Capítulo 8. Salvación

Dos hierros y doce cobres —se jactó el chico—. Esta noche comeremos como reyes. O reinas, según sea el caso.

¡Anda ya! —dijo en tono socarrón la chica mugrienta que tenía al lado—. ¿Crucificados en la avenida del Tirano, quieres decir? Yo casi prefiero comer como un cónsul, si te da igual.

Las chicas no pueden ser cónsules, hermana.

Pero sí que puedo comer como ellos.

Había tres golfillos agachados en un callejón no muy lejos de la multitud del mercado, con una cesta de pasteles rancios a su lado. El primero era el chico de dedos rápidos que había tropezado con Lexa en la piazza. La segunda, una chica descalza de sucio pelo rubio. El tercero era un chico un poco mayor que los otros, flaco de vivir en la calle y mezquino. Iban vestidos con ropa andrajosa, aunque el mayor llevaba un cinturón de buena calidad en el que guardaba varios cuchillos. Tenían extendidas ante ellos las ganancias del trabajo de aquella mañana, un puñado de monedas y un cuervo de plata con ojos de ámbar.

Eso me pertenece —dijo Lexa desde detrás de ellos.

Los tres se apresuraron a levantarse y se volvieron para enfrentarse a su acusadora. Lexa estaba en la boca del callejón, con los puños en las caderas. El chico más grande sacó un cuchillo del cinturón.

Devolvédmelo ahora mismo —exigió Lexa.

¿O qué? —preguntó el chico, alzando su arma.

O gritaré para que vengan los Luminatii. Os cortarán las manos y os arrojarán al Coro si tenéis suerte. Acabaréis en la Piedra Filosofal si no.

El trío le dedicó una ronda de carcajadas burlonas. La negrura que había a los pies de Lexa titiló. El miedo de su interior se convirtió en nada en absoluto. Y cruzándose de brazos, sacó pecho, entrecerró los ojos y habló con una voz que no terminó de reconocer como propia.

Devolvédmelo. Ya.

Que te jodan, putilla —replicó el grande.

Un fruncimiento ensombreció el ceño de Lexa.

¿Putilla?

Rájala, Navajas —dijo el chico más pequeño—. Hazle un agujero nuevo.

Sonrojándose de rabia, Lexa miró al primer chico.

¿Te llamas Navajas? Ah, porque llevas cuchillos, ¿verdad? —Miró al chico más joven—. Entonces tú debes de ser Pulgas. —Y a la chica—: Déjame adivinar… ¿Lombrices?

Muy lista —dijo la rubia. Se acercó a Lexa con paso ligero, atrasó un puño y lo hundió con fuerza en el estómago de Lexa.

El aire abandonó sus pulmones con una tos húmeda mientras caía de rodillas. Parpadeando cegada, Lexa se asió la tripa y trató de contener las arcadas. Asombro en su interior. Asombro y furia.

Nadie le había pegado nunca.

Nadie se había atrevido.

Había visto a su madre batirse en duelos de ingenio muchísimas veces en el Espinazo. Había visto a hombres reducidos a masas balbucientes por la dona Wood, y a mujeres empujadas a las lágrimas. Y Lexa había prestado atención y aprendido. Pero según las reglas, la persona agraviada debía responder con una pulla propia, no echársele encima y soltarle un puñetazo como si fuese un matón en una callejue…

Oh… —resolló Lexa—. Claro.

Navajas cruzó el callejón a zancadas y le clavó una bota en las costillas. La rubia (que en la mente de Lexa sería Lombrices para siempre) sonrió alegre mientras Lexa vomitaba el contenido de un estómago vacío. Navajas se volvió hacia el chico más pequeño y señaló su botín.

Recógelo y nos largamos. Tengo que…

Navajas sintió algo afilado y mortalmente frío hurgarle en las calzas. Bajó la mirada hacia el estilete apretado en sus partes, hacia el pequeño puño que lo sostenía con fuerza. Lexa le había rodeado la cintura y hacía presión con la daga de su madre contra la entrepierna del chico, mientras el cuervo del mango miraba furioso a Navajas con sus ojos de ámbar. El susurro de Lexa fue suave y letal.

Conque putilla, ¿eh?

Si esto fuese un cuento de libro, gentiles amigos, y Lexa su heroína, Navajas habría percibido de algún modo la sombra de la asesina en que iba a transformarse y se habría retirado tembloroso. Pero lo cierto es que el chico sacaba más de medio metro y más de treinta kilos a Lexa. Y al mirar a la chica que lo agarraba por la cintura, no vio a la asesina más temida de toda la república, sino solo a una mocosa que no sabía empuñar bien un cuchillo y tenía la cara tan cerca de su codo que una buena sacudida la enviaría al suelo. Así que Navajas dio la sacudida. Y Lexa terminó en el suelo, pero no antes de salir volando por los aires. Cayó al barro y se llevó la mano a una nariz rota, cegada por agónicas lágrimas. El chico más joven (al que siempre llamaría Pulgas para sus adentros) recogió la daga de la dona Wood, con los ojos como platos.

¡Por las Hijas, mirad esto!

Trae para acá.

El chico la lanzó con la empuñadura por delante. Navajas la atrapó en el aire y admiró su factura con ojos avarientos.

Por la polla de Aa, esto es hueso de tumba auténtico…

Pulgas dio otra buena patada a Lexa en las costillas.

¿De dónde ha sacado una ramera como tú…?

