Sangre y Tinta
Ya ni siquiera era capaz de ver cualquier muestra de opulencia a la cual estaba acostumbrada. No por falta de intentos. Si decidía darse la vuelta, la recibiría la vista del ostentoso palacio de su familia, haciendo gala de una riqueza derrochada, a costa de una bancarrota moral. Al menos, hablaba por su padre, si era que alguna vez hubo algún depósito en ese aspecto suyo.
Miró hacia el cielo, notando que faltaban un par de horas antes de que el sol decidiera ponerse. Había terminado sus lecciones lo más rápido posible, a pesar de que esta vez hubo muchas más de las que debería. Aunque sabía que era su responsabilidad, había momentos en los que quería un descanso.
Los plebeyos junto a los que pasaba se inclinaban ante ella en deferencia. Los habitantes de la ciudad estaban obligados gracias al apellido que cargaba. Los viajeros, por otro lado, miraban fijamente sus cuernos antes de mostrar tal reverencia. Humanos en su mayoría, si tenía que juzgar en razón de su falta de extremidades adicionales.
Kiyohime les sonrió, en especial a los que conocían bien su lugar. Una sociedad estaba destinada a derrumbarse si la base del palacio decidía que deseaba convertirse en la corona. Que estos humanos, la casta inferior de Yamato, supieran reconocer su linaje de un solo vistazo era algo digno de elogio. Las demás razas mortales podían sentir la herencia de su sangre cuando ella lo permitía, tal como estaba haciendo ahora.
Habituada a ser reconocida, continuó con su camino sin menguar en su paso. Abandonó la ciudad bajo la atenta mirada de los guardias. Nunca se hizo ilusiones de que lo que estuviese haciendo fuera de esas paredes se mantuviera en completo secreto. Todos esos hombres eran leales al señor feudal, y no los culpaba cuando era su padre quien tenía las vidas de todos en la palma de su mano.
El camino estaba empedrado, al menos el principal y solo hasta cierta distancia. Un letrero destinado a guiar a los viajeros se mantenía erguido a mitad del cruce. Ella tomó uno de tierra menos transitado y cuidado, que no tardó en llevarla hasta lo que parecía una cabaña cerca del bosque. Solamente se detuvo allí para cambiar su ropa por algo más cómodo, en especial su calzado, y realizar varios estiramientos antes de seguir por una ruta que no estaba marcada.
El bosque carecía de cualquier depredador importante; algún que otro lobo o zorro, pero nada que pudiera amenazar a los viajeros. Habría que adentrarse mucho más si se quería encontrar algo medianamente peligroso como un oso, porque los monstruos fueron cazados hasta la saciedad, y eran tan escasos que viajar se consideraba seguro.
En algún punto, se convirtió en un ascenso cada vez más empinado. Avanzó sin dar demasiada importancia al hecho, solo concentrándose en respirar para evitar el agotamiento. Una buena postura y respiración ayudaban a moverse sin cansarse demasiado, en especial cuando debía subir y bajar esta montaña casi todos los días. Las botas eran una bendición para este tipo de cosas, porque su calzado habitual habría sido más que solo un lastre.
Un torii que se camuflaba con los árboles de los alrededores le dio la bienvenida. Su desgaste hacía difícil distinguirlo del fondo, con grietas evidentes y secciones faltantes en la parte superior. Pasó a través mientras sonreía, porque ya estaba viendo su destino.
Recordaba la primera vez que vino a este lugar. Solo un templo destartalado, que se sostenía únicamente por gracia divina en lugar de las columnas y cimientos adecuados. El suelo crujiente del interior sonaba como un grupo de almas en pena cada vez que alguien daba un paso. El techo no estaba mejor, y todavía se preguntaba cómo era posible que no se hubiera caído con alguna de las lluvias torrenciales que ocurrían de vez en cuando.
Ahora, a pesar de no poder presumir de riqueza, se atrevería a llamarlo una mansión en comparación con su predecesor. Tenía más espacio disponible, las columnas eran más confiables y el techo no goteaba. Se sintió orgullosa al haber utilizado el dinero de su padre para hacer algo bueno. Tal hombre no iba a echar de menos unas cuantas monedas.
