Tomó la mano de su esposa en la suya y la apretó con una fuerza emocionada, pero controlada para no lastimarla. Lo último que quería era lastimarla… o a la pequeña vida que crecía dentro de ella. Salieron por la puerta del hospital mientras las palabras de Uryu, que le aseguraban el bebé crecía saludable, se repetían como un mantra en su cabeza.

Incluso después de haberse enterado que iba a ser padre hacía meses, de haber visto los ultrasonidos y de haber sufrido los cambios de humor de Orihime, aún no podía creerlo del todo. Iba a ser padre.

Y estaba nervioso, nervioso y aterrado de una forma en que jamás lo había estado ni siquiera en las guerras que había peleado. Porque de él dependía, esta vez, el que esa vida que crecía tuviera lo que él tuvo, y más, lo que a él le faltó.

Orihime lo jaló de la mano y, con una sonrisa y un movimiento de cabeza, lo guió por las calles para regresar a casa a pie. Mientras caminaba en silencio, escuchó las palabras emocionadas de la mujer mientras inventaba cualquier clase de nombres para el bebé. Se rió de varias de las ocurrencias de su esposa y aportó una u otra sólo para hacerla reír.

Ella se detuvo un paso en su caminar para quedarse viendo a través de una vitrina y lo jaló para llamar su atención. De inmediato sintió un mareo que lo obligó a agitar la cabeza para aclararse los sentidos. Ella apuntó con la mano libre hacia el interior y él le sonrió indicándole que se adelantara. Orihime corrió de inmediato a emocionarse con lo que había dentro dejándolo para que se recuperara del raro mareo. Lo desestimó de inmediato como nervios de padre primerizo y miró a su esposa corriendo de un lado de la tienda a otro. Cuando se dispuso a alcanzarla, se detuvo en seco ante lo que atrapó su ojo. Lo que le mantuvo en su sitio no fue el interior de una tienda de helados, sino el reflejo en el cristal.

Tras él, a su espalda, podía distinguir una figura que jamás olvidaría. Con esa barba, bigotes y mirada oscura, Yhwach lo veía con un gesto pétreo. Volteó de inmediato al otro lado de la calle para enfrentarlo con una pose agresiva, pero no había nada de ese lado. Cuando volvió la mirada a la vitrina allí estaba de nuevo en el reflejo.

Una vez más volteó a su espalda para encontrarla vacía y de allí a la vitrina para encontrarse con el reflejo.

Tragando con fuerza la sensación que se agolpó en sus entrañas, trató de convencerse de que aquello era Zangetsu en la forma de sus poderes Quincy; aunque no llevara las gafas o la capa negra rodeándolo…

Aguzó sus sentidos para sentir el reiatsu a su alrededor y se encontró con el que claramente era de Orihime; encontró el de Tasuki entrenando en el dojo, el de Uryu aún en el hospital, el de Tessai y el vacío que había dejado la desaparición de Urahara. Encontró el de sus hermanas y el del Shinigami encargado de proteger Karakura… pero no el de Yhwach.

¿Zangetsu? —llamó en su mente.

Dime, Ichigo —sonó la voz más calmada de su alma.

Te estoy viendo en el reflejo de una vitrina —le dijo sin poder detener del todo el sarcasmo en su voz.

Eso es extraño. No estoy materializándome —dijo Zangetsu pensativo.

Eso está mejor —avisó en su mente cuando dejó de ver aquel reflejo—. Gracias.

Antes de poder alcanzar a su esposa en el interior de la tienda ella salió con dos helados y ofreció uno.

De inmediato la miró con fastidio real en la cara. Ella le sonrió mientras lamía su helado.

—Fresa, ¿en serio? —soltó indignado.

—Pero te encanta —arguyó ella, claramente fastidiándolo mientras fingía inocencia y volvía a lamer su propio helado.

—Sabes que prefiero el chocolate —dijo con una mirada propia para provocarla mientras la besaba.

