Cuando llegó al palacio vio sus paredes blancas y pisos negros relucientes, entrecerró los ojos con ligera confusión. No vio a Orihime o a Yoruichi, tampoco a Urahara. La sala del trono estaba completamente vacía.
Los llamó a gritos, buscó en la sala hasta cansarse y, sólo después, se aventuró a buscar en el resto del palacio. Tal vez fuera porque había peleado una vez en ese lugar, pero lo sentía conocido al mismo tiempo que extraño.
—¡Orihime! —gritó al interior de una habitación sin obtener respuesta.
Como Kyoraku había dicho, no parecía haber nadie en el palacio. Aunque allí hubiera dejado a esos tres. ¿Ellos habrían bajado a Soul Society para encontrarse con él mientras él subía al palacio? ¿O les había pasado algo más?
Antes de poder hacer algo con ese pensamiento, notó la figura de alguien recortado en la oscuridad. Fue por Zangetsu a su espalda y se detuvo de voltear hacia atrás cuando no la encontró en su lugar. Se confundió por la desaparición de su arma un segundo antes que una carcajada descubriera la identidad del visitante.
Con un insulto en buena lid, se acercó a la silueta de hombros gruesos, altura coronada con mal genio y un hueso sobre la quijada.
—¿Sabes dónde están Yoruichi y Orihime?, ¿Urahara? —preguntó antes que la razón de su presencia.
—Ven conmigo —dijo con su voz poderosa.
Asintiendo con la cabeza, lo siguió sin decir más.
.
Rodeado de la oscuridad de Muken, sólo podía pensar en una cuenta regresiva. Había dejado a Kurosaki-kun en una fase uno y, sin tener idea cuánto le llevaría llegar a la cuarta fase, estaba preocupado por cumplir la promesa que le había hecho al hombre. Por no cumplirla. O por cuál de ellas cumplir primero. Le había prometido estar a su lado cada vez que despertara, le había prometido encontrar una cura para su condición y le había prometido hacerlo rápido.
—Aizen —llamó primero a pesar de saber que el otro había notado su presencia, pero sin tener tiempo para los juegos mentales—. Quiero que me digas todo lo que sepas de la condición de Kurosaki-kun.
—Vaya, vaya. Alguien está de mal humor —se burló la voz en la oscuridad.
—No estoy de mal humor, sólo estoy cansado de tus rodeos —devolvió serio, sólo para cambiar su tono un segundo después—. Empiezo a pensar que no sabes tanto como crees —lo provocó.
—Y, aún así, estás aquí preguntando —dijo con tono neutro.
—Fui condescendiente a tu súplica por compañía —soltó con naturalidad aún más condescendiente.
—¿Ya no quieres las respuestas? —preguntó zalamero.
—¿En verdad las tienes? —devolvió sonando aburrido—. Cada vez me convenzo más de que no tienes idea de lo que sucede.
—Muy bien, Urahara —le dijo con un tono que sonaba victorioso—. Ichigo es la última parte viva de Yhwach —soltó.
—¿Es? —repitió, demandando con esa palabra su explicación.
—La sangre Kurosaki es una línea que desciende directamente de ese Quincy. Ichigo ES el remanente de Yhwach. Mientras sea así, su condición no va a cambiar.
¿La respuesta que había estado buscando todo ese tiempo sería tan fácil como separar el alma de Kurosaki-kun? ¿Separando el alma del hombre en sus cuatro partes –Humana, Shinigami, Hollow y Quincy— podría aislar aquella que lo mantenía en su locura (la parte Quincy que era el remanente de Yhwach)? Pero, entonces, el Ichigo al que amaba ya no sería el mismo. Y, aunque él siguiera amando al hombre sin importar cuánto cambiara, sabía que Kurosaki-kun no lo aceptaría. Y no necesitaba jugar con las posibilidades en su mente para saberlo. Sabía que si le planteaba la opción el hombre le respondería que no. Le respondería, una vez más, que lo último que le quedaba era él mismo.