Ni siquiera fue capaz de acercarse cuando la puerta se abrió de golpe. Un par de niños iba a salir corriendo, posiblemente para jugar con los restantes rayos de sol. Al verla, se detuvieron y sus expresiones variaron. El niño frunció el ceño y dio media vuelta antes de volver al interior, refunfuñando. Por el contrario, el rostro de la niña pareció iluminarse como fuegos artificiales antes de salir disparada en su dirección, con los brazos abiertos.
—¡Kiyo-nee-chan!
Levantando a la pequeña sonriente, la hizo girar mientras la abrazaba. Ah, esto era vida. Deseaba que su hermanita fuese así de efusiva. Su timidez también era adorable, por supuesto, pero esperaba un recibimiento más fogoso cada vez que volvía a casa… También sabía que no era enteramente su culpa.
Miró directamente a los ojos púrpuras, acariciando su cabello negro mientras la dejaba en tierra. La sonrisa dichosa de esta niña era contagiosa, así que se encontró imitándola.
—¿No ibas a ir a jugar un poco? — preguntó, golpeando con suavidad su espalda para que corriera al interior —Que mi presencia no te detenga.
Sacándole la lengua de forma juguetona, la niña corrió hacia el interior del templo. Pasó junto a la pierna de un hombre alto, aunque, en comparación a Kiyohime, muchas personas eran altas. Vestía de forma humilde, con blanco y rojo como tema principal, aunque incapaz de ocultar sus músculos. Su cabello negro era lacio y largo, atado a los costados por bandas púrpuras, además de usar una cola de caballo. A pesar de su aspecto de un amable monje modesto, aquel hombre era un dios de la guerra.
—Si el grito emocionado de Mikoto no fuera delator de tu presencia, el ceño fruncido Ōka me habría advertido.
—Todavía sigo intentando que me acepte. — dijo con un suspiro —Simplemente…
—Solo dale tiempo. — pidió, alejándose del marco de la puerta tras cerrarla —Culpa a los nobles de lo sucedido con su pueblo. Verte reaviva su ira, y le da un objetivo real, no solo un ideal sin rostro. Pronto descubrirá el error en sus caminos.
—Confiaré en su sabiduría, Takemikazuchi-sama. — dijo mientras se inclinaba.
—Por ahora, estoy seguro de que no viniste aquí para hablar de Ōka.
Las manos del hombre estaban ocupadas con dos objetos, abanicos de hierro, sin punta y destinados para la práctica. Estaban desgastados por el uso constante, pero encajaban en las pequeñas manos de Kiyohime a la perfección. Se sintió relajada de inmediato. Incluso si no eran tessen, siempre cargaba con abanicos. La ausencia de ellos la hacía sentir un poco ansiosa y expuesta.
—¿Hiciste tus estiramientos en la cabaña?
—Sí.
—Entonces te guiaré a través de los katas. Repasaremos lo básico, seguido de tu pequeño experimento. — lo último fue dicho con una sonrisa.
Kiyohime asintió en respuesta y notó otro par en las manos de su maestro. Estos eran más grandes, ajustándose a las del dios a la perfección. Eran un poco más elaborados, pero se notaban mucho más viejos que el par sostenido por ella.
Tomando posición, siguió los movimientos de su maestro. Eran las formas más básicas del tessenjutsu, un estilo que se centraba en el contraataque en lugar de la agresión. Los abanicos eran, en cualquier caso, un último recurso en lugar del arma principal. Al menos, de forma convencional.
Kiyohime encontraba las armas indignas y carentes de belleza. Brutales, vulgares y bárbaras. Al menos, para una dama como ella, porque no podía negar el atractivo de las mejores hojas, forjadas por herreros de renombre y el estilo del que la empuñaba podría transmitir tal encanto como para seducir.
Pero el abanico era especial. Tenía un significado en las artes que superaba incluso al de los actores, solo igualado o superado por los protagonistas. Yamato-buyō, kyogen o kabuki, las artes los usaban de mil y un formas. Y ella, como bailarina, tal vez estaba siendo demasiado parcial en el asunto, pero podía evitarlo.
Así que, para Kiyohime, el tessen era el arma perfecta. Elegante como ninguna otra, más noble que cualquier cuchilla y de belleza sin parangón. También estaba el hecho de que nunca estaría desarmada, siempre capaz de protegerse a sí misma y su hermana sin ningún problema.
