Capítulo 6. Polvo

La madre de Lexa le había regalado una caja puzle cuando tenía cinco años. Era un cubo de madera con las caras desplazables que, cuando se colocaran en la posición correcta, revelarían el auténtico regalo de su interior. Era el mejor regalo de Gran Ofrenda que recordaba haber recibido jamás. Pero en su momento, a Lexa le había parecido una crueldad. Mientras los demás niños nacidos de la médula jugaban con sus muñecos nuevos o con espadas de madera, a ella le había tocado aquella dichosa caja que se negaba a abrirse. La estrelló contra la pared, en vano. Fue a su padre llorando y diciendo que no era justo, pero él se limitó a sonreír. Y cuando Lexa se plantó ante la dona Wood exigiendo saber por qué no le habían regalado una cinta bonita para el pelo o un vestido nuevo, en lugar de aquella porquería, su madre se arrodilló para mirar a su hija a los ojos.

Tu mente va a servirte mejor que cualquier baratija que exista bajo los soles —le dijo—. Es un arma, Lexa. Y como cualquier arma, requiere práctica para blandirla con destreza.

Pero madre…

No, Lexa Wood. Con la belleza se nace, pero el cerebro hay que ganárselo.

De modo que Lexa se había sentado frente a la caja. La había mirado ceñuda. La había mirado y mirado hasta soñar con ella. La había retorcido, girado y maldecido con todas las palabrotas que había oído decir a su padre. Pero después de dos meses de frustración, hizo girar una última pieza y oyó un sonido maravilloso.

Clic.

La tapa se abrió y en el interior encontró un broche, un cuervo con diminutos ojos de ámbar. El emblema de su familia. El cuervo de Wood. Se lo puso para tomar la mañanera el giro siguiente. Su madre había sonreído, pero no dijo ni una palabra. Lexa se quedó la caja. De todas las Grandes Ofrendas que hubo desde entonces, de todos los puzles que sus padres le habían seguido regalando, siguió siendo su favorito. Tras la ejecución de su padre y la detención de su madre, había dejado atrás la caja y algo de la niña que la adoraba. Pero el broche se lo había llevado con ella. Eso y su habilidad para los puzles.

Se despertó bajo un montón de basura en un callejón solitario, en algún barrio pobre de Tumba de Dioses. Mientras se frotaba el sueño de los ojos, su estómago había gruñido. Sabía que los hombres del cónsul quizá aún la buscaran, que podía enviar a más si se enteraba de que los primeros no habían logrado ahogarla. No tenía ningún lugar donde quedarse. Ni un amigo. Ni dinero. Ni comida. Estaba dolorida y sola y asustada. Echaba de menos a su madre. Y al pequeño Aden, su hermanito pequeño. Y su cama blanda y su ropa cálida y a su gato. El recuerdo del Capitán Charquitos tirado roto en el suelo le inundó los ojos de lágrimas, y pensar en el hombre que lo había matado le llenó el corazón de odio.

Pobre Capitán Charquitos…

—… miau… —dijo una voz.

La niña levantó la mirada al oírla y se apartó el pelo oscuro de las pestañas mojadas. Y allí, en los adoquines, entre las malas hierbas y la podredumbre y la suciedad, vio a un gato. No era su gato, desde luego. Oh, era negro como la veroscuridad, igual que lo había sido el buen capitán. Pero se veía fino como el papel y traslúcido, como si alguien hubiera recortado la silueta de un gato del mismísimo material de las sombras. Y pese al hecho de que ahora vestía una forma en vez de ninguna en absoluto, Lexa reconoció a su amigo. Al que la había ayudado cuando nadie más en el mundo había podido hacerlo.

¿Don Majo? —preguntó.

—… miau… —dijo él.

Hizo ademán de acariciar a la criatura, pero su mano lo atravesó como habría hecho con una voluta de humo. Contemplando su oscuridad, tuvo la misma sensación que antes: su miedo exudado como el veneno de una herida, dejándola firme y valerosa. Y cayó en la cuenta de que, aunque no tenía hermano, madre, padre, familia, no estaba sola del todo.

Muy bien —dijo asintiendo con la cabeza.

Lo primero era la comida. No tenía dinero, pero conservaba su estilete y el broche enganchado a su cada vez más desaliñado vestido. Una hoja de hueso de tumba valdría una fortuna, pero aborrecía la idea de renunciar a su única arma. De todos modos, sabía que había gente que le daría dinero a cambio de la joya. Con dinero podría comprar comida y alquilar una habitación para poder pensar en su siguiente movimiento. Tenía diez años, su madre estaba encerrada, su…

—… miau…

Vale. Un puzle detrás de otro.