En sus labios probó el chocolate del helado que ella había lamido e intercambió los postres justo después de mancharle la punta de la nariz con uno.

—Y sé que tú prefieres la fresa —dijo lamiéndole la punta de la nariz en una promesa sensual.

Su recompensa fue ver a su mujer sonrojarse hasta las orejas y mirar al suelo avergonzada. Eran esas pequeñas provocaciones, esos pequeños detalles, esas reacciones que no perdían la inocencia en la chica que lo habían cautivado lentamente desde sus días de escuela y vertiginosamente desde hacía un par de años.

—Apresurémonos a casa —le susurró bajo y la apresuró para ponerse en marcha.

Hubo un tiempo en que casi había perdido a su princesa. En ese tiempo, después de la batalla con los Quincy, se había recluido en él mismo, se había evadido de él mismo buscando a los desaparecidos en Soul Society y tratado de evitar los recuerdos de haber matado a un hombre, de haber sido un juguete más en las manos de un enfermo que quería asirse con el poder del mundo… De sentirse el único sin el poder de decidir su propia vida. Aizen lo había "criado" para sus fines; Yhwach se había acreditado lo mismo y el Gotei 13 lo había sentenciado a la muerte… cuando aún seguía vivo. Y, aunque sus amigos habían estado allí para él al principio, había logrado hacer un buen trabajo para apartarlos lenta y, a veces, agresivamente. Había empujado a Orihime a los brazos de Uryu y sólo cuando la sintió perdida, se dio cuenta de lo que perdía.

Y fue entonces que se obligó a poner su vida en orden y enfrentar sus prioridades.

Al final, tuvo que madurar.

Madurar en un plano que no era de batalla, poder y muerte, sino de vida y de seguir adelante. Se concentró en sus estudios una vez más, volcó su atención en ayudar a los vivos y dejar a los muertos donde deberían estar: en Soul Society.

Así recuperó a su princesa.

Y ella le regalaba más vida en consecuencia. Y le demostraría lo agradecido que estaba con ella por haberlo devuelto al mundo de los vivos… en cuanto llegaran a casa.

Cuando despertó lentamente, buscó el cuerpo desnudo de su esposa en la cama. Frunció el ceño antes de abrir los ojos al no encontrarla y sólo entonces se percató de un olor que le picaba la nariz hasta provocarle un estornudo. Olía a algo quemándose.

Su mente adormilada unió la falta de su esposa con el olor a quemado en un segundo y giró el cuerpo para quedarse de nuevo dormido mientras se preguntaba qué había olvidado Orihime en la estufa esta vez. Se cubrió la cara con las cobijas para evitar en mayor medida el olor y se dijo que se enteraría de ello en la mañana. O, al menos, cuando no se sintiera tan… débil.

Antes o después, no podría decirlo en su estado de duermevela, sintió el calor de las cobijas como una noche de verano y las pateó fuera de la cama mientras se removía incómodo. Fue el sonido de madera crepitando lo que en verdad lo levantó de la cama.

Cuando abrió los ojos sintió el fuerte ardor del humo y se atragantó con una bocanada de ese gris reptando por el aire. Apenas alcanzando a ponerse unos pantalones deportivos salió del cuarto con el nombre de su esposa a gritos. Descalzo, y sintiendo que se quemaba la planta de los pies en cada paso, corrió escaleras abajo llamando a Orihime. Las llamas que aún no alcanzaban la segunda planta lamían ya el primer piso de la casa. Entre naranja y amarillo, entre el crepitar de madera y vidrios explotando, no pudo imaginarse ni qué había causado el incendio. No pudo preguntarse cuándo había comenzado o qué hacer, más allá de encontrar a Orihime.

