberse acostumbrado a la falta de luz, detectaron las hermosas formas de una muñeca de porcelana.

La tomó entre los brazos, acariciando los suaves tirabuzones rubios y su traje de terciopelo morado. Se preguntó que significado podría tener para un hombre como ése semejante objeto. Se entretuvo un buen rato en los detalles que hacían de Verónica un ejemplar magnífico, como sus pestañas de pelo natural o las incrustaciones de brillantes en los minúsculos zapatos de charol, hasta que el inquilino acudió a la cita.

Vestido más informal que de costumbre, sin corbata ni regios uniformes, Muraki dejó el instrumental médico y tomó asiento a su lado.

- ¿Te gusta? – quiso saber -.

Ella asintió.

- Es preciosa… Pero me preguntaba por qué la tiene.

Analizó a la joven de cerca. Aunque era algo mayor que Tsubaki, su constitución era semejante. El estado de salud de la chica era óptimo, así como las circunstancias que la rodeaban.

- Adoro las muñecas – le explicó, tomando a Verónica para dejarla en lugar seguro -. Son bellas, delicadas, y nunca ponen objeciones. Se limitan a obedecer con esos fríos ojos de vidrio anclados en mí…

Irene, ajena a las maquinaciones del doctor, fijó su atención en los iris sobrenaturales que ante si tenía. Kazutaka la sumió lentamente en un trance hipnótico, poniendo en práctica los conocimientos adquiridos en su estudio sobre los influjos mentales.

Le colocó el cabello como si fuese una enorme niña de porcelana, susurrándole al oído.

- A mi orden despertarás y nada recordarás. Pero esta noche, cuando la Dama de las Camelias se halle sumida en profundo sueño, acudirás a mí. Te estaré esperando.

La muchacha se sobresaltó poco después, encontrándose en esa cama junto al médico con Verónica de carabina. La pregunta que recibió a continuación la pilló por sorpresa.

- ¿Te encargarás de distraerla entonces?

Suponiendo que el cansancio le había llevado al lapsus, afirmó, pensando que acababan de zanjar una conversación sobre Tsubaki.

- No se preocupe. Es usted muy amable, doctor.

Hizo una cortés reverencia y regresó junto a su amiga. Tal y como le había ordenado su titiritero, nada recordaba, limitándose a emplear lo que restaba de día en peinar a la princesa de su devoción, permaneciendo a su lado en todo momento.

Cuando al llegar la noche se metieron bajo las sábanas y se dispusieron a dormir, ninguna de las dos sabía que no volverían a estar juntas.

Los párpados de Irene se abrieron mecánicamente, incorporándose en la cama y saliendo como una autómata del camarote. Su única guía hacia las zonas secretas del barco, en las que por supuesto nunca había estado, era el mensaje que resonaba en el interior de su cabeza.

Ven a mí

Ven a mí

Nadie pudo explicar cómo la encantadora chica de compañía de Tsubaki había desaparecido sin dejar rastro, convirtiéndose la desgracia en un cúmulo de supersticiones que la tripulación de abordo se encargó de propagar.

Apenado por el suceso, Kakyôin no soltaba la mano de su hija, terriblemente exhausta de tanto llorar tras un día entero sin saber qué había sido de ella. Con la nueva llegada de la noche, al fin recibió la noticia que tanto había esperado.

Kazutaka Muraki, su hombre de confianza, anunció que la intervención podría ser ejecutada en aguas internacionales.

- Señor, hemos conseguido un donante. Vamos a trasladarla a la sala de operaciones.


En el moderno hospital de Tokio, la llegada de Tsubaki a la planta de post-operatorio fue recibida con alegría, pero también con cierto recelo por haber sido sometida a un tratamiento que en el país estaba considerado ilegal.

Sin embargo, las enfermeras la trataron con amabilidad, y en apenas unas semanas la mejoría fue notoria. Emocionado por el resultado, Kakyôin no dudó en cubrir a su empleado de elogios, encajando incluso de buen grado su propuesta de continuar con la mercadería de órganos, haciendo de ello la principal fuente de ingresos del grupo comercial.

Lo cierto era que tras perder a su mujer y temer durante años por la suerte de su hija, sólo le importaba el bienestar de ésta.

Tsubaki sonrío, apoyada su espalda sobre el mullido respaldo. La habitación del centro sanitario estaba repleta de camelias y demás regalos llegados de todas partes, pero la desaparición de Irene seguía pesándole.

- No te pongas triste, pequeña – le dijo su padre, consolándola -. Pronto te habrás recuperado, y eso es lo importante.

Ella asintió, mirando a Muraki, el cuál estaba sumido en la lectura de unas analíticas.

