Capítulo 4. Amabilidad

El Capitán Charquitos había querido a Lexa.

La conocía desde cachorro, al fin y al cabo. Incluso antes de que hubiera olvidado la cálida presión de sus hermanos a su alrededor, ella lo había acunado, le había dado besitos en el hocico rosado y el gato había sabido que Lexa siempre sería el centro de su mundo. Por eso, cuando el justicus Titus se agachó para agarrar a la niña por la muñeca, como le había ordenado el cónsul, el Capitán Charquitos escupió un siseo de dientes amarillentos, extendió una zarpa llena de uñas y arañó la cara del justicus desde el ojo hasta el labio. Con un rugido, el hombretón agarró la cabeza del valiente capitán con una mano, los hombros con la otra y, casi con una facilidad practicada, retorció. El sonido fue como de palos mojados al partirse, demasiado intenso para que lo ahogara el chillido de Lexa. Y al final de aquellos horribles chasquidos húmedos, de la mano del justicus pendía flácida una silueta negra, una forma cálida, suave y ronroneante junto a la que Lexa se había quedado dormida cada nuncanoche, y que ya nunca ronronearía más. Entonces perdió el control. Aulló, azotó, arañó. Apenas se dio cuenta de que otro Luminatii la alzaba en volandas y se la echaba al hombro. El justicus se agarró la cara sangrante y desenvainó su espada mientras el fuego se extendía a lo largo de su hoja y el acero brillaba con una luz hiriente y cegadora.

Aquí no, Titus —dijo Azgeda—. Tus manos deben estar limpias.

El justicus bramó órdenes a sus hombres al tiempo que la madre de Lexa chillaba y pataleaba. Lexa la estaba llamando, pero recibió un fuerte golpe en la cabeza y a duras penas evitó caer a la negrura de debajo de sus pies mientras los gritos de la dona Wood se desvanecían.

Escalera de servicio, en espiral hacia abajo. Un pasadizo a través del Espinazo, no como los maravillosos salones de blanco hueso de tumba pulido y arañas de cristal y nacidos de la médula con sus mejores galas,sino un túnel estrecho, oscuro y claustrofóbico que salía al exterior. Lexa había podido echar un vistazo hacia arriba —las Costillas arqueadas bajo cielos tormentosos, los grandes edificios del consejo, las bibliotecas y los observatorios— antes de que los hombres la metieran en un tonel vacío, cerraran la tapa y lo arrojaran sobre un carro tirado por caballos. Notó que el carro empezaba a moverse de sopetón, y el traqueteo de las ruedas sobre los adoquines. Había hombres en el tablado del carro junto a ella, pero no conseguía distinguir sus palabras, aturdida por el recuerdo del Capitán Charquitos retorcido en el suelo y su madre encadenada. No comprendía nada de todo aquello. El tonel le raspaba contra la piel y las astillas le tiraban del vestido. Sintió que cruzaban puente tras puente y la neblina de la semiinconsciencia se fue disipando hasta que empezó a sollozar, entre hipidos y arcadas. Un puño se estrelló contra el lado del tonel.

Cierra el pico, mierdecilla, o yo te daré una cosa por la que llorar.

«Van a matarme», pensó.

La embargó un escalofrío. No por la idea de morir, ojo, porque en realidad ningún niño se cree menos que inmortal. El frío fue una sensación física, procedente de la oscuridad de dentro del tonel, enroscada en torno a sus pies, gélida como el agua helada. Percibió una presencia… o, mejor dicho, una ausencia. Como la sensación de vacío al final de un abrazo. Y supo con absoluta certeza que había algo dentro del tonel con ella.

Observándola.

Esperando.

¿Hola? —susurró.

Una ondulación en la negrura. Un silencioso terremoto en la tinta. Y allí donde un momento antes no había habido nada, algo relució a sus pies, reflejando las migajas de luz de soles que entraban por la tapa del tonel. Algo largo y afiladísimo como solo podía estarlo el hueso de tumba, con la empuñadura tallada para parecerse a un cuervo volando. Visto por última vez resbalando bajo las cortinas mientras el cónsul Azgeda apartaba la mano de la madre de Lexa y hablaba de súplicas y promesas.