La pregunta que seguía era: ¿Tomaría él la decisión y la acción por Kurosaki-kun? ¿Podría hacerle de nuevo lo mismo al que ya no era un adolescente, o respetaría aquella decisión que ya una vez había tomado el hombre?
Un pensamiento más, éste a las consecuencias: sin el alma completa de Kurosaki-kun, ¿quién sería el nuevo rey espiritual? ¿Podría dejar ese remanente del Quincy en tal lugar? Pero, si así fuera… ¿la condición de cuatro razas mezcladas en el rey no influía? Entonces no sería esta condición —que Aizen había insinuado antes— lo que hacía un rey espiritual.
¿En qué le mentía Aizen? O ¿Alguna vez había dicho una verdad siquiera?
Viendo la oscuridad con el ceño fruncido —como si esa mirada la dirigiera al condenado— sólo encontró una respuesta a esa pregunta.
Aizen —quien había querido destruir el status quo que representaba el rey espiritual—. ¿Quería convertirse en tal?
La siguiente consecuencia lógica tras ese pensamiento se vio interrumpida por un estremecimiento, un temblor que sintió primero en la columna vertebral, luego en el vello erizado de sus brazos y, al final, en los pies como si de un terremoto se tratara.
Eso era un cimiento del mundo en movimiento. Un reiatsu desapareciendo del único plano que tocaba todos los mundos.
Kurosaki-kun había abandonado el palacio.
Sintiendo la decepción por fallar una promesa atenazando sus entrañas, dio media vuelta para salir corriendo. Un fuerte golpe en la nuca lo dejó casi sin consciencia.
—No se te olvida mi pago, ¿verdad, Urahara-san? —terminó usando el formulismo de cortesía con una burla marcada.
—¿Exiges un pago por no haber dado nada? —espetó tensamente.
Mientras la oscuridad se llenaba con la risa de Aizen, comenzó a sentir los nervios bajo la piel de la espalda ser usados. La sensación, parecida a una caricia fría a falta de un calor corporal, lo recorrió desde las nalgas hacia la nuca en una demanda sexual. Se le atoró el aire en la garganta con el recuerdo de una sensación parecida, pero en este momento no tenía tiempo, ni deseo, de bajar sus barreras para permitirle cobrar su pago; tampoco tenía aquel miedo de infancia para reaccionar con agresión y protegerse. Al contrario que antes, esta vez dejó que su reiatsu peleara con el invasor. Sintiéndolo como una ola de calor que se movía por su cuerpo, alcanzó al ajeno para entrar en batalla.
Aquello que podía sentir como un terremoto se sintió de nuevo desde el piso recordándole que su prioridad era Kurosaki-kun; distrayéndolo de la batalla.
La risa de Aizen se intensificó mientras él era presionado sobre el piso de Muken. Buscó levantarse sobre sus manos sólo para encontrarse incapaz de hacerlo. Usó más fuerza sólo para lograr que se le rompiera un par de costillas ante la presión espiritual del condenado.
Su cara quedó contra el suelo, la mejilla derecha raspándose contra la dureza que lo sostenía. Sintiendo el reiatsu ajeno luchar con el propio mientras jugaba con los nervios bajo su piel, podía ver a Benihime a metros de distancia sobre el suelo. Apretó la quijada ante la batalla que no podía mantener más tiempo, y lo que se sintió como un golpe en el estómago le quitó el aire.
Sus piernas se mantuvieron aún cerradas mientras sentía cada terminación nerviosa de su cuerpo doler como si estuvieran sujetas a una violenta invasión y gritó por la sensación más que por el dolor.
Frío.
Sólo podía sentir el frío a su alrededor mientras su cuerpo se sentía rasgado en todos sus músculos. Una quemazón en las terminaciones nerviosas lo obligó a retorcerse en contra de su voluntad. Sentía su cuerpo siendo invadido, aunque no fuera así realmente. El dolor de golpes siguió en algún punto bajo su piel hasta la base del cerebro, aunque su cuerpo no estuviera siendo golpeado. La piel fue rasguñada con bordes filosos… aunque nada la estuviera tocando.