Aunque ansiaba decirle lo mucho que le quería, Irene había roto su promesa. Ya no estaría para siempre con ella, por lo que no se sentía con fuerzas como para sincerarse. Así que aceptó la realidad, tomando dos decisiones…

No permitiría que el doctor lo supiera hasta el momento oportuno, y jamás volvería a creer en la amistad.

- Gracias – respondió -.

Kazutaka les oía, haciéndoles caso omiso. Sólo eran dos piezas más en el planteamiento de su venganza. De pronto, la voz de la enfermera jefe le alertó. La mujer entró a la habitación, buscándole exclusivamente a él.

- Doctor, acuda a la séptima planta, es urgente.

Se ajustó las gafas, tratando de rechazar la petición con profesionalidad.

- Me temo que no será posible, está fuera de mi jurisdicción.

Sabiendo que llevaba razón, la enfermera insistió, hablándole con respecto y en tono confidencial.

- Considérelo… Creo que la paciente es conocido suyo. No dejó de repetir su nombre mientras la trasladaban a la unidad de cuidados intensivos.

Muraki pidió permiso para abandonar sus competencias. Al salir al pasillo y dar con el nombre de la hospitalizada en el registro de entrada, se le formó un nudo en el estómago.

Ignorando las normas de civismo propias del centro, echó a correr con toda la velocidad que sus piernas pudieron reunir.


Pasaron cuatro horas hasta que Ukyô despertó. Kazutaka, el cuál no se había movido del espacio delimitado por biombos esterilizados, esperaba con paciencia.

Lo primero que sintió al volver en sí fue el amargo sabor del oxígeno, proveniente del tubo que le habían incrustado para provenir fallos respiratorios, y una dulce alegría por tenerle a su lado. Le dolía el cuerpo, costándole grandes esfuerzos articular palabras.

- Apenas sé qué ha pasado… - murmuró -.

Su prometido estaba serio y callado como una tumba. Su organismo había sufrido el primero de los colapsos que con efectividad había previsto. Aunque seguramente con los cuidados pertinentes y descanso no tardaría en salir de allí, era un aviso irrefutable, la señal del apresurado paso del tiempo y sus irreversibles consecuencias.

- Te desmayaste en el despacho, tus compañeros fueron los que llamaron a la ambulancia. Ordené que analizaran algunas muestras en el laboratorio cuando antes, pero no te preocupes. Tendrás que permanecer aquí una temporada para mantenerte en observación.

Suspiró, siendo más consecuente de su precario bienestar que el mismo Muraki. Posó la mano sobre la suya.

- Dime la verdad.

Él se incorporó, molesto e irritado.

- ¿Qué quieres que te diga, Ukyô¿Qué es mejor sacarte de este hospital y tratarte por mi cuenta? Los del gabinete no logran encontrar una explicación coherente al deterioro de tus órganos y yo me niego a dársela.

Le vio apretar los puños con rabia, procediendo a tranquilizarle, algo que sólo ella era capaz de conseguir.

- Vete.
- ¿Adónde¿A Kioto?

Asintió.

- Me dijiste que ibas a ir este fin de semana. Estaré bien, no lo retrases por mí.

La miró tan intensamente que podría haberla devastado en llamas.

- Si tienes otra crisis y no te atienden con rapidez por incoherencia de diagnósticos, podría ser demasiado tarde.
- No va a pasar nada. ¿Alguna vez te he mentido?

Él, resignado, negó con la cabeza.

- Me prometiste que me salvarías. Haz lo que tengas que hacer, seguiré esperando porque creo en ti.

Rodeado por infinidad de aparatos y la frialdad del entorno, Kazutaka la besó en la frente. Era bien entrada la madrugada, si se daba prisa podría coger el primer tren bala.

No quiso prolongar la despedida más de lo necesario. Mientras tomaba un taxi hacia la estación central de Tokio, su furia fue incrementándose.

Como una bestia acorralada ante lo que más temía, se vio impulsado a embestir de frente, haciendo de la crueldad un escudo con el que protegerse de los golpes.


Satomi releyó el importe del cheque, estallando en una risa histérica.

- Se trata de una broma¿no¡Con esto no puedo pagar ni una tercera parte de las facturas! – inquirió -.

Kazutaka se mostró firme. Con cada visita, aquel sujeto responsable directo de su alumbramiento le resultaba más repulsivo.

- Conténtese con el pago en muestras que le hago. Nadie podrá proveerle de tantas y en buen estado sin trámites.

El académico se secó el sudor fruto del nerviosismo. No quería volver a pasar por una auditoría y ver peligrar su puesto, minada ya la escasa reputación que como científico conservaba.

- Sigo sin comprender el motivo por el que no puedes realizar tu estudio en otro laboratorio. ¿El hospital donde trabajas no está lo suficientemente capac…?

