Capítulo 5. Halagos

La niña había corrido por callejuelas estrechas, sobre puentes y bajo escaleras, mientras el rojo se le encostraba en las manos. Ese algo la había seguido, acumulado en la oscuridad de sus pies que pisaban con fuerza los agrietados adoquines. La niña no tenía ni idea de lo que podía ser o querer; solo sabía que la había ayudado y que, sin esa ayuda, estaría igual de muerta que su padre. ojos abiertos patadas

guj-guj-guj

Lexa se obligó a reprimir las lágrimas, cerró los puños y corrió. Oía al estrangulador de cachorritos y a su amigo detrás, gritando, maldiciendo. Pero ella era ágil y rápida y estaba asustada hasta el desespero, y su terror le daba alas. Corrió por estrechos y serpenteantes callejones y por encima de canales atascados hasta que por fin se metió en una callejuela, agarrándose la punzada de dolor en el costado.

A salvo. De momento.

Se vino abajo con las piernas encogidas y trató de contener las lágrimas como le había enseñado su madre. Pero eran mucho más grandes que ella y empujaron hasta que ya no pudo retrasarlas más. Entre hipidos y temblores, se llevó a la cara mocosa sus manos rojas, muy rojas. Su padre, ahorcado por traidor bajo la mirada del mismísimo gran cardenal. Su madre, encadenada. Los terrenos de la familia Wood, entregados a ese horrible justicus Titus que había roto el cuello al Capitán Charquitos. Y Roan Azgeda, cónsul del Senado Itreyano, había ordenado que la ahogaran en los canales como a un gatito molesto.

Todo su mundo, deshecho en un solo giro.

Que las Hijas me salven —musitó.

Lexa vio moverse la sombra que tenía debajo. Ondear, como si estuviera hecha de agua y ella fuese una piedra dejada caer. Se sorprendió de no tener miedo, de notar que el pavor se escurría de ella como a través de agujeros en sus suelas. No tenía la menor sensación de amenaza, el menor temor infantil a seres inenarrables bajo la cama que la dejara temblando. Pero percibió de nuevo aquella presencia —o mejor dicho, aquella ausencia absoluta de presencia— enroscada en la sombra que dejaba sobre la piedra que tenía debajo.

Hola otra vez —susurró.

Sintió a la cosa que no era nada. En su cabeza. En su pecho. Sabía que estaba sonriéndole, dedicándole una sonrisa que se hubiera reflejado en sus ojos, de haberlos tenido. Metió la mano en la manga y encontró el estilete ensangrentado que la cosa le había entregado.

El regalo que le había salvado la vida.

¿Qué eres? —susurró a la negrura que había a sus pies.

No hubo respuesta.

¿Tienes nombre?

Aquello tiritó.

Esperando.

Esperando.

Eres simpático —sentenció la niña—. También deberías tener un nombre simpático.

Otra sonrisa. Negra y ansiosa.

Lexa también sonrió.

Decidió.

Don Majo —dijo.

Según la placa que había encima de su caballeriza, el semental se llamaba Hidalgo, pero con el tiempo Lexa lo iba a conocer con el nombre de Cabronazo. Decir que no le hacían gracia los caballos sería como decir que a los castrados no les hacían gracia los cuchillos. Al haberse criado en Tumba de Dioses, casi nunca había necesitado a aquellas bestias y, a decir verdad, son una forma desagradable de viajar, digan lo que digan vuestros poetas. Su olor se parece a un buen gancho de derecha contra una nariz ya rota, el suplicio en las partes blandas del jinete se mide más a menudo en ampollas que en magulladuras y viajar a casco no es mucho más rápido que viajar a pie. Y absolutamente todos esos problemas se magnifican si el caballo se da aires. Cosa que, por desgracia, hacía el pobre Hidalgo. El semental era propiedad del centurión de la guarnición, un miembro nacido de la médula de la Legión Luminatii llamado Vincenzo Garibaldi. Era un purasangre, negro como los pulmones de un deshollinador. Tratado (y alimentado) mejor que casi todos los hombres de Garibaldi, Hidalgo no toleraba más mano que la de su amo. Y en consecuencia, enfrentado a una chica desconocida en su caballeriza mientras sonaba el cambio de guardia, relinchó irritado y procedió a vaciar su vejiga sobre tanto terreno como fuese posible. Después de haber vivido años cerca del río Rosa, la peste a meado de semental no afectó demasiado a Lexa, que se apresuró a meter el bocado en la boca del caballo para hacerlo callar. Por muy odiosos que encontrara a aquellos bichos, había soportado una estancia de tres semanas en un criadero de caballos del continente a «petición» del viejo Gustus, y al menos no iba a ponerle la brida en el culo. Sin embargo, cuando Lexa le puso la manta para la silla, Hidalgo empezó a dar coces en su caballeriza y solo un apresurado salto al marco de la portezuela impidió que la chica adelgazara a base de bien.