Ni siquiera sabía en qué parte de Tumba de Dioses se encontraba. En toda su vida no había salido del Espinazo. Pero su padre tenía mapas de la ciudad en el estudio, colgados de las paredes con sus espadas y sus laureles, y recordaba a grandes rasgos la forma que tenía la ciudad. Lo mejor sería mantenerse apartada de la zona del Espinazo, esconder la cabeza tan honda como pudiera hasta estar segura de que los hombres del cónsul habían dejado de perseguirla. Cuando se levantó, Don Majo fluyó como el agua y se fundió con el negro en torno a sus pies, oscureciendo su sombra al hacerlo. Aunque ella sabía que debería darle miedo lo que había visto, lo que hizo fue respirar hondo, pasarse los dedos por el pelo y salir del callejón, con dos pasos firmes sobre un gran montón húmedo de lo que esperó que fuera barro. Renegando de un modo sumamente impropio y raspando las suelas contra los adoquines, vio a gente de todo tipo afanándose por la calle atestada. Vaanianos de pelo claro, itreyanos de ojos azules y altos dweymeri con tatuajes de tinta de leviatán, docenas de esclavos con sus marcas arkímicas de venta quemadas en las mejillas. Pero Lexa tardó poco en darse cuenta de que casi todos eran liisianos, de piel olivácea y cabello oscuro. Los escaparates estaban marcados con un sello que Lexa reconoció de sus lecciones con el hermano Craso y las misas de veroscuridad en las grandes catedrales: tres círculos ardientes entrelazados. El reflejo de los tres soles que vagaban por los cielos. Los ojos del mismísimo Aa.

La Trinidad.

Lexa comprendió que debía de estar en el barrio liisiano, al que había oído llamar la Pequeña Liis. Miserable y masificada, con la pobreza escrita en la mampostería desmoronada. Las aguas de los canales corrían altas allí, consumiendo los pisos inferiores de los edificios contiguos. Palazzos de ladrillo sin lucir, herrumbrados a un tono marrón oscuro al borde del agua. Además de la peste de los canales, Lexa olió a pan especiado y humo de clavo, y oyó canciones en un idioma que no comprendía del todo pero casi reconocía. Salió al flujo de la multitud, entre empujones y tropezones. El gentío podría haber asustado a una niña que había crecido refugiada en el Espinazo pero, de nuevo, Lexa descubrió que no tenía miedo. La empujaron hacia delante hasta que la calle terminó en una amplia piazza, bordeada de puestos ambulantes y tiendas. Después de trepar a una pila de cajones vacíos, Lexa cayó en la cuenta de que estaba en el mercado, con el aire impregnado del ajetreo y el murmullo de centenares de personas, la rigurosa mirada de dos soles ardiendo en el cielo y el olor más extraordinario que había captado en su vida. Lexa no podría haberlo descrito como un hedor, aunque sin duda había un hedor envuelto en el incomparable perfume. La Pequeña Liis estaba al sudoeste de Tumba de Dioses, bajo las Caderas cerca de la bahía de los Carniceros, bordeada por los mataderos de la ciudad y varias salidas de alcantarilla. La hediondez de la bahía se ha comparado a una panza rajada cubierta de mierda de caballo y pelo humano ardiendo, dejada pudrir tres giros al calor de la veroluz. Sin embargo, esa peste quedaba enmascarada por el perfume del mercado en sí. El cálido aroma del pan, los pasteles y la dulcemasa recién horneados. El alegre olor de los jardines de tejado. Lexa se descubrió medio salivando y medio asqueada, una parte de ella deseando comerse todo lo que veía y la otra preguntándose si volvería a comer alguna vez. Apoyó el pulgar en el broche que llevaba al pecho y buscó un joyero con la mirada. Había muchos puestos de bisutería, pero la mayoría parecían de baratijas a dos cobres. Al borde del mercado vio un viejo edificio, agazapado como un mendigo en la esquina de dos calles torcidas. Un letrero pendía de una bisagra chirriante sobre su triste y menuda puerta.

GUSTUSIDADES – RAREZAS, CAPRICHOS y las MEJORES ANTIGÜEDADES.

Otro letrero en la misma puerta la informó de que «No se admiten ociosos, gentuza ni beatos». La observó con ojos entrecerrados antes de bajar la mirada a la sombra demasiado oscura que le rodeaba los pies.

¿Y bien? —preguntó.

—… miau… —dijo Don Majo.

Eso opino yo también.

Y Lexa saltó de los cajones y se dirigió a la tienda.

La sangre corría a borbotones por el tablado del carro, densa y haciendo costra en las manos de Lexa. La arena le picaba en los ojos, levantada en remolino por las pezuñas de los camellos. No había necesidad de que Lexa los azuzara: los animales ya corrían bastante por sí mismos. Así que se concentró en acallar el dolor de cabeza que parecía querer partirle en dos la frente y sofocar la ya acostumbrada ansia de apuñalar repetidas veces a Lincoln en la cara. El chico estaba de pie en la parte trasera del carro, aporreando lo que podría haber sido un xilófono si los xilófonos estuvieran hechos de tubos de hierro y sonaran como burros apareándose en un campanario. Lincoln estaba empapado en sangre y polvoriento, con sus perfectos dientes blancos apretados en una máscara de sucio rojo y tatuajes cutres.

—¡Lincoln, deja de montar escándalo! —rugió Lexa.

—¡Asusta a los krakens!

—Asusta a los krakens… —gimió Raven desde un charco de su propia sangre.

—¡No, joder, que va a asustarlos! —gritó Lexa.

Miró hacia atrás, por si acaso era cierto que aquel estrépito impío había espantado a las monstruosidades que los perseguían pero, por desgracia, los cuatro arroyos de tierra removida seguían pisándoles los talones. Cabronazo galopaba junto al carro, amarrado por las riendas. El semental miraba furibundo a Lexa y escupía algún que otro relincho acusador en su dirección.