Pronto, los pasos básicos del tessenjutsu terminaron. Estaba tan acostumbrada a ellos que los hacía sin siquiera pensar. Su maestro siempre dijo que nunca debía temer al espadachín que ha entrenado mil cortes diferentes, sino al que ha practicado un corte mil veces. Le grabó a fuego el hecho de que nunca debería subestimar las bases ningún arte, aunque ya lo sabía. La danza era igual.
—Es bueno que no descuides tu entrenamiento. Ahora, continuemos. ¿Has traído una nueva coreografía?
La sonrisa de Kiyohime se amplió. Su pequeño experimento era adaptar coreografías personales del Yamato-buyō al arte marcial de los abanicos. Podrían decir que estaba perdiendo el tiempo, que era inútil intentar agregar algo a un arte marcial que ha estado funcionando, y arrogante cuando pensaba que dicho estilo era más antiguo que ella.
Pero no le importaba. Por algo se le conocía como «arte» marcial. Para ella no bastaba con golpear un objeto contundente contra el cráneo de las personas. De ser así, habría elegido el kanabō; a medida que creciera, iba a tener la fuerza para blandirlo sin problemas.
No. Kiyohime no se conformaría con menos. Refinaría el arte del tessenjutsu hasta que fuese no solo efectivo, sino hermoso. La elegancia y la belleza era la cúspide de la nobleza, un ideal que todos deberían perseguir y las artes marciales no eran diferentes. Si nunca se refinaban, si continuaban expresando tal barbaridad en lo que se denominaba arte, no serían mejores que animales.
Kiyohime iba a traer gracia a la guerra.
—¡Una vez más!... ¡Tus brazos se están extiendo demasiado!... ¡Tus dedos están demasiado flojos! ¡Sostenlo con más fuerza!... ¡Si vas a estar de puntillas, se más rápida, más ágil!... ¡Afianza tu base, te tambaleas ante cualquier brisa!... ¡¿Estás agotada con tan poco?! ¡Una vez más, y no olvides que tu defensa es lo más importante!
Un demonio. Takemikazuchi era un demonio. Amaba a su maestro, pero por algo era un dios de la guerra. Los katas podían ser calentamientos, por lo que se relajaba un poco e incluso a veces podía conversar. Seguía mostrando el cariño por el cual era conocido.
Pero, cuando llegaba la hora de la práctica real, se convertía en un demonio. Era estricto hasta hacerla desfallecer. Cualquier sonrisa se perdía, reemplazando su rostro apacible y amigable por un ceño fruncido que haría palidecer a los guerreros más valientes. Y no le avergonzaba admitir que la primera vez que lo vio se desmayó. Tenía nueve años y se había perdido en el bosque, justo cuando luchaba contra un monstruo errante. Decir que el dios la asustó más que la criatura sería quedarse corto, porque soltó un grito nada digno antes de perder el conocimiento.
Siguiendo las instrucciones mientras sus tímpanos eran abusados por las órdenes cual comandante, quería caer al suelo y descansar, por muy indigno que fuese el pensamiento. Y gracias a los dioses, su salvación llegó en la forma de la adorable voz de Mikoto.
—¡Take! ¡Kiyo-nee-chan! ¡La cena!
—Tomemos un descanso.
Reteniendo el impulso de vitorear cuando el amable Takemikazuchi volvió, ofreció un asentimiento. Más bien fue dejar caer la cabeza junto a los brazos. No había parte del cuerpo que no estuviese adolorido. Si bailar y practicar artes marciales eran difícil por separado, juntarlo era una pesadilla. Pero se esforzó en arrastrarse hasta el interior.
Lavando sus manos, se sentó en uno de los cojines. Mikoto se sentó en su regazo sin importarle que acababa de venir de entrenar. Abrazando a la ternurita, frotó su mejilla contra la de ella mientras la niña se reía. Ōka terminó de poner la mesa, exhibiendo el arroz, pescado y vegetales salteados. Nada demasiado exagerado, diría incluso que exiguo en comparación con su comida habitual. Pero no le importó.