Gritó el nombre una vez más y aguzó el oído esperando escucharla gritar. El calor que se elevaba de las llamas lo distrajo un poco menos que el sonido de madera resquebrajándose y sufriendo la voracidad del fuego. Cerró los ojos ante el ardor del humo y tosió en su mano mientras comenzaba a sentirse débil. Adrenalina y asfixia pelearon en su cuerpo como sólo recordaba las peleas contra su Hollow en su mundo interior. No necesitaba ser doctor para saber que pronto se desmayaría. En ese segundo creyó escuchar la voz débil de Orihime y corrió a la parte que era clínica y no casa.

Sintió la temperatura bajar apenas un par de grados en esa parte de la construcción que el fuego comenzaba a tocar y se lanzó hacia una puerta cerrada. Vacía. Jaló la sábana de la camilla de los pacientes para cubrirse boca y nariz con ella y salió de nuevo. Apenas registró que el fuego cobraba más fuerza para saber que tenía poco tiempo. El techo ya comenzaba a llenarse con una nube negra que se aglomeraba sin poder salir al cielo nocturno. Fue a la segunda habitación de la clínica y la abrió con un golpe de su hombro para encontrar a su mujer sobre un costado, desmayada. Llegó a ella con un grito y le tomó el pulso antes de entrar en pánico. Sintió que su mano temblaba al no encontrar el pulso de la mujer y fue entonces que escuchó más vidrios explotar. Se quedó otro segundo inmóvil sobre el cuello de su esposa y suspiró con alivio cuando sintió el pulso de vida a pesar del temblor en su mano. Cubrió la nariz y la boca de Orihime con la sábana que había usado para él y, cuando el sonido de metal y vidrio chocando contra el piso le llegó de la habitación contigua, sólo pudo temer algunos de esos químicos en contacto con el fuego.

Sabiendo que eso alimentaría el incendio, cargó a su esposa y la sacó de la habitación de pacientes. Mientras intentaba correr y toser al mismo tiempo que cargaba a la mujer embarazada, el fuego lo alcanzó como una lengua que quemó su espalda. Y el dolor lo impulsó hacia el frente. Llegó al fin a la puerta de cristal que era entrada de la Clínica Kurosaki.

La puerta se resistió a ser abierta por la voluntad de una cerradura.

Maldijo con un grito mientras comenzaba a patear el cristal para romperlo.

Se desgarró la garganta tosiendo el humo que había en sus pulmones y se dejó caer de rodillas al piso, con el fuego a su espalda y el vidrio al frente. Apoyó a Orihime entre su cuerpo y el piso porque había menos humo y golpeó con el puño la puerta que no había cedido a sus patadas. Cuando vio luces rojas parpadeando en la oscuridad y una ambulancia detenerse frente a la puerta, pudo perder la consciencia con algo de esperanza.

.

Despertó con un terrible dolor de cabeza, de pulmones y con ganas de vomitar las entrañas. Los eventos de la noche pasada se le estrellaron en la cabeza como una avalancha de imágenes que lo llevó a saltar de la cama.

—Tranquilo, Ichigo —sonó una voz que creía olvidada durante años.

El ver a Urahara al lado de su cama en el hospital lo sorprendió menos que el sentirlo acercarse y tener los labios del hombre sobre los suyos.

Cuando la lengua de Urahara recorrió sus labios buscando entrada a su boca sintió de inmediato que su estómago se apretaba con asco, rabia y humillación. Apartó al pervertido con un golpe que —al menos esperaba— le rompiera esa pervertida quijada.

—¿Dónde está mi esposa? —gruñó al pervertido.

Apenas registró el gesto del idiota de las sandalias mientras se lanzaba a la puerta de la habitación de hospital.

—¡Orihime está embarazada! —gritó furioso ante el silencio del otro—. ¿Dónde está?

Sintiendo el miedo crecer en su interior a causa del silencio del tendero, intentó apartar de su cabeza la trágica línea de pensamientos que no pudo evitar. Algo en el gesto del cretino, en su silencio…

No. Se negaba a creer que Orihime y su bebé estuvieran muertos.

Se lanzó fuera de la habitación del hospital y corrió por los pasillos vacíos.