Una mano arrugada cayó sobre el hombro del chico y lo estampó contra la pared. Una rodilla saludó a su entrepierna y un nudoso bastón invitó a bailar a su mandíbula.Un golpe a dos manos contra la nuca lo dejó sangrando en el suelo. El viejo Gustus se alzaba sobre ellos, envuelto en un pesado abrigo de cuero batido y con un bastón en su mano huesuda. Sus gélidos ojos marrones estaban estrechados, absorbiendo la escena, el cuerpo extendido de la chica en el suelo. Miró a Navajas y retrajo los labios en una mueca desdeñosa.

¿A eso jugáis, a patear la bola? —Lanzó un puntapié salvaje a las costillas del joven Pulgas, recompensado con un nauseabundo chasquido—. ¿Os importa que me apunte?

Navajas miró furibundo al anciano y luego a su camarada, que sangraba en tierra. Y con una maldición negra, alzó el estilete de la dona Wood y lo arrojó hacia la cabeza de Gustus. Fue un buen lanzamiento. Apuntado justo entre los ojos. Pero en vez de morir, el anciano atrapó la hoja en el aire, raudo como la peste en las riberas del Rosa. Gustus se guardó el estilete en el abrigo, llevó una segunda mano a su bastón y, con un nítido sonido sibilante, sacó la larga hoja de hueso de tumba oculta en el palo. Avanzó hacia Navajas y Lombrices, enarbolando la espada.

Ah, usáis las reglas liisianas, ¿eh? ¿Sois de la vieja escuela? Pues muy bien.

Navajas y Lombrices se miraron con ojos llenos de pánico. Y sin mediar palabra, los dos salieron corriendo callejón abajo, dejando al pobre Pulgas inconsciente en el fango. Lexa estaba a cuatro patas. Tenía las mejillas manchadas de lágrimas y sangre. Notaba la nariz herida e hinchada, palpitante y roja. No podía ver bien. No podía pensar.

Ya te he advertido que ese broche solo te traería problemas —gruñó Gustus—. Habrías hecho bien en escucharme, niña.

Lexa notó que le ardía el pecho. Que le picaban los ojos. En esos momentos, otro niño podría haber llamado a su madre entre sollozos. Podría haber gritado que el mundo no era justo. Pero en lugar de ello, toda la ira, toda la indignación, el recuerdo de la muerte de su padre, de la detención de su madre, la brutalidad y su intento de asesinato se acumularon al reciente robo y la pelea callejera en la que le había tocado el bando perdedor… y todo ello se amontonó en su interior como la leña de una hoguera que estalló en llamas radiantes y furibundas.

No me llames «niña» —dijo tajante, secándose las lágrimas de los ojos. Empezó a levantarse apoyada en la pared, pero volvió a caer—. Soy la hija de un justicus. La primogénita de una de las doce nobles casas. ¡Soy Lexa Wood, maldición!

Ah, ya sé quién eres —replicó el anciano—. La cuestión es quién más lo sabe.

¿Cómo?

¿Quién más sabe que eres la cría del Coronador, chavalita?

Nadie —rugió ella—. No se lo he dicho a nadie. Y tampoco me llames «chavalita».

Un bufido.

No eres tan tonta como creía, pues.

El anciano miró callejón abajo. Luego hacia el mercado. Por último, hacia la niña que sangraba a sus pies. Y con algo parecido a un suspiro, le ofreció la mano.

Vamos, cuervecilla. Hay que enderezarte ese pico.

Lexa se pasó el puño por los labios y lo separó ensangrentado.

No os conozco de nada, señor —dijo—. Y confío aún menos en vos.

Vaya, son las primeras palabras razonables que te oigo pronunciar. Pero si te quisiera muerta, te dejaría seguir a lo tuyo. Porque aquí fuera, tú sola, estarás muerta antes de la nuncanoche.

Lexa se quedó donde estaba, con la desconfianza evidente en su mirada.

Tengo infusiones —dijo Gustus con un suspiro—. Y tarta.

La chica intentó acallar los gruñidos de su tripa tapándola con las dos manos.

¿Qué clase de tarta?

La clase gratuita.

Lexa hizo un mohín. Se lamió los labios y notó el sabor de la sangre.

Mi preferida.

Y cogió la mano del anciano.

—¡Y yo he dicho que no pienso ponérmela! —bramó Lincoln.

—Mis disculpas —dijo Ratonero—. ¿Te ha dado la impresión de que era una sugerencia?

Al pie de la montaña más simple de todas, Lexa se esforzaba por mantener fría la cabeza. Los hombres de la iglesia estaban reunidos junto al acantilado, cada uno con los brazos cargados de mercancías o un agotado camello cogido de la brida. Ratonero sostenía vendas para los ojos e insistía en que Lexa y Lincoln se las pusieran. Por algún motivo inexplicable, la sugerencia había enfurecido a Lincoln. Lexa casi podía ver cómo se erizaban los pelos por todo el lomo del chico dweymeri. Aunque ya no sentía las secuelas de la extraña mezcla de ira y lascivia que la había invadido, Lexa pensó que tal vez su amigo aún notaba su influencia. Se volvió hacia Ratonero.

—Shahiid, no estábamos al mando de nuestras mentes al llegar…

—La Discordia. Un nismo impuesto sobre el Monte Apacible en eras pasadas.

—Sigue afectándolo.

—No. Está para disuadir a quienes llegan a la iglesia sin… invitación. Ahora los dos sois bienvenidos aquí. Siempre que os pongáis las vendas.

—Le hemos salvado la vida. —Lincoln señaló a Raven—. Y aun así, ¿no confiáis en nosotros?

Ratonero metió los pulgares en su cinturón y compuso su sonrisa de cubertería. La voz le salió rica como un vino dorado de las Doce Barricas.

—Seguís con vida, ¿no es así?

