Capítulo 3. Desesperanza

Algo la había seguido desde aquel lugar. Desde el lugar que estaba encima de la música, donde había muerto su padre. Algo hambriento. Una larva ciega de conciencia que soñaba con hombros coronados por alas traslúcidas. Y con ella, que se los proporcionaría. La niña se había echado en una cama inmensa, en las habitaciones de su madre, con las mejillas surcadas de lágrimas. Su hermano yacía a su lado, envuelto en paños y parpadeando con sus enormes ojos negros. El bebé no entendía nada de lo que sucedía a su alrededor. Era demasiado pequeño para saber que su padre había encontrado su fin, y con él todo el mundo.

La niña lo envidiaba.

Sus aposentos estaban situados en la parte alta del hueco de la segunda Costilla, frisos ornamentados excavados en paredes de antiguo hueso de tumba. Mirando por la ventana de vidriera, se veían la tercera y la quinta Costillas enfrente, alzándose decenas de metros sobre el Espinazo. Los vientos de la nuncanoche aullaban en torno a las torres petrificadas, trayendo el fresco de las aguas de la bahía. El lujo lo desbordaba todo: terciopelo rojo arrugado y obras de arte traídas de todos los rincones de la República Itreyana. Una emotiva escultura de un mekkénico del Monasterio del Hierro. Tapices de un millón de puntadas tejidos por los profetas videntes ciegos de Vaan. Un candelabro de cristal dweymeri puro. Sirvientes que se movían en un remolino de trajes mullidos y lágrimas secándose, en cuyo ojo estaba la dona Wood ordenándoles que se movieran, que se movieran, por el amor de Aa, que se movieran. La niña se había sentado en la cama al lado de su hermano. Tenía un gato negro abrazado contra el pecho, ronroneando suavemente. Pero el gato se había inflado y siseó al ver una sombra más profunda a los pies de la cortina. Clavó las garras en las manos a la niña, que lo dejó caer en el camino de una doncella, que a su vez cayó al suelo con un chillido. La dona Wood se volvió hacia su hija, regia y furiosa.

¡Lexa Wood, quita a ese sucio animal de en medio o lo dejaremos aquí!

Y así, con tanta facilidad, hemos sabido su nombre.

Lexa.

El Capitán Charquitos no es sucio —había dicho Lexa, casi para sí misma.

Un chico de unos quince años entró en el dormitorio, enrojecido por su carrera escalera arriba. Bordado en su jubón llevaba el escudo heráldico de la familia Wood, un cuervo negro en vuelo sobre un cielo rojo, encima de unas espadas cruzadas.

Mi dona, disculpadme. El cónsul Azgeda ha exigido…

Unos pasos pesados detuvieron su lengua. Las puertas se abrieron de golpe y la estancia se llenó de hombres con armaduras blancas como la nieve y plumas carmesíes en los yelmos. Los llamaban los Luminatii, como quizá recordéis. A la pequeña Lexa le recordaron a su padre. Los comandaba el hombre más corpulento que la niña hubiera visto jamás, con una barba recortada en torno a sus rasgos lobunos y una astucia animal centelleando en su mirada. Entre los Luminatii estaba el hermoso cónsul de ojos negros y túnica púrpura, el que había dicho «La muerte» y sonreía cuando el suelo se abrió debajo de los pies de su padre. Las sirvientas se apartaron, dejando a la madre de Lexa como una figura solitaria en aquel mar de nieve y sangre. Alta y hermosa y más sola que la una. Lexa bajó de la cama, se acercó al lado de su madre y la cogió de la mano.

Dona Wood. —El cónsul se cubrió el corazón con dedos anillados—. Os ofrezco mi pésame en estos tiempos adversos. Que Aquel que Todo lo Ve os mantenga por siempre en la Luz.

Vuestra generosidad me abruma, cónsul Azgeda. Que Aa os bendiga por vuestra amabilidad.

De veras estoy apenado, mi dona. Vuestro Nyko sirvió a la república con distinción antes de caer en desgracia. Una ejecución pública siempre es un asunto sórdido. Mas ¿qué otra cosa debe hacerse con un general que marcha contra su propia capital? ¿O con el justicus que habría estado dispuesto a poner una corona en la cabeza de ese general? —El cónsul paseó la mirada por el dormitorio y contempló a las sirvientas, el equipaje, el desorden—. ¿Vais a dejarnos?

