Capítulo 2. Música

El cielo lloraba. O eso le había parecido a ella. La niña sabía que el agua que caía de la mancha de color carbón que había encima se llamaba «lluvia». Acababa de cumplir los diez años, pero tenía edad suficiente para saber eso. Y aun así, se le antojaba que caían lágrimas de aquella cara gris de algodón de azúcar. Gélidas en comparación con las suyas, y sin sal ni punzadas de dolor dentro; pero sí, no cabía duda de que el cielo lloraba. ¿Qué otra cosa podía haber hecho en un momento como aquel? Había estado de pie en el Espinazo, sobre el foro, con brillante hueso de tumba a sus pies y el viento frío en el pelo. Se había congregado gente en la piazza de abajo, todos bocas abiertas y puños cerrados. Tan apelotonados en torno al tablado que ocupaba el centro del foro que la niña se había preguntado qué pasaría si lo tiraban, si en ese caso permitirían que los prisioneros que había en él volvieran a casa. Oh, ¿verdad que sería maravilloso? Nunca había visto a tanta gente junta. Hombres y mujeres de diferentes formas y tamaños, y niños no mucho mayores que ella. Llevaban ropa muy fea y sus aullidos la habían asustado, tanto que había levantado el brazo, cogido la mano de su madre y apretado fuerte. Su madre no dio signos de enterarse. Tenía la mirada fija en el tablado, igual que todos los demás. Pero ella no escupía a los hombres que había de pie ante las horcas, no tiraba comida podrida ni siseaba «traidor» entre dientes apretados. La dona Wood solo estaba allí plantada, con el vestido negro manchado de las lágrimas del cielo, como una estatua sobre una tumba que aún no estaba llena.

Aún no. Pero pronto.

La niña había querido preguntar por qué su madre no sollozaba. No sabía lo que significaba la palabra «traidor» y también quería preguntarlo. Y sin embargo, de algún modo sabía que estaba en un sitio donde las palabras no tenían lugar. De modo que se quedó callada.

Se limitó a mirar.

Había seis hombres en el tablado de abajo. Uno llevaba capucha de verdugo, negra como la veroscuridad. Otro llevaba túnica de sacerdote, blanca como las plumas de paloma. Los otros cuatro tenían cuerdas en torno a las muñecas y rebelión en los ojos. Pero a medida que el verdugo fue colocando los nudos en cada cuello, la niña vio cómo el desafío abandonaba sus mejillas a la vez que la sangre. En los años que vendrían, le dirían una y otra vez lo valiente que había sido su padre. Pero viéndolo en aquel momento, al final de la hilera de cuatro hombres, supo que estaba asustado. No pasaba de los diez años y ya conocía el color del miedo. El sacerdote había dado un paso adelante y un golpe en los tablones con el pie de su báculo. Tenía una barba que parecía un seto y unos hombros que parecían de buey, lo que le daba más aspecto de bandido que había asesinado a un hombre santo para robarle la ropa que de hombre santo propiamente dicho. Los tres soles que pendían de una cadena que llevaba al cuello intentaban relucir, pero las nubes del cielo lloroso les negaban el permiso. Tenía la voz densa como el caramelo, dulce y oscura. Pero estaba hablando de crímenes contra la República Itreyana. De engaños y traición. El santo bandido invocó a la Luz como testigo —la niña se preguntó si la Luz tendría elección— y nombró a los hombres uno a uno.

Senador Claudio Valente. Senador Marconio Albari. General Gayo Maxinio Antonio. Justicus Nyko Wood.

El nombre del padre de la niña, como la última nota de la canción más triste que hubiera oído jamás. Los ojos se le llenaron de lágrimas que emborronaron el mundo hasta dejarlo sin forma. Qué pequeño y pálido estaba, allí abajo en aquel mar aullante. Qué solo. La niña lo recordaba tal y como había sido, no hacía tanto tiempo: alto, orgulloso y, oh, tan tan fuerte. Su armadura de hueso de tumba blanca como el invierno profundo, su capa fluyendo en ríos carmesíes desde sus hombros.