—Lincoln, ¿qué más da? —dijo Lexa—. Póntela y ya está.

—No pienso llevar los ojos vendados.

—Pero hemos llegado hasta aquí…

—Y no seguiréis adelante —la interrumpió Ratonero—. No con ojos que vean.

Lincoln se cruzó de brazos, con la mirada encendida.

—No.

Lexa suspiró y se pasó la mano por el flequillo.

—Shahiid Ratonero, ¿me permitís un momento para deliberar con mi docto colega?

—Que sea breve —dijo el shahiid—. Si Raven muere en este mismo umbral, el orador Bellamy no estará nada satisfecho. Será responsabilidad vuestra si Nuestra Señora se la lleva.

Lexa se preguntó a qué se refería el shahiid, porque las heridas de kraken eran letales y Raven ya era mujer muerta. Pero aun así, cogió de la mano a Lincoln, se lo llevó a lo largo de la derruida falda de la montaña y, cuando estuvo segura de que ya no podían oírlos, se volvió hacia él mientras crecía poco a poco su infame mal genio.

—Por los dientes de las Fauces, ¿se puede saber qué te pasa?

—No voy a hacerlo. Prefiero rajarme yo mismo la garganta.

—¡Es lo que van a hacerte como sigas así!

—Que lo intenten.

—Es como ellos hacen las cosas, ¡así que es como se hacen! ¿Entiendes lo que representamos tú y yo aquí? ¡Somos discípulos! ¡Lo más bajo de todo! O pasamos como dicen o nos pasan a cuchillo.

—No voy a vendarme los ojos.

—Pues no entrarás en la iglesia.

—¡Que las Fauces se lleven a la iglesia!

Lexa apoyó el peso en los talones, ensombreciendo el entrecejo.

—… está asustado… —bisbiseó Don Majo desde su sombra.

—¡Tú cierra el pico, mierdecilla perversa! —ladró Lincoln.

—Lincoln, ¿de qué tienes miedo?

Don Majo olisqueó con su no-hocico, parpadeó con sus no-ojos.

—… la oscuridad…

—¡Que te calles! —rugió Lincoln.

Lexa parpadeó, a todas luces incrédula.

—No lo dirás en serio…

—… mis disculpas, no había sido informado de que quedo relegado al papel de alivio cómico…

Lexa intentó cruzar la mirada con Lincoln, pero el chico se miraba los pies con el gesto torcido.

—Lincoln, ¿de verdad me estás contando que has venido a entrenar con los asesinos más temidos de toda la república y te da miedo la puta oscuridad?

Lincoln parecía a punto de gritar de nuevo, pero las palabras murieron en su lengua. Apretó los dientes, cerró los puños y aquellos burdos tatuajes se retorcieron con una mueca.

—No es la condenada oscuridad. —Un tenue suspiro—. Es… no poder ver. Yo… —Se dejó caer con la espalda apoyada y pateó un esquisto cuesta abajo—. A tomar por culo.

El remordimiento creció en el pecho de Lexa, ahogando la rabia que había debajo. Se arrodilló junto al dweymeri suspirando y le apoyó una mano tranquilizadora en el brazo.

—Lo siento, Lincoln. ¿Qué pasó?

—Cosas malas. —Lincoln se frotó los ojos—. Cosas malas y ya está.

Lexa le cogió la mano y apretó, muy consciente de cuánto había pasado a gustarle aquel chico extraño. Verlo de aquella manera, tiritando como un niño…

—Puedo quitártelo —propuso.

—¿Quitarme qué?

—Tu miedo. Bueno, es Don Majo quien puede. Durante un rato. Se lo bebe. Lo respira. Es lo que lo mantiene aquí. Lo hace crecer.

Lincoln miró a la criatura de sombra con el ceño fruncido y asco en la mirada.

—¿El miedo?

Lexa asintió con la cabeza.

—Lleva años bebiéndose el mío. No tanto como para que olvide el sentido común, ojo. Pero sí lo suficiente para que no me arrugue en una pelea con cuchillo o un robo. Me vuelve fuerte.

—Eso no tiene sentido —refunfuñó Lincoln—. Si se come tu miedo, nunca aprenderás a dominarlo sola. Eso no es fuerza, sino una muleta.

—Bien, pues es una muleta que estoy dispuesta a prestaros, don Lincoln. —Lexa lo fulminó con la mirada—. Así que en lugar de darme lecciones sobre mis defectos, preferiría que dijerais: «Gracias, Hija Pálida» y metierais vuestro lamentable culo en la iglesia antes de que nos abran los cuellos y nos echen de comer a los krakens.

El chico bajó la mirada a sus manos unidas. Asintió despacio.

—Gracias, Hija Pálida.

Lexa se levantó y ayudó al chico a imitarla. Don Majo no necesitó que le pidieran nada; se limitó a fluir a través de la intersección de sus sombras. La ansiedad empezó a reconcomer las entrañas de Lexa de inmediato, como gélidos gusanos mordisqueándole la tripa. Pero hizo lo que pudo para pisotearlos con las botas mientras Lincoln pasaba junto a ella por el terreno quebradizo en dirección a Ratonero.

—¿Listos, pues? —preguntó el shahiid.

—Estamos preparados —dijo Lincoln.

