Capítulo 7. Presentaciones

Lexa abrió la puerta de Gusturiosidades y una campanilla que había sobre el marco anunció su llegada. La tienda era oscura, amplia y polvorienta. Tenía los postigos cerrados para protegerla de la luz de los soles. Lexa recordó el letrero del exterior, RAREZAS, CAPRICHOS Y LAS MEJORES ANTIGÜEDADES. Mirando las estanterías, encontró abundancia de lo primero. Los demás términos de la ecuación quedaban abiertos al debate. A decir verdad, la tienda parecía llena a rebosar de basura. Lexa también habría podido jurar que era más grande por dentro que por fuera, aunque eso lo atribuyó a que no había tomado la mañanera. Como para recordarle la desatención, su estómago gruñó una queja de duras palabras. Lexa navegó entre los desechos hasta llegar a un mostrador. Y allí, tras una mesa de caoba tallada con un diseño retorcido en espiral que hizo que le dolieran los ojos, encontró la mayor rareza que había en el interior de Gusturiosidades: su propietario. Tenía una cara de las que parecen hechas para fruncir el ceño, coronada por un pelo canoso, corto y escaso. Ojos marrones entrecerrados tras unos anteojos de montura metálica que habían visto mejores giros. A su lado en el mostrador se agazapaba la estatua de una mujer elegante, con cabeza de león y sosteniendo un orbe arkímico en la palma de la mano. El anciano estaba leyendo un libro tan grande como Lexa. De su boca pendía un cigarrillo que olía un poco a clavo. Bailó en sus labios cuando farfulló:

¿Tayudonalgo?

Buenos giros tengáis, señor. Que el todopoderoso Aa os bendiga y os…

El anciano dio unos golpecitos con el dedo en la placa de latón que tenía en el mostrador y repetía la advertencia de fuera. «No se admiten ociosos, gentuza ni beatos.»

Disculpadme, señor. Que las Cuatro Hijas…

El anciano dio golpecitos más insistentes en la placa y dirigió su ceño hacia Lexa. La chica se quedó callada. El anciano volvió a su libro.

¿Tayudonalgo? —repitió.

La chica carraspeó.

Deseo venderos una joya, señor.

Desearlo no hará que se cumpla, chica.

Lexa se quedó dubitativa, mordiéndose el labio. El anciano se puso a dar golpecitos a la placa de nuevo hasta que Lexa por fin captó el mensaje, se quitó el broche y lo dejó sobre la madera. El pequeño cuervo le devolvió la mirada con sus ojos de ámbar rojo, como ofendidos ante la idea de que pudiera malvenderlo a un viejo tan capullo y cascarrabias. Lexa se disculpó con un encogimiento de hombros.

¿Dónde lo has robado? —murmuró el anciano.

No lo he robado, señor.

Gustus se quitó el cigarrillo de los labios y prestó a Lexa su atención completa.

Esto es el emblema de la familia Wood.

En efecto, señor.

Nyko Wood tuvo la muerte de los traidores ayer, por orden del Senado Itreyano. Y se rumorea que toda su familia y el servicio están encerrados en la Piedra Filosofal.

La niña no tenía pañuelo, de modo que se limpió la nariz en la manga y no dijo nada.

¿Cuántos años tienes, chavala?

Diez, señor.

¿Y tienes nombre?

Lexa parpadeó. ¿Quién se creía ese viejo que era? Ella era Lexa Wood, hija del justicus de la Legión Luminatii. Nacida de la médula en una familia noble, en una de las doce grandes casas de la república. No iba a interrogarla un mero dependiente. Y mucho menos cuando estaba ofreciéndole un tesoro que valía más que toda la demás basura de aquel antro junta.

Mi nombre es solo asunto mío, señor. —Lexa se cruzó de brazos y se esforzó por imitar la actitud de su madre cuando reprendía a un sirviente rebelde.

¿Soloasuntomío? —Se alzó una ceja canosa—. Qué nombre de chica más raro, ¿no?

¿Queréis el broche o no?

El anciano devolvió el cigarrillo a sus labios y la atención a su libro.

No —respondió.

Lexa parpadeó, sorprendida.

Está hecho de la mejor plata itreyana. Los…

Vete a la mierda —la interrumpió el hombre, sin levantar la mirada—. Y que vuestros problemas sigan con vos en la mierda cuando lleguéis, señorita Soloasuntomío.

