No podía estar seguro de cuánto, pero había pasado algo de tiempo desde su última visita a Aizen y el haber encontrado a Kurosaki-kun como ido en la sala del trono. El rey estaba en coma de nuevo y él se había estado dando golpes contra la pared por las palabras de Aizen. "Estudiar al rey es estudiar a los Quincy", esas palabras podían tomarse de tantas formas… Y trabajaba a la mitad de su capacidad. Tras la… tortura de Aizen; había dejado de escuchar a Benihime.

Releyó las últimas preguntas que había escrito en su bitácora: ¿el rey era Quincy?, ¿del rey nacían los Quincy?, ¿era una alegoría más a ser el todo que contenía a los mundos y la creación? ¿Qué tenía que ver con Kurosaki-kun? ¿Ambos reyes habían contenido una parte de cada mundo como lo hacía el actual?

Sabiendo que necesitaba todo en él para resolver el enigma que le habían arrojado a la cara, cerró el cuaderno empastado y suspiró, vio su taza de té, ahora frío, y se dio cuenta que postergaba la charla con su alma.

Era momento de hacerlo.

Fue por su Zanpakuto, recargada en la madera de la pared. La sintió fría, muerta. Se sentó en el piso cómodamente y apoyó la espada sobre sus muslos.

—Despierta, Benihime —llamó cerrando los ojos.

Controló su respiración para calmarse, para llevarse a él mismo a un estado entre la consciencia y la inconsciencia; para llegar a ese punto que era puente entre su mente consciente y su mente inconsciente.

Cuando abrió los ojos se encontró de frente con un pasillo angosto. A cada lado, puertas. Puertas idénticas, todas en color rojo contrastando con el blanco de las paredes que las sostenían; el picaporte dorado y redondo brillando con la iluminación que provenía de ninguna fuente. El piso tan negro como el techo.

Caminó lentamente pasando las primeras puertas, sabiendo —por otras incursiones— que el interior de esas puertas no estaba acomodado por orden cronológico, ni por orden de importancia.

Hacía cientos de años, cuando había descubierto su mundo interior por primera vez, se había dado a la tarea de entrar en cada una de esas puertas. En esa primera incursión se había topado con puertas cerradas con llave. Le llevó años de meditación aprender a abrir esas puertas cerradas, sin embargo, había dos que nunca había logrado cruzar. Tan rojas como el resto y sin marca clara para identificarlas, éstas cambiaban de lugar en el pasillo. Antes de abrir alguna de las puertas quiso gritarle a Benihime para que apareciera, pero lo sabía un error. Su Zanpakuto era temperamental y necesitaba ser tratada con educación y cortesía. Y cuando decía que lo necesitaba, a eso se refería.

Su Zanpakuto había sido forjada en fuegos más dolorosos que los del infierno; había sido forjada en la humillación, el resentimiento y la negación; en injusticias e injurias, en abusos. Y así se había convertido en la espada que era. Su alma había tenido que recubrirse en una armadura de sarcasmo y sed de sangre que sólo pudo sujetar con racionalidad y creatividad. Por eso no podía llamarla a gritos, nunca lo haría aunque a veces se ordenara hacer las cosas.

—Habla conmigo, princesa —pidió mientras ponía las rodillas en el piso opaco y bajaba las nalgas hasta los talones.

Miró hacia el frente y esperó ver la imagen de la mujer apareciendo frente a él.

—Princesa, por favor —pidió de nuevo.

Fue hasta entonces que la figura de Benihime, vestida con vaporosa tela blanca, apareció al fondo del pasillo. Como un fantasma flotó hacia él sólo para entrar por una de las puertas rojas. Asintió, se puso de pie y caminó sombríamente hasta atravesar la misma puerta que ella.

Por un segundo pensó que estaba imaginando cosas cuando vio el interior al que conducía esa puerta.

Kyoto 1942.

La habitación era la misma que había llamado suya en esa época. Tras el exilio de Soul Society, sin saber cómo se manejaba el mundo de los vivos, y sin un yen para sobrevivir, había terminado en una okiya, como el valet de las geishas que allí trabajaban.

