Ukyô terminó de deshacer la pequeña maleta que había llevado consigo. Pese a la insistencia de los demás había llegado a Kokakurô por su propio pie, sin dejar que nadie acudiera a buscarla y transportara sus pertenencias.
Bastante herida se sentía por haber tenido que renunciar a la vida que había construido como para permitirlo. Aquella primera crisis sufrida en medio del despacho no resultó ser una simple caída debida a la tensión laboral. Las visitas al hospital se incrementaron, las bajas temporales se convirtieron en frecuentes y, dado que su inexplicable estado de salud le impedía ejercer como en el pasado, decidió presentar voluntariamente la baja antes de aceptar una carta de despido.
Sin fuerzas ni ánimos para permanecer en la capital, decidió invertir la herencia recibida de sus padres en comprar una sencilla vivienda a las afueras de Kioto. Dicho dinero le permitía dedicar los días al jardín, sin mayor preocupación que la de preservarse hasta que llegara el momento.
El juramento de Kazutaka flotaba en el aire como el aroma de los cerezos, alentándole a seguir siendo la mujer que ocultaba con extrovertismo, simpatía y coraje lo deteriorado de su interior. Pero hasta las criaturas más resistentes necesitaban un paréntesis de apacibilidad.
Ya no le quedaba familia en la que resguardarse, ocupando Oriya y las magníficas instalaciones que coordinaba ese vacío. Por tercer año consecutivo desde que renunciara a la abogacía se dispuso a pasar una semana al amparo de su anfitrión, el cuál la trataba con privilegios semejantes a los de la antigua corte imperial.
Ryu abrió lentamente la puerta corredera, encontrándola de rodillas guardando su ropa. Se sonrieron cuando sus miradas se encontraron, y procedió a recibirla como era costumbre. Aunque vivían de nuevo en la misma ciudad, Ukyô gustaba de total independencia. Sólo sabía de ella en sus cortas vacaciones anuales, o en anecdóticas llamadas telefónicas.
Muchos se preguntaban quién era realmente, incluso especulaban sobre si sería la candidata a contraer matrimonio con el joven señor, o se trataba de una concubina más. A él poco le importaba la palabrería de sus empleados. Se limitó a estrechar entre los brazos a su mejor amiga, demostrándole que el cariño y confianza que hacia ella profesaba no había hecho sino incrementarse desde la noche en la que la conoció fortuitamente.
- En momentos como este lamento estar prometida.
- Siempre te lo digo. Tengo el equipaje escondido en los arbustos, esperando a que te decidas para fugarnos.
Se miraron a los ojos varios segundos hasta que rompieron a reír.
- Yo seré Thelma, y tú Louise – agregó la invitada .
- Huyendo del mundo, desencantados de los hombres – replicó él -.
Ryu espació las carcajadas hasta que estas fueron remitiendo. Suspiró, ya relajado del ajetreo cotidiano. Desde que Muraki se marchara a vivir a Tokio, sólo reía cuando ella estaba presente.
- ¿Puedo serte sincera?
- Claro. - Te noto demasiado apagado.
No hizo ademán alguno de desmentirlo. Se sentía cansado, gris, oxidado. Como un muñeco que se daba cuerda a sí mismo obligándose a seguir funcionando. La incertidumbre del paso del tiempo y lo que esto implicaba pesaba en su aura, afectándole física y anímicamente.
- Estoy bien, necesito desconectar un poco, solamente eso. La recepción del Embajador acabó anoche, ahora tú eres la protagonista – indicó, esforzándose por hacer su estancia lo más agradable posible -.
Ella se incorporó, vistiéndose con un kimono ligero que le habían dejado preparado sobre un biombo de bambú.
- ¿Sabes qué? Como clienta habitual tengo una queja. Podrías tomarlo como una sugerencia para mejorar el negocio.
Oriya le tendió la mano para dirigirse juntos a las termas y pasear hasta la hora de la cena.
- No irás a pedirme que restaure los suelos¿verdad? Saldría una fortuna.