La comida fue un asunto mayormente silencioso, a pesar de tener a la niña más pequeña sentada sobre ella, que de vez en cuando robaba un poco de su pescado y fingía ignorancia. La perdonó solo por ser adorable, pero, normalmente, nadie se metía con su carne. El primero en levantarse fue Ōka, llevándose los platos y palillos. Kiyohime y Takemikazuchi permanecieron sentados, mientras que Mikoto solo se quedó dormida. La ryūshu tenía ese efecto en los niños que abrazaba; su piel cálida era calmante, capaz de inducir somnolencia.
—¿Cómo ha ido tu relación con tu padre, Kiyohime?
La pregunta la hizo fruncir el ceño. Takemikazuchi era la única persona frente a la cual no ocultaba sus sentimientos. Su maestro la había visto en una gran cantidad de formas indignas durante su entrenamiento. Podía ser sincera con él, porque, a pesar de que el ceño fruncido estropeaba su rostro hermoso, no era nada en comparación con estar cubierta de barro.
—Padre y yo mantenemos una relación cordial.
Era verdad. Por mucho que el hombre la mirase como un monstruo, no exteriorizaba sus palabras. La formalidad era la base de su relación desde que tenía memoria. Sabía que no podía ponerle un dedo encima gracias a las costumbres de Yamato; al final, ¿qué clase de tonto lastimaría públicamente a una ryūshu? Podría no ser ilegal como el asesinato, pero su reputación caería en picado.
Escuchó al dios suspirar, por lo que apartó la mirada de él. En lugar de centrarse en lo que iba a decir, abrazó a la niña que se retorció un poco antes de encontrar comodidad. Esto la hizo sonreír levemente, a pesar de que se borró con las siguientes palabras:
—Sé que su relación no es la mejor, pero, ¿no te has puesto en el lugar de Mikoto?
Sabía lo que quería decir, y no pudo evitar apretar los dientes. No era su culpa. Ella no era la que evitaba mejorar su relación. Hizo todo lo posible cuando recibió el consejo por primera vez. Siempre fue rechazada, apartada y herida. Y sacar a relucir a la niña en su regazo, su situación de huérfana, era injusto.
—Hice todo lo posible. — se defendió de inmediato —No siente más que desprecio por mí. Cada vez que lo descubro mirándome, en cada una de las pocas ocasiones en las que estamos solos, es imposible no percibir el odio.
Y sabía la razón. No era su culpa, ella también era una víctima, pero fue tratada como la victimaria. ¿No entendía que compartían el mismo dolor, o él creía que el suyo era más importante, verdaderamente justificado? Y lo odiaba. Despreciaba cada fibra de su ser. Y con el paso del tiempo, su ya pésima relación solo iba empeorando.
El dios no insistió más en el tema, dándole la oportunidad para calmarse gracias a la lindura de Mikoto. Jugueteó con sus mejillas mientras veía cómo se formaba un ceño fruncido. Esto la hacía ver más adorable y sanaba su espíritu perturbado.
—¿Ha considerado mi oferta, Takemikazuchi-sama? — esta vez fue Kiyohime quien preguntó algo.
El dios frunció el entrecejo en contemplación. Sus brazos se cruzaron, golpeteando el dedo contra sus bíceps. Una pequeña muestra de indecisión, pero esperó pacientemente a que respondiera mientras se centraba en la niña que sostenía. No duró mucho tiempo, porque pronto lo escuchó suspirar.
—No estoy seguro.
—Estoy segura de que la vida en la ciudad les hará bien a los niños.
—¿No eres también una niña? — comentó con una sonrisa.
—Es diferente. — de inmediato se defendió —Soy una adulta.
Ya tenía doce años, cinco por encima de Mikoto y su hermanita. ¡Estaba en condiciones para dar consejos y hablar por su bienestar! Sus situaciones no eran para nada parecidas, en especial cuando se sacaba a relucir el hecho de que había estado atrapada estudiado durante tanto tiempo que no conocía la inmadurez.
—En cualquier caso, me gustaría quedarme con ellos el mayor tiempo posible.
—Y mi propuesta tomaría mucho de tu tiempo. — concluyó ella.
La fila para recibir no solo consejos de vida por parte de un dios de la guerra sería extremadamente larga. Apenas tendría tiempo para compartir con los huérfanos que estaba criando, lo que no sería justo para ambos. Estos niños habían encontrado una figura paterna a la que querrían tener cerca la mayor parte del tiempo.
—Puede que nuestra vida sea frugal, pero somos felices. Una felicidad a la que has contribuido.