—¡Oh, cállate! —gritó al caballo.

—… le caes pero que muy mal… —susurró Don Majo.

—¡No me estás ayudando!

—… ¿y cómo puedo ayudar?…

—¡Explícame cómo nos hemos metido en este embolado!

El gato que era sombras ladeó la cabeza, como pensando. Un gruñido atronador de los mastodontes de detrás hizo temblar el carro en sus remaches, pero él estaba quieto del todo pese al traqueteo por las dunas. Miró los ondulados Susurriales, el horizonte serrado que se aproximaba, a su ama por encima de él. Y habló con la voz de quien revela una verdad horrible pero necesaria.

—… en esencia, es culpa tuya…

Habían pasado dos semanas subidos a su atalaya, y tanto Lexa como Lincoln empezaban ya a perder la fe en su teoría. El primer giro de séptimus se acercaba deprisa y, si no cruzaban el umbral de la iglesia antes de que llegara, no los aceptarían en la grey de aquel año. Se alternaban para vigilar, subiendo al peñasco para relevar al otro y quedándose un rato a charlar entre turnos. Intercambiaban relatos de su época de aprendices, o trucos del oficio. Lexa rara vez mencionaba a su familia. Lincoln jamás a la suya. Pero aun así, siempre se quedaba un rato; aunque no tuviera nada que decir, se sentaba y la miraba leer. Cabronazo había terminado aceptando comerse la hierba de alrededor de la base de la aguja, aunque lo hacía con evidente desprecio. Lexa solía pillarlo mirándola como si en realidad quisiera comérsela a ella. Cerca de la caída de la nuncanoche en el que podría ser su decimotercer giro allí, Lincoln y ella estaban sentados en la cima del peñasco, contemplando los eriales. A Lexa solo le quedaban cuarenta y dos cigarrillos, y ya estaba deseando haberse llevado más.

—Intenté dejarlo una vez —dijo, observando la filigrana de Dorian el Negro en el fino cigarrillo liado a mano—. Aguanté catorce giros.

—¿Lo echabas demasiado de menos?

—La abstinencia era horrible. Gustus me obligó a fumar otra vez. Dijo que verme comportarme como una osa con resaca tres giros cada mes ya era bastante malo.

—¿Tres giros cada…? Ah.

—Ah.

—Tampoco te pondrás tan mal, ¿no?

—Puedes decírmelo tú mismo dentro de un giro o así. —Lexa soltó una risita.

—No tengo hermanas. —Lincoln se puso a atarse de nuevo el pelo, gesto que Lexa había notado que acostumbraba a hacer cuando estaba incómodo—. Estoy poco versado en los… —Hizo ademanes vagos con las manos—. Asuntos de mujeres.

—Pues no sabes lo que te espera.

Lincoln se detuvo a medio nudo y dirigió a Lexa una mirada extraña.

—No eres como ninguna chica que haya…

El chico calló, bajó de la piedra en la que estaba sentado y se agachó. Sacó un antiguo catalejo, con el mismo grabado de los tres dracos marinos que su anillo, y se lo llevó al ojo. Lexa se acuclilló a su lado, con la mirada fija en Última Esperanza.

—¿Ves algo?

—Caravana.

—¿Cazafortunas?

—Creo que no. —Lincoln escupió en la lente del catalejo y le limpió el polvo—. Dos carros cargados. Cuatro hombres. Camellos en el tiro, por lo que van a adentrarse mucho.

—Nunca he montado en camello.

—Ni yo. He oído que apestan. Y escupen.

—Sigue sonando mejor que Cabronazo.

—Un draco blanco ensillado sonaría mejor que Cabronazo.

Pasaron una hora observando la caravana cruzar la arena de color rojo sangre, preguntándose qué les ocurriría si de verdad el grupo era de la Iglesia Roja. Cuando la caravana ya era casi solo un puntito en el horizonte, la pareja descendió de su trono y los siguió a través de las tierras yermas. Al principio mantuvieron la distancia, llevando a Flores y Cabronazo a paso lento. Lexa habría jurado que oía una extraña melodía en el viento. No los enloquecedores susurros, a los que aún no se había acostumbrado, sino algo parecido a campanas desafinadas, amontonadas unas encima de otras y aporreadas con un látigo de hierro. No tenía ni idea de qué podía significar. Ninguno de los dos estaba bien equipado para internarse en las profundidades del desierto, de modo que decidieron alcanzar a la caravana cuando se detuviera a descansar. No había forma de llegar sin ser vistos, porque los promontorios de piedra y los monumentos quebrados que salpicaban los eriales no eran suficientes para ocultar su aproximación y en la capa de sombras de Lexa solo cabía ella. Además, razonó ella, si de verdad eran siervos de la Señora del Bendito Asesinato, quizá no se tomaran con demasiado buen humor que alguien se les acercara a hurtadillas mientras meaban. Por desgracia, la gente de la caravana parecía contentarse con ir haciendo sobre la marcha, por así decirlo. Lincoln y Lexa les ganaban terreno, pero después de dos giros completos en la silla de montar, con Cabronazo mordisqueándole las piernas e intentando tirarla a la arena de vez en cuando, Lexa no pudo soportarlo más. Detuvo al semental cerca de un círculo de estatuas desgastadas y no es que perdiera los nervios, sino que los tiró a la arena de una patada.