Sus ojos, verdes y brillantes, arrugados en las comisuras cuando sonreía. La armadura y la capa ya no estaban, reemplazadas por harapos de mugrienta arpillera y cardenales como bayas gordas y moradas por toda la cara. Tenía el ojo derecho cerrado por la hinchazón, y el otro fijo en sus pies. La niña deseaba con toda su alma que la mirara. Deseaba que volviera a casa.

¡Traidor! —gritaba la muchedumbre—. ¡Haced que baile!

La niña no sabía a qué se referían. No oía ninguna música.

El santo bandido había mirado hacia las almenas, a los nacidos de la médula y los políticos reunidos en lo alto. Parecía que el Senado entero había acudido al espectáculo: casi un centenar de hombres en sus túnicas ribeteadas en púrpura, observando el cadalso de debajo con ojos despiadados. A la derecha de los senadores había un grupo de hombres con armaduras blancas. Capas de color rojo sangre. Espadas envueltas en llamas, desenfundadas en sus manos. Los llamaban los Luminatii, eso la niña lo sabía bien. Habían sido los hermanos de armas de su padre antes de la traidoración, que era, suponía ella, lo que hacían los traidores.

¡Cuánto ruido había!

Entre los senadores se encontraba un hermoso hombre de cabello oscuro, con unos ojos negros y penetrantes. Llevaba una espléndida túnica tintada del púrpura más profundo, la vestimenta de un cónsul. Y la niña que, oh, tan poco sabía, sabía al menos que era un hombre poderoso. Que estaba muy por encima de los sacerdotes, los soldados y la plebe que pedía a gritos un baile cuando no había melodía. Si ese hombre lo dijera, la multitud dejaría marchar a su padre. Si ese hombre lo dijera, el Espinazo se quebraría y las Costillas se desharían en polvo, y Aa, el mismísimo Dios de la Luz, cerraría sus tres ojos y llevaría la bendita oscuridad a aquel espectáculo terrible. El cónsul había dado un paso adelante. La muchedumbre de abajo quedó en silencio. Y mientras el hombre hermoso hablaba, la pequeña apretó la mano de su madre con esa clase de esperanza que solo los niños conocen.

Aquí, en la ciudad de Tumba de Dioses, bajo la Luz de Aa, Aquel que Todo lo Ve y por consenso unánime del Senado Itreyano, yo, el cónsul Roan Azgeda, declaro a los acusados culpables de insurrección contra nuestra gloriosa república. Solo puede haber una condena para quienes traicionan a la ciudadanía de Itreya. Solo una condena para quienes volverían a encadenar esta gran nación bajo el yugo de los reyes.

La respiración de la niña cesó.

Su corazón se estremeció.

La muerte.

Un rugido, que caló en la niña como la lluvia. Y había pasado una mirada de ojos como platos desde el hermoso cónsul al santo bandido y luego a su madre —madre querida, haz que paren—, pero los ojos de su madre estaban fijos en el hombre del cadalso. Solo un leve movimiento de su labio inferior revelaba su agonía. Y la niña no pudo soportarlo más, y el chillido se desató en su interior y escapó por su boca y las sombras de todo el foro tiritaron ante su furia. El negro en torno a los pies de cada hombre, cada doncella y cada niño, la oscuridad que arrojaba la luz de los soles ocultos, por tenue y escasa que fuese… creedme, oh, gentiles amigos: esas sombras temblaron.

Pero nadie se dio cuenta. A nadie le importó.

Los ojos de la dona Wood no se despegaron de su marido mientras asía a la niña y la llevaba hacia ella. Un brazo en torno a su pecho. Una mano en su cuello. Tan firmes que la pequeña no podía moverse. No podía girarse. No podía respirar. Ahora estáis imaginándooslo: una madre con la cara de su hija apretada contra la falda. La loba con el pelo erizado, escudando a su cachorra del asesinato que se desarrollaba por debajo de ellas. Estaríais en vuestro derecho si la imaginarais así. En vuestro derecho y equivocados. Porque la dona sostenía a su hija mirando hacia fuera. Hacia fuera, para que pudiera saborearlo todo. Hasta el último bocado de aquella comida amarga. Hasta el último mendrugo. La niña había visto cómo el verdugo comprobaba todos los nudos, uno por uno. Se había acercado renqueando al borde de la tarima y se había levantado la capucha para escupir. La niña captó un atisbo de su rostro, dientes amarillos barba rala gris labio leporino adiós. Algo en su interior chilló No mires, no mires y había cerrado los ojos. Y su madre había apretado con más fuerza y susurrado, tajante como una cuchilla:

Nunca te encojas. Nunca temas.