Se acercó a la ventana que daba a la calle y se encontró con que la calle no existía, la más profunda oscuridad se dejaba ver por entre los barrotes de madera. Eso lo regresó al dónde se encontraba en realidad. A medias esperando ver a una o dos de las mujeres entrando a su cuarto para pedirle ayuda o que limpiara algo, a medias esperando revivir uno de los episodios más complicados de ese pasado; se encontró a él mismo, más de ciento cincuenta años en el pasado, acostado sobre su futón. Pero nada se movía. Ni siquiera él.

Apenas comprendió que aquella habitación no era un recuerdo que fuera a reproducirse en su mente consciente como una película. Benihime lo había guiado hacia allí para otra cosa.

Miró en derredor tratando de evitar recordar esa decisión que cambió su tipo de trabajo en la okiya. Porque, siendo el único hombre entre esas mujeres, había tenido que vender sexo para evitar que corriera la sangre de sus benefactoras.

Benihime también lo había odiado en esa ocasión, recordó con una sonrisa triste.

Vio al hombre que era en aquel tiempo, cubierto por las frazadas pesadas usadas en invierno y notó a Benihime "acostada" a su lado. La abrazaba como al tronco flotante que evitaba se hundiera.

Hacía tanto tiempo que no hacía eso de abrazar su Zanpakuto al dormir que se tuvo que preguntar si había madurado desde entonces. Tal vez el cambio se hubiera desatado décadas después, una vez se reencontró con Tessai-san en Karakura, justo antes de construir la tienda de barrio que fue suya durante casi 40 años.

—Benihime, sé cuantas veces he pasado por lo mismo —dijo en esa área detenida en el tiempo mientras volvía a la puerta roja para salir de ahí.

Cuando cerró la puerta a ese hecho que su alma le había presentado, apretó la quijada tratando de controlar la rabia que le causaban los recuerdos. De nada serviría pretender que aquello no le molestaba como lo hacía en verdad. El ser forzado, no sólo a tener sexo con otros —hombres o mujeres—, sino el ser forzado a hacer algo que no quería, aunque fuera el comer una zanahoria, le sentaba mal. Muy mal. Pero a su alma no le importaba que vivieran en un mundo en el que no podían hacer sólo lo que quería; o que tuvieran que vivir con otros, convivir con otros y con sus reglas. En el exilio lo había aprendido, y había creído que Benihime también había aprendido la lección de la soledad. Al parecer, también en eso, se había equivocado.

La vergüenza por sus equivocaciones.

Eso era lo que Benihime le había querido mostrar tras esa puerta. Por eso no era el recuerdo de esas noches, por eso no había habido nadie más en la habitación. Esa había sido la noche en que se había quebrado. En que el peso de la culpa y la vergüenza de su pasado habían terminado por carcomer su espíritu y había escapado. Cuando había dejado de pensar en las palabras de Yoruichi y su misión de encontrar todas las alternativas para resolver lo que había causado.

Benihimele le advertía qué iba a suceder tras sus visitas a Muken.

Y sabía que su Zanpakuto tenía la razón.

Sabía que se estaba destruyendo poco a poco, sabía que la vergüenza de sus errores lo estaba llevando a sus rodillas… pero, ¿qué más podía hacer para remediarlo? Y tenía que remediarlo, porque solamente podía hacerse responsable por las consecuencias de sus actos.

La aparición de Benihime salió de una puerta roja para adentrarse en otra. Esperando aún más vapuleantes verdades, siguió el camino que su alma había marcado.

En cuanto se cerró la puerta tras él, se encontró rodeado de oscuridad. Era una diferente a la del Muken, diferente a la de la noche. Era una oscuridad estéril, cómoda y relajante.

Se quedó de pie redeado por la negrura, esperando a que Benihime le mostrara el porqué lo había llevado ahí. La figura de la mujer apareció señalando más allá de la puerta por la que habían entrado. Él volteó en esa dirección esperando ver algo, lo que fuera.

Y algo apareció, aunque no supiera qué era.

Cuando volteó para preguntar, la mujer había desaparecido. Se fijó en aquello en la lejanía, el brillo blanco le recordó al Hougyoku. Caminó hasta allí sólo para encontrarse con esa gema que había causado tanto daño: los Vizards, la traición de Aizen, y, ultimadamente, la Guerra de Invierno. Uno a uno, cada uno a quien que recordaba, apareció en la oscuridad.