Kiyohime sintió sus mejillas enrojecer, y fue incapaz de cubrirse porque la dormida Mikoto sostuvo sus manos. ¡Si no estuviera roncando, la acusaría de querer vengarse por tirar de sus mejillas!... O tal vez su naturaleza vengativa fuese demasiada que incluso lo hacía dormida.
—N-no es nada. — dijo Kiyohime, con la mayor dignidad que fue capaz de reunir.
—Es más que nada. — la contrarió con una sonrisa, pero no continuó con eso —Al final, creo que lo pensaré un poco más. Los criaré con un poco más de humildad, y tal vez vaya a la ciudad. Después de todo, no podemos seguir dependiendo siempre de ti.
—Pueden seguir haciéndolo. — dijo con convicción —Como nobleza, es mi obligación velar por quienes no pueden cuidar de sí mismos. Tal vez esté sobrepasando a mi pequeño yo al preocuparme por usted, pero prefiero pecar en tal arrogancia que hacerlo por indiferencia.
Era hipócrita. Tantos niños huérfanos a los que era incapaz de ayudar, tantos mendigos a los que le era imposible extender una mano amiga. Y estaba callando su conciencia mediante el egoísmo de ayudar a esta deidad y su pequeño orfanato en las montañas.
—Porque no hay mayor mal que la indiferencia. Incluso el más grande déspota cree que sus acciones son guiadas por la justicia. En cambio, aquel que no hace nada, condena a sus congéneres mientras mata su propio espíritu. ¿Sabes por qué?
—Un alma inmutable solo puede estancarse.
Su maestro sonrió y permanecieron en este silencio apacible. Kiyohime juró que los ayudaría siempre que estuviera en sus manos. Lo que sería por un largo tiempo. Después de todo, no tenía pensado ir a ningún lugar por el corto plazo. Contaba los días para presentar a su hermanita con Mikoto. Tanta ternura solo para ella…
Desgraciadamente, su padre no permitiría que su «única» hija fuera contaminada por inmundicia de los plebeyos, y peor: plebeyos humanos. Aunque no le importaba demasiado lo que hiciera Kiyohime. Por su parte, ella solo esperaba el momento de tomar el manto que le correspondía por derecho como primogénita. Era cuestión de tiempo tomar lo que era suyo.
§
II
§
—¡Pervertida desvergonzada!
Un grito de alma en pena despertó a Ryuu, quien saltó de la cama y llevó ambas manos a dos objetos diferentes. Una tomó la máscara que se adhirió de inmediato a su rostro, y la otra deslizó el sable fuera de su vaina. En menos de cinco segundos, estaba lista para luchar, ya que solo quedaba levantar la capucha.
Saliendo de su habitación porque reconoció la voz de Kiyohime, observó la puerta abierta del aposento de la chica. La propietaria temporal estaba solo en ropa interior, tratando de cubrirse con las manos mientras había un cuerpo inconsciente a sus pies. Cuerpo que se disolvió en una sustancia negra, dejándola aturdida por un momento.
A pesar de la incredulidad, notó que algo se acercaba por su costado y atacó. El golpe fue bloqueado por una hoja reconocible; era parecida a la usada por la asesina, pero con ciertos patrones que la hacían diferentes. En lugar de contemplar, retiró su sable antes de clavarlo en el rostro a través de una máscara. Esperó la salpicadura típica de la sangre, pero solo hubo líquido negro antes de que, nuevamente, la persona se deshizo en un cúmulo de algo extraño.
—¿Tinta? — dijo la voz de Kiyohime.
Ryuu volteó a verla, ahora tapándose con la manta. Su rostro se sonrojó al notarse observada, pero no hizo movimiento o dijo más. Ryuu, por su parte, percibió que la cerradura de la habitación fue forzada. También había ruido viniendo de la planta baja; creyó que se trataba del mismo que había estado escuchando hasta quedarse dormida, pero era de lucha. Estaba realmente cansada si solo se despertó con el grito de su compañera de viaje ahora un poco más permanente.
Las demás puertas se abrieron, y la primera en salir fue la diosa. Estaba visiblemente confundida, en ropa interior y pidiendo una explicación sin decir palabra.
—Algo está atacando. — proporcionó la elfa —Toma nuestras cosas. Y tú vístete.