La niña sintió las palabras en el pecho. En el lugar más profundo y más oscuro, donde la esperanza que los niños respiran y los adultos añoran se marchitaba y caía, flotando como cenizas en el viento.

Y había abierto los ojos.

Él había alzado la mirada entonces. Su padre. Solo un instante, a través de la lluvia. La chica se preguntaría a menudo, en las nuncanoches venideras, qué había pensado su padre en ese momento. Pero no había palabras que pudieran cruzar aquel velo siseante. Solo lágrimas. Solo el cielo sollozando. Y el verdugo tiró de su palanca y el suelo se abrió. Y para horror de la niña, por fin lo entendió. Por fin la oyó.

Música.

La elegía de la muchedumbre clamorosa. El latigazo de la cuerda tensa. El gujgujguj de los ahorcados en contrapunto a los aplausos del santo bandido y el hermoso cónsul y un mundo torcido y podrido. Y al ritmo de aquella espantosa melodía, dando patadas y con el rostro amoratándose, su padre había empezado a bailar.

Papi…

Nunca te encojas. —Un frío susurro en su oreja—. Nunca temas. Y nunca, jamás, olvides.

La niña asintió despacio.

Exhaló la esperanza de su interior.

Y había visto morir a su padre.

Estaba de pie en la cubierta del Pretendiente de Trelene viendo cómo la ciudad de Tumba de Dioses se volvía cada vez más pequeña. Los puentes y las catedrales de la capital se difuminaron hasta que solo quedaron las Costillas, dieciséis arcos de hueso que se alzaban decenas de metros en el aire. Pero mientras miraba, mientras los minutos se fundían en horas, incluso aquellas agujas titánicas se precipitaron horizonte abajo y se desvanecieron en la neblina. Se aferraba a la borda blanqueada por la sal, con costras de sangre seca bajo las uñas. Llevaba un estilete de hueso de tumba al cinto y los dientes de un verdugo en el monedero. Sus ojos oscuros reflejaban el taciturno sol rojo del cielo, mientras el eco más azul de su hermano pequeño titilaba en el cielo de occidente. El gato que era sombras la acompañaba. Se hacía charco en la oscuridad de sus pies hasta que lo necesitara. Porque claro, allí se estaba más fresquito. Un tipo listo podría haberse fijado en que la sombra de la chica era un poco más oscura que las demás. Un tipo listo podría haberse fijado en que era lo bastante oscura para dos. Por suerte, a bordo del Pretendiente había escasez de tipos listos. La chica no era hermosa. Sí, los relatos que habréis escuchado sobre la asesina que destruyó la República Itreyana sin duda la describían como una belleza ultraterrena, toda piel blanca como la leche, esbeltas curvas y labios arqueados. Y es cierto que poseía todas esas cualidades, pero la composición resultaba… un poco descuadrada. A fin de cuentas, «blanca como la leche» es un eufemismo para decir «macilenta». «Esbelta» es la forma en que los poetas dicen «escuálida». Tenía la piel pálida y las mejillas hundidas, lo que le daba un aspecto cansado y hambriento. El cabello, castaño, le llegaba a las costillas salvo por un flequillo autoinfligido y torcido. Sus labios y la piel de debajo de los ojos parecían siempre magullados, y se había roto la nariz al menos una vez. Si su rostro fuese un misterioso puzle, la mayoría lo devolvería a la caja sin resolver. Para colmo, era bajita. Flaca como un palo. Apenas tenía culo suficiente para sostener sus calzas. No era una belleza por la que morirían amantes, por la que marcharían ejércitos ni por la que un héroe degollaría a un dios o a un daimón. Seguro que esto contradice lo que os han explicado vuestros poetas. Pero la chica no iba escasa de encantos, gentiles amigos. Y joder, vuestros poetas mienten más que hablan.