—¡Por las tetazas de Trelene, que no arme jaleo! —siseó Lincoln desde la puerta de la cuadra.

—¿De verdad acabas de maldecir con las «tetazas» de una diosa?

—¡Olvídate de eso y haz que pare!

—¡Ya te he dicho que no les caigo bien a los caballos! Y blasfemar sobre las domingas de la Señora del Océano tampoco va a ayudar en nada. De hecho, seguro que hará que termines ahogado, palurdo.

—Sin duda gozaré de largos años encerrado en la maloliente letrina que utilicen de celda en este estercolero, para arrepentirme de mis pecados.

—No te quites aún las enaguas —susurró Lexa—. La letrina estará ocupada un tiempo.

Lincoln se preguntó de qué hablaba la chica. Pero mientras ella entraba de nuevo en la caballeriza de Hidalgo para otro intento de ensillado, Lincoln oyó gemidos dentro de la torre de la guarnición, súplicas a Aquel que Todo lo Ve y un estallido de blasfemias tan coloridas que podrían lanzarse al aire y componer un arcoíris. El viento traía un hedor creciente, tan acre que empezaron a llorarle los ojos. De modo que, mientras Lexa descargaba improperios susurrados sobre Hidalgo, el chico decidió averiguar a qué venía tanto escándalo. Don Majo estaba sentado en el tejado de la cuadra, haciendo lo posible para imitar la curiosidad de los gatos reales. Observó el silencioso avance del chico hasta la torre y cómo escalaba el muro. Lincoln echó un vistazo a la estancia que había tras una ventana azotada por la arena y perdió el color de la cara bajo sus burdos tatuajes. Sin un solo ruido, se dejó caer al suelo y regresó a la cuadra a tiempo de ver a Lexa colocar por fin la silla en el lomo de Hidalgo con la ayuda de varios terrones de azúcar robados. El chico ayudó a Lexa a sacar al semental entre bufidos por los portones de la cuadra. Era bajita, y el purasangre tenía veinte manos de altura, así que tuvo que coger carrerilla para auparse de un salto a la silla de montar. Mientras se acomodaba, reparó en la palidez del rostro de Lincoln.

—¿Ocurre algo? —preguntó.

—¿Qué abismos está pasando en esa torre? —susurró Lincoln.

—Un contratiempo.

—¿Qué?

—Tres brotes secos de mora roja liisiana, un tercio de taza de esencia de melaza y una pizca de raíz de tronquera seca. —Lexa se encogió de hombros—. Un contratiempo. Puede que lo conozcas como «el Lamento del Fontanero».

Lincoln parpadeó, sorprendido.

—¿Has envenenado a la guarnición entera?

—Bueno, en realidad los ha envenenado Daniio el Gordo, que es quien ha servido la tardera. Yo solo he añadido las especias. —Lexa sonrió—. No es letal. Solo están sufriendo un leve… desajuste intestinal.

—¿Leve? —El chico miró apenado hacia la torre y los pringosos y gimoteantes horrores que contenía—. Escucha, no te ofendas si ahí fuera cocino yo siempre, ¿de acuerdo?

—Como quieras.

Lexa se encaró hacia los eriales de fuera de Última Esperanza y, tras hacer el gesto de levantarse el sombrero hacia la torre de vigilancia, taconeó los flancos de Hidalgo. Por desgracia, en lugar de emprender un elegante galope hacia el horizonte, la chica se vio lanzada por los aires en un breve vuelo que terminó con ella despatarrada en el camino. Rodó sobre la tierra, frotándose el trasero y mirando furiosa al semental, que estaba relinchando.

—Cabronazo… —siseó. Miró a Don Majo, sentado en el camino a su lado—. Ni. Una. Puta. Palabra.

—… miau… —dijo él.

La puerta de la torre de vigilancia se abrió con un estrepitoso golpe. Un inmundo centurión Vincenzo Garibaldi salió tambaleándose a la calle, agarrando con una mano sus pantalones sin abrochar.