Mientras sus piernas lo impulsaban hacia adelante, mientras su cabeza le decía que tenía que encontrar a su familia, algo en el fondo de su mente le decía qué tan mal estaba la situación: no parecía estar en un hospital.

Sólo dos pasos más lo llevaron a una gran extensión de… lugar. Vacío. Justo como lo habían estado los pasillos.

No había estación de enfermeras, no había pacientes, ni doctores, ni otras habitaciones…

En esa sala vacía salvo por el reluciente negro del piso y las paredes blancas, temió por primera vez ser él el muerto. Corrió de nuevo hacia adelante y cruzó esa sala vacía de vida. Cuando cruzó unas enormes puertas de doble hoja, se encontró bajo un cielo azul sin nubes y nada más que una explanada vacía adelante.

Caminó, tentativamente, hacia adelante. No había calles, no había personas, no había Karakura… ni Orihime, o… Kazui.

Sintiendo que la cabeza se le partía en dos, llegó hasta el borde de aquella explanada desierta y miró hacia abajo encontrando el mismo azul que había visto en el cielo sin nubes. Se sintió en medio de la nada. En una dimensión diferente. Dio un paso hacia atrás y miró ese lugar del que había salido. Era una estructura enorme. Casi cuadrada, salvo por columnas rectangulares que le recordaban lo que alguna vez hubo en su mundo interior. Parecía estar viendo una ciudad de rascacielos de vidrio y hormigón a la que se accedía por aquellas puertas que había cruzado.

Agitó la cabeza una vez para acomodarse las ideas y fue hasta que vio a Urahara esperando al lado de esas puertas que recordó dónde estaba… y lo que había hecho.

Mierda.

Agachó la mirada para evitar ver al hombre al que había golpeado. Cerró con fuerza los ojos y los abrió de nuevo al recordar la sorpresa herida que había visto en Kisuke. Apretó las manos en puños al lado de su cuerpo y se quedó allí, clavado en el piso de blancas baldosas, incapaz de perdonarse por el dolor que había causado.

Sintió al hombre acercarse y permaneció en esa posición hasta ver la punta de los pies en sandalias de Kisuke.

—Lo siento —dijo al piso tratando de sonar honesto y no sólo como un imbécil.

—No importa —le respondió la voz de Kisuke en tono plano—. Volvamos dentro.

Aún sin poder verlo, asintió en su lugar y siguió el camino que las sandalias marcaban para volver al interior del palacio. Lo siguió más allá de los pisos negros para encontrarse con algo que recordaba a la perfección. La sala de estar de paredes de madera, con mesa baja y un acceso a una cocineta en la que sólo se preparaba té, lo obligó a voltear la mirada hacia el frente. Kisuke estaba en esa cocineta, preparando té.

Tomó asiento frente a la mesa baja y guardó silencio mientras ponía orden en sus recuerdos. Mientras se recriminaba por lo que había hecho.

Debería haberse dado cuenta que no estaba en un hospital sólo al abrir los ojos: no había ninguna máquina, ninguna camilla, no había tenido una intravenosa clavada en la piel, ni había sonido alguno que avisara de sus signos vitales o tubos de respiración. Se maldijo por no haber comprendido más rápido, por haber reaccionado con un golpe cuando pudo haberlo hecho de forma diferente.

Escuchó, más que ver, el sonido de una taza ser depositada frente a él. Acercó la mano a la taza caliente esperando alcanzar primero la mano de Kisuke. Notó la velocidad del otro para evitar el contacto y escuchó también el sonido de esas sandalias de madera alejarse hasta el otro lado de la mesa baja, escuchó el roce de tela mientras sabía al hombre sentándose así de lejos de él. No podía recriminarle.

—Entiendo que en esa vida, ¿tu esposa estuvo en peligro? —preguntó Urahara con un tono calmado y comprensivo.

Y lo que él quería no era a un Urahara, sino a su Kisuke.

