CAPITULO II

Harry balbuceó excusas absurdas y apresuradas cuando llegaron al lugar donde habían escondido sus escobas. Y ante la mirada atónita de sus dos amigos, su Saeta de Fuego salió disparada a toda velocidad, del mismo modo que lo hacía cuando su dueño divisaba la snitch dorada durante un partido.

–Son imaginaciones mías, o Harry ha salido zumbando en sentido contrario al que se encuentra su casa. –dijo Dean todavía perplejo– Porque si no me equivoco, en esa dirección está el lugar del que ahora mismo venimos. –dirigió una mirada inquieta a su pelirrojo compañero– ¿No sería mejor seguirle?

–¡Bah¡Déjale! –Ron esbozó una sonrisa divertida– Mucho me parece que Harry ha pasado página y todo ese sufrimiento que parecía corroerle esta tarde, ha caído ya en el olvido.

¡Vamos, que vuela detrás de otro amor ciego! –sonrió también Dean, aliviado.

Ron dejó escapar una pequeña carcajada.

–Los amores de Harry siempre son ciegos, por eso nunca da en el blanco. –se burló sin malicia el pelirrojo– Pronto estará guarecido en algún rincón oscuro, supongamos que bien acompañado y preparándose el terreno para un nuevo desengaño.

–¡Pues vámonos! –dijo Dean montando en su escoba– Porque es inútil buscar a quien no quiere ser encontrado.

Y ambos amigos emprendieron el vuelo de regreso a sus hogares.

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El aire nocturno batía contra su rostro, enredando sus cabellos negros, tan embrollados como sus pensamientos. Su escoba volaba tan deprisa como su corazón latía, nervioso y excitado. Y temeroso. Tenía que ser un hechizo muy poderoso el que había rendido sus sentidos esa noche tan pronto sus ojos se habían posado en la persona de su rubio enemigo. En realidad, su intención había sido evitarle. Si con alguien no quería topar esa noche era con Draco Malfoy. Y como suele suceder, lo contrario a lo que más deseas, es lo que primero acontece. Cuando Ron, Dean y él se habían separado, sus pasos le dirigieron hacía la parte del amplio salón que daba a los hermosos jardines que rodeaban la mansión. Y justo delante de uno de los ventanales que permanecían abiertos para dejar correr el aire en el abarrotado recinto, estaba él. Inconfundible pelo platinado resaltando entre el mar de cabelleras negras que le rodeaban. Incluida la de su pareja de baile. Su primer instinto había sido el de volver sobre sus pasos y alejarse de más que de posibles problemas. Pero algo le retuvo, clavando sus pies en aquel rincón discreto donde permaneció durante largo rato. Sólo contemplándole. Comprobando que Malfoy brillaba con luz propia. Tuvo que admirar la elegancia de sus gestos, el donaire de sus pasos deslizándose sobre las baldosas de blanco mármol. Su cuerpo esbelto, tan flexible como un junco mecido por el viento en los brazos de aquel hombre que le ceñía con codicia, como si temiera que alguien pudiera arrebatárselo. Se preguntó quien sería aquel mago a quien Malfoy sonreía, con el que parecía mantener tan animada conversación mientras bailaban. El Slytherin se veía tan distinto a como Harry acostumbraba a verle en Hogwarts, que le costaba aceptar que fuera el mismo Malfoy con el que intercambiaban miradas de odio, en el mejor de los casos, tan solo de desprecio. Nunca le había visto bajo la luz con la que ahora le envolvía su mirada. Jamás se había dado cuenta de la delicadeza de sus facciones, de la belleza de sus rasgos. De que Draco Malfoy era hermoso.

Y después, había percibido aquel tenue destello de molestia en sus ojos. Ese gesto casi imperceptible de incomodidad. La soterrada ansiedad con la que su mirada de plata había recorrido el salón en busca de Harry no sabía exactamente quien. Pero de lo que sí estuvo seguro, fue de que el Slytherin trataba de encontrar a la persona que le librara de su acompañante, sin mucho éxito. Y que no lograrlo, le estaba causando un cierto desespero. Antes de que se diera el tiempo suficiente para pensarlo con prudencia, Harry estaba dando unos corteses golpecitos en el hombro de aquel hombre, reclamando un baile que no le había sido prometido. Una inequívoca expresión de alivio en el rostro de Malfoy, le dio la seguridad de que había hecho lo correcto. Después su bocaza, como siempre, le había perdido. Esa mala costumbre de que su corazón hablara sin pedir permiso.