Me llevo el cuerpo de mi marido para enterrarlo en Nido del Cuervo, en la cripta de su familia.

¿Habéis solicitado el permiso del justicus Titus?

Doy la enhorabuena a nuestro nuevo justicus por su ascenso. —Una mirada al de la cara lobuna—. La capa de mi marido le queda bien. Pero ¿por qué iba a necesitar que me conceda derecho de paso?

No me refiero al permiso para salir de la ciudad, mi dona, sino al permiso para enterrar a vuestro Nyko. No estoy seguro de que el justicus Titus desee tener el cadáver de un traidor pudriéndose en su sótano.

La comprensión asomó al rostro de la dona.

No os atreveríais…

¿Yo? —El cónsul arqueó una ceja esculpida—. Esto es voluntad del Senado, dona Wood. El justicus Titus ha recibido las tierras de vuestro difunto marido como recompensa por desvelar su abyecta conspiración contra la república. Cualquier ciudadano leal lo consideraría una ofrenda adecuada.

El asesinato refulgió en los ojos de la dona. Lanzó una mirada a las sirvientas sin tarea.

Dejadnos.

Las chicas se escabulleron de la habitación. La dona Wood echó un vistazo a los Luminatii y luego clavó la mirada en el cónsul. A Lexa le pareció que la certeza del hombre flaqueaba, aunque al momento asintió en dirección al de la cara lobuna.

Esperadme fuera, justicus.

El enorme Luminatii miró a su madre. Luego, a la niña. Unas manos que podrían haber envuelto su cabeza entera se crisparon. La niña le sostuvo la mirada.

Nunca te encojas. Nunca temas.

Luminus Invicta, cónsul.

Titus hizo un gesto con la cabeza a sus hombres y, con el plom, plom sincronizado de las pesadas botas, la estancia quedó vacía salvo por tres personas. La voz de la dona Wood fue un cuchillo recién afilado clavándose en fruta demasiado madura.

¿Qué quieres, Roan?

Lo sabes de sobra, Anya. Quiero lo que me pertenece.

Tienes lo que te pertenece. Tu victoria hueca. Tu adorada república. Espero que te mantenga calentito de noche.

El cónsul Roan bajó la mirada hacia Lexa, con una sonrisa oscura como un cardenal.

¿Quieres saber qué me mantiene calentito de noche, pequeña?

No la mires. No hables con…

El bofetón del cónsul le echó la cabeza a un lado, haciendo fluir el cabello oscuro como jirones. Y antes de que Lexa pudiese parpadear, su madre se había sacado de la manga una larga hoja de hueso de tumba, con la empuñadura tallada en forma de cuervo y ojos de ámbar rojo. Rauda como el rayo, la llevó al cuello del cónsul mientras la marca de la mano del cónsul se retorcía en su mejilla al gruñir.

Vuelve a tocarme y te rajo la puta garganta, malnacido.

Azgeda ni se inmutó.

Se puede sacar a la chica del arroyo, pero nunca el arroyo de la chica. —Sonrió dejando a la vista sus dientes perfectos y miró de soslayo a Lexa—. Sabes el precio que pagarían tus seres queridos si apretaras más con esa daga. Tus aliados políticos te han abandonado. Romero, Juliano, Gracio… Hasta el mismísimo Florenti ha huido de Tumba de Dioses. Estás sola, preciosa mía.

No soy tu…

Azgeda apartó el estilete de un manotazo y lo envió resbalando por el suelo hacia la sombra de debajo de la cortina. Se acercó a la mujer y entrecerró los ojos.

Deberías envidiar a tu querido Nyko, Anya. Le mostré piedad. Tú no tendrás la bendición del verdugo, sino una mazmorra en la Piedra Filosofal y una vida entera de oscuridad. Y mientras te quedas ciega en la negrura, la dulce madre Tiempo se llevará tu belleza, tu fuerza de voluntad y esa fútil convicción tuya de que una vez fuiste algo más que escoria liisiana envuelta en seda itreyana. —Estaban tan cerca que sus labios casi se tocaban. Los ojos del cónsul estudiaron los de la dona—. Pero perdonaré a tu familia, Anya. Los perdonaré si tú me lo suplicas.