—¡Ladrones! —gimió.

Con una floritura desganada, el centurión Luminatii desenvainó su espada larga. El filo del acero se cubrió de llamas más brillantes que los soles del cielo a una palabra suya, y el hombre trastabilló hacia delante, con la cara retorcida de furia justiciera.

—¡Alto, en nombre de la Luz!

—¡Por las dulces peras de Trelene, vámonos!

Lincoln subió de un salto a la silla de Hidalgo e izó a Lexa sobre el caballo como un saco de malhabladas patatas. Y con otro taconazo a los flancos del semental, los dos salieron al galope hacia una muerte segura. La pareja hizo un breve alto para recuperar el semental de Lincoln, un enorme animal castaño con el inexplicable nombre de Flores, antes de huir a los eriales. El Lamento del Fontanero había funcionado bien, sin embargo, y la persecución por parte de la guarnición de Última Esperanza fue breve y bastante desorganizada. Lexa y Lincoln redujeron pronto el paso a un trote rápido, al no tener perseguidores a la vista. Los llamados Susurriales eran la tierra más desolada y lúgubre que Lexa había visto nunca. El horizonte formaba costra como los labios de un mendigo, azotado por vientos cargados de voces casi inaudibles. Que el segundo sol besara el horizonte solía ser señal de que iban a alzarse los brutales inviernos itreyanos, pero allí fuera el calor seguía siendo abrasador. Don Majo estaba acurrucado en la sombra de Lexa, igual de abatido que ella. Después de ponerse un tricornio (robado y pagado) en la cabeza, Lexa estudió el horizonte.

—Supongo que la iglesia estará en algún punto elevado —aventuró Lincoln—. Propongo que empecemos por esas montañas del norte y luego vayamos hacia el este. Después de eso, lo más probable es que nos hayan chupado la vida los espectros de polvo o nos hayan comido los krakens de arena, así que a nuestros huesos les dará igual dónde los caguen.

Lexa renegó cuando Cabronazo dio un pequeño corcovo. Le dolían los muslos de la silla de montar y su culo ya se disponía a enarbolar la bandera blanca. Señaló hacia un dedo solitario de piedra quebrada que había a quince kilómetros.

—Allí.

—Con todo mi respeto, Hija Pálida, me extrañaría que la mayor congregación de asesinos del mundo conocido hubiera establecido su cuartel general a distancia olfativa de las porquerizas de Última Esperanza.

—Coincido. Pero es donde creo que deberíamos acampar. Tiene pinta de haber un manantial. Y desde arriba tendremos buena vista de Última Esperanza y de los eriales de alrededor, supongo.

—Creía que íbamos a seguir mi olfato.

—Eso lo mencioné solo para quien pudiera estar escuchando.

—¿Escuchando?

—Estamos de acuerdo en que esto es una prueba, ¿verdad? En que la Iglesia Roja nos está examinando.

—Sí. —El chico asintió despacio con la cabeza—. Pero no debería sorprenderte. Seguro que tu shahiid te puso a prueba en preparación para los desafíos que afrontaremos, ¿no?

Lexa tiró de las riendas cuando Cabronazo intentó dar media vuelta por quinta vez en la misma cantidad de minutos.

—Al viejo Gustus le encantaban las pruebas —respondió con un asentimiento—. Cualquier momento podía contener una prueba oculta. Pero el caso es que nunca me puso ninguna que no pudiera superar. Y la iglesia no debería ser tan distinta. Así que ¿cuál es la única pista que nos dieron? ¿Cuál es la única pieza de este puzle que tenemos en común?

—Última Esperanza.

—Exacto. Estoy pensando que la iglesia no puede ser autosuficiente. Aunque cultiven su comida, necesitarán otros bienes. Curioseando en la bodega del Pretendiente, vi mercancías que no podían servir de nada a los paletos de Última Esperanza. Supongo que la iglesia tendrá a algún discípulo allí. A lo mejor vigila por si llegan novicios, pero lo más importante será enviar esas mercancías hasta su baluarte. Así que lo único que tenemos que hacer es buscar una caravana cargada que salga a los eriales. Y seguirla.

Lincoln miró a la chica de arriba abajo, con una leve sonrisa.

—Sabiduría, Hija Pálida.