Las mejillas de Lexa enrojecieron de furia. Recogió el broche con gesto brusco y volvió a enganchárselo en el vestido, se pasó el pelo por encima del hombro y dio media vuelta.

Un consejo —añadió el anciano, todavía sin levantar la mirada—. Wood y sus compinches salieron bien parados con la horca. Sus tropas plebeyas están crucificadas a lo largo de las orillas del Coro. Se rumorea que van a empedrar los aledaños del Senado con sus calaveras. Y muchos de esos soldados tenían familia por aquí, así que yo en tu lugar no me pasearía con el símbolo de un traidor enganchado a las tetas.

Las palabras sacudieron a Lexa como una pedrada en la nuca. Se volvió hacia el anciano, enseñando los dientes.

Mi padre no era ningún traidor —le espetó.

Cuando salió a zancadas por la puerta, su sombra se desplegó por el adoquinado y cerró de un portazo detrás de ella. La chica estaba tan enfadada que ni se dio cuenta. De vuelta en el mercado, se quedó de pie encorvada, con las manos prietas en iracundos puños. ¿Cómo se atrevía a hablar así de su padre? Se le pasó por la cabeza irrumpir de nuevo en la tienda y exigir una disculpa, pero le gruñía el estómago y necesitaba dinero. Estaba a punto de internarse entre el gentío para buscar un puesto de joyas cuando un niño un poco mayor que ella salió a la carrera de la multitud. Llevaba una cesta de pasteles en brazos y, antes de que Lexa pudiera apartarse, con una maldición y un pequeño estallido de azúcar en polvo, el chico se estampó contra ella. Lexa gritó al caer despatarrada, con el vestido salpicado de blanco. El chico también había caído de costado y los pasteles estaban esparcidos por la mugre del suelo.

¡Eh, mira por dónde andas! —exclamó Lexa.

Oh, Hijas, mil perdones, señorita. Por favor, disculpadme.

El chico se puso de pie, le tendió la mano y ayudó a Lexa a levantarse. Le quitó el azúcar del vestido como mejor pudo, sin dejar de murmurar disculpas. Después se agachó hacia los pasteles caídos y volvió a meterlos en su cesta. Con una sonrisa avergonzada, cogió uno de los pasteles menos sucios del montón y se lo ofreció a Lexa con una inclinación.

Por favor, aceptádmelo a modo de disculpa, mi dona.

La rabia de Lexa remitió un poco con el gruñido de su estómago y, haciendo un mohín, tomó el pastel de la sucia mano del chico.

Gracias, mi don.

Tengo que irme. El buen padre tiene un genio temible si llego tarde a la limosnera. —Volvió a sonreír a Lexa, alzando de su cabeza un sombrero imaginario—. Me disculpo de nuevo, señorita.

Lexa hizo una reverencia y frunció un poco menos el ceño.

Que Aa os bendiga y os guarde.

El chico se perdió corriendo entre la muchedumbre. Lexa lo vio marcharse, mientras su ira se disipaba poco a poco. Miró el dulce pastel que tenía en la mano y sonrió, satisfecha de su buena suerte. ¡Mañanera gratis! Encontró un callejón solitario, levantó el pastel y le dio un buen mordisco. Su sonrisa se cuajó por los bordes y sus ojos se ensancharon. Con un reniego, escupió el bocado al fango, seguido del resto del pastel. Estaba duro como una piedra y el relleno, rancio del todo. Hizo una mueca y se limpió los labios con la manga del vestido.

¡Por las Cuatro Hijas! —exclamó—. ¿Se puede saber por qué…?

Lexa parpadeó. Se miró el vestido, que aún tenía restos de azúcar. Recordó las manos del chico limpiándola y se maldijo por ser tan imbécil al comprender, por fin, qué había pretendido. Su broche no estaba.

