Disclaimer: D. Gray-man no me pertenece.
Voluntad exenta de vicio
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A Lenalee le dieron nauseas de solo pisar tierra firme, acostumbrada al constante bamboleo del barco sobre el turbulento mar. O quizás era porque sabía lo que bajar del barco suponía, y el pánico le había provocado una pálida.
Fuera como fuese, Lenalee se veía peor que de costumbre, toda pálida y ojerosa, y con una fina capa de sudor sobre la nariz. Y eso era solo por fuera, porque, sin saber exactamente cómo se veía, ella estaba convencida de que no reflejaban en absoluto, su estado de salud momentáneo. Le urgían los deseos de vomitar, y el pitido en sus oídos, constante y ensordecedor, era ya insoportable.
Aún así, entre jadeos, siguió caminando con el resto de sus compañeros -si es que podía llamarlos así, a pesar de que todos compartían el mismo destino cruel e incierto-, porque sentirse enferma no era una excusa para él.
Alzó la vista por no más de un segundo y medio del suelo para dirigirla sólo de soslayo hacia el hombre que había sido responsable de su desdicha por el último par de años, lo que habían tardado en llegar a esas tierras áridas y sin vida. Él no le provocaba buenas emociones; era una mezcla entre miedo y rabia, e impotencia, por no poder hacer nada respecto a las otras dos.
Bajó rápidamente la mirada de nuevo. No quería que él la viera mirándolo, no quería pensar en lo que eso podría significar.
Respiró profundo y siguió caminando.
Ahí no importaba quién habías sido antes de llegar a ese lugar; una vez caído en sus garras, las zarpas de Lvellie, ya no se era más un alguien. Y ahora ella tampoco lo era: era una esclava. Y eso era una subasta de esclavos. Tenía que procurar pasar lo más desapercibida posible; entendía su situación y sus compañeros ya se lo habían advertido. Se debatía entre dos opciones igual de malas; o pasar desapercibida y quedarse bajo el yugo de ese monstruo para siempre, o ser vendida y caer en las manos de algún desconocido que tendría para ella un destino que, con un poco de suerte, sería igual que el que tenía Lvellie para ella. Claro, también podía ser peor. La idea de que apareciera alguien que le ofreciera un mejor futuro estaba descartada de plano por todos allí. Nadie quería ilusionarse con una posibilidad inexistente. Pero a ella, de todos modos, le gustaba imaginar que así sería, justo antes de que alguien la bajara a la cruda realidad.
Es mejor diablo conocido que lo conocer, pequeña, no seas tonta, solían decirle los mayores. Personas de miradas vacías y cuerpos botados por la inclemencia de la vida. Sin esperanza alguna que los sostuviera ya en pie.
Se subió, al igual que el resto de sus compañeros de encierro, a una especie de tarima compuesta por unos tablones de madera que se veían bastante podridos a causa del aire húmedo de la costa y las termitas. Lenalee temió que fueran a quebrarse con el peso de todos ellos allí encima, pero lo descartó. A Lvellie no le convenía que la mercancía se dañara.
Se ocultó lo mejor que pudo en su propia presencia y se alegró una vez más de estar tan delgada. Así llamaba menos la atención. Miró la punta de sus pies y esperó.
El barullo típico del mercado sucedía a su alrededor sin importar si ella estaba o no ahí, la vida continuaba y el mundo seguía girando a pesar de ella y el resto. Levantó la vista ligeramente a través de su flequillo para ver con nerviosismo qué era lo que ocurría a su alrededor. Y ahí el tiempo se detuvo, cuando sus ojos se encontraron con otro par que parecía haberla estado buscando. Se sostuvieron la mirada un escaso segundo, sorprendida ella y tremendamente seria él, e intimidada, volvió a esconderse tras su cabello, esperando que aquello no tuviera malas consecuencias.
Y por un rato, así fue. Vio al chico con el que había hecho contacto visual hablar con Link, socio de Lvellie, lado a lado mientras ambos miraban en frente, y ella se sintió vigilada. Solo se miraban ocasionalmente, más parecía que se estuvieran increpando con la mirada a que estuvieran sosteniendo una conversación. Tampoco se veía como si fueran grandes amigos. Eso la tranquilizó por un momento y cerró los ojos para exhalar con alivio.