—No temáis, don Lincoln. No la perderé por el…

El chico levantó una mano e hizo parar de golpe a Flores. Escrutó las tierras yermas que los rodeaban, arrugó la nariz y olfateó el susurrante aire desértico.

—¿Qué pasa? —La mano de Lexa descendió hacia su daga de hueso de tumba.

Lincoln negó con la cabeza y cerró los ojos para inhalar de nuevo.

—Nunca había olido nada similar. Me recuerda a… cuero viejo y mue…

Cabronazo bufó y se puso de manos. Lexa se agarró a la silla y renegó mientras la arena roja explotaba a su alrededor y una docena de tentáculos salían de debajo del suelo. Tenían seis metros de longitud, estaban salpicados de avariciosos ganchos serrados y parecían tan secos como el interior de la aguja de un tintómano. Cabronazo relinchó aterrorizado mientras un curtido apéndice se le enrollaba en torno a una pata delantera y otro se le ceñía al cuello con la fuerza de un verdugo. El semental se resistió, babeando y dando coces como un animal salvaje. Lexa volvió a verse volando por los aires, rebotó contra la cabeza de Cabronazo y rodó por el suelo hacia el propietario de los tentáculos, que ya asomaba de la tierra y abría unas horrorosas fauces picudas. El aire se llenó de un chasqueante y gutural siseo.

—¡Kraken de arena! —rugió Lincoln, algo innecesariamente.

Lexa desenvainó su daga de hueso de tumba y atacó un tentáculo que avanzaba hacia ella. Brotó una sangre aceitosa y la tierra se estremeció por un rugido atronador mientras Lexa saltaba entre otros dos temibles miembros, se echaba al suelo para esquivar un tercero, rodaba y se quedaba agachada y jadeando. Don Majo se desenroscó de su sombra, contempló aquel horror y no-exhaló un suave y breve suspiro.

—… qué bonito…

Lincoln desenfundó su cimitarra, saltó del lomo de su semental y dio un tajo al tentáculo que asía la pata de Cabronazo. Con el restallido de una cuerda salada al partirse, amputó el apéndice e hizo que la bestia diera otro rugido, pusiera los ojos como platos y abriera las agallas. El miembro cercenado se sacudió en el suelo, salpicando a Lincoln de hediondo icor. Cabronazo volvió a relinchar de miedo, derramando sangre del cuello apresado por el tentáculo.

—¡Suéltalo! —gritó Lexa, apuñalando otro tentáculo.

—¡Retrocede! —le ordenó Lincoln con un bramido.

—¿Que retroceda? ¿Te has vuelto loco?

—¿Y tú? —Lincoln señaló la daga de Lexa—. ¿Piensas matar a un kraken de arena con ese dichoso mondadientes? ¡Deja que se coma al semental!

—¡Al abismo con eso! ¡Acabo de robar ese puto caballo!

Lexa hizo una finta baja y dio una cuchillada a otro miembro ganchudo, abriendo un nuevo manantial de sangre. El retroceso de un tentáculo tiró a Lincoln al suelo entre maldiciones. Lexa encrespó los dedos y se envolvió de un presuroso puñado de sombras para evitar un golpe similar. Aquellos ganchos parecían lo bastante afilados para desollar un andador de guerra. Aunque se lo notaba incomodado por aquellos saquitos de carne con sus palos afilados, el kraken parecía sobre todo empeñado en llevarse a su comida purasangre que sin duda lamentaba más que nunca que lo hubieran robado— bajo la arena. Pero mientras Lexa tiraba de la oscuridad hacia ella, el monstruo soltó un estruendoso bramido y volvió a emerger de la tierra, agitando los tentáculos. Casi como si estuviera enfadado con ella. Lincoln escupió arena roja y gritó para avisarla mientras daba un espadazo a otro miembro. La capa de sombras no aparentaba hacer ningún bien a Lexa: estaba casi ciega detrás de ella, pero la bestia parecía capaz de verla de todos modos. De modo que la dejó caer de sus hombros y se lanzó hacia el quejumbroso caballo, tropezando con la arena. Se movió entre el bosque de ganchos y latigazos, sintiendo en la cara y el cuello el aire de los ataques fallidos por poco, oyendo el silbido de los tentáculos en el aire. En esa tormenta, no había en ella un miedo real: solo estaban el giro y la finta, el deslizamiento y la voltereta. La danza que le había enseñado Gustus. La danza con la que había vivido casi todos los giros desde que su padre sufriera su larga caída en su corta cuerda. Una esquiva polvorienta, un giro hacia atrás, saltando entre tentáculos como una niña entre doce combas. Un vistazo fugaz al pico abierto del monstruo, chasqueando y gruñendo mientras Cabronazo chillaba. El roce del corpachón del kraken al apartarse más y más de la arena. El olor de la muerte húmeda y el cuero salado, el polvo raspándole los pulmones. Una idea repentina le llevó una sonrisa a los labios y, con una rápida acometida y un saltito desde uno, dos y tres tentáculos en movimiento, Lexa se lanzó sobre el lomo de Cabronazo.