La mordida de su quijada no impidió que saltaran lágrimas de dolor e impotencia mientras su mente se perdía entre recuerdos sombríos y la urgencia de llegar al joven rey. Gritó al fin cuando sintió sus vísceras ser sujetas, apretadas y retorcidas.
Y la carga sexual que había sentido al principio estalló a su alrededor y dentro de él, como si la tortura fuera una retorcida forma de preliminares. Tan incómodo y desagradable… como una amenaza para el futuro.
Este dolor era tan diferente al que disfrutaba en ocasiones específicas, que sólo podía protegerse de él pensando y dejando de sentir su cuerpo. Escapar hacia su parte más lógica. ¿Qué era lo diferente de ese dolor?: ¿El aspecto psicológico? En parte. Él no quería permitir esto, él no quería —no necesitaba— el castigo a su cuerpo. Era diferente porque no deseaba permitírselo. Amar o no amar al que le daba ese dolor tampoco tenía que ver… era la confianza.
Mientras que podía confiar en la persona que elegía para sus juegos más extremos, no podía confiar en Aizen. O al menos no podía confiar en que Aizen buscara algo más que un desquite y una prueba de supremacía con lo que hacía. Eso, supo, era la diferencia entre esta violación y lo que había hecho con contados más.
Su mente fue regresada a la percepción de su cuerpo con la sensación de sangre corriendo libre desde su espalda. Se asustó en verdad cuando vio un torrente de sangre caer desde su espalda hacia el suelo. Vio el charco de sangre formarse bajo él, brillando en su acuoso rojo con destellos de luz. Jalaron sus vértebras, una a una, como si Aizen quisiera arrancarlas de su lugar. Sólo después de gritar —un grito que era puro dolor y nada de placer— sintió que se asfixiaba. No como si apretaran su cuello. Algo se expandía dentro de su tráquea hasta los pulmones.
Una parte de su cabeza le decía que esa invasión no podía estar sucediendo mientras que otra parte —la que se guiaba por las sensaciones recibidas— le decía lo contrario. Cuando sintió una arcada de vómito, y la bilis en su estómago buscando salir; cuando sintió los músculos de su ano tratar de expulsar también, supo que iba a entrar en shock.
Una oscuridad que era diferente a la de Muken lo cubrió entonces.
Cuando abrió los ojos de nuevo se encontró tirado sobre sus propios desperdicios, pero sin una gota de sangre; ni siquiera la que había visto caer de su espalda. Mientras se arrastraba hacia Benihime la repugnancia que sentía dio paso a la furia casi de inmediato. Apretó la empuñadura de su Zanpakuto y su mano tembló con la fuerza de su agarre, con la furia del momento pasado y con un deseo asesino capaz de matar dioses.
Dioses.
Rey espiritual.
Kurosaki-kun.
Odiándose una vez más por no poder descargar la venganza que sus entrañas le dictaban, marchó de la cárcel sabiendo que tenía algo más importante qué hacer: El rey espiritual había dejado el palacio; tenía que encontrarlo.
Una lágrima más escapó de sus ojos. Rabia. Desprecio hacia sí mismo. Si hubiera podido concentrarse en la pelea contra el reiatsu ajeno hubiera podido evitar…lo.
Desde luego, el temblor en su cuerpo no era sólo rabia, era miedo —aunque no quería aceptarlo; aunque le costara hacerlo—. Había tenido miedo en verdad, como no lo había tenido desde sus primeros años. Y esta vez no habría una Yoruichi-san que lo ayudara a fortalecerse, que le ayudara a superarlo.
Se había asegurado de ello en su conversación anterior.
Dio un mal paso en su camino a la superficie. Cayó de cara de nuevo al piso y deseó simplemente quedarse allí, temblando y dejando correr un llanto histérico; que su Zanpakuto lo consolara como nadie lo haría —como Benihime tampoco lo haría—. Quería recluirse en su mundo interior hasta que dejara de sentir.
Pero la orden de Central 46 —que antes le había parecido un deseo cumplido— por primera vez le parecía una condena. Una vez más tenía que levantarse de su debilidad y terminar un trabajo. Esta vez lo tendría que hacer solo.