¿Era esa la habitación de algún tipo de juicio? Y no bien se lo preguntó, sintió la acuciante sensación de una presión espiritual que igualaba a la de Kurosaki-kun. Y, en cuanto pensó en él, lo tuvo enfrente.

¿Qué estaba pasando?, se preguntó. Pero a esta pregunta, el Kurosaki-kun frente a él no desapareció como los otros. En cuanto pensó en "otros", ese Kurosaki-kun se convirtió en una multitud anónima.

No entendía. Pero había notado que lo que aparecía en su cabeza aparecía frente a él. No así los pensamientos abstractos. Teniendo una teoría, quiso pensar en algo, en cualquier cosa, sólo para probar su teoría. Pero siempre que se necesitaba algo con urgencia, su mente le fallaba. Nunca había trabajado bien bajo presión, aunque lo fingiera condenadamente bien.

"Pera"

Lo siguiente era pensar en cosas ridículas.

Pero la fruta apareció frente a él. La tomó en sus manos, sintió la piel de la fruta, la textura y, cuando la llevó a sus labios para morderla y sentir el sabor conocido, sintió el bocado sin haber dado la mordida. Despegó la fruta para verla sin un pedazo y escupió en su mano el bocado. Puso eso en la fruta para asegurarse que era el pedazo que faltaba y encajó a la perfección. Frunció el ceño como cada vez que pensaba en algo complicado y recordó qué personas fueron apareciendo ahí. Una a una fueron apareciendo de nuevo hasta que quedó sólo la figura de Kurosaki-kun.

Alzó la mano hacia el rostro frente a él y se detuvo a centímetros de tocarlo. Le dio la espalda a la imagen y se encontró con más oscuridad. La puerta de salida no estaba.

Volteó en derredor para encarar la figura del hombre joven y sintió de nuevo la vergüenza de haberle fallado tantas veces.

—Lo siento, Kurosaki-kun —dijo avergonzado como sólo una vez había sonado frente al joven.

—No hagas cosas por las que tengas que disculparte —sonó la voz de Benihime haciendo que la figura del joven cambiara a la de la princesa carmesí.

—¿Qué puedo responder a eso? —dijo más bien resignado—. Aún no puedo enmendarlo.

—¿Por qué crees que puedes enmendarlo todo?

—¿Por qué otra razón tendría el cerebro que tengo?

—No le debes nada a nadie por ser quien eres —rezongó la princesa.

Se quedó con la réplica en la boca abierta. Las palabras inmediatas que habrían escapado entre sus labios le supieron a una mentira antes que a una evasión, y mentirse a él o a su alma era un lujo que no podía permitirse.

—Es el único control que no puedo permitirme perder —aceptó sincero.

Benihime suspiró.

—Está bien, Kisuke —dijo igual de resignada—. Pero, ¿qué vas a hacer si te enfrentas a lo que más temes?

—Sabes que no es una posibilidad, princesa; inquisidora de las puertas hacia el rey soberano de los mundos —y mencionó el título completo de la princesa carmesí no sólo para llamarla completa, sino para probar el punto del poder que esgrimían en sus manos—. No importa cuánto tiempo tarde, tengo que lograrlo.

—Kisuke —dijo Benihime pasando un brazo por su cintura y pegando su cuerpo al de él—. No se te ha olvidado como halagar.

—Sólo cuando te halaga la verdad.

—Los secretos son para otros, Kisuke —dijo con voz aterciopelada.

—Entonces dime —la miró mientras le devolvía el abrazo por la cintura; como ella, para evitar que huyera—, ¿por qué?

Sintió a Benihime apartarse, pero la sujetó con más fuerza, usando su propio cuerpo como la segunda quijada del cepo.

—Si sabes cuánto quiero a Ichigo, ¿por qué?

—Porque te estás matando a ti mismo… y lo que le permites a Aizen. ¡Yo no puedo permitirlo!

—Aún no llegamos a ese punto, princesa. Tokyo 1976; ahí estaba muriendo. Así que no me mientas tampoco; no uses a Aizen porque es conveniente como excusa. ¿Por qué…

La pregunta se interrumpió cuando un jalón de su consciencia lo llamó al mundo fuera de él mismo.