El Pretendiente de Trelene era un bergantín de dos palos tripulado por marineros de las islas de Dweym, con los cuellos adornados por collares de diente de draco en homenaje a su diosa, Trelene. Conquistados por la República Itreyana un siglo antes, los dweymeri eran oscuros de piel y sacaban más de una cabeza al itreyano medio. Según la leyenda, descendían de las hijas de gigantas que yacieron con hombres de lengua de plata, pero la logística de dicha leyenda se derrumba ante cualquier escrutinio serio. Dicho en pocas palabras, eran un pueblo de individuos grandes como bueyes y duros como clavos, y su tendencia a adornarse los rostros con tatuajes de tinta de leviatán no ayudaba mucho a dar una buena primera impresión. Al margen de su temible apariencia, los dweymeri trataban a sus pasajeros, más que como huéspedes, como obligaciones sagradas. Y por ello, dar problemas a la chica de dieciséis años que llevaban a bordo, viajando sin compañía y armada solo con una esquirla de hueso de tumba afilado, sería lo último que pasaría por la mente de los marineros. Por desgracia, a bordo del Pretendiente había varios tripulantes nuevos que no habían nacido en Dweym. Y a uno de ellos aquella chica solitaria le pareció presa fácil. Es cierto el dicho de que, salvo estando a solas —y en algunos tristes casos, incluso entonces—, siempre puede contarse con la compañía de necios. Llevaba bien su corta estatura. Era un mozo itreyano con una sonrisa lo bastante agradable para ganarle unas muescas al cabezal de la cama y un sombrero de fieltro adornado con una pluma de pavo real. Aún faltaban siete semanas para que el Pretendiente atracara en Ashkah y, para algunos, siete semanas suponían una espera muy larga teniendo solo una mano por compañía. Así que el mozo se apoyó en la borda junto a la chica y le sonrió con una inclinación de pluma.

—Eres una preciosidad —le dijo.

Ella lo miró el tiempo justo para tomarle la medida y luego volvió aquellos ojos verdes de nuevo hacia el mar.

—No tengo nada de lo que tratar con vos, señor.

—Vamos. No seas así, guapa. Solo estoy siendo agradable.

—Tengo amigos de sobra, muchas gracias, señor. Por favor, dejadme en paz.

—A mí no me parece que tengas muchos, chavala.

Extendió una mano demasiado amable para apartarle un pelo de la mejilla. Ella se volvió y se acercó a él con una sonrisa que, a decir verdad, era su rasgo más hermoso. Y mientras hablaba, empuñó su estilete y lo apretó contra la fuente del infortunio en la mayoría de los hombres, ensanchando la sonrisa al tiempo que lo hacían los ojos de él.

—Volved a ponerme la mano encima, señor, y daré de comer vuestras alhajas a los putos dracos.

El pavo real dio un chillido cuando ella apretó más fuerte contra el corazón de sus problemas, sin duda ya un problema menor que un momento antes. Palideciendo, retrocedió antes de que algún compañero pudiera ser testigo de su indiscreción. Y tras ofrecer a la chica su mejor reverencia, se escabulló para convencerse a sí mismo de que, a fin de cuentas, quizá su mano fuese mejor compañía. La chica se volvió otra vez hacia el mar. Y deslizó la daga en su cinturón. No iba escasa de encantos, como os decía. Para evitar más atenciones, la chica evitó dejarse ver y salía solo para comer o tomar el aire en la calma de la nuncanoche. En la hamaca de su camarote, estudiando los tomos que el viejo Gustus le había regalado, estaba bastante satisfecha. Le dolían los ojos por la caligrafía ashkahi, pero el gato que era sombras la ayudaba con los pasajes más difíciles, hecho un ovillo entre los pliegues de su cabello y mirando por encima de su hombro mientras ella estudiaba las Verdades arkímicas de Hypaciah y un ejemplar decrépito de las Teorías sobre las Fauces de Plienes. Estaba absorta en las Teorías, con su ceño liso mancillado por un fruncimiento.

—… prueba otra vez… —susurró el gato.

La chica se frotó las sienes e hizo una mueca.

—Me está dando dolor de cabeza.

—… ay, pobrecilla, ¿te doy un beso, a ver si mejora?…

—Esto está escrito para niños. A todos los mocosos les enseñan estas cosas.