Mientras usaba la fuerza de sus brazos para comenzar a incorporarse, recordó esos años de exilio antes de haber llegado a Karakura con Tessai-san; antes de Ururu y de Jinta. Cuando abandonó la casa de geishas. Cuando vagó por Japón esperando encontrar las respuestas que Yoruichi-san había demandado de él para resolver la existencia del Hougyoku. Cuando no pudo evitar la devastación de una guerra entre los vivos, a pesar de quererlo.
Ahí se había dado cuenta de que ya no pertenecía a ningún mundo.
Había sido exiliado de Soul Society, aunque Central 46 no había alcanzado a poner los sellos en él, y había sido arrojado a un mundo al que no pertenecería nunca. Los capitanes y tenientes afectados por la hollowficación habían desaparecido de la faz del mundo material tras recibir sus gigai; Tessai-san los había acompañado —"Hasta que encontraran un lugar para asentarse", le había dicho—. Y él se había quedado solo con sus pensamientos, con sus recuerdos; con su culpa. Con su ineptitud.
Darse cuenta de ello lo había dejado dañado de una forma que nada antes lo había dejado así.
Estaba solo en la inmensidad de dos mundos en los que no encajaba.
Hasta que se había enterado de la existencia de otro ser que tampoco encajaría jamás: un híbrido de razas.
Kurosaki Ichigo.
Y desde entonces lo había considerado como un rayo de luz, de esperanza. Aunque su impresión del joven de 15 años que había querido morir tras la paliza que había recibido de un capitán y su teniente hubiera sido de fastidio.
El recuerdo de ese cabello naranja, de la sonrisa que aparecía sólo cuando había decidido arrojarse de cara al peligro, la entereza con que había tomado decisiones y la mirada sufriente que recién había comenzado a dejar ver en los últimos años… El recuerdo de esa conversación tras la Guerra de Invierno, dónde no había condenado a Aizen sino que lo había comprendido. Esa sonrisa y su cabello ligeramente largo pero eternamente despeinado coronando la insinuación del hombre adulto en el que se convertiría…
Se levantó por él, por el recuerdo de esa valentía; no tanto por su propia fuerza, sino por la que obtenía de Kurosaki-kun.
Hizo lo que pudo por sus ropas manchadas en vómito y no en sangre, y tragó con fuerza antes de dar el siguiente paso. Antes de perder el recuerdo del adolescente y del hombre al que amaba, llegó a la superficie. Tenía un trabajo que hacer.
Cerró los ojos para buscar el reiatsu de Kurosaki-kun y se encontró con el de un Kurosaki equivocado. Cuando abrió los ojos se encontró de cara con Kurosaki Karin, a su lado Hitsugaya-kun.
—¿Urahara? —preguntó Kurosaki-san.
—¿Qué te sucedió? —pareció completar Hitsugaya-kun.
—Kurosaki-kun abandonó el palacio —dijo suavemente evitando responder.
Kurosaki-san fue rápida en agarrarlo por la ropa; con una amenaza no sólo en el gesto o en la mirada, su reiatsu se elevó como un estallido.
Su cuerpo reaccionó de inmediato con la agresión que no había liberado de antes y la apartó con un movimiento fuerte que la hizo dar dos pasos atrás. Apenas le importó la mirada asesina de Hitsugaya-kun o la sorprendida —casi herida— de la mujer.
—No tengo tiempo que perder —avisó mientras se alejaba con shunpo.
Cuando llegó a la colina del Soukyoku apenas pudo sorprenderse por que aquellos fueran capaces de seguirlo. Desde allí llegó al palacio sin importarle la carga extra y entró corriendo a la sala del trono.
Se detuvo en seco cuando reconoció, no el reiatsu de Kurosaki-kun sino uno igual de conocido.
—¿Reconoces este reiatsu, Kurosaki-san? —preguntó a la mujer.
La vio asentir una vez antes de enfurecerse.
—¿Por qué lo siento aquí? —preguntó ella casi sorprendida, casi rabiosa.