Lo último fue dicho a Kiyohime mientras Ryuu avanzaba hacia las escaleras. Aquellas cosas, que contaban con constitución femenina, eran aliados de la asesina; el tipo de armadura negra, junto al arma que empuñaron, era una indicación evidente.
Mientras descendía, una de las atacantes estaba subiendo las escaleras. Ryuu la derribó con una patada, ignorando el escozor en la planta de su pie descalzo y saltando el resto de escalones hasta caer sobre el cuerpo, clavando el arma en su pecho. Como si necesitara más confirmación de su monstruosidad, su cuerpo volvió a aquello que Kiyohime llamó tinta.
Las cosas no iban mejor abajo. Supuso que más personas llegaron en su ausencia, porque en lugar del puñado que los recibió, la capacidad estaba a la mitad. Gracias a eso, todo era un desastre. La mayoría eran hombres como los que les dieron la bienvenida, golpeando a las invasoras con cualquier cosa que estuviera a su alcance: mesas, sillas e incluso vio a alguien usar un trozo de pan.
Una pequeña parte se escondía en la cocina, todas mujeres, algo que encontró denigrante. Pero podía entender que tuvieran miedo, porque los defensores estaban siendo superados. Los sables eran superiores a los muebles, después de todo.
Moviéndose hacia adelante, clavó el arma en la espalda de una que iba a apuñalar a un hombre que logró hacerse con un martillo. Era un enano, si su complexión lo delataba.
Robó el arma y detuvo a uno que venía por su costado, sorprendida cuando, junto al cuerpo, el sable se disolvió frente a sus ojos. Recuperó la suya y se defendió, pateando la rodilla de la atacante antes de decapitarla. Tuvo tiempo para reaccionar ante dos, logrando defenderse.
Las falnas eran una maravilla. No diría que todas sus habilidades se dispararon, pero su tiempo de reacción, movilidad y fuerza eran mejores que horas atrás. Y lo único que tuvo que hacer fue acostarse en una cama y permitir que la diosa hiciera lo que quisiera. Una parte de ella creía que era injusto; no importaba cuánto una persona decidiera entrenar, no podría hacer nada frente un Bendecido.
Luego de matar a sus agresoras, se percató de dos que se estaban colando hasta la parte superior. Intentó perseguir, pero un cadáver que cayó frente a ella la detuvo, en especial cuando una de esas cosas bloqueó su camino. Apretó el sable y esperó que Kiyohime hiciera su parte.
Kiyohime estaba de muy mal humor. Estaba teniendo un sueño agradable y nostálgico. La última charla que tuvo con su maestro, sin contar la despedida. Antes de que, al día siguiente, todo se fuera directo a Jigoku.
Sacudió la cabeza y continuó vistiéndose. Su temperatura ya comenzaba a elevarse cuando los destellos de lo poco que recordaba de la noche de su destierro amenazaban con volver.
Se detuvo cuando escuchó pasos acelerados, y sin terminar de atar la bota izquierda, salió de la habitación para ver a un hombre ser apuñalado en el pecho por simplemente salir a ver lo que estaba ocurriendo. Cuando el cadáver tocó suelo, ella se convirtió en el objetivo y recordó de inmediato que los tessen no estaban en sus fundas.
Actuando rápido, se movió justo al tiempo en que su oponente lo hizo. Si no estaba armada, su maestro le dijo que debía recurrir a cerrar la distancia lo más rápido posible siempre y cuando su agresor no tuviera una daga. No demasiado diferente del uso del tessen, exceptuando que no había hierro o acero para defenderse. Era denigrante luchar con las manos completamente desnudas, pero necesario.
Kiyohime golpeó el peto para hacerla retroceder y ganar algo de tiempo, someterla con lo poco de mano a mano sin abanico que conocía o tomar su arma. Grande fue su sorpresa al notar que abolló la armadura con sus manos desnudas y el dolor en sus nudillos no fue tanto como había esperado.
Sacudió la cabeza para salir del estupor y volvió a su habitación alquilada para tomar las fundas de cuero con las armas. No tenía nada más, ya que el resto de su ropa estaba sobre ella en la habitación de la diosa Dia.