Solo tiene diez años, Roan. No serías capaz de…

¿No lo sería? ¿Tan bien crees que me conoces?

Lexa miró a su madre. Se le estaban llenando los ojos de lágrimas.

¿Qué era lo que me dijiste, Anya? ¿«Neh diis lus'a, lus diis'a'»?

¿Madre? —dijo Lexa.

Con una palabra tuya, tu hija estará a salvo. Lo juro.

¿Madre?

Roan…

¿Sí?

Yo…

En Vaan vive una raza de arácnido conocida como araña de manantial. Las hembras son negras como la veroscuridad y poseen el instinto maternal más extraordinario de toda la república animal. Cuando queda fecundada, la hembra construye una despensa, la abastece de cadáveres y se encierra dentro. Si el nido se incendia, prefiere morir entre las llamas que abandonarlo. Si la asedia un depredador, morirá defendiendo a su camada. Tan firme es su rechazo a abandonar a sus crías que, una vez puestos los huevos, no saldrá ni siquiera para cazar. Y por eso la araña de manantial es la justa ganadora del título a la madre más feroz de la república, porque cuando ya ha devorado todas las existencias de su despensa, la hembra empieza a devorarse a sí misma.

Pata tras pata.

Arranca las extremidades de su tórax. Come solo cuanto necesita para mantener su vigilia. Cercena y mastica hasta que solo le queda una pata, aferrada al sedoso tesoro que crece debajo de ella. Y cuando sus crías rompen la cáscara y emergen de las hebras en las que con tanto amor las envolvió su madre, disfrutan allí mismo del primer festín de sus vidas.

La madre que las concibió.

Permitidme deciros, gentiles amigos, y os juro que es verdad, que Anya Wood no tenía nada, pero nada que envidiar a la más fiera araña de manantial de la república.

Allí, en aquel dormitorio tan pequeño, Lexa vio a su madre apretar los puños.

Vio cómo el orgullo le tensaba la mandíbula.

Cómo la agonía brillaba en sus ojos.

Por favor —siseó por fin la dona, como si las palabras le quemaran en la boca—. Perdónala, Roan.

Una sonrisa triunfal, refulgente como los tres soles juntos. El hermoso cónsul retrocedió sin dejar de mirar a los ojos a la madre de Lexa. Al llegar a la puerta dio una orden mientras su túnica fluía en torno a él como si fuese humo. Y sin mediar más palabras, los Luminatii regresaron a la estancia. El de los rasgos lobunos arrancó a Lexa de las faldas de su madre. El Capitán Charquitos maulló en protesta. Lexa se abrazó fuerte al gato, con las lágrimas abrasando sus ojos.

¡Parad! ¡No toquéis a mi madre!

Dona Wood, os condeno por libro y cadena por los delitos de conspiración y traición contra la República Itreyana. Nos acompañaréis a la Piedra Filosofal.

Se cerraron hierros en torno a las muñecas de la dona, apretados hasta provocarle una mueca de dolor. El del rostro lobuno se volvió hacia el cónsul y lo miró interrogativo.

¿Y los niños?

El cónsul echó un vistazo a Aden, todavía envuelto en su tela sobre la cama.

El bebé aún no está destetado. Que acompañe a su madre a la Piedra.

¿Y la niña?

¡Lo has prometido, Roan! —La dona Wood se retorció contra los Luminatii que la sujetaban—. ¡Lo has jurado!

Azgeda hizo como si la mujer no hubiera abierto la boca. Bajó la mirada hacia Lexa, que sollozaba al pie de la cama con el Capitán Charquitos abrazado contra su delgado pecho.

¿Tu madre te ha enseñado a nadar, pequeña?