- Algo mucho mejor… Hay demasiadas mujeres al servicio de tus comensales. ¿Pero y qué pasa con tus invitadas¿No tenemos derecho a un poco de compañía masculina?
Él fingió una pose seductora, ayudándola a bajar los escalones.
- Me ofendes. Creía que con mis encantos te satisfacía.
Comprobando que ella volvería a reír en breve, irguió la cabeza e imitó a Muraki en dicción y tono de voz.
- Le rebanaré el cuello a todo aquel que se atreva a tocarte en mi presencia.
Logró el efecto buscado, brotando la risa de sus finos labios. Ellos dos eran los únicos que estaban en posición de convertir en broma los oscuros secretos que el doctor encerraba, pintando con sangre ajena el escenario donde deambulaban en ansias de un futuro mejor.
Caminaron entre los setos, admirando la belleza de las flores y el cantar de las aves silvestres. Ukyô se detuvo a la orilla del lago, contemplando su reflejo. Se arrodilló, tocando la superficie con los dedos y rompiendo la imagen en miles de ondas.
- ¿Cuándo vendrá?
- No lo sé. Ayer pasó la noche en su habitación, pero no llegué a verle. Hace mucho tiempo que únicamente intercambiamos las palabras justas.
Terminó por sentarse en la hierba, absorta en la recomposición del reflejo una vez que la superficie del agua se estabilizó. Por mucho que se esforzara en aparentar tranquilidad, alojaba una densa pena, y los presagios indicaban que ésta no desaparecería.
- A veces le detesto por tratarte tan fríamente.
Ryu tomó asiento a su lado, pasándole lentamente un brazo sobre sus estrechos hombros.
- No le culpes, es lo que yo quería que ocurriese – le dijo con lentitud -. - Pero no se da cuenta del daño que te hace.
Cortó una brizna de hierba próxima, llevándosela a la boca para mordisquearla.
- Él sabe perfectamente que lo que más me heriría es que dejase de venir a Kokakurô. No tienes de qué preocuparte, hace mucho que asimilé que eso es lo único que puedo obtener de Kazutaka.
La chica reflexionó sus palabras, cobijándose en el torso portentoso de su confidente.
- Ya nada volverá a ser como antes… - murmuró con un nudo en la garganta -. Por mi culpa os habéis distanciado.
El sabor de la hierba se tornó tan amargo como la apreciación hecha.
Ukyô no va a morir
Cerró los ojos, evitando recordar esa noche en la que un atisbo de pánico se apoderó de él. A cada día que pasaba, Muraki se encerraba más en si mismo, ni siquiera Oriya podía hacer demasiado por paliar su conducta violenta y desenfrenada. Estaba al tanto de muchas maquinaciones, pero imaginar cuántas otras permanecerían al margen su conocimiento le provocaba vértigo.
La estrechó, apoyando la barbilla sobre su cabeza. La luna ya asomaba a lo lejos, y cientos de luciérnagas les volaban alrededor, trazando maravillosos halos dorados.
- Eres la única que puede curar sus heridas – le susurró -. Los Dioses han visto que he hecho todo cuanto está en mi mano, pero su corazón sólo te pertenece a ti. - Ryu…
Posó un dedo sobre sus labios para impedir que hablara.
- No digas nada. Cuando todo haya acabado y os caséis tendremos que separarnos. Tú lo sabes, yo lo sé, por eso entre nosotros no hay hipocresía que valga. Pase lo que pase, nunca podré agradecerte que no me obligases a apartarme antes de tiempo.
Ukyô ahogó un sollozo sobre su pecho, encontrando consuelo en sus cálidas caricias.
- Eres una mujer increíble. Ojalá me hubiese enamorado de ti y no de él.
Permanecieron callados varios minutos. Las cigarras canturreaban, entonando una melodía veraniega asociada al sofocante calor japonés. Divisó nuevas luces a lo lejos provenientes del caserón, animándola a olvidar lo sucedido y disfrutar de la velada.