—Para, para —escupió—. A la mierda. Que le den.

Lincoln enarcó una ceja.

—¿Cómo?

—Que bajo las calzas tengo más cardenales que cachas. Necesitan un descanso.

—¿Estamos jugando a la aliteración y no me lo has dicho o…?

—Que te jodan. Necesito un respiro.

Lincoln miró al horizonte torciendo el gesto.

—Podríamos perderlos.

—Llevan doce camellos, Lincoln. Un perro sin hocico podría seguir su rastro de boñigas en plena veroscuridad. Aunque de pronto empezaran a avanzar más deprisa que un fumador de cuarenta al giro cargado de prostitutas borrachas, creo que podríamos volver a encontrarlos.

—¿Qué tienen que ver las prosti…?

—No me hace falta un masaje en los pies. No quiero que me froten la espalda. Solo quiero estar una hora sentada en algo que no se mueva. —Lexa se dejó caer de la silla con una mueca de dolor y señaló a Cabronazo con su estilete—. Y como vuelvas a morderme, te juro por las Fauces que te castro.

Cabronazo bufó mientras Lexa, con un suspiro, se acomodaba en una roca lisa. Se apretó una mano contra las doloridas entrañas y se frotó el trasero con la otra.

—Puedo ayudar en eso —se ofreció Lincoln—, si te hace falta.

El chico sonrió cuando Lexa levantó los nudillos. Ató los caballos y se sentó frente a Lexa, que sacó un cigarrillo de la pitillera, lo encendió con el yesquero y dio una honda calada.

—Tu shahiid era un hombre sabio —dijo Lincoln.

—¿Por qué lo dices?

—Tres giros de esto al mes ya es mucho.

La chica resopló y le tiró tierra encima con el pie mientras él se apartaba rodando y riendo. Lexa se caló el tricornio sobre los ojos y apoyó la cabeza en la piedra, con el cigarrillo colgándole de los labios. Lincoln la observó, buscando algún rastro de Don Majo. No encontró ninguno. Entonces miró alrededor, estudiando las esculturas. Las estatuas eran todas parecidas, figuras vagamente humanoides con cabezas felinas, erosionadas por el viento y el tiempo. Se puso de pie sobre el promontorio y miró por su catalejo hasta encontrar la caravana de camellos alejándose. Lexa tenía razón: se movían a paso muy lento e, incluso descansando unas horas, compensarían sin dificultades el terreno perdido. No era tan novato con los caballos como Lexa, pero después de dos giros en la silla de montar, empezaba a dolerle donde no debía. De modo que, después de sentarse para estar un rato a la sombra, se esforzó en no quedarse mirando dormir a Lexa. Solo cerró los ojos un segundo.

—Raven aconseja a él que guarde silencio.

Un susurro mascullado en su oído, con tanto filo como la hoja que Lincoln tenía al cuello. El chico abrió los ojos y olió cuero, acero y algo fétido que supuso que sería camello. Una voz de mujer, rasposa, con un acento que no logró situar. Detrás de él. Lincoln no dijo ni una palabra.

—¿Por qué sigue él a Raven?

Lincoln miró alrededor y vio a Cabronazo y a Flores, aún atados. Huellas en la arena. Ni rastro de Lexa. El cuchillo se le apretó más contra la garganta.

—Que hable él.

—Me has dicho que guarde silencio —susurró.

—Chico listo. —Una sonrisa tras las palabras—. ¿Quizá se pasa?

Lincoln bajó la mano a su cinturón e hizo una mueca cuando la hoja giró. Despacio, muy despacio, sacó una cajita de madera y la sacudió un poco, para que se repiquetearan los dientes de su interior.

—Mi ofrenda —dijo—. Para las Fauces.

Le arrebataron la caja de la mano.

—La espichó.

—Oh, diosa, otra vez no…

—Está jugando con vos, don Lincoln.

Lincoln alzó las comisuras de los labios al oír la voz de Lexa, y sonrió del todo cuando la mujer del cuchillo dio un respingo de sorpresa.

—Pero yo me sé un juego mejor —añadió Lexa con voz alegre—. Se llama «suelta el cuchillo antes de que te corte las manos».

—Raven le rajará el cuello.

—Entonces vuestra cabeza se reunirá con vuestros dedos en la arena, mi dona.

Lincoln se preguntó si Lexa estaba de farol. Se preguntó cómo sería sentir el filo abriendo su carne de una oreja a otra. Morir antes de haber empezado. Notó que remitía la presión en el cuello y se encogió cuando algo pequeño y afilado le hizo un corte en la piel.

—Au.

En sus ojos se estrellaron oscuras estrellas, en su lengua se posaron flores polvorientas. Rodó a un lado, parpadeando, solo consciente a medias del enfrentamiento que tenía lugar a sus espaldas. Hojas sibilantes hendiendo el aire, pies raspando la arena rojo sangre. Entrevió a su atacante con ojos cada vez más emborronados; era una mujer pequeña y nervuda, con la cara cubierta, envuelta en tela del color de la arena del desierto. Blandía dos cuchillos curvos y de doble filo y bailaba como alguien que conociera bien los pasos. Lincoln se pasó una mano por el rasguño del cuello y notó líquido en los dedos. Intentó levantarse pero no pudo, y se quedó mirándose la mano mientras su cerebro se ponía al giro. Su mente seguía siendo suya, pero su cuerpo…

—Veneno —musitó.