Lexa sonrió al oír su voz, casi una octava entera más grave. Lincoln le apretó los dedos y cerró los ojos, permitiendo que Ratonero le atara la venda. Después de ponérsela también a Lexa, el shahiid les cogió las manos y los guio. Lexa oyó pronunciar una palabra, algo antiguo que bullía de poder. Y luego oyó la piedra, el estrepitoso restallar y retumbar de la piedra. El suelo tembló bajo sus pies y el polvo se alzó en una sofocante mortaja. Notó una ráfaga de viento y olió una acritud arkímica en el aire. Las otras manos la dirigieron hacia delante, cruzando terreno quebrado y pasando a piedra lisa. La temperatura cayó de repente, la luz del otro lado de sus párpados murió despacio.Habían pasado a algún lugar oscuro, supuso que al interior de la montaña. Cogida de la mano de Ratonero, llegó a una escalera y subió y subió en una espiral cada vez más amplia. Giros y más giros, un suave vértigo empapándole la mente, todo sentido de la dirección de la que venía o hacia la que se dirigía desvaneciéndose. Arriba. Abajo. Izquierda. Derecha. Conceptos sin significado. Sin recuerdo. Sintió una necesidad casi irresistible de llamar de vuelta a Don Majo, de sentir ese acostumbrado toque sin el que ya no sabía del todo cómo vivir. Por fin, tras lo que se le antojaron horas, Ratonero la soltó. Por un instante, flaqueó. Imaginó que estaba en la cima de la montaña, sin nada alrededor aparte de una caída directa a su muerte. Extendió los brazos para mantener el equilibrio.

Jadeaba.

—Vuelve —susurró.

Sintió que el no-gato regresaba a toda prisa, que se liaba a puñetazos con las mariposas de su estómago y las desmembraba una por una. Le quitaron la venda y, después de parpadear, vio un salón gigantesco, más extenso que el vientre de la mayor catedral de todas. Paredes y suelo de oscuro granito, lisos como cantos rodados. Brillaba una suave luz arkímica desde el interior de hermosos ventanales de cristal tintado, que daban la sensación de filtrar la luz de los soles de fuera… aunque en realidad, podían haberse internado kilómetros en la montaña. Lincoln estaba junto a ella, contemplando el salón. Había inmensos arcos y enormes columnas de piedra dispuestos en círculo, enormes gabletes de piedra que parecían tallados en el núcleo de la misma montaña.

—Por las grandes… y blandas tetas de…

Las palabras le fallaron al chico cuando miró hacia el corazón de la estancia. Lexa siguió su mirada y vio la estatua de una mujer con joyas como estrellas colgando de su túnica de ébano. Era una figura colosal, que se alzaba quince metros sobre sus cabezas, tallada en reluciente piedra negra. Había pequeños anillos de hierro incrustados en la roca, más o menos a la altura de la cabeza. En las manos sostenía una balanza y una gigantesca espada de aspecto temible, ancha como el tronco de un árbol, afilada como la obsidiana. Su rostro era hermoso. Terrible y frío. Lexa sintió un escalofrío bajar por su espalda cuando los ojos de la estatua la siguieron al acercarse.

—Bienvenidos al Salón de las Elegías —dijo Ratonero.

—¿Quién es ella?

—La Madre. —Ratonero se tocó los ojos, luego los labios y por último el pecho—. Las Fauces. Nuestra Señora del Bendito Asesinato. La todopoderosa Niah.

—Pero… es hermosa —dijo Lexa con un hilo de voz—. En las imágenes que he visto, es una monstruosidad.

—La Luz está llena de embustes, discípula. Los soles solo sirven para cegarnos.

Lexa paseó por el enorme salón, pasando las manos por los realces en espiral de la piedra. En las paredes había cientos de puertas pequeñas y cuadradas, de medio metro de lado, amontonadas unas sobre otras como tumbas en un inmenso mausoleo. Sus pisadas resonaron como campanadas en aquella inmensidad. El único otro sonido era la melodía de lo que podría haber sido un coro, que pendía sin cuerpo en el aire. Era un himno bello, sin palabras, sin final. El lugar transmitía una sensación distinta a cualquier otro que hubiera visitado. No había altares ni tapices dorados pero, por primera vez en su vida, sintió que estaba en un lugar… sagrado.

Don Majo le susurró al oído:

—… me gusta este sitio…

—¿Qué son esos nombres, shahiid? —preguntó Lincoln.

Lexa parpadeó y reparó en que todo el suelo estaba tallado de nombres. Había cientos. Miles. Grabados con letra diminuta en la negra piedra pulida.

—Los nombres de cada vida que se ha cobrado esta iglesia para la Madre. —El hombre hizo una inclinación hacia la estatua—. Aquí es donde honramos a quienes nos llevamos. El Salón de las Elegías, como he dicho.

—¿Y las tumbas? —preguntó Lexa, señalando hacia las paredes con la barbilla.

—Albergan los cuerpos de los siervos de la Madre que han ido junto a ella. Además de las vidas cobradas, aquí honramos también a nuestros caídos.

—Pero esas tumbas no tienen nombres tallados, shahiid.

Ratonero se quedó mirando a Lexa mientras el coro fantasmal cantaba en la penumbra.

—La Madre conoce sus nombres —dijo después—. Nadie más importa.

Lexa parpadeó. Echó una mirada a la estatua que se alzaba sobre su cabeza. La diosa a quien pertenecía aquella iglesia. Terrible y bella. Inescrutable y poderosa.

—Vamos —dijo el shahiid Ratonero—. Vuestros aposentos os esperan.

Se los llevó del gran salón por uno de los enormes arcos en punta. Un tramo larguísimo de escalera ascendía en espiral hacia la negrura. Lexa recordó la fusta de sauce del viejo Gustus, la condenada escalera de la biblioteca que la había obligado a subir y bajar tantas veces que había perdido la cuenta. Sonrió con el recuerdo y agradeció el ejercicio al anciano mientras ascendía con pasos largos y descansados. Subieron con el Shahiid de Bolsillos detrás de ellos, silencioso como la peste.