—Te llaman —dijo Benihime, dulce como pocas veces.

Cuando abrió los ojos se encontró de cara con la pared de madera que había visto por última vez antes de comenzar a meditar. Benihime sobre sus muslos. Todo justo como había dejado el mundo salvo por un par de brazos rodeándolo por la cintura.

Apenas tuvo tiempo para sorprenderse antes de sentir labios en su nuca. Su cuerpo reaccionó antes que su voz y el calor del cuerpo ajeno, pegándose a su espalda, instintivamente lo llevó a moverse. Aunque si para separarse de él o para pegarse a él, no lo sabía aún. Y no llegó a saberlo pues los brazos abandonaron su cintura para doblarlo hacia el frente haciendo claras las intenciones ajenas.

—Kurosa…

La réplica murió en sus labios cuando sintió las manos del joven entrar bajo su ropa y acariciar la piel. Se atragantó con un gemido cuando la mano de Kurosaki-kun encontró su pezón y lo apretó firmemente. Su cadera reaccionó antes que su cabeza.

El sonido de Benihime cayendo al suelo lo espabiló. Detuvo la mano de Kurosaki-kun que vagaba por su piel y se separó de él.

—¿Qué… ¿Qué… qué sucede? —tartamudeó mientras volteaba al joven y lo apartaba con una mano.

Con la mano libre hizo el gesto de abrir su abanico y cubrirse con éste, pero el abanico estaba olvidado en cualquier otro lugar y no dónde debería.

Sin responderle, Kurosaki-kun tomó esa mano que buscaba separarlos y la llevó al pecho que la yukata dejaba desnudo. La mirada, encendida con pasión y lujuria, lo calentó así de rápido y se sintió temblar mientras tocaba esa piel prohibida. Kurosaki-kun sonrió con un gesto abiertamente sexual y gateó sobre él hasta que sus labios estuvieron pegados.

Se separó del beso y trató de escaparse de la jaula que eran los brazos de Kurosaki-kun, pero éste pegó sus mejillas juntas haciéndole sentir su cálida respiración en el oído.

—Te necesito debajo de mi —susurró lamiéndole la oreja—. En este momento.

Unió sus labios de nuevo y abrió la boca obligándole a copiar el gesto. Cuando la abrió para él, Kurosaki-kun jadeó como si quisiera llevarse su aliento. Y casi lo consigue cuando sus dientes rozaron sus labios y enterró su lengua hasta el fondo.

Esas manos pecaminosas tampoco se quedaron quietas. Mientras lo besaba de forma salvaje, su cuerpo era investigado por el par de cálidas manos desesperadas.

—Tócame también —pidió Kurosaki-kun llevándole la mano hasta su erección.

Casi se atraganta con la nada que había quedado en su boca. Se sintió enrojecer profundamente y estuvo a punto de acceder a la demanda.

—Kuro…

—Por favor —interrumpió con un gemido frotándose contra la mano que aún no le soltaba.

Liberó su mano del agarre del chico sólo para sostenerle la cadera y evitar que siguiera empujándola hacia el frente. Lo supo un error cuando Kurosaki-kun usó esa que ahora no lo sujetaba, para acariciar la erección que su cadera no alcanzaba. Su cadera lo traicionó de nuevo, buscando la del más joven.

Con una sonrisa de depredador pegada a la cara, Kurosaki-kun le quitó los pantalones con una maestría inesperada y bajó hasta morderle la cresta de la cadera.

Gimió buscando más dientes sobre su piel y se paralizó cuando sintió el aliento de Kurosaki-kun sobre su miembro. Usó ambas manos para sujetarle la cabeza y alejarlo de ahí.

—No. No lo hagas —dijo con un temblor en la voz que hasta él mismo notó.

—¿Por qué? —preguntó Kurosaki-kun casi luciendo sorprendido—. Es de lo que más disfrutas.

Si antes se había sentido enrojecer, esto era un nuevo nivel. Apenas tuvo tiempo para preguntarse cómo sabía eso de él, Kurosaki-kun ya volvía a buscar su miembro con la boca abierta y la lengua presta para el contacto.

—No. Por favor —suplicó sujetándolo de nuevo por la cabeza.