Lexa y la desconocida se desplazaban en círculos, con las hojas empuñadas hacia abajo. Se movieron como nuevas amantes, vacilando al principio y acercándose poco a poco hasta caer por fin en los brazos de la otra, puños y codos y rodillas, bloqueos y contraataques y tajos. El suspiro del acero en el aire. La húmeda percusión de la carne y el hueso. No la había visto enfrentarse nunca a un adversario humano, pero Lincoln comprendió poco a poco que Lexa no era manca con su arma, que estaba bien entrenada y no mostraba ningún miedo. Luchaba con la mano izquierda y un estilo poco ortodoxo, moviéndose deprisa. Pero por mucha habilidad que tuviera, la mujer delgada parecía su igual. Todos sus ataques se desviaban. Todos sus avances se contrarrestaban. Al cabo de unos minutos como espectador, Lincoln notó que regresaba la sensación a sus pies. Lexa jadeaba agotada y el pelo castaño se le pegaba a la piel como un alga. La desconocida no emprendía el ataque, sino que se limitaba a defenderse en silencio. Lexa se desplazaba en círculos, intentando poner el sol a su espalda, pero su adversaria era lo bastante lista para evitar tener a Saan en los ojos. De modo que, al final, con un leve suspiro como reconociendo la derrota, Lexa hizo moverse su sombra de forma que la desconocida la pisara de todos modos. La mujer dio un siseo sobresaltado e intentó dar un paso a un lado, pero las sombras se movieron como una exhalación. Lincoln vio cómo la mujer se quedaba quieta, como si se le hubieran adherido los pies al suelo. Lexa avanzó y atacó el cuello de la mujer, haciendo silbar su hoja. Pero en vez de morir, la desconocida enganchó el antebrazo de Lexa, lo retorció para que soltara el cuchillo y tumbó a la chica sobre su costado magullado, veloz como un alma justa volando hacia el Hogar. El estilete se clavó en la arena y se quedó temblando entre las piernas de Lincoln, a cinco centímetros de provocar un accidente muy desafortunado. El chico parpadeó mirando el hueso de tumba, intentando enfocarlo. Tenía la sensación de que debería devolverlo, de que era importante, pero la calidez de su cuello lo animaba a quedarse sentado otro rato. Lexa rodó para levantarse, con la cara enrojecida de furia. Asió su arma de la arena y se volvió de nuevo hacia la mujer, enseñando los dientes en un gruñido.

—Vamos a intentarlo otra vez, ¿quieres? —dijo entre jadeos.

—Tenebra —dijo la extraña mujer, que conservaba casi todo su aliento—. Tenebra estúpida.

—¿Qué?

—¿Ella llama aquí a la Oscuridad? ¿En la profundidad de los eriales?

—¿Quién eres?

—Raven —farfulló ella—. Solo Raven.

—Es una palabra ashkahi. Significa «nada».

—Una estúpida instruida, pues.

Lexa señaló a Lincoln.

—¿Qué le has hecho a mi amigo?

—Tinta. —La mujer le mostró un anillo con aguijón—. Una dosis pequeña.

—¿Por qué nos has atacado?

—Si Raven la hubiera atacado, las arenas estarían más rojas. Raven ha preguntado por qué la seguían ellos. Y ahora Raven lo sabe. Raven está maravillada por la destreza de la chica. Y ahora Raven ve. —La mujer de rostro cubierto pasó la mirada de uno a la otra y sorbió saliva—. Ve a un par de necios.

Lincoln se levantó tambaleante y se apoyó en la roca que tenía detrás. Se le empezaba a aclarar la cabeza y la ira iba reemplazando a la neblina. Desenvainó su cimitarra y miró furibundo a las tres pequeñas mujeres borrosas que tenía delante, con el orgullo sangrando.

—¿A quién llamas necio, canija?

La mujer lanzó una mirada en su dirección.

—Al chico cuya garganta Raven podría haber cortado.

—Te me has acercado mientras dormía.

—Al chico que dormía cuando debía estar vigilando.

—¿Qué tal si vigilas tú mientras yo te…?

—Lincoln —dijo Lexa—. Calma.

—Lexa, esta mierdecilla flacucha me ha puesto un cuchillo en el cuello.

—Te está poniendo a prueba. A los dos. Con todo lo que dice y hace. Mírala.

Raven seguía sosteniendo la mirada a Lexa, con ojos que eran como lámparas veladas ardiendo en su cráneo. Lexa había visto antes ojos como aquellos, los de alguien que había mirado a su fin a la cara tantas veces que tenía por amiga a la muerte. El viejo Gustus tenía la misma expresión en la mirada. Y entonces qué era la desconocida. El momento no se parecía en nada a lo que había practicado frente al espejo. Y aun así, Lexa tuvo una sensación de alivio al sacarse el monedero con los dientes del cinturón y lanzárselo a la mujer delgada. Como si le hubieran quitado seis años de encima del pecho.

—Mi ofrenda —dijo—. Para las Fauces.

La mujer sopesó la bolsita en la mano.

—Raven no la necesita.

—Pero eres de la Iglesia Roja.

—Es un honor para Raven servir en la Casa de Nuestra Señora del Bendito Asesinato, sí. Durante los próximos escasos minutos, al menos.