—Kurosaki-kun está en Hueco Mundo —avisó sin duda alguna—. Esperen aquí —ordenó.
—¡Debes estar demente, pervertido! —rezongó Kurosaki-san causándole una explosión de furia.
Lo último que necesitaba en ese momento era que lo llamaran tal, que le estorbaran o que lo retrasaran cuando necesitaba al rey espiritual de vuelta en su cruel jaula de mármol y obsidiana.
Como si fuera una respuesta a sus pensamientos, una pared del palacio se resquebrajó.
—¿Qué fue eso? —preguntó Hitsugaya-kun con un temblor de voz que podía ser de impresión o de miedo.
—El rey espiritual no está en casa —respondió con el mejor tono cantarín que pudo conjurar—. Apuesto que solamente Hueco Mundo está resistiendo por su presencia —siguió completamente serio—; pero no por mucho. Esa misma presencia va a desestabilizar…
Se quedó callado simplemente porque pensaba más rápido si no tenía que hacerlo en voz alta.
—Vayan a Soul Society…
—No me jodas —rezongó Kurosaki-san de inmediato—. Si Ichi-nii está en Hueco Mundo, a Hueco Mundo voy a ir. Abre la Garganta.
—Kurosaki-san —dijo con su tono cargado de segunda intención—, hay formas correctas e incorrectas para pedir… eso —se cubrió con su abanico tomándolo de la cinturilla del samue—. ¿Qué quieres hacerle a mi garganta?
—Urahara-san —soltó Hitsugaya-kun con un severo tono de advertencia.
Estuvo a punto de seguir la distracción que provocaba, habiendo anticipado la muestra de celos del capitán del décimo escuadrón. Pero se abstuvo de ello al sentir el golpe de una ola de presión espiritual. Era una reminiscencia de lo que ese mundo ya no tenía, era la presión espiritual del rey luchando por encontrar su fuente, por volver a él para después volver a expandirse. Mientras abría la Garganta que los llevaría a Hueco Mundo y veía a los otros dos cruzar por ella, sintió a Benihime cobrar vida furiosamente en su cadera a modo de una vibración que agitó sus huesos.
—Esto es mi culpa, Benihime. Debí cumplir mi promesa de estar a su lado —se disculpó con su alma—. Entiende, por favor —terminó en súplica, cerrando los ojos con pesar, a un paso de entrar a aquel camino oscuro por completo—. Se lo debo a Ichigo, a mí mismo.
—Entiendo, Kisuke —respondió Benihime con un tono furioso—. Pero eso no quiere decir que lo acepte.
—Tú también, como parte de mi alma, lo amas —espetó casi resignado.
—Es porque lo amo que no puedo aceptar como te trata —respondió sin rodeos.
Sonrió a su Zanpakuto sintiendo a su alma vibrar a una frecuencia cada vez más a tono con la propia. Aunque no le había sorprendido que Benihime amara a Kurosaki-kun; le sorprendía ligeramente que lo hubiera aceptado en voz alta.
Sólo entonces se adentró en la oscuridad que era el camino para conseguir algo.
.
Rodeado de la negrura por la que era llevado, podía agradecer el color blanco del ropaje y el azul cerúleo en el cabello del Arrancar que había ido por él. Aún así, su cuerpo reaccionaba extraño a esa negrura casi total. Tenía más adrenalina en su cuerpo y más tensión en sus músculos incluso que antes de una batalla. Tenía miedo.
Le tenía miedo a la oscuridad.
¿Desde cuándo? Se preguntó a media carrera.
No bien intentó recordar algo que diera sentido a su miedo, sintió una caricia en el brazo. Gritó, asustado por la sorpresa, y trató de buscar a su alrededor aquello que lo había tocado. Allí no había nada —nadie— más que el Arrancar y él. Los latidos de su corazón se agitaron a una velocidad diferente a la del ejercicio, las manos temblaron en contra de su voluntad y un escalofrío recorrió su espalda cuando sintió la oscuridad cerrarse sobre él.