La canción férrea terminó espantando a los krakens. O eso afirmaba Lincoln, al menos. Se había pasado cuatro horas aporreando el xilófono como si le debiera dinero, y Lexa supuso que necesitaba algún tipo de justificación. A medida que sus perseguidores fueron renunciando uno por uno, Don Majo sugirió que el terreno iba endureciéndose al acercarse la caravana a las montañas. Lexa estaba razonablemente segura de que los monstruos se habían aburrido, sin más, y se habían largado a comerse a alguien más fácil. Raven no aventuró ninguna hipótesis, ya que estaba tendida en un charco de sangre coagulándose y hacía todo lo posible por no morir. En realidad, Lexa no estaba nada segura de que fuese a sobrevivir. Lincoln tomó las riendas después de insistirle. En la gozosa tranquilidad que siguió al abandono de sus quehaceres como percusionista, Lexa se arrodilló junto a la mujer inconsciente, sin saber por dónde empezar. Las tripas de Raven estaban hechas picadillo por los garfios del kraken, y el tufo a entrañas y vómito llenaba el aire. Las Cuatro Hijas sabrían cómo lograba soportarlo Lincoln, con esa nariz tan aguzada que tenía. Lexa conocía bien el hedor de la mierda y la muerte, por lo que se limitó a intentar que la mujer estuviera cómoda. En realidad, no había nada que pudiera hacer: la infección terminaría el trabajo si no lo hacía la pérdida de sangre. Sabiendo el final que esperaba a Raven, Lexa comprendió que sería piadoso acabar con ella. Lexa apartó la tela del destrozado abdomen de Raven y buscó algo con lo que vendar las heridas. Al final se decidió por el tejido que cubría el rostro de la mujer. Y al retirar el velo de la cabeza de Raven, sintió que Don Majo se hinchaba y suspiraba, bebiendo la oleada de terror enfermizo que, de no estar él, la habría hecho gritar. Aun así, faltó poco.

—Por el abismo y la sangre —susurró.

—¿Qué pasa? —Lincoln miró a un lado y estuvo a punto de caerse del pescante—. ¡Negra Madre de la Noche! Su cara…

«Por las Hijas, menuda cara…»

Llamarla desfigurada sería como llamar a un navajazo en el corazón «un leve contratiempo». La carne de Raven estaba estirada y retorcida formando un nudo donde debería haber estado su nariz. El labio inferior caía como un hijo adoptivo apaleado, y el superior estaba retraído de los dientes. Tenía cinco profundos surcos tallados en su carne, como si su cara fuese de arcilla y alguien hubiera agarrado un puñado y apretado. Y aun así, tanta fealdad estaba enmarcada en unos hermosos rizos de tono negro.

—¿Qué pudo hacerle eso?

—No tengo ni idea.

—El amor —susurró la mujer, babeando entre sus labios deformes—. Solo el amor.

—Raven —empezó a decir Lexa—. Tus heridas…

—Malas.

—Desde luego, buenas no son.

—Llevad a Raven a la iglesia. Tiene mucho que hacer antes de reunirse con su Bendita Dama.

—Estamos a dos giros de las montañas —dijo Lincoln—. Puede que más. Aunque lleguemos, no estás en condiciones para escalar.

La mujer sorbió y tosió sangre. Se echó la mano al cuello, arrancó un cordel de cuero y sacó un vial de plata. Trató de incorporarse y gimió de dolor. Lexa la obligó a tumbarse de nuevo.

—No deberías…

—¡Apártate de ella! —ladró Raven—. Ayúdala a levantarse. Arrástrala. —Señaló hacia la parte trasera del carro—. Fuera de esta sangre, donde la madera está limpia.

Lexa no tenía ni idea de a qué se refería la mujer, pero obedeció tirando de Raven por el charco cuajado hacia atrás. Allí, la mujer destapó el vial con los dientes y vertió su contenido en los tablones sin pulir. Más sangre. Era de un rojo brillante, como de una herida recién abierta. Lexa arrugó la frente mientras Don Majo se enroscaba en su hombro para mirar a través de su cortina de pelo. Y mientras Raven pasaba los dedos por el charco, el gato que era sombras hizo su mejor imitación de un ronroneo, provocando un escalofrío que bajó por la columna vertebral de Lexa.

—… interesante…

Lexa cayó en que Raven estaba escribiendo. Como si el charco fuese una tablilla y su dedo el pincel. Lexa había estudiado las letras y las identificó como ashkahi, pero el ritual en sí…

—Es teúrgia de sangre —dijo con un hilo de voz.

Pero era imposible. La magya de los ashkahi se había extinguido cuando cayó el imperio. Nadie había visto un verdadero nismo de sangre en…

—¿Cómo es posible que sepas hacer eso? Esas artes llevan muertas cien años.