Asintió a las palabras, sin embargo, mientras tomaba la taza y sorbía el contenido. Aunque no estaba de humor para hablar de aquello que había sucedido, se lo debía al hombre que siempre lo escuchaba en sus peores despertares.

—Fuego. La casa se incendió.

Entonces se recordó despertando con el olor de algo quemado y el peso de una mala desición le cayó en los hombros como una tonelada de culpabilidad. Él podría haberlo evitado.

Se había despertado con ese olor… y se había convencido de que Orihime había quemado un guiso. En su defensa podía decir que no era la primera vez en esa vida… pero realmente no podía defenderse de nada, porque sólo habría tomado un par de minutos levantarse y comprobar qué sucedía. Así habría podido salvarlos.

—¿Kurosaki-kun? —llamó Urahara con tono precavido.

El nombre lo sintió como un nuevo golpe a su… ¿ego? Cuando despertó, antes de golpearlo, antes que lo besara; lo había llamado "Ichigo". Ahora, de nuevo, era "Kurosaki-kun". Un estallido de rebeldía impulsó su cuerpo hacia Urahara, necio a no perder la cercanía que había obtenido con el hombre.

Urahara se levantó de su asiento con una velocidad de batalla y evitó siquiera el roce a su ropa.

—Tal vez debemos dejar la plática para después —dijo el hombre calzándose el sombrero con ahínco y marchando fuera de la habitación.

Se quedó mirando la mano que había fallado en retener a Urahara, que había fallado en alcanzar a Kisuke.

"A la mierda… No voy a jugar a esto contigo, Urahara. Me rechazas cuando me acerco pero quieres cercanía cuando a ti te conviene. ¡¿Quién es el egoísta ahora?!"

Aquellas palabras le llegaron como un eco de otro tiempo, de otra vida. La rabia, la indignación, que lo habían llevado a decir eso se le clavó como una espada en el pecho al darse cuenta que sus papeles se habían invertido en esta vida. Ahora era Kisuke el único con derecho a decir eso.

No me dejes!" quiso gritarle al hombre con el que había pasado tanto, pero se atragantó con las palabras al recordar el gesto de dolor que le había visto en el rostro… que él había puesto en ese rostro que tendía a resguardar las emociones.

Como si esa imagen nunca fuera a dejar su mente, lo vio agrandando los ojos y relajando la quijada como si fuera a abrirse la boca para decir algo o para callarlo; la humedad que comenzó en sus ojos como si fuera de lágrimas sin derramar y, por último, la quijada terca —cubierta de incipiente barba esmeradamente descuidada— tensarse con la terquedad de mantenerse fuerte. Su mano buscándolo cuando escapó de la habitación.

No pudo detener la marcha de Urahara justo cuando se daba cuenta cuánto dolor le causaba. Y no podía ser más egoísta con él de lo que ya había sido. Sabía que tenía que dejarlo ir.

Lo sabía y, aún así…

Se levantó de su asiento para perseguir al científico —al hombre—, y ya había perdido segundos de ventaja.

Lo encontró en su habitación, dándole la espalda a la puerta de entrada.

Se acercó a él, sin buscar sigilo pero sin hacerse presente tampoco. Lo abrazó por la cintura sintiéndolo tensarse por el contacto, o por el gesto.

—¿Kurosaki-kun? —soltó Kisuke sonando sorprendido.

—Lo siento, Kisuke. Perdón por golpearte, por haberte lastimado, por haberte usado; perdón por necesitarte como mi piedra angular, por ser lo que soy, por…

Kisuke lo detuvo apretándole con fuerza los brazos que aún lo rodeaban. La fuerza que usaba se sentía más como un desesperado intento de mantenerse en una pieza que el tratar de apartarlo. Respondió a su fuerza apoyando su quijada en el hombro frente a él.