Y la mirada que le devolvió, tiró lo último de sus otras reservas. Esos ojos color café lo veían como si el hombre lo amara.

Sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas ante el pensamiento.

—Está bien —asintió el hombre sobre él, con una sonrisa que sólo podía describirse como amorosa y subió los labios hasta besarlo. De ahí volvió a su oído mientras empujaba su erección contra la suya—. Pero me encanta tu sabor en mi boca —susurró antes de morderle el lóbulo de la oreja—, la textura de tu piel caliente y firme mientras te llevo hasta mi garganta y las pulsaciones cuando al final te liberas dentro —siguió mientras metía un dedo en su cuerpo. El gemido que salió de él era tanto por lo que le describía como por lo que le hacía—; los espasmos de tu cuerpo cuando te limpio con mi lengua.

Gimió de nuevo, claramente causando satisfacción al otro porque lo besó salvajemente mientras enterraba dos y tres dedos donde antes sólo había habido uno.

Se estaba volviendo loco con la sensación de premura y necesidad que mostraba Kurosaki-kun. Él lo estaba volviendo loco con esas caricias que contenían el calor y la curiosidad de un amante apasionado. Tan diferentes a la exploración a la que había sido sujeto en Muken.

El recuerdo lo hizo encogerse de dolor.

—¿Te lastimé? —preguntó Kurosaki-kun sinceramente preocupado—. ¿Te estoy apresurando demasiado? ¿Voy por el…

Sollozó mientras lo abrazaba hasta tener sus labios de regreso en los suyos.

—Yo también te necesito ahora mismo —dijo acompañando sus palabras con un movimiento de cadera que le pedía más de lo que estaba haciendo.

Tenía que confesarse, aunque fuera a sí mismo, que no había querido aceptar cuánto necesitaba las caricias de un amante.

—No voy a ser suave —avisó el más joven sobre él.

—No necesito que lo seas.

Dicho eso, lo sintió enterrarse en su cuerpo de un movimiento hasta la base. Gritó para él y apresuró su movimiento con la cadera. Estaba urgido por esa promesa tácita de intimidad, y podía soportar el dolor en su recto.

Lo sintió entrar y salir de él enérgicamente. El roce de piel con piel distrayéndolo de un placer con tintes de dolor; el sentirlo dentro y entrando cada vez más profundo en su cuerpo lo llevó al borde. Los sonidos húmedos de sus cuerpos chocando y los gemidos de ambos le sonaron a una melodía que invitaba a caer más bajo en el pecado.

Cuando Kurosaki-kun acarició la punta de su miembro con la uña, se corrió de inmediato. Un golpe más de cadera contra cadera y sintió el calor líquido de Kurosaki-kun derramarse en su interior. Gimió una vez más por esa sensación notando su garganta rasposa por otros igual de altos. Raro en él, había sido demasiado vocal durante el sexo.

Kurosaki-kun lo besó de nuevo, aún sin salir de él, sosteniendo su propio peso con los brazos como si para no dejarse caer. Lo abrazó para llevarlo hasta su torso y suspiró con el peso de ese otro cuerpo encima, y una vez más cuando Kurosaki-kun lo sujetó también, como para mantenerlo en el abrazo.

—¿Cuándo aprendiste eso de mi cuerpo? —preguntó saciado, en tono confidencial, mientras le acariciaba la espalda al hombre que permanecía encima y dentro de él.

Había superado cualquiera de las fantasías que recordaba y, dioses, si no había abierto la puerta para unas cuantas más.

Sintió a Kurosaki-kun reír sobre él y volteó la mirada buscando la cara del joven. Su mirada se topó con el cabello naranja y desordenado, húmedo por la actividad física. Su mano fue de la piel al cabello de su joven amante… no; no de SU, sólo del joven amante.

Kurosaki-kun se incorporó de nuevo sobre sus brazos y se deslizó fuera de su cuerpo. La sensación de estar vacío le hizo comprender que todo había terminado. Se apartó para permitirle marchar sin responder a su pregunta.

Se sorprendió cuando Kurosaki-kun se estiró por las cobijas sobre el futón y volvió a su lado cubriéndolos con las mantas. Lo abrazó dentro de la calidez que comenzaba a resguardarse entre ellos y usó su brazo como almohada.