El Pretendiente de Trelene escupió a Lexa a un mísero embarcadero que asomaba de las vísceras de un puerto en decadencia conocido como Última Esperanza. Los edificios parecían dejados caer por toda la orilla como dientes de un luchador a sueldo, y la torre de piedra de una guarnición y las granjas de las afueras completaban el lamentable paisaje. Su población consistía en pescadores, granjeros, una variante particularmente estúpida de cazafortunas que se buscaban la vida saqueando antiguas ruinas ashkahi y otra un poco más inteligente que se ganaba el pan saqueando los cadáveres de sus colegas. Al bajar al muelle, Lexa vio a tres pescadores inclinados sobre una vara y una botella de vino verde de jengibre. Los hombres la miraron como los gusanos miran la carne podrida. La chica les sostuvo la mirada a uno tras otro, esperando por si alguno se ofrecía a bailar con ella. Comelobos desembarcó dando zancadas por la plancha, seguido de varios tripulantes. El capitán reparó en las miradas hambrientas que caían sobre la chica, aquella chica de dieciséis años, sola y armada con un pinchacerdos. Apoyando una bota en un tocón del muelle, el enorme dweymeri encendió su pipa y se quitó el sudor de las mejillas tatuadas.

—Las arañas pequeñas son las que tienen el veneno más peligroso, amigos —advirtió a los pescadores.

Por lo visto, Comelobos tenía el respeto de los maleantes, ya que se volvieron de nuevo hacia el agua que burbujeaba y lamía los postes del embarcadero. Con una cierta decepción, la chica tendió la mano al capitán.

—Os agradezco vuestra hospitalidad, señor.

Comelobos se quedó mirando sus dedos extendidos y exhaló una bocanada de gris claro.

—Hay pocos motivos para venir a la vieja Ashkah, chica. Y menos aún para que una joven como tú se enfrente a una tierra tan sombría. Y no pretendo ofenderte, pero no voy a tocarte la mano.

—¿Por qué, señor?

—Porque conozco el nombre de quienes la tocaron antes. —Echó un vistazo a la sombra de la chica y se llevó la mano al collar de dientes de draco—. Si es que tales cosas tienen nombre. De lo que no me cabe la menor duda es de que tienen memoria, y no deseo que recuerden el mío.

La chica compuso una leve sonrisa. Se apoyó la mano en el cinturón.

—Que Trelene os guarde, pues, capitán.

—Azul por debajo y azul por encima tuyo, chica.

Lexa dio media vuelta y recorrió el muelle, con el fulgor de un solo sol en sus ojos, buscando el edificio que le había mencionado Gustus. Con el corazón en un puño, tardó poco en encontrar la pequeña y destartalada posada que se alzaba al borde del agua. Un letrero que chirriaba sobre la puerta le reveló que se llamaba el Viejo Imperial. Otro letrero encajado en una ventana mugrienta decía: SE NECESITA PERSONAL.

Era un tugurio pequeño y hediondo, como un diente podrido. No era el edificio más miserable de la creación, pero si la posada fuera un hombre con quien os toparais en un bar, se os perdonaría por suponer que, después de aceptar entusiasmado que su esposa llevara a otra mujer a la cama de matrimonio, hubiera descubierto que había un catre preparado en la habitación de invitados para él. La chica se acercó poco a poco a la barra, manteniendo la espalda tan cerca de la pared como pudo. Había como una docena de parroquianos que habían entrado huyendo del calor del giro: unos cuantos lugareños y un puñado de saqueadores de tumbas bien armados. Todos callaron para mirarla cuando entró y, si alguien hubiera estado tocando el viejo clavecín del rincón, seguro que habría fallado una nota para dar a la escena un efecto dramático, pero por desgracia aquella bestia llevaba años sin proferir un solo gemido. El propietario del Imperial parecía bastante inofensivo, casi desubicado en aquel pueblo al borde del abismo. Tenía los ojos un poco demasiado juntos y apestaba a pescado podrido, pero, teniendo en cuenta las historias que había oído Lexa sobre los Susurriales de Ashkah, la chica se conformó con que el hombre no tuviera tentáculos. Estaba apoyado detrás de la barra, con un mandil manchado —¿sería sangre?—, limpiando una jarra sucia con un trapo más sucio todavía. Lexa se fijó en que uno de sus ojos se movía un poquito antes que el otro, como un niño que lleva a su primo tonto de la mano.

—Buenos giros tengáis, señor —dijo manteniendo firme la voz—. Que Aa os bendiga y os guarde.