- Ya lo han preparado todo. ¿Quieres cenar en su habitación y esperarle allí?
- ¿No vas a unirte a nosotros?
Negó con la cabeza.
- Tengo todavía muchas cosas que hacer… Y he de entrenar, perderé la forma si dejo pasar otra sesión.
Se secó las mejillas, aceptando su ayuda para ponerse en pie. Le acompañó hasta el templo una vez deshecho el camino, y tras dejarle a solas con las katanas y rituales entró a la habitación que pertenecía a su novio formal.
La misma pulcritud siniestra y milimétrica que le había rodeado desde niño. La misma sobriedad en el entorno. Las mismas muñecas macabras mirándola desde los estantes.
Fue como si se hubiese transportado varias décadas hacia atrás y estuviese entrando en la mansión que los Muraki por aquel entonces ocupaban. Habían pasado demasiadas cosas desde el primer encuentro de ambos, y sin embargo nada había cambiado en realidad.
La comida aguardaba sobre unas esterillas en el tatami, colocada con esmero por formas y colores, pero no quiso probarla. En lugar de ello se dijo que tenía derecho a descubrir qué era lo que se ocultaba tras aquella perfección.
Revolvió cajones, sacando camisas y carpetas de documentos, esparciéndolos por los suelos de caña y sobre la mesita auxiliar. Los minutos volaron, sumergiéndose en una entropía de papeles que por su complejidad era incapaz de comprender. Exasperada por los gráficos, las anotaciones y demás, desvió la atención hacia la niña de porcelana que siempre la había cautivado, precisamente aquélla que él no le dejaba tocar.
Verónica, con sus rubios tirabuzones, sus inertes ojos de vidrio y sus ropas de terciopelo exquisitamente colocadas, pareció estremecerse cuando la tomó entre los brazos. Quiso vencer lo inexpresivo de su gesto a base de mimarla, como si fuese a cobrar vida de un momento a otro.
Al forzar ligeramente el cuello para colocarlo notó que éste cedía a la presión. Las pulsaciones se dispararon cuando al extraer la cabeza completa del tronco vio que la muñeca era hueca, y que sus entrañas de porcelana custodiaban el más preciado de los tesoros.
Extrajo un pedazo de cartón viejo, amarillento por los años. Tenía una fecha apuntada en su reverso con caligrafía anticuada.
- 1925… - leyó en alto -.
Al mirar el reverso comprobó que se trataba de una fotografía. La imagen mostraba a un hombre postrado sobre una cama de hospital. Tenía la cara parcialmente vendada y su extrema delgadez le daba un aire frágil que conmovía.
¿Por qué guardaba celosamente algo así¿Por qué la ocultaba en el interior de la muñeca?
Kazutaka abrió las puertas correderas, accediendo a la dependencia por el jardín. Se la encontró de espaldas, viendo desde lo alto el hallazgo que Ukyô había hecho.
- Creí haberte dicho que no la tocaras – le dijo, en referencia a Verónica -.
Ella se giró. Le tomó de la mano y tiró de él para que se sentara a su lado. No se iba a dejar persuadir por regaños que una adulta como ella no podía tolerar.
- Estoy cansada de querer creerte y no encontrar motivos para hacerlo.
Se quitó las gafas y la chaqueta, procediendo a aflojarse la corbata para ponerse cómodo.
- Es mejor que no lo sepas.
Ukyô le miró sin dejar de sostener la fotografía entre los dedos.
- Yo no soy como Ryu. No voy a callarme y marchitar de pena por tu indiferencia. Dime quién es él y por qué tanto misterio a su alrededor.
Kazutaka contempló al joven que desde adolescente había constituido su particular obsesión. Agotados los recursos para persuadirla, finalmente cedió.
- Era un antiguo paciente de mi abuelo. Durante tres años subsistió sin ningún alimento, sobreviviendo a varios intentos de suicidio. Tras haber analizado la documentación de los archivos, sólo puedo sonsacar una afirmación… ese hombre poseía un cuerpo perfecto.