El jardín de acacias estaba justo bajo él. Aminoró la velocidad y descendió suavemente, hasta quedar oculto entre sus ramas, desde donde divisó el balcón del que Malfoy le había hablado. Y despejando las dudas que le habían asaltado durante el corto trayecto, él estaba allí. Esperándole. Se había desprendido de la túnica de gala y a no ser por su rubio cabello, ahora casi blanco por aquella desmayada luz que la luna reflejaba también sobre su pálido rostro, no habría podido distinguirle enfundado en su oscuro atuendo. Estaba inmóvil, con los codos apoyados en el barandal de piedra. Sólo su cabeza se movía de vez en cuando, seguramente oteando el cielo, esperando verle aparecer en cualquier momento. No iba a hacerle esperar más.

–Como ves, he respondido a tu amable invitación. –dijo tan pronto llegó frente a él, deteniendo su escoba ante el balcón.

Había aparecido tan de repente, que Draco se había erguido, sobresaltado. Pero sus labios esbozaron inmediatamente una sonrisa al tiempo que sus ojos denotaban sorpresa mezclada con cierto alivio.

–¿Acaso no creíste que acudiera? –preguntó Harry sonriendo a su vez.

Voló lentamente hacia el interior del balcón y descendió hasta que sus pies tocaron el suelo. Draco se acercó a él, esta vez con una sonrisa que Harry no supo descifrar.

Era él. Por supuesto que era él. Nadie más montaba en escoba de esa forma, reconoció el rubio para sí.

–No lo dudé ni un segundo... –ágilmente sus dedos arrancaron la máscara del rostro del Gryffindor– ...Potter. ¿Cuándo un Gryffindor que se precie ha dejado pasar la oportunidad de demostrar que no se amedrenta ante nada, aunque para ello tenga que meterse en... un nido de serpientes? –añadió con sorna.

Harry parpadeó confuso y su instinto evaluó si era el momento de coger nuevamente su escoba y salir zumbando de allí o por el contrario seguir el juicio de su corazón de que aquellos ojos grises le estaba invitando a quedarse.

–¿Te has quedado ahora sin palabras, león? –se burló Draco– Buena maña te diste con ellas hace tan solo un rato, abajo en el salón. ¿O acaso tu discurso fue tan solo la bufonada que creíste que tu máscara protegería?

–Si eso es lo que crees¿por qué me invitaste? –preguntó el Gryffindor, embargado por el repentino temor de que, una vez descubierto, le despidiera a cajas destempladas.

–Porque todavía no sabía que eras tú. –respondió Draco francamente– Y desconocía tu habilidad para turbar el corazón con palabras tan perfectas.

–Así¿tu corazón se siente turbado? –inquirió Harry, esperanzado de nuevo.

–Más bien burlado. –respondió Draco sin poder evitar verter en su tono cierta decepción.

–No hubo burla en ninguna de las palabras que antes pronuncié. –aseguró el Gryffindor cerrando la distancia entre ambos– Sólo vocalicé la evidencia que se presentaba ante mis ojos.

Draco retrocedió un paso, inseguro. Deseando creerle y temiendo su mentira. Ansiando decirle que su corazón le anhelaba y recelando al mismo tiempo en entregárselo.

–Pareces olvidar quien eres. –dijo a pesar de todo, manteniéndose firme– Y también cual es mi familia.

Harry avanzó de nuevo y esta vez Draco no reculó, sino que tuvo que poner sus cinco sentidos en esconder el estremecimiento que asaltó su cuerpo cuando los brazos del Gryffindor le rodearon suavemente, casi con timidez. El Slytherin alzó sus manos, que quedaron reposando en el pecho del joven frente a él, indecisas en apartarle.

–Olvidaré mi nombre, si para ti es odioso; –susurró entonces Harry de la misma forma en que lo había hecho poco antes, mientras bailaban– renunciaré a mi apellido por ser para ti el de un enemigo.

Su voz logró que nuevamente cada centímetro de su pálida piel se erizara. Draco sabía que aquellos ojos no mentían. La intensidad de su mirada, la calidez con la que envolvía la suya, no podían ser fingidas. Contempló el rostro que le habían enseñado a odiar y que ahora, por alguna razón que tan solo Merlín conocía, hacía latir su corazón tan deprisa que golpeaba contra su pecho de forma casi dolorosa. Deseó la boca que en lugar de insultos, regalaba sus oídos con palabras dulces hasta esa misma noche jamás imaginadas. Aguardó la sonrisa que cada vez que iluminaba sus ojos verdes y sus deseables labios le dejaban sin respiración.

–¿Sabes lo que sucedería si alguien te descubriera aquí? –le recordó, inquieto– Algunos de mis allegados son demasiado pródigos en hechizos mal intencionados, por decirlo de forma suave.

–No hay hechizo ni conjuro, ni siquiera maleficio capaz de arrancar lo que esta noche ha nacido aquí. –respondió Harry poniendo la mano sobre su corazón– Ya no hay encantamiento capaz de apartarme de tu lado. Porque esta noche me has embrujado y no quiero que nadie me libere.

–Estas loco... –musitó Draco complacido.