Iba a atarse el cordón de la bota por segunda vez, pero escuchó más pasos y abandonó la habitación justo a tiempo para detener al que intentó entrar en el aposento de la diosa. Debido a que sabía que eran monstruos, golpeó con fuerza suficiente para matar. Y terminó convirtiéndose en tinta.
Negó con la cabeza y miró a otros más que subían. ¿No debería Ryuu impedirles el paso? ¿Acaso olvidó su trabajo? Tendría que mantener una charla con ella sobre responsabilidades.
Con su tessen izquierdo abierto, detuvo las dos hojas apenas lo suficiente como para no ser cortada. Rompió una rodilla y luego hizo a un lado a la caída para encargarse de la que todavía estaba en pie. Esta fue más inteligente y retrocedió, pero chocó con la que venía detrás y ambas cayeron.
Tomando la katana descartada, empaló a ambas antes de que pudieran levantarse. Quebró el cuello de la que intentó agarrar su bota, todavía fascinada ante la vista de ellos convirtiéndose en una sustancia espesa, tinta en realidad, que se quedó manchando el suelo.
Una más se coló, pero esta no estaba armada. Apenas sabían usar el sable oriental que les dieron, así que no le tomó demasiado deshacerse de esta invasora. ¿Qué estaba ocurriendo abajo? Percibía el ruido, acompañado de algunos llantos provenientes de las habitaciones circundantes.
Un puñado más terminó por subir. Sus armaduras estaban desgastadas, otras desarmadas, pero seguían superándola en número. ¿Qué, en nombre de los dioses, estaba haciendo Ryuu?
Ryuu estaba cubierta de tinta hasta los codos. El olor era desagradable, y la cosa demasiado viscosa. ¿Por qué todo lo hecho por las razas inferiores era tan asqueroso? La tinta en su bosque provenía de una fruta del Árbol Sagrado Noah, su olor era atractivo y solo se quedaba pegado a las hojas especialmente procesadas.
Chasqueó la lengua cuando un par de viajeros se interpusieron en su camino, impidiéndole detener a unos cuantos que estaban subiendo. No podía seguir así, se estaba agotando y todavía tenían un largo viaje por delante. Tampoco contaban con demasiada comida, porque escaparon del pueblo solo con lo que cargaba Ryuu.
Cortando los brazos de la armadura animada, se abrió paso hasta la cocina cortando cualquier cosa que se interpusiera en su camino. Estuvo cerca de decapitar al enano que salvó momentos atrás, pero le restó importancia. Pateó la puerta, sobresaltando a las seis mujeres que se estaban escondiendo; dos de ellas cargaban un parecido que la hacía deducir que eran madre e hija, una cocinera y la otra camarera.
Tomando un saco de una encimera, lo vació de las papas que estaban en su interior y, usando un trapo para no ensuciarlo con la tinta, comenzó a agarrar pan y meterlo allí. Aquello pareció despertar de su aturdimiento a la madre y la hija, porque la más joven se levantó de donde estaba, vociferando.
—¡¿Qué crees que estás haciendo?! ¡No puede simpl…
Ryuu la calló al apuñalarla en su pecho. Los ojos de la adolescente se abrieron con sorpresa, como si no pudiera creer lo que estaba ocurriendo. La elfa, no obstante, se sintió asqueada cuando la sangre que se escurrió se mezcló con la tinta. Pateó el cadáver y sumergió sus manos en agua para lavarlas; debió haberlo hecho desde un principio, así podría terminar todo más rápido.
La presunta madre, también incrédula, gritó mientras sostenía el cuerpo de su hija. Esto no duró demasiado, porque pronto se armó con un cuchillo. Tenía la intención de apuñalar a Ryuu por la espalda, pero perdió la cabeza por el mismo sable que mató a su hija.
Las mujeres restantes, que observaron el espectáculo con incredulidad desde su esquina, se mantuvieron en silencio y lo más pequeñas posibles. Se estremecieron cuando Ryuu las observó, intentado ver si estaban armadas o tenían intención de atacar. Ninguna contaba con deseos de luchar.
Luego de lavar sus manos, terminó de empacar el pan y esa asquerosidad de carne seca que prefería la dracónida, agregando verduras y agua en el proceso. Ni siquiera miró los cadáveres cuando salió, a pesar de que sus rostros la perseguirían junto a todos los demás. Notó, fuera de la cocina, que solo restaban un par de personas vivas y que Kiyohime estaba descendiendo. También estaba un poco manchada de tinta, al contrario que Dia, quien habría estado impecable de no ser por la preocupación bailando en su mirada.