Ella frunció el ceño, angustiada.
- ¿Qué quieres decir?
- No fue un humano corriente. Aunque logró morir, sus células tenían un prodigioso poder de regeneración, una sangre sobrenatural… Él es la clave, Ukyô.
- ¿La clave de qué?
Le quitó el cartón lentamente, sosteniendo su rostro entre las manos para acercarlo al suyo.
- Tu salvación y mi paz. Le he estado buscando sin descanso, y presiento que pronto acudirá a mí. Cuando lo haga podré llevar a cabo el experimento que he preparado durante toda mi vida… Me vengaré de mi hermano y tú te librarás de la malformación de tu código.
- Pero si has dicho que… está muerto… - repitió, temblorosa -.
La besó en los labios para calmarla.
- Por eso vendrá a mí. Le he visto en sueños, los entes me dicen que continúa ligado a este mundo. Seguiré derramando sangre hasta que el Shinigami acuda desde el Más Allá.
Ukyô finalmente pareció vislumbrar la luz. Un peso terrible cayó sobre sus hombros al ser consciente de la cantidad de cadáveres que su cura había ocasionado.
Pese a ello, se sintió tranquila por conocer la pura realidad.
- Estaba en lo cierto… el rojo es tu color – susurró, tocando la pulida superficie de los pendientes de Kazutaka .
- Toma algo y descansa. Necesitas reponerte.
Le hizo caso, agotada espiritualmente. Ingirió las pequeñas cantidades que su estómago pudo asimilar y se dejó arropar por él. Muraki permaneció al lado del futón hasta que cayó rendida.
Recogió los documentos y los clasificó por tipología, guardando la foto en una carpeta junto a los informes correspondientes. Una vez estuvo todo adecentado volvió a besarla en la frente. Dedicó un breve intervalo a contemplarla mientras sopesaba todo lo que le había dicho, e improvisó una alternativa para lo que restaba de noche.
Necesitaba alejarse por unas horas, pero antes había algo que debía zanjar. Sin hacer ruido la dejó en su habitación, llevando consigo la bandeja con la cena que había sobrado. Tal y como supuso, las velas del templo seguían encendidas.
Tomó asiento en las escalinatas que conducían al mismo y se dispuso a esperarle mientras fumaba un cigarrillo. Oriya no tardó en sentir su presencia, secándose el sudor y dejando la espada sobre su soporte.
- Deberías ir con ella. Ha venido justo en estas fechas para coincidir contigo – comentó, admirando el firmamento -.
Kazutaka soltó una bocanada de humo, cruzando las piernas.
- Está dormida y yo padezco de insomnio. Si no te apetece mi compañía no tienes más que decirlo.
Acabó por sentarse en el peldaño contiguo, reparando en las piezas y el sake que había traído.
- Prefiero que me ayudes a darle cuenta a esto – afirmó, tomando unos palillos con soltura -.
Ambos comieron en silencio, aceptando el mero hecho de estar allí como el diálogo más transcendente que pudieran emprender. Ryu le sirvió de la bebida, degustando él lo caliente del alcohol de arroz. Se había terminado la dosis cuando Muraki le hizo una pregunta delicada.
- ¿Tú la quieres?
Sorprendido por la cuestión, bebió su cazo y apoyó las manos sobre las rodillas.
- Querer a alguien es muy subjetivo. La afinidad no tendría que medirse en grados.
- No te andes con rodeos.
Oriya le miró a los ojos, primero al artificial que él mismo había implantado, luego al plateado que le fascinase una tarde cualquiera durante sus años de universitario.
- Si te refieres a que daría todo lo que tengo por hacerla feliz, la respuesta es afirmativa. Ahora explícame a que viene tanto interés.
Se sirvió otra copa de sake y se la bebió de un trago.
- Prométeme que si llegara a ocurrirme algo, cuidarás de ella.
Su antiguo amante esbozó una sonrisa agridulce.