–Sólo por ti.

Las manos de Harry abandonaron la cintura del Slytherin para tomar el bello rostro entre sus manos y acercarlo al suyo. Su mirada se detuvo unos instantes en la gris, que le devolvió su consentimiento. Besó sus labios suavemente, apenas rozándolos. Draco cerró los ojos, completamente entregado a aquel primer contacto. Sus manos dejaron el pecho del Gryffindor para abrazarse a él, al tiempo que su boca buscaba la húmeda tibieza que acababa de probar. Las manos de Harry liberaron el rostro del rubio para estrecharle contra su cuerpo y hundirse esta vez en la boca que ahora se abría para él. Le besó lentamente, saboreando cada caricia que le era devuelta, disfrutando de las manos que recorrían su espalda tan despacio como la lengua que agasajaba la suya.

–Tienes que marcharte –musitó Draco pasados unos minutos– Los últimos invitados deber haberse ido ya y mi madre no tardará en aparecer para preguntarme... –vaciló– ... cómo ha ido todo. Tal vez mi padre la acompañe.

Draco había dudado en mencionar el nombre del hombre al que sus padres esperaban que se uniera algún día. Pero no quiso romper aquel idílico momento entre los brazos de Harry con el recuerdo del mago que ahora, más que nunca, detestaba.

–Harry, por favor... –insistió siendo al fin él quien, renuente, abandonó el cálido refugio que le acogía– ...no quisiera que esta noche tan perfecta acabara en un disgusto.

Harry obedeció remiso.

–No sé si aguantaré hasta mañana las ansias de volverte a ver... –acarició con ternura su mejilla– ...de besarte... –unió sus labios a los del Slytherin en un corto beso– ...de tocarte...

–Nos veremos en el tren, dentro de unas horas... –trató de consolarle Draco mientras sus labios eran nuevamente acariciados– ...aunque no creo prudente que nos vean juntos... mmm... Harry...

–Tienes razón. –convino por fin el Gryffindor, liberando su boca– Más vale que de momento nadie sepa de este encuentro. Ni de los que vendrán. –sonrió ilusionado.

Y de repente, la estridente voz de Daphne les devolvió a la realidad.

–¡Joven amo¡Mi señora ama le reclama, joven amo!

Draco empujó a Harry hacia la oscuridad de la esquina donde la luna no alcanzaba a derramar su descolorida luz.

–Dile que voy enseguida, Daphne. –respondió Draco recuperando el aplomo que durante unos segundos había perdido.

La elfina, obediente, volvió al interior de la habitación para dar el recado.

–¡Ahora si debes irte! –susurró Draco– ¡Vete antes de que salga a buscarme otra vez!

–¿Pensarás en mí? –preguntó Harry desde la umbría de su rincón.

–Pensaré. –respondió Draco ya nervioso.

–¿Soñaras conmigo? –volvió a preguntar el Gryffindor, haciendo méritos para acabar con la paciencia de su amado.

–¡Soñaré! –dijo Draco entre dientes– ¡Así que vete antes de que soñarte se convierta en pesadilla!

Harry salió de la oscuridad que le ocultaba con su escoba ya en la mano.

–Bésame, –rogó– el camino es largo y quiero llevar tu sabor en mis labios.

–Gryffindor tonto... –musitó Draco a pesar de todo muriéndose de ganas de complacerle– ¡Y ahora vete!

La voz de Narcisa Malfoy sonó peligrosamente cerca del balcón.

–Draco, hijo¿qué haces ahí fuera tanto rato?

Draco hizo un rápido y contundente gesto al Gryfindor para que se largara de una vez y éste, no sin antes soplar un beso en su dirección, desapareció a toda velocidad perdiéndose en la negrura de la noche.

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Ron y Hermione entraron en el compartimiento donde se encontraban el resto de sus amigos tras la tediosa reunión de prefectos.

–¡Cada año lo mismo! –se quejó Ron dejándose caer al lado de su hermana.

–No reniegues. –le amonestó Hermione haciéndolo a su lado– Al menos Malfoy no estaba. Siempre acabáis a la greña.

–La estúpida de Parkinson ha cumplido muy bien con el papel. –gruñó el pelirrojo.

–¿Habéis visto a Harry? –preguntó Ginny a su hermano.

–No. –respondió Hermione de inmediato, antes de que pudiera hacerlo Ron.

–¡Hace horas que se fue! –intervino Neville.

–Estará en algún otro compartimiento, saludando a los amigos. –dijo Ron, con aparente despreocupación– O con Dean. –añadió notando que éste no se encontraba allí.

–Dean fue a buscarle. –dijo su hermana– Hace rato.

Hermione miró a Ron, también intranquila.

–Tal vez debiéramos echar un vistazo, Ron. Somos prefectos y...