—Negra Madre —dijo Lincoln entre jadeos—. Tendrían que haberla llamado la Escalera Roja…

—¿Estás bien? —le susurró Lexa—. ¿Don Majo te ha ayudado?

—Sí. Ha sido… —El chico negó con la cabeza—. Mirar en tu interior y hallar solo acero… Nunca había sentido nada igual. A la mierda con la muleta. Ser tenebro debe de ser una maravilla.

Llegaron a un largo pasillo. Los arcos se extendían hacia una negrura sin luz y todas las paredes lucían tallas en espiral. El shahiid Ratonero se detuvo junto a una puerta de madera y la abrió hacia dentro. Lexa vio una habitación grande, amueblada en hermosa madera oscura y con una cama enorme cubierta de frondosa piel gris. Le dolió el cuerpo al verla. Debían de haber pasado al menos dos nuncanoches desde la última vez que había dormido…

—Tu habitación, discípula Lexa —dijo Ratonero.

—¿Dónde duermo yo? —preguntó Lincoln.

—Pasillo abajo. Los demás discípulos ya se han instalado. Vosotros dos sois los últimos en llegar.

—¿Cuántos hay? —preguntó Lexa.

—Casi treinta. Tengo ganas de ver cuáles son hierro y cuáles cristal.

Lincoln se despidió con un gesto de la cabeza y siguió a Ratonero por el pasillo. Lexa entró y soltó su morral al lado de la puerta. La costumbre hizo que registrara todos los rincones, cajones y cerraduras. Terminó mirando debajo de la cama antes de derrumbarse en ella. Se planteó desatarse las botas, pero decidió que estaba demasiado agotada como para molestarse. Y apoyando la cabeza en las almohadas, cayó al sueño más profundo que había conocido jamás. Un gato hecho de sombras se subió al cabezal y vigiló sus sueños. Despertó con un frío susurro de Don Majo en el oído.

—… viene alguien…

Sus párpados se abrieron de golpe y se incorporó mientras alguien llamaba con suavidad a su puerta. Lexa desenvainó la daga, se apartó el pelo de los ojos cubiertos de arena. Por un instante, olvidó dónde estaba. ¿En su viejo cuarto, encima de la tienda de Gustus? ¿De vuelta en las Costillas, con su hermanito durmiendo a su lado y sus padres en la habitación contigua?

No mires.

Habló con voz indecisa.

—¿Adelante?

La puerta se abrió sin hacer ruido y entró una silueta cubierta por una túnica negra, que cruzó la habitación y se detuvo al pie de la cama. Lexa alzó su hoja de hueso de tumba, cautelosa.

—O has escogido la habitación equivocada o a la chica equivocada.

La intrusa levantó las manos. Se quitó la capucha y Lexa vio unos rizos de tono negro, unos ojosconocidos que la miraban entre velos de tela negra.

—¿Raven?

Pero era imposible. Los ganchos de aquellos krakens habían hecho picadillo las tripas de la mujer. Después de dos giros pudriéndose al sol, su sangre debía de estar impregnada de veneno. En nombre de las Fauces, ¿cómo podía estar viva siquiera, ya no digamos caminando y hablando?

—Tendrías que estar muerta.

—Tendría. Pero no lo está. —La mujer delgada hizo una inclinación—. Gracias a ella.

Lexa negó con la cabeza.

—No tienes que darme las gracias.

—Más que las gracias. Ella arriesgó su vida para salvar a Raven. Raven no lo olvidará.

Lexa se echó atrás cuando Raven se sacó un arma oculta de la manga, mientras Don Majo se erizaba en su sombra. Pero Raven se pasó el cuchillo por el pulpejo de su propia mano, y acumuló sangre del corte hasta que empezó a caer al suelo.

—Ella salvó la vida a Raven —dijo la mujer—. Así que ahora Raven se la debe. Por su sangre, ante la mirada de la Madre Noche, Raven lo jura.

—No hace falta que lo hagas…

—Ya está hecho.

Raven se agachó y empezó a desatar las botas de Lexa. Esta dio un gañido y encogió las piernas. La mujer extendió los brazos hacia los nudos de la camisa de Lexa, que se los apartó de un manotazo y retrocedió por la cama con sus propios brazos levantados.

—Vale, escucha…

—Ella debe desvestirse.

—De verdad que has escogido a la chica equivocada. Y la mayoría al menos invita primero a una copa.

Raven se llevó las manos a los labios.

—Ella debe bañarse antes de presentarse ante el Sacerdocio. Si Raven puede hablar sin tapujos, ella huele a caballo y estiércol, tiene el pelo más grasiento que una molleja liisiana y está cubierta de sangre seca. Si ella desea asistir a su bautizo en la congregación de la Bendita Dama con el aspecto de una salvaje dweymeri, Raven le recomienda ahorrarse el suplicio y tirarse ya mismo desde el Altar del Cielo.

—Un momento… —Lexa parpadeó—. ¿Has dicho bañarme?

—Eso ha dicho Raven.

—¿Con agua? —Lexa se había puesto de rodillas, con las manos juntas sobre el pecho—. ¿Y jabón?

La mujer asintió con la cabeza.

—De cinco tipos.

—Por los dientes de las Fauces —dijo Lexa desabrochándose la camisa—. Al final resulta que has escogido a la chica correcta.