Cuando los abrió, sin embargo, las cosas habían cambiado: Link y el chico la miraban fijamente, y se sintió estremecer. El ambiente se tornó tenso de pronto y un pésimo presentimiento la embargó cuando vio al rubio sonreír con satisfacción. Oh, no...
Vio con espanto cómo Link le daba instrucciones a dos de los sirvientes encargados de montar y desmontar las subastas y de controlar o los esclavos cuando éstos no querían obedecer, y ella supo que iban a por ella.
Al parecer, los otros también lo percibieron así, ya que cuando miró a un lado y al otro en busca de ayuda, éstos sólo bajaron el rostro, apenados e impotentes. Cuando los dos hombres con mal aspecto llegaron a donde estaba ella de pie, Lenalee se dejó atar y ser llevada sin poner más resistencia que la de su corazón a ser doblegado. Mientras menos dificultades pusiera, mejor para ella sería, le habían dicho. Y ella obedeció, dispuesta a portarse lo más dócil que le fuera posible.
Se vio a sí misma de pie frente a su comprador. Link y los sirvientes ya se habían marchado, y ella se preguntó -No sin alivio- por qué no había pasado todo aquello por la supervisión de Lvellie. Aunque era de dominio público el placer que parecía sentir el anciano cada vez que ella se estremecía de miedo en su presencia, dudaba que Link, por iniciativa propia, hubiese preferido ahorrarle tener que pasar su transacción por las manos de Lvellie. Algo tuvo que haber pasado allí.
Él gruñó apenas la tuvo enfrente y ella se estremeció, pegando el mentón al pecho para ocultar su rostro.
—Eh— le oyó decir, con tono hosco.
Ella se tensó.
—No te asustes, no te haré daño— le informó, con el mismo tono frío, como si estuviera quejándose con un poste al que encontró en su camino—. Cuál es tu nombre.
Y eso, ciertamente, la desconcertó. ¿Cuándo había sido la última vez que le había dicho su nombre a alguien? ¿Cuándo había sido la última vez que alguien se lo preguntó?
Dudó un poco antes de responder.
—Lenalee.
El sonido de su propia voz le sonó extraña hasta a ella. No era como si hablara mucho con los otros esclavos, en realidad, ellos siempre parecían estar más ocupados, auto compadeciéndose, más que en relacionarse con el desgraciado junto a ellos. Terminarían vendidos y dispersos por el mundo, de cualquier modo. Era simple protección. No reconocía el tono ni el timbre de su voz, antes, de niña pequeña. Tampoco recordaba la última vez que habló con alguien -si es que a eso se le podía llamar hablar-.
—Bien. Lenalee.
Tuvo que alzar la cabeza en un acto reflejo al oír su nombre siendo pronunciado por otro ser humano. Lo decía con tanta tranquilidad, como si quisiera saber cómo se pronunciaba correctamente, sólo porque sí. Entonces, la imagen y la voz del único familiar que le había quedado volvió a su cabeza como por arte de magia, como si lo hubiese olvidado y recordado todo en menos de un segundo.
Siguió mirándolo hacia arriba, con los ojos bien abiertos, y se dio cuenta de que era la primera vez que lo hacía. La primera de muchas. Era un hombre alto -altísimo, ¿o es que ella era muy pequeña?-, con una espalda ancha, oculta bajo capas de ropa sobrepuesta. Tenía facciones jóvenes, como si en realidad fuera un chiquillo jugando a parecer mayor, pero era tan grande que Lenalee dudó de su apreciación. Le miraba desde arriba, casi con desinterés y un poco de curiosidad, como quien se para a mirar qué piedra se ha cruzado en su camino. Tenía un aspecto desalineado, desordenado, y el parche sobre su ojo izquierdo le daba un aire aún más atemorizante que el de su sola expresión facial y su tamaño.
Solo el ojo que sí tenía a la vista le daba la impresión de que en realidad ese joven estaba disfrazado, fingiendo y aparentando ser alguien más que no era. Porque podía verse reflejada en ese único ojo color verde, y se veía a ella misma como lo que fue antes de perderlo todo.