El estilete de hueso de tumba de la dona Wood.

Lexa extendió el brazo hacia él. Durante un fugaz instante, habría jurado que vio luces a sus pies, como diamantes en un océano de nada. Sintió un vacío tan inmenso que le pareció caer, caer y caer hacia alguna hambrienta oscuridad. Y entonces sus dedos se cerraron en torno al puño de la daga y la asió con fuerza, tan fría que casi le quemaba.

Sintió ese algo en la penumbra que la rodeaba.

El cobrizo sabor de la sangre.

La vibrante oleada de la rabia.

El carro siguió golpeteando por el camino, y el estómago de Lexa se fue encogiendo hasta que por fin se detuvieron. Notó cómo levantaban el tonel, cómo lo lanzaban, cómo daba contra el suelo con un impacto que casi hizo que se arrancara la lengua de un mordisco. Volvió a oír voces, lo bastante altas como para entenderlas.

No sabes el asco que me da esto, Alberio.

Las órdenes son órdenes. Luminus Invicta, ¿no?

Que te den por culo.

¿Quieres explicárselo a Titus? ¿A Azgeda? ¿A los salvadores de la puta república?

Salvadores, mis cojones. ¿Nunca te preguntas cómo pudieron apresar a Wood y Antonio en el mismo centro de un campamento armado?

Pues claro que no, joder. Ayúdame con esto.

Dicen que fue cosa de magya. Arkimia oscura. Se ve que Azgeda…

No desvaríes. ¿Qué más da cómo lo hicieran? Wood era un puto traidor, y a los traidores les pasa eso.

Arrancaron la tapa del tonel. Lexa miró bizqueando a los dos hombres, capas oscuras echadas sobre armaduras blancas. El primero tenía los brazos como troncos de árbol y las manos como bandejas. El segundo tenía unos bonitos ojos azules y la sonrisa de alguien que estrangulaba cachorritos para divertirse.

Por los dientes de las Fauces —susurró el primero—. No tendrá más de diez años.

Y no cumplirá los once. —Un encogimiento de hombros—. No te muevas, chica. Esto dolerá poco tiempo.

El estrangulador de cachorros agarró a Lexa por el cuello y sacó un cuchillo largo y afilado de su cinto. Y allí, en el reflejo de aquel acero pulido, la niña vio su muerte. Habría sido fácil para ella cerrar los ojos y esperar. Tenía diez años, al fin y al cabo. Estaba sola, desamparada y temerosa. Pero esta es la verdad, gentiles amigos, tenga la cantidad de soles que tenga vuestro cielo. En el fondo, en este mundo o en cualquier otro, solo viven dos tipos de personas: los que huyen y los que pelean. Y los vuestros tienen muchos términos para referirse al segundo tipo. Berserker. Instinto asesino. Más huevos que sesos. Y no debería sorprenderos, aun con lo poco que sabéis a estas alturas, que frente a aquel matón y su arma, y cargando con el recuerdo de la ejecución de su padre

nunca te encojas nunca temas en lugar de sollozar o derrumbarse como podría haber hecho otro niño de diez años, la joven Lexa asió el estilete que había recuperado de la oscuridad y lo clavó en el ojo del estrangulador de cachorritos. El hombre chilló y cayó hacia atrás mientras la sangre manaba entre sus dedos. Lexa salió del tonel rodando y la luz de los soles le resultó increíblemente cegadora tras la oscuridad de dentro. Sintió que aquel algo la acompañaba, enroscado en su sombra, azuzándola. Vio que la habían llevado a algún puentucho sobre un estrecho canal atascado de porquería, con ventanas tapiadas alrededor. Los ojos del de las bandejas por manos se ensancharon mientras su amigo caía al suelo entre chillidos. Desenvainó una espada de acero solar dando un paso hacia la chica y las llamas titilaron en su filo. Pero un movimiento junto a sus pies atrajo sus ojos a la piedra del puente y, al mirar abajo, vio que la sombra de la chica empezaba a moverse. Daba zarpazos y se retorcía como si estuviese viva, extendiéndose hacia él como unas manos hambrientas.