—¿Escasos minutos? ¿Qué dices de…?

El suelo tembló bajo sus pies. Al principio fueron sacudidas leves, que se sentían al final de la espalda. Ganaron intensidad a cada segundo que pasaba.

—¿Eso es lo que creo que es?

—Krakens —dijo Raven con un suspiro—. Lo oyen cuando ella llama a la Oscuridad. Estúpida, como decía.

Lexa y Lincoln se miraron y hablaron a la vez:

—Ay, mierda.

—¿Eso no lo sabías? —preguntó Lincoln.

—Por las Cuatro Hijas, ¿cómo iba a saberlo? ¡No había estado nunca en Ashkah!

—¡El kraken que nos atacó perdió los estribos cuando hiciste el truco de la capa!

—¿«El truco de la capa»? ¿Qué tienes, cinco años?

—Bueno, lo llames como lo llames, a lo mejor deberías parar. —Lincoln señaló las sombras en torno a los pies de Raven—. Antes de que atraiga a más monstruos.

La sombra de Lexa reptó por la arena y recuperó su forma habitual. Lexa seguía vigilando los movimientos de Raven, pero la mujer se limitó a enfundar su hoja con la cabeza inclinada a un lado.

—Son dos —dijo, y sorbió saliva—. Muy grandes.

—¿Y qué hacemos? —preguntó Lexa.

—¿Correr? —Raven se encogió de hombros—. ¿Morir?

—Correr suena de maravilla. ¿Lincoln?

Lincoln ya estaba a lomos de Flores, que parecía dispuesto a partir.

—Cuando quieras, ¿eh?

Lexa subió de un salto a la silla y tendió una mano a la mujer delgada.

—Monta conmigo.

Raven titubeó un momento, aún con la cabeza inclinada y clavando en Lexa su mirada negra.

—Mira, si te apetece quedarte, por mí bien.

Raven dio un paso hacia ella y el suelo se sacudió. Cabronazo se puso de manos y coceó el aire. Lexa echó un vistazo atrás y vio un surco de tierra removida que se les acercaba, como si hubiera algo gigantesco nadando bajo la arena. Directo hacia ellos. Cuando el semental volvió a apoyar los cascos en el suelo, Lexa llamó de nuevo a las sombras para dejarlo quieto en el sitio y que Raven pudiera subir con dificultad detrás de ella. Un rugido ensordecedor sonó bajo la tierra, como si aquellas cosas respondieran también a su invocación. Mientras Raven rodeaba la cintura de Lexa con los brazos, notó un olorcillo a especias y humo. Y a algo podrido por debajo.

—Ella les está haciendo enfadar —dijo la mujer.

—¡Vámonos! —gritó Lincoln.

Lexa liberó los cascos de Cabronazo, lo espoleó con fuerza y el semental emprendió un rápido galope. El suelo explotó detrás de ellas, y de la arena emergieron tentáculos que chasquearon como látigos erizados de ganchos. Lexa oyó un bramido que le licuó las entrañas, vislumbró un pico que podría tragarse entero a Cabronazo. Vio un segundo surco que atronaba hacia ellos desde el oeste. El estrépito de los cascos y los rugidos le llenó los oídos.

—¡Son dos, como has dicho! —vociferó Lexa.

La mujer del rostro cubierto señaló hacia el norte.

—Cabalga hacia los carros. Tenemos la canción férrea para mantener a raya a los krakens.

—¿Qué es la canción férrea?

—¡Cabalga!

Y eso hicieron. Un galope furibundo por un océano de arena roja como la sangre. Al volver la mirada, vio que los dos surcos convergían y les ganaban terreno deprisa. Se preguntó cómo lograban localizarla aquellos animales. Cómo sabían que era ella quien había llamado a la Oscuridad. Un tentáculo salió a la superficie, alto como una casa de dos plantas, tachonado de garfios de hueso ennegrecido. Unos furiosos bramidos impregnaron el aire mientras el tentáculo impactaba de nuevo contra el suelo. El polvo le azotó los ojos. Cabronazo bufaba debajo de ella, sus cascos atabaleándole en el pecho. Lexa sostenía con fuerza las riendas y cabalgaba con más fuerza, agradecida de que, aunque el semental la odiara con toda su alma, parecía odiar más la idea de que lo devoraran vivo.

—¡Cuidado! —exclamó Lincoln.

Lexa miró hacia delante y vio otro surco que se les acercaba desde el norte. Más grande y más rápido, haciendo temblar la tierra debajo de ella. Flores relinchó, aterrorizado.

—Parece que son tres —dijo Raven—. Disculpas.

Se desplegaron tentáculos del suelo como los pétalos de alguna flor asesina. Lexa miró las fauces de la bestia, el pico que chasqueaba, el hueso ganchudo. Mientras Flores viraba al este para esquivar al mastodonte, Cabronazo por fin cayó en la cuenta de que correría mucho más si no llevara dos jinetes al lomo. De modo que empezó a corcovear. Lexa contaba con la ventaja de tener estribos. Riendas. Silla de montar. Pero Raven cabalgaba en la grupa de Cabronazo y solo tenía la cintura de Lexa para mantenerse montada. Cabronazo volvió a lomear, sacudiéndolas a las dos como peleles. Y sin pronunciar ni un susurro, Raven salió despedida del lomo del animal. Lexa se desvió al este para seguir a Lincoln y trató de hacerse oír por encima del caos.