- Con mi sensibilidad a las ánimas tendría que soportar a tu fantasma reprochándome eternamente que la desposara en tu lugar - hizo ademán de bromear -.
El doctor nada añadió, limitándose a ponerse en pie y alejarse del templo con dirección indefinida. Ryu interpretó aquella petición como un bálsamo para sus cicatrices, pues sabía que Muraki acababa de dejar en sus manos el bien que más preciaba, lo cuál sólo podía significar algo…
Que pese a todo, en vinculo forjado entre ellos dos era irrompible.
No había vuelto a pisar los dominios de su familia desde el asesinato de Gemmei. La inercia, unida a la curiosidad y al deseo de aislarse durante unas horas, hizo que caminara entre la oscuridad de las calles hasta la que había sido su casa.
Le habían llegado rumores sobre el abandono de las dependencias. Los familiares lejanos que ahora la regentaban no residían allí, pues afirmaban que la mansión estaba maldita. Al asomarse a las vallas que delimitaban los terrenos observó que los setos y matorrales crecían sin control, y que algunas de las ventanas habían sido apedreadas desde lo lejos.
Caminó por el perímetro del jardín, apartando cuantas ramas encontró taponando su salida secreta. Cuando era mucho más joven solía escapar por ahí para saciar su sed en los mundanos callejones, y dado que nadie llegó a sospechar a tiempo el hueco seguía intacto.
Bordeó el exterior de la vivienda, divisando los desperfectos en la madera y la urgente necesidad de pulir y barnizar aquellas paredes exteriores. Mas ya no era asunto suyo y no sentía ningún tipo de apego por los recuerdos que todavía conservaba.
Metió las manos en los bolsillos y anduvo hacia los bosques privados, tan frondosos que tanto él como Ukyô se habían extraviado en sus lindes la noche de su "séptimo cumpleaños". Las hojas crujían al paso, las criaturas salvajes enmudecían y los espectros que deambulaban por entre las copas aguardaban expectantes cada uno de sus movimientos.
En lo alto de una colina se apoyó junto a la corteza de un árbol y contempló la luna. Estaba hermosa, grande y brillante, vigilándole desde lo alto. Kazutaka apretó los puños y golpeó el tronco del roble, descargando su impotencia.
- ¡Dame más poder, Suzaku¡Te entregaré más almas, insúflame tus facultades! – rugió -.
La luz que le bañaba se tornó rojiza, y sintió como si le quemara la superficie cutánea. Rió satisfecho por el efecto de su plegaria, recibiendo las atenciones de la Diosa en un nuevo otorgamiento de privilegios. Levitó sobre el suelo mientras una corriente de energía le atravesaba, afinando sus sentidos hasta el límite.
Necesitaba arrebatar más vidas, sobrepasar la frontera de lo razonable hasta desequilibrar los recuentos del Rey Enma. Sólo cuando en la otra dimensión escucharan los ecos de su gutural risa habría alcanzado los objetivos.
Cuando la transfusión hubo cesado miró a su alrededor, distinguiendo cómo por doquier manaban pequeños fuegos fatuos, residuos de almas que continuaban vagando sin saber a dónde ir. Sobre las gruesas raíces de otro árbol próximo un remolino de dichas auras se formó, girando en un punto concreto.
Escuchó una voz que le llamaba. Movido por unos instintos sobrenaturales comenzó a escarbar en la tierra, apartando la capa de hojarasca y humus. Una forma humanoide no tardó en dibujarse, resurgiendo de su improvisada tumba.
Sus conocimientos forenses le permitieron delimitar, a juzgar por los signos del cadáver, que aquella muchacha debía llevar muerta cerca de veinticuatro horas. Era bella y de constitución delgada, con una cabellera lacia que le caía por la cintura. Su rostro manchado de los efluvios forestales no reflejaba el tormento que la había llevado al suicidio.