Muraki no le dejó terminar, tomándole de las solapas de la bata y empujándole contra la mesa.

- Si valora su vida, no vuelva a exigirme justificaciones.
- ¿Me estás amenazando? – inquirió entre asombrado y aterrado .
- Tenga paciencia. Cuando obtenga resultados, le haré famoso. Usted tendrá el reconocimiento que siempre ha deseado. No podemos abandonar ahora que nos encontramos tan cerca.

Satomi le obligó a soltarle, zafándose de sus poderosos puños.

- ¿Cuándo me traerás lo que falta?
- Antes de que el mes acabe. Argumente los gastos si le inquieren, improvise. Tendrá noticias mías cuando sea oportuno.

El profesor se quedó mirando el campus desierto a través de las ventanas. Se desahogó tirando al suelo un grupo de probetas, derramándose los líquidos contenidos por doquier. Uno a uno, los órganos que servían de base a su investigación iban muriendo, haciéndole fracasar en el encuentro de aquella clave que le llevó, hacía casi treinta años, a crear de la nada.

Varios metros por debajo, Muraki abandonó la Universidad sin pasar por su laboratorio. Tenía planeado dedicar la totalidad del día contiguo al mantenimiento artificial de Saki.

La luna llena brillaba en el firmamento, iluminando su avanzar por las adoquinadas calles de la ciudad imperial. El viento arrastraba las hojas caídas, formando remolinos a la entrada de Kokakurô, donde las estaciones no existían y el mundo parecía dejar de girar.

Ni siquiera el aura magistral encerrada en el recinto podía apaciguarle. La encargada mostró alivio al verle entrar, apresurándose a presentarle ante el dueño legítimo del viejo caserón.

- Señor, el joven doctor acaba de llegar.
- Haz que venga.

Siguió fumando, conteniendo a base de humo de tabaco el profundo disgusto que le invadía. Se había enterado del percance por una llamada telefónica de Ukyô, pasando la totalidad del día sin conocer cuál era el paradero de Kazutaka.

Aunque sabía que él siempre estaba en el mismo lugar, y que únicamente regresaba al que fuese su refugio envuelto en el manto de las estrellas, ello no restaba intensidad a su enfado.

El recién llegado deslizó las puertas correderas, procurándoles intimidad. Oriya no se inmutó, permaneciendo de espaldas de cara al jardín. Ante tan hostil recibimiento, el médico poco hizo por ocultar su creciente crispación.

- Será mejor que me vaya directamente a dormir.

Finalmente le encaró, dolido. Dejó la pipa sobre los escalones y penetró en la instancia.

- ¿Crees que eres el único que sufre por ella¡Podrías haber venido antes, hacerme llegar una nota, o algo! - No quiero hablar de eso.

Desde que se conocieran, había tratado de ayudarle y, en cierto modo, ampararle del dolor alentándole a que se entregara a sus utópicas ambiciones. Pero en ese instante, Ryu no aguantó más, soltando de una tajada todo lo que tenía condensado en su interior.

- ¡Abre los ojos, Muraki! – gritó -. ¡Déjate de jugar a ser dios y aprovecha la vida que tienes, y que has gastado vilmente en vengarte de un muerto! Tienes que ser realista, Ukyô está grave, tú mismo me has dicho que no le queda demasiado. ¿Por qué no renuncias a tus delirios de grandeza, y en lugar de meterte en ese laboratorio pasas junto a ella todos los momentos posibles, antes de que sea demasiado tarde?

Por primera vez en todo lo que la relación de ambos había durado, Ryu le vio no ya como el hombre por el que tanto apego sentía, sino como el ser grotesco que tantas almas había sesgado.

El aura ficticia de Kazutaka se enervó, envolviéndole una energía densa, y su rostro dibujó un rictus perfecto de odio.

- Ukyô no va a morir – susurró -.

Paralizado por el repentino miedo, Oriya le sostuvo la mirada en todo momento, dominándose. Permanecieron confrontados por segundos que parecieron eternos, hasta que el doctor avanzó en dirección a las afueras.

- ¿Dónde pretendes ir? – volvió a preguntar -.

La respuesta fue tan sincera que se le clavó en el corazón.

- Necesito cobrarme otra víctima. No quiero que tengas que pagar por mi sed de sangre si pierdo los estribos.

Se dejó caer de rodillas sobre el tatami, desesperado. De los tres papeles del triángulo, el suyo era el peor, destinado a ser espectador de una tragedia en la que no podía tener parte activa, tan sólo esperar y callar, guardar secretos y más secretos.

Muraki se perdió por los laberintos de Kioto, salpicados de rincones oscuros en el perímetro inicial de los bosques. Sólo las pocas mujeres de la noche que no trabajan bajo los techos del clandestino local de citas acudían a esos parajes; él lo sabía perfectamente.