–Oh, vamos, Hermione. ¿Qué crees que puede pasar en un tren? –el pelirrojo soltó un resoplido– Esas serpientes no se atreverán a hacer nada en un lugar del que no puedan escapar después.

–Sigo pensando que... –empezó otra vez Hermione, ya en ese tono de "vamos a hacerlo porque yo lo digo" que sacaba de quicio a Ron.

Pero nadie supo lo que Hermione pensaba, porque en ese preciso momento se abrió la puerta del compartimiento para dejar paso a un más que feliz Gryffindor de pelo negro, mucho más alborotado de lo habitual. Harry se sentó en el asiento libre al lado de Neville, sin apreciar todas las miradas que en ese momento caían sobre él. Antes de que nadie pudiera preguntar se abrió nuevamente la puerta, que esta vez atravesó un preocupado y después muy cabreado Dean Thomas.

–¿Puede saberse donde estabas? –casi gritó al ver Harry tranquilamente sentado– ¡Te he buscado por todo el tren!

–Dando una vuelta, saludando gente. –respondió Harry encogiéndose de hombros.

Y nadie pudo sacarle de ahí.

En otro vagón, no lejos de allí, un ciertamente histérico Blaise Zabini interrogaba de igual forma a Draco, quien se limitó a devolverle una mirada fría y soltarle un cortante "métete en tus asuntos".

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Las semanas siguientes fueron verdaderamente difíciles. Para los dos. Pero especialmente para Harry, mucho más efusivo y temperamental que su pareja. Además de tener que lidiar con la implacable persecución de la que era objeto por parte de un furibundo Blaise Zabini. Harry no acertaba a adivinar el porqué de aquel odio mucho más exacerbado de lo que era habitual dado que, con gran esfuerzo, había logrado silenciar a sus dos compañeros sobre su incursión a la mansión Malfoy. Había tenido que emplearse a fondo e inventar muchas excusas para convencerles de que era mejor mantener la relativa paz que, con la excepción de Zabini, se daba entre Gryffindor y Slytherin en aquellos momentos. Podía decirse que era el principio de curso más tranquilo que habían disfrutado en mucho tiempo. A pesar de que el Slytherin ya le hubiera retado en duelo en un par de ocasiones. Y en ambas, después de recibir toda clase de improperios e insultos y de haber estado a punto de recoger el guante, la mirada suplicante de Draco, siempre detrás de su enfurecido amigo, le había hecho tragarse su coraje y retroceder en su intención.

Miradas furtivas de mesa a mesa durante desayunos, comidas o cenas. Intercambio de palabras cargadas de dobles sentidos en los pasillos, pronunciadas con fingido desaire. Ojos que se buscaban ansiosos durante la clase de Pociones o de Transformaciones. Y lechuzas cansadas de llevar mensajes desde la torre de Gryffindor a las mazmorras de Slytherin y de las mazorras a la torre otra vez para concertar encuentros clandestinos en la Torre de Astronomía cada noche que era posible.

Una de esas noches, antes del toque de queda, Harry volaba por los pasillos en dirección a esa torre que, después de la de Gryffindor, se había convertido en su segundo hogar en Hogwarts. Habían tenido una dura semana de exámenes y ni él ni Draco se habían visto más que en las clases conjuntas y apenas a las horas de las comidas. Pero por fin era viernes por la noche y estaban tan ansiosos el uno del otro que habían decidido adelantar la hora habitual de su cita para recuperar el tiempo perdido.

La impaciencia de Harry por llegar a su destino le había llevado a una loca carrera, que al doblar una de las esquinas del largo pasillo, acabó abruptamente cuando arremetió contra el anciano Director de Hogwarts, quien tuvo apenas tiempo de sostenerse contra el muro para no caer al suelo.

–¿Dónde está el fuego, Harry? –preguntó con humor, a pesar de todo, Dumbledore.

–Lo siento Profesor. –se disculpó el joven– ¿Se encuentra bien?

–¡Oh, si! –sonrió éste– Por lo visto mis viejos huesos todavía son capaces de resistir los envites de la juventud.

Y como Harry hiciera gesto de volver a salir corriendo, el Director le retuvo con un gesto de su mano.

–Y dime¿a qué tanta prisa?

Harry sonrió, nervioso.

–Er… llego tarde. He quedado… –trató de parecer convincente– … y tengo que volver a mi sala común en… –consultó su reloj–… quince minutos, señor.

El Director pasó uno de su delgados brazos por los hombres del Gryffindor y empezó a caminar a su lado. Una sonrisa de complicidad asomó a sus labios. Miró a su alumno por encima de sus gafas de media luna, divertido ante la impaciencia que Harry apenas podía disimular.

–Debe ser una cita importante esta que te hace correr como un poseso por los pasillos. –Harry no respondió– Has tenido suerte de que fuera yo y no nuestro querido Profesor Snape quien tropezara contigo.