Figuras oscuras congregadas bajo la mirada de una diosa de piedra, bañadas por una luz incolora. Habían transcurrido doce horas desde la llegada de Lexa al Monte Apacible. Cuatro desde que se había despertado. Veintisiete minutos desde que se había obligado a salir del baño y bajar al Salón de las Elegías, dejando una capa de sangre y porquería en la superficie del agua que podría haber salido andando por su cuenta si le dejaran unos giros para terminar de gestarse. Notaba la suavidad de la túnica en la piel y llevaba el pelo recogido en una trenza húmeda. El aroma a jabón bailó a su alrededor mientras se volvía para observar a los otros discípulos: eran veintiocho en total, todos vestidos en gris apagado. Había un tosco chico itreyano con puños como mazos. Una chica nervuda con el pelo corto y rojo y unos ojos llenos de astucia lupina. Un descomunal dweymeri con complejos tatuajes faciales y unos hombros en los que podría apoyarse el mundo. Dos vaanianos rubios y pecosos, hermano y hermana, al parecer. Un chico flaco con helados ojos marrones, de pie cerca de Lincoln al final de la hilera, al que estuvo a punto de pasar por alto. Todos más o menos de su edad. Todos duros, hambrientos y silenciosos. Raven estaba cerca de Lexa, envuelta en sombras. Había otras siluetas calladas vestidas con túnicas negras al borde de la oscuridad, hombres y mujeres, con los dedos entrelazados como penitentes en una catedral.

—Manos —le susurró Raven—. En la Iglesia Roja, ella encontrará dos clases de personas. Aquellas que toman vocaciones y hacen ofrendas… Esos a quienes la gente llama asesinos. Nosotros los llamamos «hojas».

Lexa asintió con la cabeza.

—Me lo había dicho Gustus.

—Los otros se llaman «manos» —siguió diciendo Raven—. Hay veinte manos por cada hoja. Mantienen la casa de ella en orden. Se ocupan de sus asuntos. Salen para abastecerla, como Raven. No más de cuatro discípulos de cada grey se convierten en hojas. Los que sobrevivan al año pero no cumplan los requisitos pasarán a ser manos. También hay gente que viene solo para servir a la diosa de cualquier modo que puedan. No todo el mundo es apto para asesinar en su nombre.

«Vaya, así que solo seleccionarán a cuatro de nosotros.»

Lexa asintió con la cabeza, observando a las siluetas de túnicas negras. Entornando los ojos en la oscuridad, distinguió la cicatriz arkímica de la esclavitud en algunas mejillas. Después de que los discípulos terminaran de alinearse ante la mirada de la estatua, las manos empezaron a citar de memoria un fragmento de las escrituras, Raven entre ellos.

Ella que es todo y nada,

primera y última y eterna,

un perfecto negro, una Hambrienta Oscuridad,

Doncella y Madre y Matriarca,

ahora y en el momento de nuestras muertes,

ora por nosotros.

Sonó una campanada, tenue, desde algún lugar de la penumbra. Lexa sintió a Don Majo enroscado cerca de sus pies, bebiendo con avidez. Oyó pisadas y vio una figura que se aproximaba desde las sombras. Las manos alzaron sus voces al unísono.

—Ratonero, Shahiid de Bolsillos, ora por nosotros.

Un hombre subió al estrado alzado en torno a la base de la estatua. Rostro atractivo y ojos ancianos, el hombre que había recibido a Lexa y Lincoln fuera del monte. Llevaba una túnica gris, adornada solo por su espada de negracero. Ocupó su lugar, se encaró hacia los discípulos y, con una sonrisa capaz de llevarse la cubertería y también los candelabros, habló.

—Veintiséis.

Lexa oyó más pasos y las manos hablaron de nuevo.

—Mataarañas, Shahiid de Verdades, ora por nosotros.

Una mujer dweymeri emergió de la oscuridad, alta y majestuosa, con la espina dorsal tan recta como las columnas de alrededor. Cabello largo recogido en pulcros nudos que bajaban por su espalda como cuerdas. Tenía la piel oscura de su pueblo, pero no llevaba tatuajes faciales. Recordaba a una estatua en movimiento, tallada en caoba. Sus manos, sujetas entre sí, estaban manchadas de algo que podría ser tinta. Llevaba los labios pintados de negro. Una colección de viales de cristal pendía de su cinturón junto a tres dagas curvas. Ocupó su lugar en el estrado y habló con voz fuerte y orgullosa.

—Veintinueve.

Lexa siguió observando en silencio, mordisqueándose el labio. Y aunque Gustus había educado bien a Lexa en el sutil arte de la paciencia, al final la curiosidad pudo con ella.

—¿Qué están haciendo? —preguntó en voz baja a Raven—. ¿Qué significan los números?

—Es su tanteo para la diosa. El número de ofrendas que han hecho en su nombre.

—Solis, Shahiid de Canciones, ora por nosotros.

Lexa vio a un hombre salir con paso firme de las sombras, también vestido de gris. Era todo un mastodonte, con bíceps tan grandes como los muslos de Lexa. Llevaba la cabeza rapada casi al cero, y el pelo que quedaba era tan rubio que casi se veía blanco. Tenía el cuero cabelludo lleno de cicatrices y la barba recogida en cuatro puntas que salían de su barbilla. Llevaba un cinto para espada, pero la vaina estaba vacía. Cuando ocupó su lugar, Lexa lo miró a los ojos y reparó en que estaba ciego.

—Treinta y seis —dijo.

«¿Treinta y seis asesinatos? ¿A manos de un ciego?»

—Aalea, Shahiid de Máscaras, ora por nosotros.

Otra mujer salió casi sin ruido a la tenue luz, contoneándose al andar, toda curvas y piel de alabastro. Lexa se sorprendió a sí misma boquiabierta: la recién llegada era con mucho la mujer más bella en la que había posado la mirada. Denso cabello negro cayendo hasta la cintura, ojos oscuros adornados con kohl, labios pintados de rojo sangre. Iba desarmada. En apariencia.