—No todo lo muerto muere de verdad —repuso Raven con voz rasposa—. La Madre conserva… solo lo que necesita. —La mujer se tumbó boca arriba y se agarró la barriga destrozada—. Id hacia las montañas… hacia la más simple de todas. —Lexa habría jurado que vio lágrimas en los ojos de la mujer—. No acabes con ella, chica. No cedas a la piedad. Si la Bendita Dama… se la lleva, que así sea. Pero no ayudes a Raven en su camino. ¿Ella lo entiende?

—Lo entiendo.

Raven le cogió la mano. Apretó. Y luego volvió a hundirse en la oscuridad. Lexa le vendó las heridas como pudo, ensangrentada hasta las muñecas, y sacó su capa de las alforjas de Cabronazo (que intentó morderla) para enrollarla debajo de la cabeza de Raven. Fue con Lincoln al pescante y escrutó las montañas que tenían delante. Una cordillera de enormes montañas negras se extendía al norte y al sur, algunas lo bastante altas para tener las cimas nevadas. Una era muy parecida a una cara ceñuda, como la había descrito Raven. Otra larga serie de picos quizá fuese el muro roto que había mencionado. Y situada junto a una montaña que se parecía a un viejo triste, Lexa vio una cumbre que encajaba. Era mediocre en todos los aspectos, incluso para ser una poderosa acumulación de granito prehistórico. No alcanzaba la altura para estar coronada de escarcha, ni sugería del todo ninguna comparación con rostros o figuras. Era solo un montón de roca antigua normal y corriente, en aquel desierto rojo sangre. Una montaña en la que nadie se fijaría.

—Ahí —dijo Lincoln, señalando su cúspide.

—Sí.

—Cualquiera diría que habrían escogido algo un poco más espectacular.

—Creo que es justo por eso. Si alguien viene buscando un nido de asesinos, no es muy probable que empiece por la montaña más aburrida de toda la creación.

Lincoln asintió. Le dedicó una sonrisa.

—Sabiduría, Hija Pálida.

—No temáis, don Lincoln. —Lexa le devolvió la sonrisa—. No dejaré que se me suba a la cabeza.

Siguieron adelante otros dos giros, con Lincoln en el pescante y Lexa al lado de Raven. Mojaba una tela y humedecía aquellos labios deformes, preguntándose quién o qué podría haber mutilado así la cara de la mujer. Raven hablaba como presa de una fiebre, conversando con algún fantasma, pidiéndole que esperara. Una vez extendió la mano hacia el aire, en un amago de caricia. Y al hacerlo, aquellos labios suyos se retorcieron en una horrible parodia de una sonrisa. Don Majo se quedó sentado junto a ella todo el tiempo.

Ronroneando.

Flores y Cabronazo estaban exhaustos, y Lexa temió que alguno pudiera quedarse cojo en cualquier momento. Parecía una crueldad, incluso para Cabronazo, hacerlos correr junto al carro sin motivo. Lincoln y Lexa habían superado el punto de no retorno: o bien llegaban a la Iglesia Roja o bien morían allí. Ella había visto caballos salvajes sueltos por los pies de las colinas quebradas, por lo que supuso que debía de haber agua cerca. De modo que, a regañadientes, sugirió que liberaran a los caballos. Lincoln pareció entristecerse, pero comprendió que era la mejor opción. Detuvieron el carro y el chico desató a Flores después de dejar que el semental bebiera a gusto de su odre. Le pasó una mano cariñosa por el cuello y susurró con suavidad.

—Has sido un amigo leal. Espero que encuentres otro. Ten cuidado con los krakens.

Palmeó al caballo en las ancas y el animal salió al galope hacia el este, siguiendo la cordillera. Lexa desató a Cabronazo y el semental la miró mal incluso cuando ella le vació un pellejo lleno en el gaznate. Metió la mano en sus alforjas y le ofreció el último terrón de azúcar con la palma extendida.

—Te lo has ganado. Supongo que ya puedes volver a Última Esperanza, si quieres.

El semental bajó la cabeza y recogió con suavidad el cubito de su mano. Relinchó, sacudió la crin y le frotó el hocico contra el hombro. Y mientras Lexa sonreía y le daba palmaditas en la mejilla, Cabronazo abrió la boca y le dio un mordisco terrible justo encima del pecho izquierdo.

—¡Pero serás hijo de…!

El semental salió disparado por los eriales y al mismo tiempo Lexa daba saltos de dolor, agarrándose el pecho y maldiciendo al caballo ante los Tres Soles y las Cuatro Hijas y ante cualquier otro que estuviera escuchando por casualidad. Cabronazo siguió a Flores hacia el este y desapareció entre la polvorienta neblina.