Los deseos de llorar le picaban la garganta y bajó el rostro, avergonzada y temerosa de que él la viese soltar lágrimas. A Lvellie le disgustaba y ese chico no tenía porqué ser diferente.
—Yo soy Lavi— se presentó él, menos brusco, casi queriendo soñar amigable, aunque eso en realidad no fuese lo suyo.
La niña guardó silencio. ¿Qué es lo que debía decir o hacer en una situación como ésa? Hizo una pequeña reverencia, entonces, a modo de saludo, mostrando respeto y dándole a entender que sí le había oído.
Lavi, por su lado, esbozó una mueca entre sorprendido y complacido. La niña tenía los modales de una señorita, o al menos, noción de ellos, seguramente oxidados por el largo tiempo sin usarlos. Ser tratados como objetos siempre dañaba las costumbres de una persona. Quizás las cosas no eran tan malas, después de todo y sí podía hacer algo con ella.
—Vamos— dijo, sin más, y se echó a andar, esperando que la niña le imitara, lo que ocurrió a los pocos segundos, aún dudosa, pero convencida de que debía seguir órdenes y obedecer todo lo que él dijera.
Lavi caminó con pasos largos y pausados Gracias a la longitud de sus piernas, mientras un Lenalee trotaba tras él con pasitos rápidos y torpes, intentando no tropezar al darle alcance. Sin embargo, jamás se puso a su altura, siempre se mantuvo a una distancia prudente detrás de él. Medio metro por detrás, dos pasos a la izquierda, para no quedar justo en su punto ciego. Él se percató de esto, pero no dijo una palabra. No había nada que hacer por el momento.
Suspiró, agotado y miró la posición del sol. El medio día había pasado hace horas, y lo ideal sería que estuvieran de vuelta en la posada antes de que oscureciera por completo. No que a él le intimidaran las calles de esa rancia aldea costera, porque él podía arreglárselas de una forma u otra, pero andar con una niña a cuestas definitivamente dificultaba un poco las cosas. Para empezar, se había gastado todo el dinero de rápida disposición en la transacción. Ahora no tenían dinero ni para comer decentemente, ni para dormir en una posada, si es que se les hacía noche cerrada en el camino. Si estuviera él solo por su cuenta o con el abuelo como antes, no habría ningún problema, pero como no era el caso, los bandidos se transformaban, también, en un inconveniente de consideración.
Apretó las pocas piezas de cobre que aún quedaban en su bolsillo, esperando haber contado mal. Pero no era así, jamás era así. Lavi no solía equivocarse con esas cosas. Soltó un bufido desganado. No le quedaba otra que echarse a andar.
Lenalee lo siguió a la misma distancia todo el tiempo, incluso cuando él se detuvo a mirar el cielo unos cuantos minutos, y ella se preguntó para qué hacía eso. Parecía incómodo, y ella se tensó ante la posibilidad de que estuviera molesto. Cuando las personas más grandes y fuertes estaban molestas, solían desquitarse con los más débiles, y ella solía encontrarse en esa situación.
Solo esperaba que este joven -Su amo, tuvo que recordarse- tuviese conmiseración de ella.
Ambos siguieron caminando por el suelo árido. Habían dejado la zona urbana hace tiempo, y la noche les caía encima mientras aún estaban a mitad del sendero que parecía no querer llegar a ninguna parte, por lo largo y la escasez de vida al rededor. Más bien, no parecía que hubiese nada en lo absoluto, aparte de una que otra suculenta* a la orilla del camino.
Solo cuando ya era noche cerrada hace un montón de rato, y la luna y las estrellas brillaban en el oscuro firmamento del desierto, como si fuesen joyas en un manto negro. Lenalee se detuvo sólo un segundo a verlas, maravillada, pero constatando que no eran como las que ella había visto desde el barco, ni mucho menos las que alguna vez hace años, en la seguridad de su hogar con el único ser amado que tenía en ese tiempo, justo antes de perderlo todo.