Esta vez Harry puso los ojos en blanco y no pudo evitar sonreír ante la indirecta del Director, sabedor de que, de haber sido así, en ese momento Gryffindor tendría un montón de puntos menos. Disimuladamente echó un nuevo vistazo a su reloj. Llegaba tarde. Y Draco era un fanático de la puntualidad, virtud en la que él no abundaba. Sin embargo, Dumbledore parecía no tener intención de soltarle.

–Déjame adivinar. –prosiguió el Director muy entretenido– ¿Tu corazón vuelve a latir después de haberme asegurado que no volvería a hacerlo nunca más? Aunque para estar muerto, debo decirte que tienes muy buen aspecto.

Dumbledore vio como su alumno enrojecía rabiosamente, seguramente recordando también la escena que tuvo lugar en su despacho poco antes de terminar el curso anterior. Cuando Harry había irrumpido en él con cara de desesperación, rogándole que le dejara ir a Londres aquel fin de semana para poder despedirse de Blake antes de que partiera a París. Petición a la que previamente su Directora de Casa, la Profesora McGonagall ya se había negado. Dumbledore trató de hacerle entender, de la mejor forma que pudo, que aquello era imposible; que ningún alumno podía abandonar la escuela bajo ningún motivo o circunstancia que no fuera de fuerza mayor. Y aquella no lo era. Después de una breve disertación sobre la juventud, el amor y sus circunstancias por parte del Director, Harry había abandonado el despacho inconsolable, asegurándole que su corazón jamás podría volver a latir por nadie más.

–Tal vez exageré… un poco. –admitió el Gryffindor avergonzado.

Dumbledore dejó escapar una pequeña carcajada, mientras daba unos golpecitos en el hombro de su alumno.

–Y bien, Harry¿vas a contarme quien es el afortunado que disfruta esta vez de la pasión de los Potter?

Harry miró al Director algo enfurruñado, porque el hombre parecía estar pasándoselo genial. Si bien él no se lo iba a pasar tan bien cuando llegara por fin a la Torre de Astronomía y Draco le hiciera pedacitos con la mirada y después tuviera que rogar y suplicar para arrancarle un beso. No le pondría las cosas nada fáciles para lo que pensaba pedirle esa noche.

–Supongo que no es un Gryffindor, ya que sino no andarías por aquí a estas horas. –prosiguió Dumbledore, empecinado en su interrogatorio.

–No, no lo es. –admitió Harry al fin.

Dumbledore sonrió.

–¿Otro Rawenclaw¿Un Hufflepuff?

Harry dejó escapar un profundo suspiro de resignación, dándose por vencido.

–Un Slytherin. –pronunció muy bajito.

Tanto que Dumbledore pensó que no había oído bien.

–Perdona, Harry, no sé si te he entendido porque... juraría que has dicho Slytherin.

–Eso he dicho. –reconoció el joven con otro suspiro. Un Slytherin que le iba a matar tan pronto le echara la vista encima.

Dumbledore parpadeó aturdido por lo inesperado de la confesión. ¡Un Gryffindor con un Slythein¡Merlín bendito! Aquello si era una sorpresa. Una agradable sorpresa. ¡Esa relación podría solucionar tantas cosas! Más teniendo en cuenta que el Gryffindor era Harry Potter.

–¿Y le amas? –preguntó con precaución, esperando que no se tratara de una burla de Gryffindor a la otra Casa.

Pero conocía a Harry, y aunque sabía tanto de su habilidad con la varita, como de su pericia para escabullirse después sin ser atrapado, estaba seguro de que el Gryffindor era incapaz de actuar de forma tan mezquina.

–Si, le amo. –reconoció su alumno– Le amo tanto que esta noche iba a pedirle… –sonrió algo azorado– …que se case conmigo.

Harry alzó los ojos hacia el anciano Profesor, que le miraba con estupor. Bueno, pensó el Gryffindor animado, parecía ser que al viejo Dumbledore todavía se le podía sorprender.

–Ya soy mayor de edad. –trató de explicar– Y él lo será en un par de días. Ya no necesitaremos el consentimiento de nuestros padres.

El Director de Hogwarts se detuvo de repente, tras lo cual se hizo un incómodo silencio.

–Pero Harry, –habló por fin Dumbledore saliendo de su trance– ese es un paso muy importante para que lo ignoren tus padres. Así como los de él. ¿Le darías ese disgusto a Lily? –preguntó el anciano que esa noche no ganaba para sorpresas.

–Es que… no hay otra forma. –respondió Harry apenado ante la mención de su madre– Nuestros padres no consentirán jamás.