—Puedo darle un beso para que se mejore, si quieres —dijo Lincoln con una sonrisa.

—¡Anda, vete a la mierda! —le espetó Lexa, subió rodando al carro y se dejó caer al entablado.

Tenía sangre en los dedos con los que había tocado el mordisco, y cuando miró dentro de la camisa, la piel ya se estaba amoratando. Por primera vez en su vida, agradeció no ser una chica más rellena, y bisbiseó entre dientes mientras Don Majo se reía desde su sombra.

—¡Definitivamente era un cabronazo!

Raven empeoraba a marchas forzadas y ya no pudieron permitirse más paradas. Lexa no confiaba en que la mujer aguantara otro giro, y solo quedaba uno para el primero de séptimus. Si no encontraban pronto la iglesia, ya no tendría sentido que la siguieran buscando. Ya estaban a los pies de las montañas, que se curvaban en torno a ellos como los brazos de un amante. Lexa había leído que los espectros de polvo acostumbraban a morar donde más aullaba el viento, y aguzó el oído por si le llegaba alguna carcajada reveladora por encima de los siseos del viento. La sangre se había espesado en el suelo del carro y tenía una costra de moscas. Lexa hizo lo que pudo para apartarlas de la barriga de Raven, aunque sabía que ya era mujer muerta. La determinación de esta había flaqueado: cuando estaba inconsciente gemía sin cesar y, cuando estaba despierta, solo chillaba hasta que volvía a desmayarse. Estaba en pleno ataque de aullidos cuando Lincoln detuvo el carro. Lexa levantó la mirada al notar la ausencia de movimiento después de giros y giros desplazándose, y el cansancio se hizo evidente en su voz.

—¿Por qué paramos?

—Si no puedes reparar las alas de estas máquinas de escupir —repuso Lincoln, señalando a los quejumbrosos camellos—, ya no podremos avanzar más.

La montaña más sencilla de todas se alzaba ante la caravana de camellos como una serie de escabrosos acantilados, partidos y caídos por todas partes. Lexa miró a su alrededor y no vio nada ni a nadie fuera de lo normal. Se inclinó, asió el hombro de Raven y gritó para que la oyera a pesar de sus propios chillidos.

—¿Hacia dónde vamos desde aquí?

La mujer se encogió y farfulló incoherencias, mientras se daba manotazos en la barriga rancia. Lincoln dejó las riendas y fue junto a Lexa, con el rostro macilento. El hedor a desechos humanos y sangre podrida era abrumador. La agonía de la que era testigo se hacía insoportable.

—Lexa…

—Necesito fumar —gruñó la chica.

Bajó del carro y Lincoln la siguió mientras ella se encendía un cigarrillo. El viento le movió el flequillo a la vez que se llenaba los pulmones de humo. Tenía los dedos cubiertos de sangre reseca. Raven estaba riendo y dando golpes con el cogote contra el entablado del carro.

—Deberíamos darle fin —dijo Lincoln—. Es un acto piadoso.

—Nos dijo que no lo hiciéramos.

—Está pasando un suplicio, Lexa. Negra Madre, ¿quieres escucharla?

—¡Lo sé! Yo le habría dado fin ayer, pero ella me pidió que no lo hiciera.

—Entonces, ¿te parece bien dejar que muera chillando?

—¿Te da la impresión de que me parece bien, joder?

—Esta es la montaña más simple que hay en kilómetros a la redonda, al menos que yo vea. Pero no distingo ningún campanario, ¿y tú? ¿Qué hacemos, ir de un lado a otro hasta que muramos de sed?

—Sé lo mismo que tú. Pero Raven nos dijo que viniéramos en esta dirección. Ese nismo de sangre no era solo por las risas, ni por tocar las narices. Alguien sabe que estamos aquí.

—¡Sí, los putos espectros de polvo! ¡Oirán sus chillidos desde kilómetros de distancia!

—¿Es la piedad o el miedo lo que os guía, don Lincoln?

—Yo no tengo miedo a nada —gruñó él.

—Don Majo te lo huele. Y yo también.

—Que las Fauces se te lleven —dijo casi en un susurro, desenfundando su cuchillo—. Esto termina aquí.

—Para. —Lexa le agarró el brazo—. No lo hagas.

—¡Suéltame! —Lincoln le apartó los dedos de un manotazo.