—¡Hemos perdido a Raven!

El dweymeri echó un breve vistazo atrás.

—¡A lo mejor se entretienen comiéndosela!

—¡Tenemos que volver!

—¿Cuándo te ha salido el altruismo? ¡Volver ahí atrás es un suicidio!

—¡No es solo altruismo, imbécil! ¡Le he dado mi ofrenda!

—¡Mierda! —Lincoln se palpó la cintura—. ¡Se ha quedado la mía también!

—Tú recoge a Raven —decidió ella—. ¡Yo los distraigo!

—… Lexa, es una locura… —dijo el gato en su sombra.

—¡Tenemos que salvarla!

—… el semental del chico no lo llevará ahí atrás…

—¡Porque está asustado! ¡Eso puedes solucionarlo tú!

—… si bebo de él, no puedo beber de ti…

—¡Yo me ocuparé de mi miedo! ¡Tú ocúpate del de Flores!

Un suspiro hueco.

—… como desees…

Tierra roja, rasgada y herida, agitándose debajo de ellos. Polvo en los ojos de Lexa. Corazón en su puño. Sintió que Don Majo recorría la arena y se enroscaba dentro de la sombra de Flores, devorando el terror del semental. Notó su propio terror inundándola, una oleada fría como el hielo en la tripa, olvidada durante tanto tiempo que casi la abrumó. Habían pasado muchos años desde la última vez que tuvo que sentirla. Muchos años con Don Majo a su lado, bebiéndose hasta la última gota para que ella pudiera ser siempre valiente.

Miedo.

Lexa dio un tirón a las riendas para detener a Cabronazo. El semental rebufó pero obedeció al acero que llevaba en la boca, piafando y soltando espuma. Al dar media vuelta, Lexa vio que Raven estaba de pie, agarrándose las costillas mientras corría por la tierra removida.

—¡Lincoln, ve! —vociferó Lexa—. ¡Nos veremos en la caravana!

Lincoln aún parecía algo embotado por la tinta. Pero asintió con la cabeza y se lanzó al galope hacia la mujer caída y los krakens que se aproximaban. Flores dejaba atrás los vientos hacia aquellas monstruosidades, sin el menor temor al tener al gato sin ojos asido a su sombra. El primer kraken emergió detrás de Raven, cortando el aire con tentáculos del tamaño de barcas. La mujer delgada rodó y fintó, colándose entre media docena de ataques. Por desgracia, fue el séptimo el que dio en el blanco y los garfios le desgarraron el pecho y el abdomen mientras el tentáculo la izaba por los aires. E incluso apresada de forma tan espantosa, la mujer se negó a gritar y optó por desenfundar su arma y dar tajos al tentáculo. El terror saturó las venas de Lexa, cosquilleo en las yemas, ojos como platos. La sensación era tan desacostumbrada que le costó horrores no hundirse en ella. Pero el miedo al fracaso superaba a la perspectiva de morir en los brazos de un kraken, y el recuerdo de las palabras de su madre el giro en que ahorcaron a su padre seguía tallado en sus huesos. Así que buscó en su interior e hizo lo que debía hacerse. Se envolvió en su sombra y dejó de verse con nitidez a lomos del semental. El kraken que había atrapado a Raven se detuvo y todos sus tentáculos tiritaron. Y con un aullido que provocó escalofríos hasta en los huesos de Lexa, el monstruo soltó a su presa en la arena y se volvió hacia ella, seguido de cerca por sus dos congéneres. La chica dio media vuelta y cabalgó como nunca había cabalgado. Con los dientes rechinando, miró a sus espaldas mientras las inmensas bestias hendían la tierra, sumergiéndose de nuevo como dracos marinos en plena cacería. Más allá de los monstruos, vio a Lincoln al galope, recogiendo a Raven de la arena y depositando a la mujer herida sobre el borrén de su silla. Raven estaba empapada en sangre, pero Lexa vio que aún se movía. Aún estaba viva. Hizo girar a Cabronazo hacia el norte y galopar hacia la caravana. Los hombres de la iglesia no eran idiotas y su caravana de camellos ya se alejaba a marchas forzadas por la arena. Los krakens mantuvieron el ritmo a Cabronazo y uno se hundió en la arena solo diez metros por detrás, haciendo trastabillar al semental cuando el suelo tembló. Los rugidos y el siseo de sus cuerpos al hundirse en la tierra llenó los oídos de Lexa, que, preguntándose cómo podían sentirla, cabalgó hacia una zona más rocosa, rezando por que el terreno se aproximara a algo sólido. Unas cuarenta agujas de piedra asomaban del rostro del desierto, un pequeño jardín de roca en la interminable nada. Quitándose su capa de sombras, Lexa se internó entre ellas y oyó rugidos frustrados por detrás. Obtuvo una pequeña ventaja, saliendo al galope por el lado opuesto mientras los krakens daban un rodeo. Empapada en sudor. Corazón martilleando. Se iba acercando a la caravana, centímetro a centímetro, metro a metro. Lincoln ya había llegado y había un hombre ayudándolo a descargar el cuerpo ensangrentado de Raven mientras otro manejaba una ballesta pivotante montada en el carro, cargada con proyectiles largos como palos de escoba. Volvió a oír aquella canción metálica en el viento, y reparó en que en el carro de cola había un extraño artilugio fijado junto a la ballesta. Parecía un xilófono enorme hecho de tuberías de hierro. Un hombre estaba dándole golpes como si hubiera insultado a su madre, llenando el aire de ruido.