–Bien, –dijo Dumbledore ya repuesto otra vez– yo puedo ayudaros, si lo deseáis. Hablaré con tus padres y los de ese joven. Estoy seguro de que James no se lo tomará tan mal una vez le conozca y compruebe cuanto os amáis. No se negará. Tus padres te quieren Harry, y desean que seas feliz. Aunque sea con un Slytherin. –sonrió Dumbledore, sin poder dejar de ver la ironía del asunto.

Observó que, aunque esperaba el efecto contrario, parecía que sus palabras habían entristecido todavía más a su alumno.

–No con este Slytherin, Profesor. –el joven titubeó antes de decir– Mi padre jamás aceptará a Draco Malfoy. Ni Lucius Malfoy me aceptará a mí.

–¡Merlín nos asista! –exclamó el Director sin poder evitarlo.

–¿Lo ve? –dijo Harry con amargo sarcasmo– ¡Hasta Ud. reconoce que es imposible!

Dumbledore empequeñeció todavía más sus ojos, totalmente concentrado. Miraba a Harry sin verle, mientras sus pensamientos corrían tan rápido como minutos antes lo hiciera su alumno por los pasillos. Una oportunidad única, se dijo. Los herederos de Potter y Malfoy enamorados y dispuestos a unirse en matrimonio. O al menos uno de ellos lo estaba. Y conocida la pasión de Harry, no creía que Draco tuviera opción anegarse. El entusiasmo del anciano Director crecía por momentos. La ocasión de que largos años de enemistad y disputas acabaran con aquel matrimonio era sin duda singular. No podía dejarla escapar. Las casas de Gryffindor y Slytherin por fin hermanadas, sin lanzarse hechizos la una a la otra detrás de cada esquina. Hogwarts nuevamente un remanso de paz… Y lo que era todavía más importante, James Potter y Lucius Malfoy sentados a una misma mesa, renunciando a sus rencillas y brindando por sus hijos. Bueno, tal vez conociendo a ese par se estaba precipitando un poco, reconoció. Pero todo se andaría.

–Bien, Harry –dijo con una satisfecha sonrisa que desconcertó al Gryffindor– celebraré ese matrimonio si el Sr. Malfoy te acepta. Después, a hechos consumados, James y Lucius tendrá que replantearse muchas cosas…

La primera expresión de su alumno fue de sorpresa, para dejar inmediatamente paso a una indudable agitación.

–Profesor… yo… –tartamudeó emocionado– ¡gracias!

–Y ahora, –le invitó Dumbledore con un gesto de su mano– corre a obtener esa respuesta.

Todavía no había terminado la frase, cuando su alumno ya había desaparecido como alma que lleva el viento en dirección a la Torre de Astronomía.

Esta vez Harry se la había ganado. ¡Vaya si se la había ganado! Una semana sin verle y se atrevía a hacerle esperar de forma tan poco cortés. Los ojos de Draco recorrían impacientes el camino desde la ventana de la torre, en cuyo marco se había apoyado, hasta la puerta, esperando que su amor apareciera de un momento a otro. Aunque iba a sudar tinta sino llegaba con una buena disculpa. Sus labios se fruncieron en un pequeño mohín. Sabía que no iba a resistirse demasiado cuando esos ojos verdes imploraran su perdón y seguidamente intentaran besarle. ¡Harry podía ser tan convincente cuando se lo proponía! Porque Draco amaba sus ojos, sus labios, sus manos; esa angelical expresión en su rostro de no haber lanzado jamás un hechizo mal intencionado; el rubor de sus mejillas cuando estaba excitado; el olor de su piel caliente y el sudor que la cubría después de haberle amado; los brazos que le refugiaban haciéndole sentir seguro; el pecho sobre el que solía quedarse dormido cuando estaba cansado; la voz que le susurraba palabras dulces, dejando sus sentidos embriagados; hasta esa enmarañada negrura a la que Harry llamaba pelo. Pero por encima de todo, amaba su corazón, el que se le entregaba en cada mirada y en cada gesto. Y si algo le reprochaba, era no haber sido el primero. Que Harry hubiera amado antes, aunque le jurara que él era verdaderamente el único, que su memoria había borrado todo recuerdo que no fuera el suyo.