Una joven le distinguió, acercándose a él para ofrecer sus servicios.

- ¿Quieres algo de compañía? – dijo, iniciando la transacción .
- Ignoras hasta qué punto te necesito – respondió él, clavando los labios en su cuello -.

La prostituta, acostumbrada al pasional desahogo de muchos clientes, no opuso resistencia al ser conducida hacia un cerezo cercano. Correspondió a los movimientos certeros de él con gemidos sobreactuados, esperando que todo acabara pronto para, quizás, obtener un pago elevado y dar por terminada la jornada.

Pero su suerte no era esa. La luna se tiñó de sangre cuando el suelo quedó mojado de carmesí, derramándose la esencia de la joven a borbotones, siendo aspirada su alma.

Kazutaka se recreó en la única secuencia capaz de otorgarle paz absoluta y efímera. No la había llevado hasta ahí por azar, ese árbol era tan sanguinario como él, un vampiro que recibía con agrado todas sus ofrendas al enterrar junto a sus raíces todos los cuerpos que ya no le servían, regalando a la vista flores eternamente rojas.

Como en cada ocasión anterior, procedió a ocultar a la maltrecha mujer, pero a diferencia de crímenes anteriores, no estaba solo.

A pocos metros, un muchacho presenciaba el macabro espectáculo. Se había escapado de casa para despejarse en el frescor de la noche, huyendo de la maldición a la que su familia le había condenado.

Su nombre era Hisoka Kurosaki, mas a Muraki no le importaba. El único hecho relevante era que había presenciado lo que nunca debió, y debía pagar por ello.

Contempló su hermoso rostro de facciones quasi femeninas, sus enormes ojos brillantes, y su esbelto cuerpo de virginal adolescente.

- Eres afortunado, chico… Demasiado hermoso para compartir la misma suerte que esa vulgar ramera. Tú mereces un trato especial.

Le tomó abruptamente, tirándole al suelo y posándose sobre él. Horrorizado por la mirada demente de aquel sujeto, pidió ayuda a pleno pulmón.

Nadie acudió a socorrerle.

Kazutaka le rasgó la ropa a tirones, dejándole completamente desnudo. Las lágrimas comenzaron a regar las mejillas del joven cuando le fueron dictadas más palabras envenenadas.

- Sería una lástima morir virgen¿verdad? Tranquilo, yo le pondré remedio.
- ¡No¡Déjame!

Sus gritos de pavor se mezclaron con otros de placer, acongojándole la mezcla de impulsos contrapuestos. La boca del raptor recorría su juvenil miembro erecto, obligándole a jadear, debatiéndose en no asimilar los estímulos.

- Vamos, dame lo que quiero ver… - continuó Muraki, masturbándole con celeridad -. El último y desesperado rayo de luz que emite un alma antes de perecer…

Hisoka gimió, llenándole la mano de la blanquecina sustancia al fin extraída. Al haberle llevado al orgasmo, su espíritu estaba alterado hasta el límite, condición indispensable para que el conjuro fuese efectivo.

Se manchó los dedos de la sangre que aún empapaba la corteza del cerezo, y con esa mezcla de esencias tan representativas, comenzó a dibujar sobre su cuerpo los kanjis de la maldición.

El chico sentía que la piel le abrasaba a cada trazo, dejándose la garganta en más gritos inútiles hasta que las cuerdas vocales se rindieron.

Invocando a los entes que bailaban a su alrededor, Kazutaka lanzó el hechizo.

Le condenó a un morir lento en el que no sería consciente de lo que había pasado. No recordaría lo ocurrido, pero quedaría ligado a él por un sutil vínculo, sirviéndole, obedeciéndole.

Contempló satisfecho su obra, escenificada en el tierno cuerpo al que acababa de masacrar con exquisito gusto.

Y rió, porque esa era la mejor muñeca que había conseguido, por encima de todas las demás. Una a la que había atado a la muerte, y que le seguiría incluso después de ésta.

Este juego de pasión se desmorona,
soy el origen de tu autodestrucción.
Las venas se te marcan de pavor, la oscuridad te envuelve,
y te conduce hacia tu muerte.
Pruébame y verás que necesitas más.
Dedícate a asimilar la manera en la que te estoy matando.
Arrástrate, más deprisa,
obedece a tu amo.
Tu vida se consume,
obedece a tu amo.
Soy el amo de las marionetas, manejo tus cuerdas,
controlo tu mente y destrozo tus sueños.
Te he cegado, ya no puedes ver nada,
clama mi nombre, que yo te oiré gritar.
clama mi nombre… que yo te oiré gritar.

Metallica, "Master of puppets".