2004

A un lado del camino que lleva a la villa, el que sigue parte del desfiladero, hay un pequeño bar de carretera. En realidad queda cerca del pueblo. Es fácil de reconocer, no hay más por la zona, además, si preguntas por la vidente, extraño sería que no supieran decirte. Más difícil es encontrar a quién preguntar. Pero da lo mismo, no tiene pérdida.

Sentada en una de las mesas de fuera, no al sol, eso sería morirse, sino debajo del tejadillo del porche, hay una mujer casi perenne. El pelo moreno, algo revuelto, le cae hombros abajo. En otro tiempo lo llevó más corto pero no ahora. Tiene la piel dorada por el sol, algo muy común en aquella zona. Ni muy joven, ni muy vieja; ojos marrones, talle medio… Ningún rasgo excepcional que la delate. Sin embargo es bastante conocida por los alrededores. No es que se formen colas inmensas para ir a verla, pero si te dejas caer por ahí, bien puedes pedirle consejo. Es la vidente. No es que vea el futuro precisamente, eso lo avisa ella a todos los que creen que les dirá la fecha exacta de su muerte, pero sí es sensible a cierta clase de energías que se le escapan a la mayor parte de los mortales, entre los que me incluyo.

Echa cartas porque a la gente le gusta el espectáculo, en realidad no le hacen ninguna falta. Analiza a la persona, siente sus impulsos, sintoniza con sus ondas. Por eso insiste en que no ve el futuro, pero lo mismo da, la fama ya se la han creado. Ha aprendido a no luchar contra eso, al fin y al cabo es ese reconocimiento el que trae a gente nueva a la que, de no ser así, no podría ayudar. Pero no todos acuden a ese bar sólo para requerir los servicios de la vidente.

Dentro de la pequeña construcción, con los ventiladores a máxima potencia y aún así sintiendo el calor, un poco más allá de la barra del bar, entre los indispensables fogones de la cocina, se preparan las mejores hamburguesas con gofres de todo Nuevo México. No hay que comprenderlo, hay que probarlas.

Su orgulloso creador viste de impecable blanco, pantalones, camiseta, delantal y birrete. Podría jurarse que lo sacaron de las cocinas de un buque del ejército y lo colocaron en el desierto, en medio de la nada, sin que dejara de cumplir órdenes, las de la cocina. Podría jurarse si no se supiera que nunca antes había sido cocinero. No obstante, afición tenía, y poco le costó hacerse con el manejo de los utensilios cuando el antiguo cocinero del lugar, y ahora regente del bar en retirada, decidió colgar el delantal. Esto ocurrió poco después de su llegada al pueblo, hace ya dos años.

Él y la vidente habían llegado juntos. Desembarcaron en una de esas rancheras de cuidad que ni son rancheras ni son para ciudad, pero al menos su color plateado repelía parte del calor que los rayos del sol infligían sobre aquel todoterreno. Pararon preguntando por combustible para seguir su camino y acabaron deshaciéndose del auto.

Corría el año 2002, hacía prácticamente el mismo calor y aquellas dos almas perdidas acababan de desaparecer de los registros civiles.