Porque el corazón de Draco era tan virgen en amores como el resto de su cuerpo. La férrea educación recibida de su familia le había impedido cualquier desliz antes del matrimonio. Tenía que guardar su primera vez para el que algún día fuera su marido. Los Malfoy se regían todavía por normas y protocolos ancestrales, muchos de ellos en desuso incluso para los llamados magos de "sangre limpia", como era su caso. Reglas, que de no ser cumplidas, podían afectar fortunas y herencias. La respetabilidad y el honor de su apellido. Y Draco no había sido educado para incumplirlas. Algo avergonzado, se lo había acabado confesando a Harry cuando las caricias entre ambos habían empezado a ser más íntimas. El Gryffindor había sido tan comprensivo y cariñoso con él a partir de ese momento, que Draco no había podido sino amarle todavía más si cabe. Y no es que Harry no hubiera sido tierno y afectuoso hasta entonces. Pero oírle decir que no le importaba, que le amaba tanto que esperaría lo que fuera necesario, lo había sido todo para Draco. La confirmación que inconscientemente buscaba de que el Gryffindor le amaba realmente. Harry jamás llegaba más lejos de lo que él necesitaba, ni le pedía más de lo que Draco podía darle. Aunque la situación para el Slytherin empezaba a ser complicada. Porque le deseaba con toda su alma, pero también con todo su cuerpo. Al fin y al cabo Draco era un joven fuerte y sano y sus hormonas amenazaban con ganar la fiera batalla que mantenían contra su voluntad.

La puerta de la torre se abrió por fin y Draco dirigió su mirada afilada en esa dirección. Harry venía sofocado y jadeante, el rostro enrojecido por el esfuerzo de haberse comido los escalones de la empinada torre de dos en dos.

–Llegas tarde, Potter. –dijo secamente.

A pesar del recibimiento Harry avanzó sonriente. Pero precavido, sólo le plantó un beso en la frente.

–Lo siento, Dumbledore me ha entretenido. –se disculpó.

Draco se perdió unos instantes en el verdor de su mirada. ¡Merlín¡Si le hubiera mirado de esa forma desde un principio, cuantas palabras malsonantes hubieran evitado decirse a lo largo de aquellos años! Y como ya sabía que haría, claudicó.

–Te he echado de menos. –ronroneó, colgándose de su cuello.

Harry le ahogó en su abrazo y después en sus labios. Y él se rindió a las manos que le recorrían con hambre de tantos días. A la boca que devoraba la suya a besos ansiosos y ardientes.

–¿Qué quería Dumbledore? –preguntó después mientras deslizaba la túnica del Gryffindor por sus hombros.

–Saber porque corría de esa forma por los pasillos. –respondió Harry dejando que la prenda cayera al suelo.

Draco sonrió.

–Viejo curioso... –musitó al tiempo que aflojaba con impaciencia la corbata de su pareja y empezaba a desabotonar después la camisa con prisas por sentir su piel bajo sus manos.

Harry notaba los apresurados movimientos del Slytherin sobre su ropa, contento y a la vez sorprendido por aquella inesperada iniciativa. Tal vez debería dejar a su dragón acumular ganas de vez en cuando si el resultado iba a ser tal entusiasmo. Se dejó mimar durante unos deliciosos momentos y después su mano tanteó a ciegas hasta encontrar la corbata de su compañero. Tiró de ella hasta conseguir que Draco elevara el rostro hacia él.

–Lo cierto es que tuvimos una interesante conversación. –dijo deteniendo las manos de Draco muy a su pesar– Yo... yo le he estado dando vueltas a algo desde hace días, Draco.

El Slytherin le miró con curiosidad mientras Harry rebuscaba en el bolsillo de su pantalón, con ademán inesperadamente nervioso.

–El Lunes será tu cumpleaños... –continuó el Gryffindor– ... y como no vamos a poder vernos por culpa de esa fiesta que están organizando los de tu Casa, ya sabes, la que se supone que es una sorpresa... – Draco sonrió irónico, pensando en la bocaza de Pansy– ...he creído que hoy sería el día perfecto para darte mi regalo.

Harry puso en su mano una pequeña cajita forrada de terciopelo negro. Draco supo, apenas vio aquel pequeño estuche, que no podía contener más que una joya. El discreto anagrama impreso en letras doradas en una de las esquinas de la cajita correspondía a una de las joyerías más prestigiosas (y también una de las más caras) del Callejón Diagon. De pronto se sintió nervioso también. Como si un millón de mariposas acabaran de invadir su estómago. Alzó los ojos para encontrarse con los de Harry, visiblemente ansiosos, esperando a que se decidiera a abrir su regalo. El Slytherin se dio ánimos mentalmente, sospechando que lo que sostenía en su mano era algo más que un regalo de cumpleaños, aunque la pregunta no hubiera sido formulada todavía. Levantó por fin la tapa del estuche, para descubrir un hermoso anillo de oro engarzado con dos piedras preciosas: un brillante y una esmeralda.

–¡Ha...rry! –exclamó cuando logró encontrar su voz.

Y sin casi darle tiempo a reaccionar, Harry ya le había atrapado entre sus brazos y susurraba en su oído las tres palabras que hicieron que esas mariposas batieran sus alas con más fuerza dentro de su estómago.

–Cásate conmigo, Draco.