Miró al hombre a los ojos y notó de inmediato la turbulencia tras ellos.

—Cuéntame —pidió mientras se atrevía a acariciarle el rostro mientras tanto.

Frente a él, Kurosaki-kun cerró los ojos con fuerza, obviamente negándose a hablar.

—No tienes que hacerlo —ofreció como si terminara la frase anterior.

Kurosaki-kun le tomó la mano que abandonaba su rostro y la besó en la palma antes de ponerla de vuelta sobre su rostro.

—Maté al hombre que amaba —soltó con la voz pesada, oscura por pena y resentimiento—. Yo… tuve que hacerlo. Me lo pediste y yo…

El joven apretó más los ojos, pero una lágrima se coló entre los párpados. Mordió las quijadas bajo la mano que aún sostenía sobre la mejilla.

Acarició esa quijada tensa para que aflojara la mordida, para que se tranquilizara. Kurosaki-kun abrió los ojos para sostenerle la mirada con un toque de desesperación y un poco de nostalgia. Copió el gesto de mano sobre su cara y acarició su mejilla hasta rozar los labios con delicadeza. La mano de Kurosaki-kun sobre su rostro y acariciándole el labio inferior lo hizo suspirar a gusto.

Abrió los labios para él y apenas sacó la lengua para lamer la punta del dedo que lo provocaba. Le sonrió en respuesta y se acercó hasta besarlo suavemente. Se recostó de nuevo sobre el piso, esta vez a un palmo de distancia pero sin dejar de verlo.

—Acabo de vivir una vida contigo —le dijo cerrando los ojos de nuevo—. Me costó trabajo hacer que me aceptaras, pero al final, lo conseguí. Vivíamos en Rukongai, apartados de Seiretei. Éramos felices. Romance, pleitos, tu sarcasmo y cuerpos unidos —dijo acariciándole las costillas por el costado—. Tuve que matar al hombre que amaba… en esa vida —terminó con la voz quebrándosele.

Evitando soltar la pregunta que quería hacer, le acarició la cara hasta volver a la quijada. Lo obligó suavemente a que subiera la cabeza y uniera su mirada a la de él. Lo que vio allí le hizo imposible comentarle que eso sólo había sucedido en su mente y no en vida. En cambio le sonrió, se acercó para besarlo en la mejilla y lo abrazó pegando su cuerpo al de él. En su abrazo no podía dejar de imaginarse que sentía cada parte de Kurosaki-kun: su fuerza, su desesperación, sus frustraciones, sus victorias y su inagotable voluntad. Compartiendo el calor de sus cuerpos entre ellos, quería sostener su fuerza, apartar sus frustraciones y devolverle la seguridad; si es que alguna vez la perdía. Teniéndolo entre sus brazos le acarició la nuca en un gesto relajante a medias, sensual por completo.

—Te amo, Ichigo.

Lo sintió relajarse de inmediato mientras él se horrorizaba por la estupidez que acababa de cometer.

—Gracias —suspiró Kurosaki-kun pegado a su piel—. Necesitaba escucharlo una vez más.

Mientras el rey de cabello naranja se quedaba dormido entre sus brazos, él apretó la quijada —con fuerza— para controlar lo que sucedía en su interior.

Tras esa respuesta, no sabía si sentirse utilizado, que lo había utilizado a él o que se había aprovechado del permanente estado de confusión en que vivía el joven.

Se sintió sucio de nuevo.

Tomó el brazo del rey para apartarse y tomar un baño, pero él lo tenía bien sujeto. Peleó un poco contra el dormido hasta que éste le gruñó bajo y lo apretó más a ese cuerpo cálido y hecho para el pecado.

Sin poderse apartar del cuerpo que le era una tentación, supo que iba a pasar la noche en vela. Dejó de pensar en lo que él había dicho, para enfocarse en lo que no había preguntado. ¿Por qué llegaría él a pedirle a un Kurosaki-kun —que fuera su amante— que lo matara?

Jugó con las posibles causas que lo pudieran llevar a eso, sólo para distraerse del tacto del Kurosaki-kun que no era su amante, pero que lo había hecho sentir así por un momento.

.

Cuando despertó de un sueño sin imágenes, se estiró sólo para encontrarse bajo cobijas y abrazando a Kisuke… ¿o era Urahara?