El cúmulo de energía pujaba por retornar a su recipiente original, y él lo sintió. Ese alma errante reclamaba volver a María, la dueña que había decidido abandonar una vida que sólo le ocasionaba dolor. La magia de los escenarios no compensaba la presión a la que su madrastra la sometía, evidenciando aquella falta de cariño el que la hubiesen enterrado furtivamente en esos bosques, con la intención de permitir que su cuerpo se pudriera sin que nadie supiese qué había sido de la popular diva.
Kazutaka concentró el halo, haciendo de portador de la voluntad de Suzaku. Devolvió el alma a su cuerpo, liberándola falsamente de esa muerte, convirtiéndola en una no viva. La luna de sangre la condenó a matar en nombre de su creador, alimentándose del elixir de las víctimas que afuera esperaban.
Aguardó a que la vampiresa abrió los ojos, doblegándola a su voluntad como si fuese otra de sus muñecas.
- Mata por mí, María… Tráeme más almas.
Lo primero que la joven vio al resucitar fue una estampa que no olvidaría pese al trance en que se encontraba… Aquel enorme astro escarlata en el cielo, y una silueta negra recortada guiándola hacia el descenso a los infiernos.
La rutina laboral del doctor se vio trastocada por algunos cambios significativos. Dada la mejoría aparente de Tsubaki, consiguió que su jefe le dejara libertad para poder ejercer de médico personal con otras personas.
Además, para un miembro de la alta sociedad como era el caso de Kakyôin, afirmar que su hombre de confianza se encargaba directamente de María Wong, la prestigiosa cantante lírica, era un orgullo. Los medios habían aclamado su regreso al espectáculo y todos parecían encantados, salvo una persona…
La mujer que se había encargado de ella durante su trayectoria artística sucumbió al horror de verla con vida pese a haber descubierto su cadáver hacía no más de una semana. La hermosa joven y su cuidador se adentraron en la habitación de hotel donde la madrastra, aterrorizada, tropezaba con las sillas cercanas en un intento de huir de su espectral estampa.
- ¡Es imposible! – titubeó -. ¡Estabas muerta, yo misma te encontré desangrada en la alcoba!
María la miraba con ojos vacíos. Algunos metros por detrás, Kazutaka observaba las reacciones producidas por el encuentro.
- No estaba muerta – afirmó, hechizando a la mujer con su mera presencia -. La encontré enterrada en los bosques de mi propiedad, milagrosamente aún respiraba. Tras reanimarla y darle los cuidados necesarios su organismo recobró la normalidad.
Esa era la versión oficial, aunque no la auténtica. Manejaría a su antojo a esa déspota para que le permitiese tomar el control absoluto sobre su ahijada.
Se acercó a María, peinando con los dedos su cabellera de seda.
- Una celebridad necesita que vigilen su salud constantemente… Yo me haré cargo de ella.
La madrastra iba a protestar, pero la sombría expresión del médico se lo impidió.
- Si hace esto por dinero, le denunciaré.
- Ejerceré mi labor de forma altruista… Su talento supera con creces cualquier otro tipo de remuneración.
Ladeó la cabeza de la muchacha, dejando su cuello a la vista. Lo rozó con los labios, deslizando éstos hasta que se posaron sobre su oído.
- La noche te espera, preciosa.
Asintió mecánicamente, sin control alguno sobre sus funciones. Los puertos de Nagasaki, ciudad en la que ofrecería su próximo recital, fue la localización elegida para su primera cacería.
Un par de marinos charlaban animadamente por las aceras cercanas a los embarcaderos. La faena en el mar era dura, y tras varios meses sin otra presencia que la de los integrantes de la tripulación y los especímenes capturados en los bancos pesqueros se echaba de menos la esencia femenina.
Ambos repararon en las soberbias curvas de la chica, murmurando por lo bajo que jamás habían visto algo semejante. Pensaron que iban a tocar el cielo cuando ésta se les acercó por propia iniciativa, quizás para preguntarles alguna dirección, o para ofrecerles la tal ansiada compañía.