El Slytherin arrebató sus labios con tanta pasión, que Harry perdió el mundo de vista. No fue demasiado consciente de cuando su corbata cayó al suelo, seguida de su camisa. De en qué momento la dura frialdad del muro se incrustó contra su espalda y la húmeda calidez de los labios empezaron a recorrer su pecho. Después, esa dulce lengua siguió jugando con su piel, deslizándose lentamente hasta su ombligo, haciendo que su cuerpo se estremeciera en pequeños escalofríos de placer.

Draco contempló la expresión extasiada en el rostro de su amado, su piel ligeramente enrojecida por la excitación, sus ojos enturbiados de deseo. Sonrió al oírle jadear su nombre cuando bajó la cremallera de su pantalón muy despacio, deslizó su mano en su interior y seguidamente acarició la dureza que ya difícilmente pasaba inadvertida bajo la prenda.. Sin cejar en sus caricias, acercó sus labios al cuello de su pareja y fue depositando pequeños besos hasta llegar al lóbulo de su oreja, donde se detuvo para, tras un breve mordisquisto, susurrar su respuesta. Harry reaccionó gimiendo su nombre con fuerza, dejando la expresión de su húmeda alegría en su mano.

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Severus Snape paseaba impaciente por el despacho del Director de Hogwarts. El humor del adusto Profesor no gozaba de uno de sus mejores días. Aunque raramente su carácter solía tenía un buen día. Miró de soslayo a la Profesora McGonagall, que conversaba animadamente con Dumbledore, disgustado todavía por la entusiástica acogida que había ofrecido a la noticia que el día antes les había dado el Director. Pero¡que se podía esperar de una Gryffindor como ella! Había tratado por todos los medios de hacerle entender al Profesor Dumbledore que celebrar aquella boda era jugar con fuego. Conocía lo suficiente a Lucius Malfoy como para prever la furibunda reacción que éste podía tener una vez fuera de su conocimiento. Lo más suave que Potter podría esperar de su "suegro" era que le colgara de sus partes de la torre más alta de Hogwarts. Lo peor, que dejará directamente viudo a su hijo. Y ninguna de las dos cosas le haría la menor gracia a James Potter. Y ahí estarían otra vez. En lugar de arreglarse, el conflicto recrudecería.

También había intentado razonar con Draco. Pero su ahijado estaba fuera de toda razón, estúpidamente e incomprensiblemente enamorado de ese Gryffindor arrogante hasta lo imposible. ¡Que demonios podía saber ese crío del amor¡Por Merlín bendito, acababa de cumplir 17 años! Aunque el otro enterado no se había quedaba corto, regalando anillos y haciendo proposiciones de matrimonio, como quien regala ranas de chocolate ¿Es que Malfoy y Potter habían engendrado a sus herederos con serias taras en sus cerebros, llenándolos de hormonas en lugar de neuronas?

Lo que más le fastidiaba es que no podía negarle nada a Draco. Y su ahijado lo sabía. Así que cuando le había mirado con su angelical rostro entristecido tras su dura disertación, con sus ojos a punto de llenarse de lágrimas y su voz había sonado tan trémula y acongojada pidiéndole que le comprendiera y que accediera a ser su testigo de boda, Severus no había tenido más remedio que rendirse. Y ahí estaba ahora. Esperando a que la feliz pareja se dignara presentarse en el despacho del Director para llevar a cabo ese total desatino, a horas tan intempestivas como eran las once de la noche.

A las once menos cinco, la puerta del despacho del Director de Hogwarts se abría para dejar paso a los dos sonrientes y nerviosos novios. Ambos vestían el uniforme del colegio, por lo que la Profesora McGonagall se apresuró a recoger las dos túnicas de gala que descansaban sobre el respaldo de uno de los sillones, y que previamente ambos alumnos habían entregado a sus Directores de Casa. Le tendió la de Draco a Snape, que éste tomó con evidente desagrado. Draco le sonrió tímidamente, mientras le ayudaba a ponérsela, al igual que estaba haciendo McGonagall con Potter. Severus esbozó lo más cercano a una sonrisa de lo que fue capaz y Draco le abrazó agradecido, desarmándole nuevamente. También McGongall, muy emocionada, abrazó a su alumno para no ser menos.

–Bien, bien, bien, –sonó la complacida voz del anciano Director– ¿estamos listos?

–Un suicidio colectivo hubiera sido más gratificante. –masculló Severus entre dientes, ganándose una mirada hostil de su colega.

El Profesor de Pociones acompañó resignadamente a su ahijado junto a Potter, depositando su mano en la del Gryffindor, no sin antes dirigirle una de sus miradas más amenazadoras y retorcidas. Dumbledore hizo como si no hubiera visto nada, aunque le guiñó un ojo a Harry, que por unos segundos se había quedado más blanco que el papel muggle.

–Sonrían los cielos a esta sagrada ceremonia, –empezó a recitar el Director– para que los tiempos futuros no nos la reprochen con pesar.

Y Severus Snape deseó con todo su corazón que esos cielos escucharan.