—Treinta y nueve —dijo, con una voz de dulce humo.

—Reverenda madre Abby, ora por nosotros.

Una mujer se destacó de la oscuridad, sigilosa como una muerte súbita. Era muy mayor, con sus rizos entrecanos recogidos en trenzas. De su cuello colgaba una llave de obsidiana en una cadena de plata. Parecía una ancianita amable, de ojos centelleantes que se posaron en el grupo. Lexa no se habría sorprendido de encontrarla en una mecedora frente a una alegre chimenea, con nietos subidos a las rodillas y una taza de té al lado. Esa mujer no podía ser la sacerdotisa en jefe del más mortífero grupo de…

—Ochenta y tres —dijo la anciana, ocupando su lugar en el estrado.

«¡Que las Fauces se me lleven, ochenta y tres!»

La reverenda madre contempló a los discípulos con una sonrisa amable en los labios.

—Os doy la bienvenida a la Iglesia Roja, niños —dijo—. Habéis recorrido kilómetros y años para llegar hasta aquí. Os quedan más kilómetros y más años. Pero al final de vuestro viaje, seréis hojas, blandidas para mayor gloria de la diosa en el más sagrado de los sacramentos. Eso quienes sobreviváis, por supuesto.

La mujer abarcó con un gesto a los cuatro maestros que la rodeaban y siguió hablando.

—Obedeced a vuestros shahiids. Sabed que todo lo que erais antes de este momento ha muerto. Que cuando os entreguéis a las Fauces, seréis suyos y solo suyos.

Una figura ataviada con túnica que portaba un cuenco de plata se acercó a la reverenda madre, que llamó a Lexa con la mano.

—Trae aquí tu ofrenda. Los restos de un asesino, asesinado a su vez y ofrecido a Nuestra Señora del Bendito Asesinato en esta la hora de tu bautismo.

Lexa echó a andar con el monedero en la mano. El estómago le daba volteretas, pero sus manos eran firmes como piedras. Ocupó su lugar ante la anciana de sonrisa amable y miró al fondo de unos ojos de color azul claro. Notó que estaba siendo sopesada. Se preguntó si daba la talla.

—Mi ofrenda —logró decir—. Para las Fauces.

—La acepto en su nombre con su agradecimiento en mis labios.

Lexa suspiró al oír la respuesta, y estuvo a punto de caer arrodillada cuando la reverenda madre le dio un abrazo y le besó una mejilla y luego la otra con labios fríos como el hielo. Se agarró a Lexa con fuerza mientras la chica respiraba hondo, conteniendo cálidas lágrimas. Luego la anciana se volvió hacia el cuenco de plata, metió una mano huesuda y la retiró goteando rojo.

Sangre.

—Pronuncia tu nombre.

—Lexa Wood.

—¿Juras servir a la Madre de la Noche? ¿Aprenderás la muerte en todos sus colores y la llevarás en su nombre a aquellos que la merecen y a aquellos que no? ¿Te convertirás en acólita de Niah, en el instrumento terrenal de la oscuridad que mora entre las estrellas?

Lexa encontró dificultades para respirar. Pero tomó aire y dijo:

—Lo haré.

La reverenda madre apretó la palma de la mano contra la mejilla de Lexa y le manchó la piel de sangre. Seguía caliente, y el aroma salado y cobrizo invadió los pulmones de la chica. La anciana marcó una mejilla, después la otra y por último dejó una larga franja atravesando los labios de Lexa y bajándole por la barbilla. La chica sintió la gravedad de aquel momento en los huesos, tirando de su tripa hacia las botas. La madre hizo un asentimiento de cabeza y Lexa se retiró, abrazándose a sí misma, lamiendo la sangre de sus labios, casi sollozando, riendo. Estaba un paso más cerca de vengar a su familia. Un paso más cerca de alzarse sobre la tumba de Azgeda. Estaba allí, comprendió.

«Estoy aquí.»

El ritual se repitió para los demás discípulos, que fueron entregando sus ofrendas uno por uno. Algunos llevaban dientes, otros ojos… y el chico alto de las manos como mazas ofreció un corazón podrido, envuelto en terciopelo negro. Lexa cayó en la cuenta de que no había ni uno solo de ellos que no fuese un asesino. De que, de todas las estancias de toda la república, a buen seguro no había ninguna más peligrosa que aquella en la que estaba en aquel preciso instante.

—Vuestros estudios darán comienzo mañana —dijo la reverenda madre—. La tardera se servirá en el Altar del Cielo dentro de media hora. —Señaló la hilera de túnicas—. Habrá manos disponibles si necesitáis orientación, y os recomiendo que os valgáis de ellos hasta que os acostumbréis al lugar. El monte puede resultar laberíntico al principio, y perderse dentro de estos salones puede tener… consecuencias desafortunadas. —Sus ojos relucieron en la oscuridad—. Caminad ligeros. Aprended bien. Que Nuestra Señora llegue tarde cuando os encuentre. Y en el momento en que lo haga, que os salude con un beso.

La anciana hizo una inclinación y retrocedió a la penumbra. Los otros miembros del Sacerdocio fueron marchándose uno tras otro. Lincoln se acercó a Lexa y la saludó con una sonrisa de mejillas manchadas de sangre. Se había bañado y frotado, e incluso sus rastas de sal parecían un poco menos independientes.

—Te has afeitado —dijo con media sonrisa.

—No te acostumbres. Solo ocurre dos veces al año. —Miró de soslayo a Raven y el reconocimiento le ensanchó poco a poco los ojos—. En nombre de la Dama, ¿cómo…?