Si hubiesen sabido que el diablo a veces se disfrazaba de ángel habrían tratado de huir, mas les hubiese sido inútil. María les sedujo, encontrando nulos impedimentos para hundir sus afilados incisivos en la carne, perforando arterias y succionando hasta que los corazones dejaron de palpitar, resecos.
Los cuerpos inertes cayeron con estrépito al suelo, y ella se alejó con sigilo para buscar al siguiente incauto. Más de una docena caerían en sus garras durante las siguientes horas.
Desde lo alto de un campanario, Muraki se regocijaba en el éxito de su plan. Sentía a cada una de las víctimas como si él mismo se las hubiera cobrado.
Tal y como había hecho hasta entonces, esperó. Mas ahora intuía que en breve ya no sería necesario.
El encargado del Departamento de Citaciones del Enma resopló sobre su escritorio. Volvió a revisar las fotografías que Yukata Watari había recolectado sobre la misteriosa oleada de asesinatos en el distrito sur.
- La Habitación de las Velas está saturada… - Hemos contabilizado unas cincuenta víctimas, jefe – dijo el rubio y espontáneo científico -. Todas presentaban exactamente las mismas cicatrices, dos incisiones paralelas sobre la yugular… Murieron a consecuencia de un desangramiento, pero no se encontró rastro alguno de sangre por los alrededores.
- ¿Vampirismo?
- Eso parece – replicó Watari -.
Tenía que mandar efectivos cuanto antes¿pero quiénes? El más eficiente de sus empleados, Seichiro Tatsumi, se había convertido en su secretario tras renunciar al puesto de investigación activa. A Watari ya le correspondía otro área, y los restantes Shinigamis se encontraban inmersos en sus respectivas labores.
Sólo quedaba disponible… él.
- Convoca una reunión en la sala de proyección, y avisa especialmente a Tsuzuki. Voy a asignarle el caso.
- Enseguida – respondió cordialmente -.
Nada más hubo salido de la oficina, Yukata se despojó del velo de seriedad y corrió por los pasillos en su busca. Le encontró, como no, al lado de la máquina de café con la intención de zamparse un pedazo de pastel.
- ¡Tsuzuki! – gritó, achuchándole -. ¡Te van a asignar un caso por fin¡Es tu oportunidad de ascender!
El veterano empleado le miró, atragantándose.
- ¿En serio¿Qué ha pasado?
- Ahora te lo explica el jefe, vete a la 36. Voy a preparar las diapositivas.
El efusivo escándalo llamó la atención de Tatsumi, obseso del orden y la economización. Dado que lo había escuchado todo, puso rumbo junto a Watari hacia la respectiva sala.
- ¿Has oído lo del nuevo? Van a trasladarle a nuestra sección.
- ¿El chaval? Dicen que es muy joven.
Una vez en la habitación dispuso las sillas mientras el otro ponía a punto el proyector.
- Le van a asignar también este caso, a ver qué tal lo encaja Tsuzuki.
El mencionado apareció alegremente apenas unos segundos después tras la afirmación. Nadie había vuelto a mencionar los anteriores fallidos intentos de encontrarle una pareja laboral a Asato. Por el aprecio que sentían y el pasado en común que Seichiro tenía con él, siempre le trataban con mayor benevolencia de la habitual.
Eran conscientes del atormentado universo interior que se escondía tras su fachada amable e ingenua.
- ¿Qué tiene para mí, jefe?
El responsable lanzó una mirada asesina a Watari, acusándole sin palabras de haberse ido de la lengua.
- Vayamos al meollo de la cuestión – propuso con una apurada sonrisa -.
Una a una fue pasando las diapositivas, insistiendo en la similitud de las marcas y el procedimiento empleado por el asesino.
Tras haberlas visionado y comentado, el mayor de todos los presentes sentenció.
- Tsuzuki, te marchas ahora mismo a Nagasaki. Encuentra al culpable y resuelve el caso. Tu nuevo compañero se reunirá contigo allí.
- ¿Mi nuevo…? – preguntó -.