—Vienes para acá con la chusma de Comelobos, ¿eh que sí?

—Sois perceptivo, señor.

—La paga son cuatro mendigos por semana, pero te pongo cama y comida. El veinte por ciento de lo que te saques zorreando aparte va directo para mí. Y querré catar antes de contratar. ¿Bien?

La sonrisa de Lexa arrastró a la del tabernero detrás de la barra y la estranguló con discreción. Hizo muy poco ruido al morir.

—Me temo que os equivocáis, señor —dijo la chica—. No vengo a solicitar empleo en vuestra… —Una mirada alrededor—. En vuestro elegante establecimiento.

Un bufido.

—¿Qué haces aquí, pues?

Lexa dejó el monedero de piel de oveja en la barra. El tesoro que contenía tintineó con una melodía que no recordaba en nada al oro. Un sacamuelas podría haber discernido que la minúscula orquesta que habitaba el saquito estaba compuesta de dientes humanos. Tardó un momento en hablar. En pronunciar las palabras que había practicado hasta soñar con ellas.

—Mi ofrenda para las Fauces.

El hombre la miró con una expresión indescifrable. Lexa intentó que no le temblaran el aliento y las manos. Le había costado seis años llegar hasta donde estaba. Seis años de tejados y callejones y nuncanoches en vela. De volúmenes polvorientos y dedos ensangrentados y perniciosa tiniebla. Pero por fin se alzaba ante el umbral, a solo un leve gesto con la cabeza de los elogiados salones de la iglesia…

—¿Se puede saber qué pinta él en esto? —repuso el tabernero parpadeando.

Lexa mantuvo la expresión pétrea, a pesar de las terribles volteretas que estaban dando sus entrañas. Miró a su alrededor. Los saqueadores estaban inclinados sobre su mapa. Un puñado de lugareños jugaba al «plas» con una baraja mohosa. Una mujer vestida con una túnica color arena y velo dibujaba espirales en una mesa con algo que parecía sangre.

—Fauces —repitió Lexa—. Esta es mi ofrenda.

—La espichó —dijo el tabernero frunciendo el ceño.

—Eh… ¿Perdón?

—La espichó hace ya más de dos veranos.

—Pero ¿cómo van a morir, hombre? —gruñó ella.

—Tú eres la que trae regalos al viejo Zoufes el clavecinista, chavala.

La comprensión le dio un golpecito en el hombro e interpretó una breve y graciosa jiga. ¡Tachán!

—No te hablo de ningún clavecinista, pedazo de… —Lexa agarró a su pronto por el cuello y le dio una buena sacudida. Carraspeó y se apartó el torcido flequillo de los ojos—. No me refiero a vuestro músico, señor, sino a las Fauces. A Niah, la Diosa de la Noche. A Nuestra Señora del Bendito Asesinato, esposa-hermana de Aa y madre de la hambrienta Oscuridad que todos llevamos dentro.

—Ah, te refieres a las Faaauces.

—Sí. —La palabra fue como una pedrada contra el entrecejo del tabernero—. A las Fauces.

—Perdona —dijo el hombre, avergonzado—. Es que te traes un acento muy raro.

Lexa lo fulminó con la mirada. El tabernero carraspeó.

—Por aquí no hay ninguna iglesia de las Fauces, chavala. Adorarlas está prohibido, hasta en las afueras. En este local no queremos saber nada de madres de noches ni de nada por el estilo, que es malo para el negocio.

—¿Vos sois Daniio el Gordo, propietario del Viejo Imperial?

—Eh, que no estoy tan…

Lexa dio una palmada contra la barra. Algunos jugadores de plas giraron la cabeza para mirarla.

—Pero ¿os llamáis Daniio? —susurró.

Un silencio. Un ceño fruncido, meditabundo. El ojo-primo-tonto de Daniio pareció vagar por su cuenta, como distraído mirando florecillas o quizá un arcoíris.

—Sí —dijo Daniio por fin.

—Se me dijo, es más, se me especificó, que viniera al Viejo Imperial en la costa de Ashkah y entregara mi ofrenda a Daniio el Gordo. —Lexa empujó el monedero hacia dentro de la barra—. Así que aquí la tenéis.