—Volvemos a encontrarnos. —La mujer delgada hizo una profunda inclinación—. Raven agradece la ayuda de él en el desierto profundo. La deuda no caerá en el olvido.

—¿Cómo es que caminas y respiras?

—En este sitio hay secretos dentro de los secretos —dijo Lexa.

—¿Wood? —preguntó una voz suave detrás de ella.

Lexa se volvió hacia la voz. Pertenecía a la chica en la que se había fijado, la guapa con el pelo rojo y corto y unos ojos verdes de cazadora. Estaba observando atenta a Lexa, con la cabeza echada a un lado. El chico alto itreyano con las manos de mazas se alzaba a su lado como una sombra furiosa.

—En la ceremonia —dijo la chica—, ¿has dicho que te apellidabas Wood?

—Así es —dijo Lexa.

—¿Por casualidad eres pariente de Nyko Wood? ¿El anterior justicus?

Lexa juzgó a la chica en su mente. Delgada. Rápida. Dura como la madera. Pero fuera quien fuese, Lexa estaba convencida de que Azgeda y sus compinches no tendrían aliados entre aquellas paredes. Titus y sus Luminatii habían jurado acabar con la Iglesia Roja después de la Masacre de la Veroscuridad, a fin de cuentas. Aun así, Gustus había insistido en que Lexa dejara atrás su apellido cuando cruzara aquel umbral. Era de las pocas cosas sobre las que habían discutido. Quizá fuese una estupidez. Pero la muerte de su padre era el motivo de que hubiera emprendido aquel camino. El apellido Wood había desaparecido de la historia por obra de Azgeda y sus lacayos, y Lexa no pensaba dejarlo caer al polvo, por mucho que le costara.

—Soy la hija de Nyko Wood —respondió Lexa por fin—. ¿Y tú eres…?

—Costia, hija de Marcino Graciano.

—Mis disculpas. ¿Debería haber oído hablar de él?

—Primer centurión de la Legión Luminatii. —La chica arrugó la frente—. Ejecutado por orden del Senado Itreyano después de la Rebelión del Coronador.

Lexa relajó la expresión. Negra Madre, era la hija de un centurión de su padre. Una chica como ella, a la que habían dejado huérfana el cónsul Azgeda, el justicus Titus y los demás hijos de puta. Alguien que conocía el sabor de la injusticia tan bien como ella. Lexa le tendió la mano.

—Bienhallada, hermana. Mi…

Costia le apartó la mano, mirándola con furia.

—Tú no eres hermana mía, zorra.

Lexa notó que Lincoln se tensaba a su lado y que Don Majo se erizaba en la sombra de sus pies. Se frotó los nudillos abofeteados y habló con cautela.

—Lamento tu pérdida. De verdad que la lamento. Mi pad…

—Tu padre era un puto traidor —le espetó Costia—. Sus hombres murieron por honrar su juramento a un justicus necio, y ahora sus cráneos pavimentan los escalones del Senado. Por culpa del poderoso Nyko Wood.

—Mi padre era leal al general Antonio —dijo Lexa—. También tenía juramentos que honrar.

—Tu padre era un puto perrito faldero —escupió Costia—. Todo el mundo sabe por qué seguía a Antonio, y no tenía nada que ver con el honor. A mi padre y a mi hermano los crucificaron por su culpa. Mi madre murió de pena en el manicomio de Tumba de Dioses. Todos ellos aún por vengar. —La chica dio un paso adelante, con los ojos entornados—. Pero no por mucho tiempo. Más vale que te crezcan ojos en la nuca, Wood. Más vale que empieces a tener el sueño ligero.

Lexa sostuvo la mirada a la chica sin parpadear, mientras Don Majo se hinchaba bajo sus pies. Raven se acercó a la chica pelirroja y le farfulló al oído:

—Ella dará un paso atrás. O le pasarán por encima.

Costia miró un momento a la mujer, con la mandíbula apretada. Tras un duelo de miradas que se extendió kilómetros y kilómetros, la chica dio media vuelta y se marchó, seguida del grandullón itreyano. Lexa descubrió que las uñas estaban cortándole las palmas de las manos.

—Desde luego, sabéis cómo hacer amigos, Hija Pálida.

Lexa se giró hacia Lincoln, que estaba sonriendo pero también tenía una mano metida en la manga. La chica se relajó un poco y se permitió devolverle la sonrisa. Por mala que fuera haciendo amigos, al menos tenía uno entre aquellas paredes.

—Venga —dijo Lincoln—. ¿Vamos a la tardera o no?

Lexa miró hacia la espalda de Costia. Echó un vistazo a los otros discípulos. La realidad de dónde estaba le caló más hondo. Una escuela de asesinos. Rodeada de discípulos y maestros en el arte del asesinato. Estaba allí. De verdad.

«Toca ponerse a trabajar.»

—La tardera suena bien —aceptó—. No se me ocurre mejor lugar para empezar a tantear el terreno.

—¿Tantear el terreno? ¿En busca de qué?

—¿Has oído el dicho de que el camino más rápido hacia el corazón de un hombre es por su estómago?

—Siempre me ha confundido. —Lincoln frunció el ceño—. A mí me parece mucho más rápido por la caja torácica.

—Muy cierto. Pero, aun así, se puede aprender mucho sobre los animales viéndolos comer.

—A veces dais un poco de miedo, Hija Pálida.

Lexa le dedicó una sonrisa mordaz.

—¿Solo un poco?

—Bueno, la mayoría de las veces eres aterradora.

—Vamos —dijo ella dándole una palmada en el brazo—. Te invito a una copa.