—No te disculpes, Kurosaki-kun. Sabía en qué me involucraba desde el principio, entendí los pros y los contras antes de tomar mi desición —dijo apenas recuperando un tono sosegado, aunque sonando plano—. Pero, en este momento, necesito estar solo para sujetar mis emociones y recordar qué decisión tomé cuando lo hice.

Movió la quijada de su hombro sólo para besarle la nuca y apretarlo más en su abrazo. Así, también se negaba a obedecer —aunque no hubiera recibido una orden sino una petición—.

—Si te dejo en este momento, siento que se va a romper algo más… que voy a romper algo más —le dijo pemitiendo que su voz mostrara su pena—. Sé que soy egoísta pero…

—No lo eres —lo interrumpió Kisuke sonando desesperado.

Él era el egoísta. Él era quién había sido egoísta en su investigación del Hougyoku, él había sido egoísta al solamente dejarse vagar por un Japón tras una gran guerra, había sido egoísta al utilizar a un adolescente para arreglar sus errores, al haberle arruinado las posibilidades de una vida normal. Él era quien tenía que estarse disculpando por la felicidad que sentía al tener a Kurosaki-kun tocando su piel y desesperado por mantenerlo a su lado. Él era egoísta, y estúpido, al saber que Ichigo no lo amaba pero que permanecía a su lado porque lo necesitaba.

Ichigo ya es tuyo —le dijo Benihime en su mente—. ¿Para qué quieres que te ame y te abandone cuando lo puedes tener necesitándote siempre?

No es lo que quiero de él —le respondió a su intrusiva alma.

Eres un tonto, Kisuke —rezongó la princesa.

Lo sé.

—Dime qué tengo que hacer, Kisuke —dijo Kurosaki-kun interrumpiendo la voz de Benihime en su cabeza.

Las palabras del hombre a su espalda lo sorprendieron apenas y en su mente se estrelló una única palabra, una petición… una súplica: "Ámame". Pero jamás lo diría. Ya había abusado demasiado del confundido joven para obtener su propia satisfacción. Y entonces recordó más allá de las palabras que habían provocado esa sensación en él. Reconocer la pregunta implícita que le hacía le sentó como un baño de agua fría: El Rey le preguntaba cómo evitar estar roto; cómo frenar las vidas que vivía. No el como no romperlo a él.

Apretó de nuevo los brazos del joven, esta vez indicándole que lo soltara. Tenía que distanciarse de él y recordarse a él mismo que —sin importar lo que pasara entre sus cuerpos—, Kurosaki-kun, nunca lo vería como quería él ser visto. Pero, ¿cómo quería ser visto por Kurosaki-kun? Esa era la pregunta del día. ¿Cómo un amante? Porque así lo había visto ya —aunque no lo viera a él realmente sino a espejismos de otros— y tratado en consecuencia; ¿cómo un pervertido? Conseguido también. ¿Cómo alguien inteligente? Sin duda alguna: Se lo había dicho varias veces incluso.

En verdad quería que lo mirara como era en realidad, que cavara en lo profundo de lo que era y se encontrara con la oscuridad que enterraba en lo profundo de su ser… y que amara sus imperfecciones —que eran la mayor parte de él, si tenía que ser franco—. Pero Kurosaki-kun tenía demasiada luz en su alma como para mancharlo con su oscuridad. No quería… no iba a permitir que la luz del joven al que amaba se opacara por estar en contacto con él.

Aunque se tuviera que separar del Rey.

Tragó duro conteniendo una risa sarcástica al recordar las veces que el Rey lo había corrido de su lado y él, obstinadamente, se había quedado justo donde estaba; y ahora, que le pedía se quedara, comenzaba a pensar en una ruta de escape.

—¡Ey, Ichigo! —sonó la voz de la capitana Kuchiki desde atrás de la puerta.

Ambos miraron a la recién llegada que metía apenas la cabeza, ocultando su cuerpo, como si estuviera temiendo lo que le saltaría encima.