—Por los dientes de las Fauces, qué loca está —susurró Lincoln.

El caballo volvió a lomear, y Lexa se aferró con muslos y uñas y pura terquedad. Metió una mano en la alforja, sacó un pesado frasco que contenía un brillante polvo rojo y, con un suspiro, echó el brazo atrás y lo arrojó a la boca del kraken. El frasco se hizo añicos contra el pico de la criatura y las esquirlas y el fino polvo rojo impregnaron el gaznate del monstruo. Lexa desmontó rodando de Cabronazo para esquivar otro golpe y se arrastró por la arena mientras un chillido agónico inundaba el aire. El kraken liberó al semental para raspar, rascar, darse golpes en la boca. Lincoln le asestó otra puñalada sin demasiado empeño, pero la bestia se había olvidado del todo de su presa y estaba haciendo rodar sus enormes ojos mientras daba vueltas y más vueltas, enterrando de nuevo su inmenso cuerpo en la arena, aullando como un perro que, tras un duro giro de trabajo, vuelve a casa para encontrar otro perro en su caseta, fumándose sus cigarrillos en la cama con su esposa. Lexa se levantó de una arena que se agitaba al alejarse el kraken. Se apartó los mechones sudados de los ojos y sonrió como una demente. Lincoln estaba boquiabierto, con la cimitarra ensangrentada colgando de su mano y la cara recubierta de polvo.

—¿Qué era eso? —preguntó con un hilo de voz.

—Bueno, en realidad no son cefalópodos…

—No, me refiero a qué le has tirado a la boca.

Lexa levantó los hombros.

—Las especias del enviudador de Daniio el Gordo.

Lincoln parpadeó. Varias veces.

—¿Acabas de apalear a un horror de los Susurriales con un frasco de guindillas en polvo?

Lexa asintió con la cabeza.

—Una pena, en realidad. Es buen material. Solo robé ese frasco.

En las tierras yermas resonó un momento de incrédulo silencio sobre la desafinada canción de los vientos enloquecedores. Y entonces el chico se echó a reír, haciendo brillar una sonrisa blanca y con hoyuelos en su cara mugrienta. Se secó los ojos, limpió una mancha de sangre oscura de su cimitarra y fue a recoger a Flores. Lexa se volvió hacia su semental robado, que se levantaba con dificultades de la arena y tenía sangre en el cuello y las patas delanteras. Le habló en tono tranquilizador, con una lengua cubierta de polvo, confiada en calmarlo.

—¿Estás de una pieza, chico?

Lexa se acercó despacio, con la mano extendida por delante. El animal estaba inquieto, pero unos giros de descanso en su atalaya ayudarían a que se curara, y con un poco de suerte la miraría con mejores ojos después de haberle salvado la vida. Lexa le acarició los costados con firmeza y metió la mano en la alforja para sacar…

—¡Ay, joder!

Lexa chilló cuando el semental le mordió el brazo, con la fuerza suficiente para dejarle un cardenal sanguinolento. El caballo echó atrás la cabeza con lo que sonó muy parecido a una risita. Y sacudiendo las crines, emprendió un medio galope de vuelta a Última Esperanza, dejando atrás unas huellas ensangrentadas.

—¡Espera! —gritó Lexa—. ¡Espera!

—Le caes pero que muy mal —comentó Lincoln.

—Muchísimas gracias, don Lincoln. Cuando hayáis acabado de entonar vuestra Oda a lo Evidente, quizá queráis hacerme el honor de traer a ese caballo que escapa con todas mis putas cosas en las alforjas.

Lincoln sonrió, subió de un salto a la silla de Flores y salió al galope. Lexa se agarró el brazo magullado, escuchando los ecos de la tenue risa de un gato que no era un gato en el viento.