Asato tomó aire y se puso en pie, despidiéndose para preparar el viaje. Tenía que hacerlo bien esta vez, no podía volver a fallarles. De nada servía ser el más capacitado en las invocaciones si sus logros no deportaban éxito alguno al departamento.
Dispuesto a trabajar a conciencia y esforzarse para que su nuevo complemento no le abandonara a las pocas semanas de servicio conjunto, se materializó en forma humana una vez hubo atravesado la frontera que separaba el mundo de los muertos del de los vivos.
La ciudad se mostraba radiante, compensando el calor veraniego con la brisa marina que llegaba desde el océano. Nagasaki se había recuperado de la catástrofe atómica sufrida, y por sus empinadas cuestas cientos de habitantes disfrutaban de la tarde en los parques, comercios y demás centros de ocio.
La alarma por los homicidios se había disparado entre los vecinos, mas nadie estaba dispuesto a renunciar a su tiempo libre por el miedo. Las madres paseaban a sus hijos, las parejas acudían a los miradores tomados de la mano, y en medio de la ecléctica arquitectura se erigía un templo católico, vestigio de las comunidades occidentales que tras siglos de persecución se habían asentado en tierras niponas.
Kazutaka se adentró en la sobria iglesia. Ningún fiel oraba en ella, los bancos estaban vacíos y la luz penetraba a través de las cristaleras, enmarcando el enorme crucifijo del altar con rayos de ricos colores.
La contradicción de su ética se debatía entre el escepticismo y la absoluta devoción. Como científico conocía la fragilidad del cuerpo humano, la compleja cadena de reacciones químicas que configuraba la vida. Asimismo, asimilaba la existencia de los Dioses y espíritus por estar directamente implicado con ellos.
El culto a Cristo le fascinaba. Sus adeptos veneraban la resurrección, la vida eterna, bebían la sangre del hijo del Creador y aceptaban su agonía como un ejemplo a seguir.
En cierto modo¿qué le diferenciaba a él de esos preceptos?
Deja de jugar a ser Dios, le había dicho Oriya.
No podía cesar en su empeño de querer resucitar. Era un caballero designado para emprender esa cruzada, autorizado para cometer pecados que serían purificados en un glorioso final, ofreciéndose como mártir, dispuesto a todo con tal de salvar a los que amaba.
Se arrodilló ante la cruz, esperando la señal. Jamás había rezado, limitándose sus ruegos a los espíritus a cumplir necesidades puntuales. Aquella fue la primera ocasión.
Cerró los ojos, y habló en silencio con Aquél al que millones de personas en todo el globo adoraban, ya se llamase Mahoma, Jehovah o cualesquiera otras denominaciones quisiera la cultura ponerle. Le preguntó si su lucha tenía sentido, esperando una contestación por simple que fuera.
El sonido de unos pasos concisos rompió la quietud del templo. Una voz agradable preguntó a sus espaldas en tono cordial y respetuoso.
- Disculpe¿ha visto a una chica por aquí?
Muraki se giró. Cuando le tuvo ante sí, le reconoció.
Sus facciones delicadas, la envergadura de los hombros, el cabello suave y castaño… sus ojos, de una tonalidad violeta, irreales, deslumbrantes.
Su aura, impropia de un vulgar humano. Era él, el Shinigami al que había buscado.
En su mente se atropellaron todas las frases que por tanto tiempo había deseado decirle.
Eres más hermoso de lo que había imaginado
Yo calmaré tu pena. Haré que olvides todas las muertes que has causado
Entrégame tu otra vida, revélame el secreto y otórgame la calma
Mas sólo una colmaba lo desbordado de su tormento. La respuesta de Dios, o la casualidad, hizo que por su rostro bajara una lágrima.
Un simple lloro encarnó el destino al que ambos estaban a punto de dirigirse, cerrando un ciclo para abrir otro, estrenando la andadura con un último pensamiento que encabezaría las crónicas del desenlace.
Las palabras que constituían el epicentro de su osadía, de su insistencia, de su religión.
Al fin te he encontrado… Tsuzuki
- Fin –