—Qué voy a ser ahora —siguió la capitana con una sonrisa de burla en los labios—, ¿esposa?, ¿enemiga?, ¿muerta? —y el humor ácido en su pregunta era un alivio en ese momento.

Al verse en compañía ajena, trató de zafarse del abrazo de Kurosaki-kun pero él no lo permitió. Aún abrazándolo por la cintura giró ambos cuerpos para quedar de frente a la recién llegada. Una ceja levantada de la mujer pudo más contra el terco ademán del Rey que sus intenciones de ser libre. Al fin lo soltó y, en su reiatsu, lo supo incómodo.

Sonrió ante la reacción del reiatsu ajeno; aun sin saber si era por la vulnerabilidad que sentía en el Rey o por haberse sentido rechazado una vez que su cercanía fue evaluada y condenada.

—Tanto tiempo juntos aquí solos y esto es inevitable —dijo Kuchiki-san con un suspiro de fingida resignación, pero un brillo de amistosa burla en los ojos.

Kurosaki-kun carraspeó.

—¿Qué quieres ahora? —gruñó el Rey como sólo lo hacía a su mejor amiga.

—Primero —comenzó ella seriamente—, saber si me vas a atacar de una forma u otra.

—No —respondió Kurosaki-kun fastidiado—. Aunque debería sólo por que sigues apareciendo sin avisar.

—Renji quiere entrenar contigo —siguió sin hacer caso a la provocación de Kurosaki-kun—. Y no es el único.

—No es recomendable —terció en su conversación, preocupado por tener a tantas personas reunidas en el palacio del Rey Espiritual.

—Ichigo se está volviendo loco encerrado aquí contigo, pervertido —retó ella—; de lo contrario no te hubiera abrazado.

Su única respuesta fue soltar una carcajada tras el abanico que desplegó frente a su cara. La pequeña Shinigami no tenía idea de que había dado en el clavo, y que él estaba plenamente consciente de la verdad en sus palabras.

—Eso no es cierto, enana —rugió al darse cuenta de la reacción de Kisuke—. Pero él sí que tiene razón; es peligroso que estén cerca de mí. Mi reiatsu es inestable por decir lo menos y sigue afectando a todos los que están cerca, ahora más que nunca —terminó molesto hacia Rukia.

—Mejor para todos —soltó ella en una respuesta jovial—. Tú ves caras diferentes, te distraes con entrenamiento y todos nos volvemos más fuertes.

Rukia saltó emocionada, con ese gesto que tenía de abrir los ojos con emoción —como cuando veía al maldito Chappy el conejo— mientras ese violeta se iluminaba. Sonrió como si su deseo se le hubiera cumplido y salió corriendo como si ya hubiera decidido las cosas. Sin importarle la negativa que había recibido.

Escuchó el aspaviento de burla que soltó Kisuke a su lado mientras los dos sentían el reiatsu de la mujer abandonar el palacio.

—Ahí va de nuevo la mujer que siempre te cambia la vida, Kurosaki-kun.

Volteó a verlo, esperando que notara la amenaza en su mirada.

—Ahora es "Ichigo", Kisuke —advirtió severamente—. Y no me importa cuántas veces me cambie la vida, eres el único que está en todas ellas.

Vio al hombre cubrirse los ojos con el gorro y la cara con el abanico que parecía estar en su mano para desesperar a tantos.

—Cuidado, Kurosaki-kun —le dijo en ese tono cantarín que siempre acompañaba al abanico—. Puede parecer que te estás enamorando de mí.

Sonrió con sarcarsmo a las palabras de Kisuke sin saber si lo incitaba o si lo provocaba. Pero aceptando, con gusto, esta batalla que presentaba.

—Cree lo que quieras, Kisuke —dijo mientras lo jalaba de vuelta a su abrazo para besarlo.

Sintió el cuerpo de Kisuke relajarse y corresponder el beso. Le quitó el abanico de la mano, el gorro de la cabeza y lo tomó de nuevo.