Escupió a la arena, sin apartar la mirada del semental que huía.

—Cabronazo… —siseó.

Lincoln volvió al cabo de media hora, seguido por un renqueante Cabronazo. Lexa y él fueron a pie hacia el fino espolón de roca que les serviría de atalaya. Los dos se mantenían en alerta y buscaban perturbaciones bajo la arena, y Lincoln olisqueaba el aire como un sabueso, pero ningún otro horror lanzó sobre ellos ningún tentáculo (ni otros apéndices) para impedirles el avance. Dejaron que Cabronazo y Flores pastaran en la fina hierba que rodeaba la aguja de piedra. Flores comió de mil amores, pero Cabronazo clavó en Lexa la fulminante mirada de un animal acostumbrado a comer siempre avena fresca y se negó a probar bocado. Intentó morder a Lexa otras dos veces mientras lo ataba, de modo que la chica fue a acariciar a Flores (aunque tampoco le caía demasiado bien) para que lo viera Cabronazo y hasta ofreció al caballo castaño unos terrones de azúcar de sus alforjas. El único regalo que recibió el semental robado fue el gesto de mano más grosero que Lexa pudo conjurar.

—¿Por qué llamas Flores a tu caballo? —preguntó Lexa, mientras Lincoln y ella se preparaban para escalar.

—¿Qué tiene de malo «Flores»?

—Bueno, casi todos los hombres ponen a sus caballos nombres un poco más… viriles, nada más.

—Leyenda, Príncipe y cosas así.

—Una vez conocí a un caballo llamado Casco de Trueno. —Lexa levantó una mano—. Lo juro por la Luz.

—Me parece un poco tonto poner un nombre como ese sin motivo —repuso el chico tras un bufido.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, si llamas Leyenda a tu montura, estás diciendo a la gente que te crees un héroe salido de un cuento. Si llamas a tu caballo Casco de Trueno… Por las Hijas, ya puestos átate un cartel al cuello que diga: «Tengo un pene minúsculo».

Lexa sonrió.

—Si tú lo dices, tendré que creérmelo.

—Es como la gente que llama a sus espadas Partecráneos o Bebealmas, o cosas por el estilo. —Lincoln se recogió las rastas con un nudo enmarañado en el cogote—. Menuda pandilla de mamones.

—Si yo tuviera que ponerle nombre a mi arma —dijo Lexa, pensativa—, la llamaría Bizcochito.

Lincoln soltó una risotada ronca.

—¿Bizcochito?

—Por el abismo, sí. —La chica asintió con la cabeza—. Piensa en el terror que inspirarías. Si te derrotara un enemigo con una espada llamada Bebealmas… bueno, con eso podrías vivir. Pero imagina qué vergüenza si te dieran una paliza con una hoja llamada Bizcochito.

—Pues a eso me refiero. Los nombres dicen tanto de quien los pone como de lo que lo recibe. A lo mejor no quiero que la gente sepa quién soy. A lo mejor me gusta que me subestimen. —El chico se encogió de hombros—. O a lo mejor es que me gustan las flores y ya está.

Lexa se descubrió sonriendo mientras escalaban el accidentado peñasco. Ninguno usó pitones ni cuerda, con la imprudencia tan común entre los jóvenes y aparentemente inmortales. Su atalaya tenía treinta metros de altura, y los dos llegaron a la cima sin aliento. Pero, como Lexa había predicho, la aguja les ofrecía un punto de vista privilegiado, con los eriales extendidos a sus pies. La furibunda mirada roja de Saan era despiadada, y Lexa se preguntó cuán brutal sería el calor durante la veroluz, cuando los tres soles hicieran arder en blanco el cielo.

—Buenas vistas —dijo Lincoln, afirmando con la cabeza—. Si alguien estornuda en Última Esperanza, nos enteraremos.

Lexa tiró una piedra del peñasco con el pie y la vio caer al vacío. Se sentó en una roca y apoyó la bota en la de enfrente, en una postura que habría dado escalofríos a la dona Wood. Sacó de su cinturón una fina cajita de plata grabada con el cuervo y las espadas cruzadas de la familia Wood. Se puso un cigarrillo en los labios y ofreció la cajita a Lincoln. El chico la cogió mientras se sentaba frente a ella, arrugó la nariz y miró la inscripción de la parte de atrás.

—Neh diis lus'a, lus diis'a —murmuró—. Mi liisiano da pena. ¿Es algo sobre sangre?