—¿Qué hay dentro?

—El trofeo de un asesino, asesinado a su vez.

—¿Eh?

—Los dientes de Augusto Escipión, sumo ejecutor del Senado Itreyano.

—¿Y vendrá a recogerlos?

Lexa se mordió el labio. Cerró los ojos.

—No.

—¿Y cómo leches ha perdido los…?

—No los ha perdido. —Lexa se inclinó más hacia delante, obligándose a olvidar el olor—. Se los arranqué del cráneo después de rajar su miserable cuello.

Daniio el Gordo se quedó callado. Un gesto casi casi pensativo cruzó sus rasgos. Se acercó a ella, envuelto en un tufo a pescado podrido que llevó unas lágrimas incontrolables a los ojos de Lexa.

—Ah, pues perdona, chavala, pero ¿para qué quiero yo los dientes de un mamón muerto?

La puerta se abrió chirriando y Comelobos se agachó para pasar por ella y entrar en el Viejo Imperial como si poseyera parte del negocio. Tras él llegó una docena de tripulantes, que se apelotonaron en los asquerosos reservados o se apoyaron en la barra entre crujidos. Daniio el Gordo se encogió de hombros a modo de disculpa y empezó a servir a los marineros dweymeri. Lexa lo agarró por la manga mientras se dirigía a los reservados.

—¿Aquí tenéis habitaciones, señor?

—Sí que tenemos. Un mendigo por semana, mañanera aparte.

Lexa puso una moneda de hierro en la zarpa de Daniio el Gordo.

—Por favor, avisadme cuando la haya consumido.

Transcurrió una semana sin la menor señal, la menor palabra ni el menor susurro, salvo el viento que llegaba de los eriales. La tripulación del Pretendiente de Trelene se quedó a bordo mientras reabastecían las bodegas, aunque gozaban con frecuencia de las diversiones que ofrecía el pueblo. La típica nuncanoche empezaba con una cena en el Viejo Imperial, seguida de una excursión a los brazos de la dona Amile y sus «bailarinas» en el bien llamado Siete Sabores, y vuelta al Imperial para una sesión de alcohol, canciones y, de vez en cuando, alguna pelea amistosa a navajazos. Solo se perdió un dedo a lo largo de toda su estancia. El propietario se tomó la pérdida con buen humor.

Lexa se sentaba en un rincón sombrío con los dientes del verdugo embolsados sobre la madera de la mesa. Sus ojos volaban a la puerta cada vez que la oía crujir. Tomaba algún que otro plato del «enviudador» de Daniio el Gordo, que picaba como un demonio pero tenía que reconocer que estaba delicioso, y sus rasgos se oscurecían cada vez más a medida que se acercaba el momento de la partida del Pretendiente. Quizá Gustus se hubiera confundido. Hacía años que no enviaba a ningún aprendiz a la Iglesia Roja. O quizá se la hubieran tragado los eriales. Quizá los Luminatii hubieran acabado con ella por fin, como había jurado hacer el justicus Titus tras la Masacre de la Veroscuridad.

«O quizá todo esto sea una prueba. Para ver si sales corriendo como una niña asustadiza…»