—… no se escribió para lectores itreyanos…

La chica devolvió su atención a la caligrafía enrevesada. Carraspeó y leyó en voz alta.

—«Los cielos de la República Itreyana están iluminados por tres soles, que la creencia popular considera los ojos de Aa, el Dios de la Luz. No es casualidad que a menudo la sucia plebe haga referencia a Aa como "Aquel que Todo lo Ve".» —La chica enarcó una ceja y miró al gato-sombra—. Yo me lavo con frecuencia.

—… plienes era un elitista…

—Un mamón, querrás decir.

—… continúa…

Un suspiro.

—«El mayor de los tres soles es una esfera roja y llameante llamada Saan. El Vidente. Paseando por los cielos como un maleante sin nada mejor que hacer, Saan permanece visible casi cien semanas seguidas. El segundo sol se llama Saai. El Conocedor. Es más pequeño y de cara azul, que sale y se pone más deprisa que su hermano…»

—… que su pariente… —corrigió el gato— … en ashkahi antiguo, los nombres no tienen género…

—«Más deprisa que su pariente. Nos visita durante unas catorce semanas seguidas y luego pasa casi el doble de ese tiempo al otro lado del horizonte. El tercer sol es Shiih. El Observador. Es un gigante amarillo y tenue que tarda casi tanto como Saan en vagar a lo largo y ancho del cielo.»

—… muy bien…

—«Por culpa del lento discurrir de los tres soles, los ciudadanos itreyanos conocen la auténtica noche, a la que llaman "veroscuridad", solo durante un breve intervalo cada dos años y medio. Durante todas sus otras veladas, veladas en las que los itreyanos anhelan un momento de oscuridad para beber con sus camaradas, hacer el amor con sus seres queridos…» —La chica se detuvo—. ¿Qué significa oshk? Gustus no me enseñó esa palabra.

—… no me sorprende…

—Entonces, tiene algo que ver con el sexo.

El gato pasó a su otro hombro sin perturbar ni un solo mechón de pelo.

—… significa «hacer el amor cuando no hay amor»…

—Bien. —La chica asintió con la cabeza—. «… hacer el amor con sus seres queridos, follarse a sus putas o cualquier combinación de las anteriores, deben soportar la luz constante de la nuncanoche, alumbrada por uno o más ojos de Aa en los cielos. Casi tres años seguidos, en ocasiones, sin un atisbo siquiera de auténtica oscuridad.»

La chica cerró el libro de golpe.

—… excelente…

—Me va a estallar la cabeza.

—… la escritura ashkahi no era para mentes débiles…

—Vaya, muchísimas gracias.

—… no lo decía con ese sentido…

—Sin duda. —La chica se levantó, se desperezó y se frotó los ojos—. Vamos a tomar el aire.

—… ya sabes que yo no respiro…

—Respiraré yo. Tú puedes mirar.

—… como desees…

Salieron juntos a la cubierta. Los pasos de la chica no llegaban a susurros, y los del gato no eran nada. El rugido del viento que señalaba la llegada de la nuncanoche los esperaba arriba, mientras el recuerdo azul de Saai se desvanecía poco a poco en el horizonte y quedaba solo Saan con su lúgubre brillo rojizo. La cubierta del Pretendiente estaba casi desierta. Había un timonel inmenso y con la cara deforme, dos vigías en las cofas y un joven grumete (que aun así le sacaba dos palmos de altura) dormitando apoyado en el palo de su mocho y soñando con los brazos de su doncella. El barco llevaba ya quince giros surcando el mar de las Espadas, con la costa serrada de Liis al sur. La chica distinguió otro barco en la lejanía, borroso a la luz de Saan. Era un acorazado pesado, que navegaba bajo el triple sol de la armada itreyana y hendía las olas como una daga de hueso de tumba hendiría el cuello de un viejo verdugo. El sangriento final que le había regalado al verdugo le pesaba en el pecho. Pesaba más que el recuerdo de la suave dureza del dulcechico, que el sudor que le había dejado secar en la piel. Aunque ese esqueje se convertiría en una asesina a la que otros asesinos temieran con razón, en ese momento era una doncella recién arrancada, y los recuerdos de la expresión del verdugo mientras le abría el cuello la tenían… atribulada. Ya es bastante intenso ver cómo una persona resbala desde el potencial de la vida y cae a la finalidad de la muerte, pero lo es muchísimo más ser quien la empuja. Y pese a todas las enseñanzas de Gustus, ella todavía era una chica de dieciséis años que acababa de cometer su primer asesinato. Su primer asesinato premeditado, al menos.