La mano de Lexa fue a su estilete, la de Lincoln a su cimitarra. Las sombras en torno a ella se inflaron y extendieron largos zarcillos desde la roca que se balanceaban al son de una música que solo ellos oían.

—Raven es nuestra única manera de encontrar la iglesia —dijo Lexa—. Es culpa mía que esos krakens la hirieran. Y me ha pedido que no la mate.

—No podría ni encontrarse las calzas para mear, en el estado en que está. Y yo no le he prometido nada.

—No desenvainéis esa espada, don Lincoln. Las cosas acabarán mal para los dos.

—Te tenía por una mujer fría, Lexa Wood. —Negó con la cabeza—. Pero no sabía cuánto. ¿Dónde guardas el corazón que deberías tener en el pecho?

—Como sigas así, te haré comer el tuyo, bastardo.

—Puede que yo sea un bastardo —espetó Lincoln—, pero tú eres la que hace lo que le sale del coño cada giro de su vida.

Lexa tenía el cuchillo en la mano y estaba sonriendo.

—Es lo más bonito que me has dicho nunca.

Lincoln desenfundó la cimitarra, sin apartar aquellos hermosos ojos de color avellana de los de Lexa. Tras la mirada de ella bullían la confusión y la ira. Estaban hechas una sopa, densa en su cabeza, que no dejaba oír los gritos que daba el sentido común desde el fondo de la sala. Quería matar a ese chico, comprendió. Abrirlo en canal y lavarse las manos en su interior. Pringarse hasta los codos y pintarse los labios y los pechos con su sangre. Sus muslos lo ansiaban. Se le aceleró la respiración mientras se apretaba una mano entre las piernas, con la violencia y el deseo revueltos en su mente, al tiempo que Don Majo susurraba desde su sombra:

—… esa no eres tú…

—Largo de aquí —susurró—. A las Fauces contigo, daimón.

—… esos pensamientos no son tuyos…

Lincoln estaba avanzando, con rendijas por ojos y las venas marcadas en el cuello. Respiraba pesadamente y tenía las pupilas dilatadas. Lexa echó un vistazo por debajo de su cintura y vio que se había puesto duro, que tenía un bulto en las calzas, y pensarlo le avivó el aliento. Parpadeó para quitarse el sudor de los ojos e imaginó su hoja entrando y saliendo de su pecho, la de Lincoln en el de ella, y el sabor cobrizo de su lengua…

—Esto no está bien —susurró.

Lincoln se abalanzó sobre ella y soltó un tajo abierto que le pasó por encima de la cabeza al agacharse. Apuntó una patada a su entrepierna, que bloqueó la rodilla de Lincoln, y a Lexa le entró la tentación momentánea de hincar la propia en el suelo. Lanzó una puñalada a su barriga expuesta, sabiendo que aquello estaba mal, aquello estaba mal, y en el último momento contuvo el golpe y rodó a un lado mientras él volvía a intentar alcanzarle la cabeza con la cimitarra. Lincoln sonreía como un demente, y a Lexa también le hizo gracia la idea. Intentó contener la risa, intentó pensar por encima de su deseo de matarlo, follárselo, las dos cosas a la vez, yacer con él dentro de ella mientras se apuñalaban y se mordían y sangraban hasta la muerte en la arena.

—Lincoln, para —dijo, casi sin voz.

—Ven aquí…

Lexa respiró con dificultad y extendió el brazo incluso al avanzar hacia él.

Jadeando. Deseando.

—Algo va mal. Esto está mal.

—Ven aquí —repitió él, siguiéndola sobre la arena con las armas levantadas.

—… esto no es real…

Lexa sacudió la cabeza y parpadeó para quitarse el picor de los ojos.

—… eres Lexa Wood… —dijo Don Majo— … recuerda…

Ella extendió la mano y su sombra tembló y se estiró desde sus pies para engullir los del chico. Se quedó quieto en la arena y Lexa se apartó, con los brazos levantados como para bloquear un ataque. El puñal le pesaba en la mano, tiraba de ella hacia Lincoln y le inundaba la mente con la idea de clavárselo mientras él se clavaba en ella pero no, NO, esa no era ella («esa no soy yo»), y con un grito desesperado arrojó su hoja lejos de ella. Cayó de rodillas y se hundió bocabajo, cerrando los párpados con fuerza. Arena en los dientes mientras meneaba la cabeza, sofocaba la lujuria y la violencia, se concentraba en el pensamiento que le había regalado Don Majo y se aferraba a él como un náufrago a una brizna de paja.