Que la Luz me salve —musitó.

La hoja vaciló en la mano del matón. Lexa se apartó hacia la barandilla del puente, con el puñal ensangrentado en un puño tembloroso. Y mientras el estrangulador de cachorros se levantaba con la cara pintada de sangre, la niña hizo lo que cualquiera habría hecho en su lugar, y al infierno con la proporción huevossesos.

—… ¡corre!… —dijo un tenue hilo de voz.

Y eso hizo ella, correr.

El chico dweymeri padeció una conversación con Daniio el Gordo muy parecida a la de Lexa, aunque él la soportó con silenciosa dignidad. El tabernero le informó de que una chica había hecho las mismas preguntas y señaló el reservado de Lexa, o al menos el reservado donde había estado. Para entonces, Lexa ya se había escabullido escalera arriba y escuchaba justo fuera de vista, callada como un sacerdote del hierro itreyano. Después de murmurar un agradecimiento, el chico dweymeri preguntó si había habitaciones disponibles y pagó de un monedero desnutrido. Acababa de emprender la escalera cuando un jugador de cartas de la zona, un caballero llamado Scupps, habló.

—¿Eres de la chusma de Comelobos?

El chico respondió con una voz profunda y suave.

—No conozco a ningún Comelobos.

—¿Cómo va a ser de la tripulación del Pretendiente? —Lexa reconoció por la voz que hablaba el hermano de Scupps, Lem—. ¡Si es un canijo! Apenas alcanzaría las pelotas de Comelobos.

Risas.

—Pues a lo mejor está por eso.

Más risas.

El chico dweymeri esperó hasta asegurarse de que no se avecinaba más hilaridad y siguió escalera arriba. Lexa había vuelto a su habitación y vio por la cerradura cómo el chico llegaba con paso sigiloso a su propia puerta. Sus pies apenas susurraban, aunque Lexa sabía que los tablones chirriaban como una familia de ratones asesinados. El chico volvió la mirada hacia la puerta de Lexa, olisqueó una vez y entró en su propia habitación. La chica se quedó sentada, planteándose si hablar con él o limitarse a desaparecer de Última Esperanza al acabar el giro, como había planeado. Era evidente que buscaba lo mismo que ella, pero lo más probable era que fuese un psicópata despiadado. Dudaba que muchos novicios buscaran la Iglesia Roja por motivos tan altruistas como el suyo. Cuando las campanas del pueblo tocaron a nuncanoche, oyó que el chico regresaba abajo, con pisadas de terciopelo. Notó que su sombra se revolvía y se estiraba, dando zarpazos insustanciales a los tablones del suelo.

—… si no he vuelto por la mañana, dile a madre que la quiero…

La chica dio un bufido mientras el no-gato se colaba por debajo de su puerta. Esperó durante horas, leyendo a la luz de las velas para no abrir los postigos al sol. Si iba a marcharse ese giro, tendría que hacerlo con las doce campanadas, con el cambio de turno en la torre de vigilancia. Entonces sería más fácil robar el semental. El conocimiento de que podría haber comprado cualquier viejo jamelgo levantó la mano al fondo del aula, pero lo hizo callar la idea de que no debería salir a los eriales montada en menos que el mejor caballo que podía ofrecer el pueblo. Sintió una ondeante gelidez, una sensación de pérdida y el gato que era sombras subió de un salto a la cama junto a ella. Parpadeó con unos ojos que no estaban allí.

Intentó ronronear y no le salió.

—¿Y bien?

—… ha comido frugalmente, observando a los que lo habían insultado entre bocado y bocado, y luego los ha seguido a casa cuando se han marchado…

—¿Los ha matado?

—… se ha meado en su barril de agua…

—No es muy sanguinario, pues. ¿Y luego?

—… ha trepado al techo de la cuadra. lleva desde entonces vigilando tu ventana…

Un asentimiento de cabeza.

—Ya pensaba que me había calado al entrar.

—… es de los listos…

—Ahora veremos cómo de listo.