—Hola, guapa.

La voz la sacó de su ensoñación y se maldijo por novata. ¿Qué le había enseñado Gustus? «Nunca des la espalda a la habitación.» Y aunque podía haber puesto por excusa que su reciente derramamiento de sangre constituía una distracción válida, o que la cubierta de un barco no era una habitación, casi pudo oír la vara de sauce que el viejo asesino habría alzado por respuesta. «¡Sube las escaleras dos veces! —habría ladrado—. ¡Dos para arriba y dos para abajo!» Se volvió y vio al joven marino con el gorro de pluma de pavo real y su sonrisa de muesca en el cabezal. A su lado había otro hombre, ancho como un puente, cuyos músculos tensaban las mangas de su camisa como nueces embutidas en sacos mal cosidos. Itreyano también, a juzgar por su aspecto: moreno, de ojos azules y con el lustre apagado de las calles de Tumba de Dioses tallado en la mirada.

—Esperaba verte otra vez —dijo Pavo Real.

—El barco no es lo bastante grande como para que pudiera confiar en que no, señor.

—Conque señor, ¿eh? La última vez que hablamos, me amenazaste con cercenar mis partes más preciadas y dárselas de comer a los peces.

Ella miraba al chico. Observaba de reojo al saco repleto de nueces.

—No era una amenaza, señor.

—Ah, ¿solo fanfarroneabas? Palabras vacías que requieren una disculpa, diría yo.

—¿Y aceptaríais una disculpa, señor?

—Bajo cubierta, sin duda alguna.

La sombra de la chica titiló, como el agua de una represa cuando la lluvia besa su superficie. Pero el pavo real se regodeaba en su indignidad, y el matón de las nueces en el adorable dolor que podría infligir si le daban unos minutos con ella en un camarote sin ojos de buey.

—Comprenderá que solo tengo que gritar —dijo ella.

Pavo Real sonrió.

—¿Y cuántos gritos podrás dar antes de que arrojemos ese culo flacucho por la borda?

Echó un vistazo hacia el puesto del timonel. Otro hacia las cofas. Caer al océano sería una condena a muerte, pues aunque el Pretendiente diera media vuelta, ella solo sabía nadar un poco mejor que su ancla, y el mar de las Espadas estaba tan infestado de dracos como un dulcechico portuario lo estaba de ladillas.

—No muchos gritos, la verdad —aceptó.

—… disculpadme, gentiles amigos…

Los matones dieron un respingo al oír la voz, porque no habían oído acercarse a nadie. Los dos se volvieron, Pavo Real inflándose y torciendo el gesto para ocultar su repentino temor. Y allí, tras ellos en la cubierta, vieron al gato hecho de sombras lamiéndose una zarpa. Era fino como el pergamino viejo, una forma cortada de una tira de oscuridad, no tan sólido como para impedir que vieran la cubierta tras él. Su voz era el murmullo de las sábanas de raso contra la piel fría.

—… me temo que habéis escogido a la chica equivocada para bailar… —dijo.

Los embargó un escalofrío, trémulo y leve como un susurro. Un movimiento atrajo la mirada de Pavo Real hacia la cubierta, y comprendió con creciente horror que la sombra de la chica era mucho mayor de lo que debería, o de hecho de lo que podría ser. Y lo peor de todo era que se movía. La boca de Pavo Real se abrió cuando ella presentó su bota a la ingle de su compañero, con una patada tan fuerte como para lisiar a sus hijos nonatos. Aferró el brazo del matón de las nueces mientras este se doblaba y lo arrojó al mar por la borda. Pavo Real renegó al tiempo que ella se ponía a su espalda, pero descubrió que no podía mover los pies para encararse a ella; era como si sus botas estuviesen pegadas a la sombra de la chica en la cubierta. Ella le asestó una fuerte patada en el costado que lo tiró de cara contra la regala y le esparció la nariz por las mejillas como mermelada de sangrimora. La chica lo hizo rodar, le puso el cuchillo al cuello y lo empotró contra la borda con una inclinación cruel de su columna vertebral.