—«Cuando todo es sangre, la sangre es todo.» —Lexa encendió el cigarrillo con su yesquero y dio un suspiro satisfecho—. Lema familiar.

—¿Esto es de tu familia? —Lincoln tocó el blasón con el pulgar—. Habría jurado que lo robaste.

—¿No te parezco nacida de la médula?

—No estoy seguro de qué me pareces. Pero ¿una arrogante mocosa espinacera? Para nada.

—Tendréis que mejorar vuestros halagos, don Lincoln.

El chico tocó la sombra de ella con la bota y la miró con ojos indescifrables. Echó una mirada al no-gato que acechaba cerca de su hombro. Don Majo le devolvió la mirada sin el menor sonido. Cuando Lincoln habló, fue sin mostrar ningún nerviosismo.

—He oído hablar de los tuyos. Pero nunca había conocido a ninguno. Ni pensaba que lo haría jamás.

—¿Los míos?

—Tenebros.

Lexa exhaló gris, con los ojos entrecerrados. Extendió un brazo hacia Don Majo como para acariciarlo y sus dedos lo atravesaron como si estuviera hecho de humo. A decir verdad, había pocos que la hubieran visto ejercer su don y vivieran para contarlo. La gente de la república temía lo que no comprendía y odiaba lo que temía. Y sin embargo, aquel chico parecía más intrigado que temeroso. Mirando de arriba abajo a aquel canijo dweymeri con sus tatuajes isleños y su nombre continental, Lexa comprendió que él también era un paria. Y durante un instante, reparó en lo contenta que estaba de que la acompañara en aquel camino extraño y polvoriento.

—¿Y qué sabéis vos de los tenebros, don Lincoln?

—Folclore. Gilipolleces. Que robáis bebés de las cunas, desfloráis vírgenes allí donde vais y demás bobadas. —El chico se encogió de hombros—. He oído que hubo un ataque tenebro a la Basílica Grande hace unos años. Murieron un montón de legionarios Luminatii.

—Ah. —Lexa sonrió a través del humo—. La Masacre de la Veroscuridad.

—Seguro que fue otra mierda que se inventaron para subir los impuestos, o algo así.

—Seguro. —Lexa señaló su sombra—. Pero aun así, no parece que te ponga nervioso.

—Conocía a una vidente que podía predecir el futuro removiendo entrañas de animales. Conocí a un arkimista que podía hacer fuego de la arena y matar a un hombre solo echándole el aliento. Trastear con la oscuridad me parece solo otra forma de taumaturgia de charlatanes. —Miró hacia el cielo despejado—. Y no le veo mucha utilidad en un lugar donde los soles no se ponen casi nunca.

—… cuanto más brillante es la luz, más profundas son las sombras…

Lincoln miró al no-gato, a todas luces sorprendido de oírlo hablar. Lo observó con atención un momento, como si temiera que fuesen a salirle unas cabezas nuevas o que escupiera fuego negro. Al comprender que no habría un espectáculo de múltiples cabezas, el chico devolvió la mirada a Lexa.

—¿De dónde te viene el don? —preguntó—. ¿De tu madre, de tu padre?

—No sé de dónde viene. Y no he conocido a otro como yo para preguntarle. Mi shahiid decía que fui tocada por la Madre. Signifique lo que signifique. Desde luego, él no parecía saberlo.

El chico levantó los hombros y pasó el pulgar por el escudo de armas de la pitillera.

—Si no recuerdo mal, la familia Wood estuvo metida en algún lío hace unas pocas veroscuridades. ¿Algo de coronar a un rey?

—Nunca te encojas. Nunca temas. —Lexa suspiró—. Y nunca, jamás, olvides.

—Vaya. El enigma empieza a iluminarse. La última hija de una familia caída en desgracia se dirige a la mejor escuela de asesinos de toda la república. ¿Tienes pensado ajustar cuentas después de graduarte?

—No iréis a ofrecerme vuestra sabiduría sobre la futilidad de la venganza, ¿verdad, don Lincoln? Porque empezabais a caerme bien.

—Ah, no. —Lincoln sonrió—. La venganza la entiendo. Pero dada la cuenta que pretendes ajustar, diría que tus objetivos van a ser complicados de alcanzar.

—Un objetivo ya está cobrado. —Dio una palmada a su saquito de dientes—. Faltan otros tres.

—¿Esos cadáveres andantes tienen nombres?