Lexa metió sus libros en un pequeño morral de piel que se echó a la espalda y recogió sus cosas. Había confiado en poder marcharse con discreción, pero si el chico dweymeri estaba observándola, ya no era cuestión de si debía ocuparse de él. Solo de cómo. Se escabulló de su habitación y cruzó los tablones rechinantes sin un solo rechinar. Fue a la puerta de una habitación vacía que había enfrente, sacó dos ganzúas de una fina cartera, se puso a trabajar y, al cabo de unos minutos, oyó un leve chasquido. Al salir por la ventana, al correr por el tejado, notó la luz de los soles abrasando el cielo ventoso y la adrenalina cosquilleándole en las yemas de los dedos. Daba gusto moverse otra vez. Probarse otra vez. Cruzó a la carrera el callejón que había entre el Imperial y la panadería de al lado, sobre unas botas que eran menos que un bisbiseo en la carretera. El no-gato merodeaba por delante, vigilando con sus no-ojos. Igual que había hecho fuera de la ventana de Augusto, Lexa extendió los brazos y asió las sombras que la rodeaban. Hebra a hebra, atrajo hacia sí la oscuridad con dedos diestros, como una costurera tejiendo una capa… una capa que podría hacer perderse a unos ojos incautos.

Una capa de sombras.

Llamadlo como queráis, gentiles amigos. Taumaturgia. Arkimia. Nismo. Magya. Como todo poder, trae asociada una ofrenda. A medida que Lexa atrajo hacia sí las sombras, la luz palideció en sus ojos. Como siempre, se volvió más difícil para ella ver a través de su velo de oscuridad, igual que ella era más difícil de ver en su interior. El mundo exterior estaba emborronado, enfangado, amortajado en negro, y tuvo que caminar despacio para evitar traspiés y tropezones. Pero envuelta en el interior de sus sombras, avanzó poco a poco en el fulgor de la nuncanoche, convertida en solo un trazo de acuarela sobre el lienzo del mundo. Al llegar al lateral de la cuadra, trepó por la bajante al tacto. Se izó al tejado, miró con ojos entrecerrados en su penumbra y vio al dweymeri a la sombra de la chimenea, observando la ventana de su dormitorio. Lexa pisó con levedad las tejas, imaginando que estaba de nuevo en el almacén del viejo Gustus, con hojas muertas esparcidas por el suelo, una sed de tres giros ardiendo en su garganta y cuatro perros salvajes dormidos alrededor de una jarra de agua cristalina. La motivación había sido la consigna del anciano, eso estaba clarísimo. Ya estaba más cerca. Dudando entre hablar y actuar, empezar o terminar. Quizá a unos veinte pasos de distancia, vio que el chico se tensaba y giraba la cabeza. Y Lexa se vio rodando bajo los puñales que le arrojó, tres muy seguidos, brillando a la luz de aquel condenado sol. De haber habido veroscuridad, el chico habría sido suyo. De haber habido veroscuridad…

No mires.

Se enderezó de un salto, con el estilete desenfundado y su sombra serpenteando por las tejas hacia él. El chico dweymeri había desenvainado su cimitarra y tenía otros dos puñales arrojadizos preparados en la otra mano. Sobre sus ojos se balanceaban oscuras rastas salinas de pelo enmarañado. Los tatuajes de su rostro eran los más espantosos que Lexa había visto jamás, como si los hubiera garabateado un ciego en plena convulsión. Sin embargo, la cara de debajo…

Se vigilaron uno al otro, quietos como estatuas, mientras los segundos pasaban como horas y el vendaval rugía a su alrededor.

—Tenéis muy buen oído, señor —dijo ella por fin.

—Vos tenéis mejores pies, Hija Pálida. No he oído nada.

—Entonces, ¿cómo?

El chico le dedicó una sonrisa con hoyuelos.

—Apestáis a humo de cigarrillo. Clavo, diría yo.

—Es imposible. Tenéis el viento en contra.

El chico desvió la mirada un instante a las sombras que se movían como serpientes en torno a sus pies.

—Parece que lo imposible abunda por aquí.