Recordaba a su Kisuke infectado con algo negro que nunca le explicó. Enfermo y débil, suplicándole que lo matara; evitando que lo tocara. Y, al final ordenándole que acabara con su existencia antes que lo infectara. Sólo cuando Kisuke hubo hecho un mediocre trabajo con el filo de Zangetsu, fue que él accedió. Viéndolo tan desesperado como para tomar su propia vida con la espada que sí podía atravezarlo, clavó el filo de su alma en el pecho de su amado rubio.

Quería pensar que había sido piedad, quería pensar que lo había librado de más sufrimiento, o de herirse más y más con un Zanpakuto que también se resistía a herirlo, pero con el que se torturaba. Kisuke había muerto con una sonrisa de agradecimiento, dejándolo a él con el grito en la garganta.

Se había despertado, sabiendo —de alguna forma—, que su rubio se había sacrificado por él. Y entonces había buscado ese algo que sabía, que sentía, como una esperanza. En ese momento aún no había esperado encontrarse con un rubio que también llamaba Benihime a su alma. Se había lanzado a esa espalda que meditaba, sin querer siquiera preguntarse los cómos y los porqués.

Aún con la sensación de haber clavado su espada en el pecho de un hombre, mientras lo acariciaba, no lo había confundido con su amante en otra vida.

Se sonrojó sintiendo el calor en su cara y hasta las orejas. Había tratado mal a Urahara, y lo sabía. Tampoco podía culpar a su Hollow, aunque el muy maldito estuviera carcajeándose en su cabeza. Había tomado a Urahara, usado lo que había aprendido y conocido tantas veces del cuerpo de Kisuke… como si se le hubiera olvidado que Urahara había tratado de escapar del palacio por aquella casi violación.

Pero volvió —dijo el Hollow sonando su voz metálica casi como si ronroneara—. Por voluntad propia.

Esta vez ni siquiera quiso callar al Hollow.

Se había aprovechado de él.

Aunque le hubiera dicho claramente que también lo necesitaba.

—Buenos días, Kurosaki-kun —dijo Urahara con tono adormilado. Su tono, sin embargo, no contenía un ápice del sentimiento que escuchó antes que durmieran.

—Buenos días, Kisuke —dijo, a propósito, usando su nombre para medir la reacción del otro.

Urahara se incorporó haciendo que la cobija resbalara por su torso desnudo. Vio esa caricia de tela sobre piel y quiso imitar a la manta. Llevó la mano hacia el frente y se detuvo cuando Urahara bostezó de manera casi exagerada. Frunció el ceño ante el gesto.

—¿Quieres algo de desayuno, Kurosaki-kun?

Atinó —o no— a asentir una vez para ver marchar a Urahara de su lado mientras se colocaba el haori negro sobre la piel que aún contenía las marcas de la noche pasada.

Sobre el piso de una habitación que sabía la de Urahara, desnudo bajo las cobijas que olían a ellos dos, se quedó solo y en silencio.

Desasosiego. Pensó que eso era lo que estaba sintiendo. La diferencia entre ese "te amo" cargado de pasión y sentimientos, y ese "buenos días" que no llevaba más que una política —y lejana— cortesía. Sabía a la perfección que Urahara había dicho eso sólo para él; como siempre para calmarlo, para suavizar esa diferencia entre las vidas que vivía. Ese "Te amo" había sido una mentira blanca que le había dicho para apaciguar el dolor.

Lo veía tan claro como el agua: tras el relato, Urahara le había regalado esas palabras como si fuera el amante que había perdido. Pero al despertar, habían vuelto a esa extraña y política normalidad.

No pudo evitar sentir una punzada de vergüenza al darse cuenta cómo había utilizado al hombre de una vida en la que su relación no contenía sexo; en esa vida donde Urahara era más bien un… ¿qué? ¿Un cuidador? ¿Enfermero? ¿Mayordomo del rey? ¿Un tipo de cadena a la realidad?

Lo que Urahara fuera para él en esta vida o no, lo había utilizado para saciar su necesidad de un hombre que había muerto, de un amor que no existía en esa vida donde el rubio le profesaba respeto, deber o tal vez incluso afecto, pero no amor.

Una vida donde él no podía amar a Urahara.