Recorría el pueblo cuando llegaba la nuncanoche, escuchando desde fuera de las puertas, casi invisible bajo su capa hecha de sombras. Llegó a conocer demasiado bien a los habitantes de Última Esperanza. A la vidente que presagiaba el futuro a las mujeres del pueblo, interpretando los signos de un ajado tomo de escritura ashkahi que en realidad no sabía leer. Al chico esclavo del Siete Sabores que planeaba asesinar a su madama y huir a los eriales. Los legionarios Luminatii destinados a la guarnición eran los soldados más lamentables que Lexa había visto en la vida. Dos docenas de hombres en el límite de la civilización, con solo unas pocas hojas de acero solar interponiéndose entre ellos y los terrores de los Susurriales ashkahi. Se decía que el viento que soplaba desde las viejas ruinas imperiales volvía locos a los hombres, pero Lexa estaba convencida de que el aburrimiento acabaría con los legionarios mucho antes que los vientos susurrantes. Hablaban sin descanso del hogar, de mujeres, de los pecados que hubieran cometido para que los enviaran al quinto culo de la república. Al cabo de una semana, Lexa ya estaba harta de todos ellos. Y ni uno había pronunciado una sola palabra sobre la Iglesia Roja. Siete giros después de su llegada a Última Esperanza, Lexa estaba sentada observando cómo la tripulación del Pretendiente embreaba la cubierta, entre voces cascadas por el grog. Una parte de ella no deseaba más que colarse a bordo cuando zarparan hacia el azul. Correr de vuelta a casa con Gustus. Pero lo cierto era que había llegado demasiado lejos para rendirse. Si la iglesia esperaba que diese media vuelta al primer contratiempo, es que no la conocían en absoluto. Sentada en el tejado del Viejo Imperial con un cigarrillo de clavo en los labios, vio cómo el Pretendiente se alejaba de la bahía. Los vientos susurrantes silbaban desde los eriales a su espalda, etéreos como sueños. Miró al gato que no era un gato, sentado a la larga sombra que los soles arrancaban a Lexa. Su voz fue como el beso del terciopelo en la piel de un bebé.

—… temes…

—Eso debería gustarte.

—… Gustus no te habría enviado aquí sin necesidad…

—Los Luminatii llevan años intentando acabar con la iglesia. La Masacre de la Veroscuridad lo cambió todo.

—… si les hubiera sucedido algo malo, habría señales…

—¿Sugieres que salgamos a los Susurriales y miremos?

—… o eso, o esperar aquí, o volver a casa…

—Ninguna de esas opciones me llama mucho.

—… la oferta de trabajo de daniio el gordo seguirá en pie, sin duda…

Su sonrisa fue tenue y desganada. Se volvió de nuevo hacia el mar y contempló la luz de los soles reflejarse en el rugir de las olas. Dio profundas caladas a su cigarrillo y exhaló volutas de gris.

—… ¿Lexa?…

—¿Sí?

—… no hay por qué asustarse…

—No lo estoy.

Una pausa, ocupada por el viento susurrante.

—… tampoco hay por qué mentir…

Lexa terminó robando la mayoría de las cosas que necesitaba. Odres de agua, raciones y una tienda de Suministros Generales y Servicios Funerarios Última Esperanza. Mantas, whisky y velas del Viejo Imperial. Ya tenía localizado el mejor semental de la cuadra de la guarnición para hacerse con él, a pesar de que estaba tan cómoda en la silla de montar como una monja en un burdel. Se dijo que robar serviría para mantenerla en forma, y que colarse después en los establecimientos para dejar una compensación en el mostrador sería un buen ejercicio. Sentada junto al hogar del Imperial, saboreó un último plato de enviudador y esperó a que se alzara el viento de la nuncanoche y trajera una anhelada frescura tras un giro de calor rojo. Lexa levantó la mirada al oír el crujido de la puerta delantera y vio que se colaban unos curvos dedos de polvo. El chico que entró tenía aspecto de dweymeri: tatuajes faciales de tinta de leviatán (de una calidad espantosa) y rizos besados por la sal recogidos en nudos enmarañados. Pero su piel era más aceitunada que marrón y era demasiado bajo para ser un isleño. Apenas le sacaba una cabeza a Lexa, a decir verdad. Vestía con cuero oscuro, llevaba una cimitarra en una vaina maltrecha y olía a caballo y a largo camino. Mientras rondaba por la estancia, comprobó todos los rincones con ojos de color avellana. Cuando su mirada empezó a recorrer los reservados, Lexa se envolvió en las sombras y se desdibujó como una filigrana en la penumbra.

El chico se volvió hacia Daniio el Gordo, que estaba limpiando la misma copa mugrienta con el mismo trapo mugriento. Después de mirar al tabernero de arriba abajo, el chico habló con una voz suave como el terciopelo.

—Bendecido seáis, señor.

—Vale —repuso Daniio el Gordo—. ¿Qué tomas?

—Traigo esto.

El chico dejó una cajita de madera en la barra. Lexa entornó los ojos al oír que traqueteaba. El chico volvió a mirar a su alrededor antes de hablar en un tenso susurro.

—Mi ofrenda. Para las Fauces.