Haciendo una señal para llamar la atención, Ryuu arrojó el sacó en dirección de sus acompañantes. Kiyohime lo atrapó antes de dárselo a la diosa y defenderse de un atacante. Durante ese momento, suspiró aliviada al ver que todas sus pertenencias, incluida la rama del Árbol Sagrado, estaban intactas. Pero no le dio muchas vueltas al pensamiento, las cosas estaban en su contra, así que era hora de inclinar la balanza a su favor.
Las palabras llegaron a su cabeza como si siempre las hubiera estado pronunciando cual mantra, a pesar de haberlas desconocido hasta recibir su Bendición.
—Guiada por el viento, no existe oposición en mi camino.
Mirando la posada que se incendiaba, no pudo hacer más que pucheros, molesta. ¡Allí se fueron la mayoría de sus reservas! Tampoco tenía muchas esperanzas en sus Onna-Bugeishas, pero esperaba un mejor desempeño que aquel. Se suponía que todas contaban con media Bendición, algo que las posicionaba sobre los mortales.
Miró a las obras que la estaban escoltando. Su armadura fue hecha con los detalles más finos, incapaz de distinguirse de la obra del mejor de los herreros sin falna. Sus armas eran de tal calidad que solo podría ser pagada por una Familia acomodada, y todo mediante su arte.
—Tú, realiza unos katas.
Sin un asentimiento, la katana fue desenvainada y se movió a través de diferentes katas básicos. No era una experta en la lucha con armas, por lo que solo fue capaz de pintar lo que conocía, pero había algo extrañó…
—¡Ah! ¡Hice mal las articulaciones!
Luego de ordenarle que siguiera repitiendo el mismo movimiento, tomó su pincel, tinta y papel de una de las presentes, la cual cargaba todas sus cosas. ¡Tenía que corregir tal afrenta al arte de inmediato! ¡Qué indigno de su parte mostrar al mundo un producto incompleto! ¡Qué vergüenza! ¡Lo peor era que hubo sobrevivientes que presenciaran tal desastre! ¡Quería morir!
—Tan apasionada como siempre.
Saltando ante la voz, su tinta se derramó. Incapaz de contenerlo más, rompió a llorar de frustración. Ahora ni siquiera tenía tinta con la cual arreglarlo. Tendría que volver a casa acompañada de tales obras fallidas.
Sintiendo un par de palmaditas, miró a la voz que le había hablado. Una mujer apenas vestida, portando dos katanas y todavía cubierta de sangre. Ni siquiera la estaba mirando, sino que se concentró en el fuego que momentos antes fue una posada.
—Kagekiyo… — la llamó con voz lastimera, lo que la hizo mirarla —Me quedé sin tinta. Y estas muñecas están mal.
Kagekiyo suspiró mientras miraba a la niña sollozante. No había parte de ella que no estuviera manchada de tinta, tal como las mangas de su kimono azul, las cuales eran viejas en contraste con la que cubría sus rodillas. Incluso su piel pálida y cabello negro fueron mancillados.
Cuidar niños no era lo suyo. Había otra persona más apta en la Familia, así que, ¿por qué su diosa vio oportuno usarla de niñera?... Lo hecho, hecho estaba. Cierto era que esa niña de diez a años era talentosa, una artista y Onmyōji sin parangón.
—No te preocupes, Ōi. — acarició su cabeza mientras hablaba —¿Por qué no regresas a casa y pides un poco más de tinta? Estoy segura de que puedes averiguar cómo mejorarlas si ves sus fallos mientras regresas.
Convencida ante la lógica, la niña asintió. Comenzó a recoger sus cosas en silencio, todavía malhumorada, pero con una meta más clara. Con esto se la sacaría del camino, y evitaría que su diosa la enviara a Yomi si encontraba siquiera un cabello fuera de lugar en la cabeza de esta chica.
Ahora, con respecto a su misión, al parecer la ryūshu y la enmascarada fueron Bendecidas por la diosa. ¿De qué otra manera pudieron enfrentarse y sobrevivir a las muñecas de Ōi? Solo esperaba que no fuesen una decepción al final.