El pelirrojo se volteó a verla, advirtiendo que el tintineo que ella provocaba con los aros de hierro en sus tobillos, símbolo de esclavitud, se detenía, pero no la apuró ni reprendió. No había nada de malo en que descansara un poco. No se había quejado ni dicho palabra alguna desde que habían empezado a caminar, de seguro estaría agotadísima, y no era como si tuviera horas extra de descanso en su haber. Además, la veía elevar la vista al cielo y contemplar la inmensidad del universo en varias ocaciones a lo largo del recorrido, y si seguía haciendo las dos cosas a la vez, era probable que terminara tropezando, y eso sí que sería un problema, por el momento. Lo mejor era que se detuviera a descansar un poco si así lo requería, y que se detuviera a mirar las estrellas si así le apetecía.
No había problema con eso.
—¿Te gustan las estrellas, Lenalee?
La voz de su amo le hizo volver la vista a su horizonte, él se acercaba con una expresión seria y las manos en los bolsillos.
Asintió con la cabeza. Y eso pareció molestarle de alguna forma, porque hizo una mueca y luego se acuclilló hasta su altura. Por un momento, ella estuvo convencida de que iba a reprenderla.
—¿Por qué no me hablas?— en cambio, su voz sonó tan tranquila, tan pacífica, casi pidiéndole que sacara la voz.
—Uhm...— abrió la boca y luego la cerró, pensando exactamente qué era lo que debía decir— usted no me lo ha ordenado, señor.
El calificativo le provocó un pinchazo en el estómago.
—¿Y por qué yo tendría que ordenártelo?— sabía la respuesta, pero de todos modos quería oírla de sus propios labios, de su propia voz.
—Eso es lo que me ha dicho la gente del barco: que debía hacer todo lo que mi amo quisiera, sin cuestionar. Y abstenerme de lo que no.
A Lavi seguía -aunque no debiera, se recordó- sorprendiéndole la forma en que hablaba. De corrido, sin abreviar palabras y con una formalidad propia para dirigirse a su amo.
Levantó una mano con lentitud y la miró como si fuera el espécimen más curioso sobre la faz de la tierra, como si hubiese algo tras su cortina de cabello que fuera realmente digno de ver. Estiró el brazo, con cuidado, que ella no fuese a espantarse cual criaturita silvestre tras un movimiento brusco.
Lenalee se le quedó viendo, incapaz de mirar a otro lado que no fuesen esas facciones joviales y serias a la vez, ese rostro que se forzaba por manifestarse estoico y escéptico. Y esos ojos verdes ocultos tras un parche y varios mechones de caótico cabello colorín.
—Bueno— comenzó él, alcanzándola con la punta de sus dedos y tocando su cabello ligeramente—, yo no voy a pedirte nada que tú no quieras hacer, ¿sabes?— y el contacto se hizo más concreto, y despejó su rostro de los mechones que caían sobre él, dejando ver unos brillantes ojos violáceos y unas espesas y largas pestañas—. No debes tenerme miedo.
Pero como si aquellas palabras fuesen algún tipo de señal, ella se tensó en su lugar, bajando el rostro de inmediato, ocultándose del suave escrutinio de sus ojos verdes.
¿Por qué sentía que le faltaba el aire?
Lavi gruñó en su lugar, acto seguido, y apretó el puño que le acariciaba la mejilla, alejándose de ella, retrayéndola.
—Al menos no por ahora— acabó por decir, más bajo y ronco. Se puso de pie y le dio la espalda—, hasta entonces, haz lo que tú quieras.
Y se echó a andar en la dirección contraria, dejando a la niña ahí con un corazón palpitante y una sensación de desazón en el pecho. Vio su espalda alejarse de ella, y tuvo la necesidad de correr hacia él. Algo en su interior le decía que no lo dejara marchar.
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*Las suculentas o crasas son aquellas plantas en las que algún órgano o especialización se ha modificado para permitirles un mayor almacenamiento de avua que al resto de las plantas. Un ejemplo es el alóe vera o el ágave.
¡Uff! Este capítulo me ha costado mucho. La verdad, estaba buscando una excusa para publicarlo, porque en realidad no deberí hacerlo: debería estar estudiando. De hecho, lo tuve que hacer por partes; porque lo escribí en los ratos libres entre un tema y el otro.
Espero que me digan si les gusta.