—Os ruego vuestro perdón, señorita —dijo entre resuellos—. Os juro por Aa que no pretendía ofenderos.

—¿Cómo os llamáis, señor?

—Maxinio —susurró—. Maxinio, con vuestra venia.

—¿Sabéis lo que soy, Maxinio-Con-Vuestra-Venia?

—Te… te… —Le falló la voz. Bajó la mirada hacia las sombras que se movían a los pies de la chica—. Tenebra.

Con su siguiente aliento, Pavo Real vio su vida amontonada frente a sus ojos. Todos los errores y los aciertos. Todos los fracasos y los triunfos y lo que no fue ni una cosa ni otra. La chica notó una forma familiar sobre su hombro, un vislumbre de tristeza. El gato que no era un gato, subido a su clavícula igual que había estado subido al cabezal de la cama del verdugo cuando ella lo entregó a las Fauces. Y aunque no tenía ojos, ella supo que contemplaba su vida en las pupilas de Pavo Real, embelesado como un niño ante un espectáculo de marionetas. Debéis comprender que podría haber perdonado la vida al chico. Y vuestro narrador podría mentiros con toda la facilidad del mundo llegados a este punto, en un ardid de charlatán que pintara a nuestra chica bajo una luz más favorable. Pero la verdad, gentiles amigos, es que no se la perdonó. Aunque quizá os consuele saber que, al menos, se detuvo un momento antes. No fue para alardear. No fue para saborear el momento. Fue para rezar.

—Escúchame, Niah —susurró—. Escúchame, Madre. Esta carne, tu festín. Esta sangre, tu vino. Esta vida, este final, mi presente para ti. Tenlo cerca.

Un suave empujón envió al chico al rugiente oleaje. Mientras la pluma de pavo real se hundía en el agua, ella empezó a gritar para hacerse oír por encima del viento aullante, tan fuerte como los demonios en las Fauces.

—¡Hombre al agua! —chilló—. ¡Hombre al agua!

Y pronto empezaron a sonar las campanas. Pero cuando el Pretendiente hubo virado en redondo, no había ni rastro de Pavo Real ni del saco de nueces entre las olas. Y con esa facilidad, la cuenta de finales de nuestra chica se multiplicó por tres.

Guijarros a avalanchas.

El capitán del Pretendiente era un dweymeri llamado Comelobos, de dos metros quince de altura y con rastas oscuras ligadas con sal. El buen capitán acusó una comprensible contrariedad al saber del desembarco temprano de sus tripulantes, y se empeñó en saber el cómo y el porqué. Pero cuando la interrogó en su camarote, la chica menuda y pálida que había dado la alarma solo farfulló algo sobre una rencilla entre los itreyanos, que acabó en un concierto de nudillos y maldiciones que los envió a los dos por la borda hacia sendas tumbas de marinero. La posibilidad de que dos lobos de mar, por muy necios que fuesen los itreyanos, se hubieran arrojado al agua uno al otro era escasa. Pero más escasa aún era la posibilidad de que esa chiquilla los hubiera enviado como obsequios a Trelene ella sola. El capitán se cernió sobre ella, sobre aquella cría vestida de gris y blanco, envuelta en un aroma a clavo quemado. No sabía quién era ni por qué viajaba a Ashkah. Pero mientras se llevaba una pipa de hueso de draco a los labios y la encendía con su yesquero, se descubrió mirando hacia la cubierta. Hacia la sombra aovillada en torno a los pies de aquella chica extraña.

—Más vale que no salgas hasta que termine la travesía, chica —dijo, exhalando en la penumbra—. Haré que te envíen las comidas al camarote.

La chica lo miró de arriba abajo con unos ojos verdes oscuros como las Fauces. Dio un fugaz vistazo a su propia sombra, lo bastante oscura para dos. Y aceptó el veredicto de Comelobos con una sonrisa dulce como la melaza. Los capitanes solían ser tipos listos, al fin y al cabo.