—Soy Lexa Wood —dijo entre dientes—. Soy Lexa Wood…

Un lento aplauso.

Lexa levantó la cabeza hacia el lúgubre sonido, que le resonaba en la cabeza. Vio siluetas a su alrededor, vestidas en rojo desértico y con las caras cubiertas. Serían una docena, reunidas en torno a un hombre menudo con una espada curva al cinto. La empuñadura estaba labrada con la forma de figuras humanas con cabezas felinas, masculinas y femeninas, desnudas y entrelazadas. La hoja era de negracero ashkahi.

—¿Lexa? —dijo Lincoln, de nuevo con su propia voz.

Lexa miró al hombre que aplaudía desde la arena. Era fornido y guapo como un puñado de demonios. Tenía el pelo rizado, castaño, entrecano. Su rostro era el de un hombre de treinta y pocos, pero sus ojos, profundos y castaños como el cacao, revelaban muchos más. Media sonrisa haraganeaba en la comisura de sus labios, como si estuviera planeando robar la cubertería.

—Bravo —dijo el hombre—. No había visto a nadie resistir tan bien la Discordia desde mi señor Kane.

Dio un paso hacia ellos y los demás se separaron como por resorte. Empezaron a descargar la caravana y a quitar los aparejos a los camellos. Cuatro de ellos subieron a Raven a una camilla y se la llevaron hacia el acantilado. Lexa no vio ninguna cuerda. No vio ningún…

—¿Cómo te llamas?

—Lexa, mi señor. Lexa Wood.

—¿Y quién es tu shahiid?

—Gustus de Tumba de Dioses.

—Ah, ¿por fin Gustus ha reunido el valor para enviar otro cordero a la Iglesia del Matadero? —El hombre le tendió la mano—. Interesante.

Lexa cogió la mano que le ofrecía y dejó que tirara de ella para levantarla de la arena. Tenía la boca seca y el corazón martilleando. Los ecos de la violencia y el deseo aún zumbaban en sus venas.

—Tú eres Lincoln. —El hombre se volvió hacia el chico con una sonrisa—. Que lleva la sangre pero no el nombre del clan Tresdracos. El alumno de Adiira.

Lincoln asintió despacio y se apartó los rizos de los ojos.

—Sí.

—Yo me llamo Ratonero, siervo de Nuestra Señora del Bendito Asesinato y Shahiid de Bolsillos en su Iglesia Roja. —Una leve inclinación—. Creo que traéis algo para nosotros.

La pregunta pendió como una espada sobre la cabeza de Lexa. Mil giros. Nuncanoches sin dormir y dedos ensangrentados y veneno goteándole de las manos. Huesos rotos y lágrimas ardientes y mentiras sobre mentiras. Todo lo que había hecho, todo lo que había perdido… la había llevado a aquel momento.

Lexa buscó el monedero de dientes que llevaba en el cinturón.

El estómago se le congeló.

—No —susurró.

Se palpó la cintura, la túnica, ensanchando los ojos de pánico al comprender…

—¡Mi ofrenda! ¡No está!

—Pues vaya —dijo Ratonero.

—¡Hace un momento la tenía!

Lexa buscó a su alrededor en la arena, temiendo haber perdido el saquito en su rifirrafe con Lincoln. Escarbó en el polvo, con lágrimas en los ojos. Don Majo se hinchó y rodó dentro de la oscuridad de su sombra, pero ni él pudo contener del todo su terror, la idea de que todo había sido en vano. Lexa arañó la arena con el pelo enredado sobre los ojos, se mordió el labio y…

Clin, clin.

Miró hacia arriba. Vio una piel de oveja que le sonaba mucho sostenida en dedos ágiles.

La sonrisa de Ratonero.

—Deberías tener más cuidado, corderita. Shahiid de Bolsillos, como decía.

Lexa se levantó y asió el monedero con un gruñido. Abrió el saquito y contó los dientes de su interior, aferrándolo con un puño pálido. Miró al hombre y la ira ahogó su terror durante un instante. Tuvo que resistir el impulso de añadir los dientes del shahiid a su colección.

—Eso ha sido cruel —dijo.

La sonrisa del hombre se ensanchó, aunque había una cierta tristeza en las comisuras de aquellos ojos viejos.

—Bienvenida a la Iglesia Roja —respondió.