Lexa le clavó la mirada. Dura y afilada y fina y rápida. Un florete en un mundo de espadones. Lexa nunca había conocido a nadie que descifrara a la gente mejor que Gustus, y el anciano le había enseñado a hacerse una idea de cómo era alguien en un abrir y cerrar de ojos. Fuera quien fuese ese chico, fueran cuales fuesen sus razones para buscar la iglesia, no era ningún psicópata. No era alguien que matara por matar.

«Interesante.»

—Buscas la Iglesia Roja —dijo Lexa.

—El gordinflón no ha aceptado mi ofrenda.

—Ni la mía. Nos están poniendo a prueba, me parece.

—Eso mismo he pensado.

—Puede que ya no estén aquí. Iba a salir a los eriales a mirar.

—Si es la muerte lo que buscas, hay formas más fáciles de hallarla. —El chico hizo un gesto hacia fuera de las murallas de Última Esperanza—. ¿Por dónde ibas a empezar?

—Tenía pensado seguir mi olfato. —Lexa sonrió—. Pero algo me dice que me iría mejor siguiendo el tuyo.

El chico la miró largamente y con intensidad. Sus ojos de avellana recorrieron el cuerpo de Lexa, tranquilos y entrecerrados. La hoja en su mano. Las sombras en sus pies. Los eriales susurrantes detrás de él.

—Me llamo Lincoln —dijo, enfundando la cimitarra a su espalda.

—Esto… ¿Lincoln? ¿Estás seguro?

—¿Seguro de mi propio nombre? Pues claro que lo estoy.

—No pretendo faltaros al respeto, señor —dijo Lexa—, pero si vamos a recorrer los Susurriales juntos, al menos deberíamos ser lo bastante sinceros como para usar nuestros auténticos nombres. Y el vuestro no puede ser Lincoln.

—¿Me estás llamando mentiroso, chica?

—No os estoy llamando nada, señor. Y os agradeceré que no volváis a llamarme «chica» otra vez, como si la palabra os recordara a algo despegado de la suela de vuestra bota.

—Tenéis una forma curiosa de hacer amigos, Hija Pálida.

Lexa suspiró. Agarró a su mal genio por la oreja y lo obligó a arrodillarse.

—He leído que los dweymeri pasan por rituales para recibir sus nombres. Y todos siguen un mismo patrón: verbo y luego nombre. Los dweymeri tienen nombres como Aplastaespinazos, Comelobos o Molestacerdos.

—¿Molestacerdos?

Lexa parpadeó.

—Molestacerdos fue uno de los piratas dweymeri más infames que han existido jamás. Seguro que has oído hablar de él.

—Nunca he sido muy aficionado a la historia. ¿Por qué dices que era infame?

—Por molestar a los cerdos. Aterrorizó a los granjeros desde Vigilatormenta hasta Lanza del Alba durante casi diez años. Al final había una recompensa de trescientos hierros por su cabeza. No había puerco que estuviera a salvo.

—¿Y qué le pasó?

—Los Luminatii. Sus espadas hicieron a su cara lo que él hacía a los cerdos.

—Ah.

—De modo que tu nombre no puede ser Lincoln.

El chico la miró de arriba abajo, con gesto atribulado. Pero cuando habló, hubo hierro en su voz. Humillación. Una ira antigua y bien alimentada.

—Mi nombre —dijo— es Lincoln.

La chica lo miró, entornando sus ojos oscuros. Un puzle, aquel chico. Y no dudéis que nuestra chica tenía debilidad por los puzles.

—Lexa —dijo al cabo.

El chico recorrió las tejas con paso lento y firme, sin hacer caso de la negrura que tenía debajo. Extendió un brazo. Dedos encallecidos y un anillo de plata —las largas y serpentinas formas de tres dracos marinos entrelazados— en el índice. Lexa recorrió al chico con la mirada, sus cicatrices y sus horribles tatuajes faciales, su piel aceitunada, su delgadez y sus anchos hombros. Se lamió los labios y saboreó el sudor.

Las sombras titilaron a sus pies.

—Encantado de conoceros, dona Lexa —dijo él.

—Y yo a vos, don Lincoln.

Y con una sonrisa, le estrechó la mano.