Se detuvo un paso para localizarse dónde estuviera y sintió el movimiento de su brazo subiendo hacia el frente, se sentía temblando tratando de confirmar lo que ya sabía: no podía ver. Recordaba… no, no lo hacía. Las entrañas se le apretaron tan fuerte que dolieron y paladeó un regusto a bilis. Gritó sabiendo que no tenía voz y cuando a su lado apareció la definición blanca de alguien más, quiso poder sentir. Temía estar alucinando.
Llevó su mano hacia el frente y, aunque no llegó a tocar el hombro del Hollow, apretó la manga de su casaca en el puño. Con la tela en su puño pudo reconocer la sensación de cualquier otra de sus vidas; y supo que estaba entrando en un ataque de pánico. No podía permitírselo mientras tuviera que encontrar a su novia, a Yoruichi y a Urahara. El tono de urgencia en la voz de Kyoraku aún resonando en sus oídos.
—Oye, Grimmjow —comenzó al notar que aún lo sostenía por la ropa—. Te veo en Hueco Mundo —terminó mientras lo soltaba y salía corriendo a máxima velocidad.
Con una maldición que se escuchó fuerte y clara, Grimmjow lo siguió apenas unos pasos retrasado.
Cuando sus pies hollaron la arena blanca y fría, se sintió respirar bien de nuevo. El ataque de pánico evitado y todo estaba bien con el mundo. Con alguno.
—¿Dónde están ellos? —preguntó dispuesto a correr de nuevo.
—En lo que queda de Las Noches.
Entrecerró los ojos cuando ese sentimiento de algo extraño cruzó por sus vísceras. Fijó su mirada en la azul del otro, tratando de medirlo; tratando de comprender el porqué no confiaba en la pantera cuando lo conocía como amigo, como enemigo, como rey de Hueco Mundo y hasta como una especie de entrenador para Karin.
¿Por qué su instinto le decía que no podía confiar en Grimmjow? Pero sabía que podía, incluso a pesar del mal genio del hombre, a pesar de sus retos y de su ansia de pelea.
Era eso entonces. Grimmjow Jaegerjaques no estaba buscando pelea con él. ¿Por qué?
La respuesta se la dio uno de esos recuerdos fraccionados. Cuando todo se había ido a la mierda, Jaegerjaques lo había llevado a Hueco Mundo donde su hollow y él habían cambiado posiciones. El había sido encerrado en su mundo interior para dejar a ese psicópata a flor de piel. Grimmjow lo había entrenado, lo había acompañado, lo había usado para ser rey en Hueco Mundo y, al final, lo había matado para dejar libre a la bestia blanca de cuernos y más instinto que intelecto. ¿Para comérselo y llegar a Vasto Lord, dejando atrás el Adjucas del que había evolucionado a Arrancar?
Pero, ¿en verdad lo había hecho? Cuando el mismo hombre de máscara rota sobre la quijada le había dicho que no podía evolucionar más allá de su número 6 como espada, ¿comérselo le había dado ese extra de fuerza?
Cuando la pantera se detuvo frente a él, tomó a Zangetsu de su espalda y acercó el filo de su arma al cuello del Hollow. Habían llegado a un laberíntico camino que reconocía de cada vida que vivía.
—Hasta aquí es suficiente, Jaegerjaques —amenazó deslizando el filo de su arma sobre el Hierro del Arrancar. La sangre escapó del Hierro blanco tiñendo el acero negro mientras el par de ojos delineados en azul lo miraban con un atisbo de sorpresa y el resto de furia contenida.
—¿Cómo sabes ese nombre, Kurosaki? —preguntó el otro, también con sospecha.
—Sé muchas cosas de ti, Jaegerjacques. Más de lo que tú sabes de mí y, en este momento, sé que no puedo confiar en ti.
Grimmjow tronó la boca con desprecio.
—A mí no me veas. Yo sólo te tenía que traer aquí —terminó mientras golpeaba una puerta para abrirla.
Miró al interior iluminado con una luz blanca y brillante. De inmediato recordó el dolor de los serruchos cortando sus extremidades.