—El primero es Thelonious Jaha.

—¿Thelonious Jaha? ¿El gran cardenal de la Iglesia de la Luz?

—Ese mismo.

—Por el abismo y la sangre…

—El segundo es Marco Titus, justicus de la Legión Luminatii.

—¿Y el tercero?

La luz de Saan resplandeció en los ojos de Lexa, que tenía unos finos mechones de largo pelo castaño enganchados en las comisuras de sus labios. Las sombras en torno a ella se ondularon como océanos, titilando cerca de los dedos de los pies de Lincoln. El doble de oscuras de lo que debían ser. Casi tan oscuras como se había vuelto su ánimo.

—El cónsul Roan Azgeda.

—Por las Cuatro Hijas —susurró Lincoln—. Por eso quieres entrenar en la iglesia.

Lexa asintió con la cabeza.

—Un cuchillo afilado podría herir a Jaha o a Titus, con mucha suerte. Pero no será un golfillo cualquiera con una sirla quien acabe con Azgeda. No después de la Masacre. Ese hombre no se mete en la cama sin que una escuadra de Luminatii haya mirado antes entre las sábanas.

—Cónsul electo del Senado Itreyano tres veces. —Lincoln suspiró—. Maestro arkimista. El hombre más poderoso de la república. —Negó con la cabeza—. Vos sí que sabéis complicaros la vida, Hija Pálida.

—Ya lo creo. Es tan peligroso como un saco de víboras marcanegra. —Lexa asintió—. Ese hombre hace lo que le sale del coño.

El chico enarcó las cejas y abrió un poco la boca. Lexa lo miró a los ojos, frunciendo el ceño.

—¿Qué pasa?

—Mi madre decía que «coño» es una palabra fea. —Lincoln arrugó la frente—. La más fea de todas. Me dijo que no la pronunciara nunca, y mucho menos delante de una dona.

—Vaya, no me digas. —La chica dio otra calada a su cigarrillo, entrecerrando los ojos—. Y eso, ¿por qué?

—No lo sé. —Lincoln se dio cuenta de que estaba farfullando—. Es lo que me dijo.

Lexa meneó la cabeza a los lados, haciendo que los mechones torcidos se balancearan frente a sus ojos.

—¿Sabes? Eso nunca lo he entendido. Lo de que referirse a las partes íntimas de una mujer sea, de algún modo, más ofensivo que otras palabras malsonantes. A mí me parece que insultar con las partes de un hombre es peor. A ver, ¿qué te imaginas cuando te dicen que alguien es un capullo?

Lincoln levantó los hombros, confuso por aquel extraño giro en la conversación.

—Te imaginas a un patán, ¿verdad? —siguió diciendo Lexa—. A alguien tan saturado de gilipolleces que no le caben los sesos. A un cretino ignorante que va por ahí pavoneándose como si meara colonia y no se da cuenta de cómo lo ven los demás. —Una exhalación de dulce clavo gris al aire que había entre ellos—. «Capullo» es otra forma de decir «imbécil». Pero cuando hablas de las partes femeninas, en fin… —La chica sonrió—. Implicas una cierta malicia. Una intención. Malévola y consciente. No creas que digo que el cónsul Azgeda hace lo que le sale del coño como algo negativo. Los coños tienen cerebro, don Lincoln. Los coños tienen dientes. Si te dicen que haces lo que te sale del coño, tómatelo como un halago. Como una señal de que la gente cree que no hay que andar jodiendo contigo. —Hombros levantados—. Creo que a eso lo llaman ironía. —Lexa se sorbió la nariz, con la mirada fija en los eriales que se extendían por debajo de ellos.

»Lo cierto es que no hay diferencia entre tus partes bajas y las mías. Aparte de la obvia, claro. Pero ninguna de las dos tiene más importancia que la otra. ¿Por qué lo que tengo entre las piernas tiene que considerarse más listo o más tonto, mejor o peor? Todo es carne, don Lincoln. Al final, todo es comida para los gusanos. Igual que lo serán Jaha, Titus y Azgeda. —Una última calada, larga y profunda, como si sorbiera la misma vida de su cigarrillo.

»Pero aun así, prefiero mil veces que se refieran a mí usando el coño que la polla.

La chica dio un suspiro gris y apagó el cigarrillo con el tacón de la bota. Escupió al viento.

Y así, sin más, el joven Lincoln se enamoró.