La canción férrea, comprendió.

Pero por debajo de aquella cacofonía oyó a los krakens detrás de ella, unos horrores grandes como casas que despedazaban la tierra. Le dolían los muslos, le gemían los músculos y cabalgó con toda la energía que le quedaba. El pavor crecía en ella: algo vivo y que respiraba, que le arañaba las vísceras y le nublaba el pensamiento y la visión. Mano temblando, labios tiritando, por favor, Madre, llévatelo…

Al fin logró alcanzar el último carro, torciendo el gesto por el estrépito. Lincoln estaba dando voces, con la mano extendida. El corazón de Lexa era un fragor en su pecho. Los dientes le castañeteaban en el cráneo. Y con las riendas de Cabronazo en el puño, se levantó con piernas poco firmes y saltó hacia Lincoln. El chico la atrapó y se la llevó hacia el pecho, duro como la caoba y empapado en sangre. Temblando en sus brazos, alzó la mirada hacia unos ojos de color avellana y vio cómo la estaba mirando él, con alivio y admiración y también con algo más.

Algo…

Sintió que Don Majo regresaba a su sombra, superado un instante por el terror de sus venas. Y entonces bebió, y suspiró, y no quedó nada del miedo salvo un recuerdo moribundo. Volvía a ser ella. Volvía a ser fuerte. No necesitaba a nadie. No necesitaba nada. Murmurando un agradecimiento, se apartó de Lincoln y se agachó para amarrar a Cabronazo al lado del carro. Lincoln se arrodilló junto al cuerpo sangrante de Raven para comprobar si seguía con vida. El eclesiástico que estaba en el pescante bramó para hacerse oír sobre el xilófono.

—Por la Negra Madre, ¿qué habéis…?

Un tentáculo brotó de la tierra delante de ellos con un silbido. Atravesó el vientre del carretero y los partió en dos a él y a otro hombre, esparciendo entrañas y sangre y rasgando los toldos como si fuesen de papel. Lexa se echó al entablado y los garfios le pasaron a centímetros de su cabeza mientras el carro se sacudía de un lado a otro, Lincoln rugía, Cabronazo chillaba y el kraken recién llegado bramaba de furia. La ballesta y sus operarios salieron volando del lecho del carro y cayeron a la arena. Los camellos montaron en pánico y viraron de golpe, levantando las cuatro ruedas del suelo. Lexa se arrojó hacia las riendas desocupadas e hizo frenar de sopetón la caravana. Se izó al pescante y renegó, mirando hacia atrás, a las cuatro bestias que les estaban dando caza. Gritó por encima del estruendo a Don Majo.

—¡Recuérdame que nunca vuelva a llamar a la Oscuridad en este desierto!

—… eso dalo por hecho…

El eclesiástico del xilófono había salido despedido por el tentáculo del kraken y estaba gimoteando mientras uno de los monstruos lo arrastraba a su muerte. Lincoln recogió el garrote que había soltado el hombre y empezó a dar golpes a aquel artilugio mientras Lexa preguntaba a Raven dando voces.

—¿Por dónde se va a la Iglesia Roja desde aquí?

La mujer dio un gemido por respuesta, aferrándose las heridas serradas del pecho y la tripa. Lexa vio que brillaban las vísceras en lo peor de ellas, y la ropa de Raven empapada de sangre.

—¡Raven, escúchame! ¿Hacia dónde vamos?

—Norte —dijo la mujer entre burbujas—. Las montañas.

—¿Qué montañas? ¡Hay muchísimas!

—Ni la más alta… ni la más baja. Ni la… cara ceñuda, ni el viejo triste, ni el muro roto. —Un suspiro irregular y baboso—. La montaña más simple de todas.

La mujer gimió y se acurrucó. La canción férrea era casi ensordecedora, y el dolor de cabeza de Lexa rebotó una y otra vez en su cráneo con gozoso abandono.

—¡Lincoln, deja de montar escándalo! —rugió Lexa.

—¡Asusta a los krakens! —vociferó Lincoln.

—Asusta a los krakens… —gimió Raven.

—¡No, joder, qué va a asustarlos! —gritó Lexa.

Miró hacia atrás, por si acaso era cierto que aquel estrépito impío había espantado a las monstruosidades que los perseguían pero, por desgracia, seguían pisándoles los talones. Cabronazo galopaba junto al carro. Miraba furibundo a Lexa y escupía algún que otro relincho acusador en su dirección.

—¡Oh, cállate! —gritó al caballo.

—… le caes pero que muy mal… —susurró Don Majo.

—¡No me estás ayudando!

—… ¿y cómo puedo ayudar?…

—¡Explícame cómo nos hemos metido en este embolado!

El gato que era sombras ladeó la cabeza, como pensando. Miró los ondulados Susurriales, el horizonte serrado que se aproximaba, a su ama por encima de él. Y habló con la voz de quien revela una verdad horrible pero necesaria.

—… en esencia, es culpa tuya…