Capítulo 9. Oscuridad

El viejo le enderezó la nariz como bien pudo y le limpió la sangre de la cara con un paño impregnado en algo de olor pungente y metálico. Luego la sentó a una pequeña mesa en su trastienda y le preparó una infusión. La sala estaba a medio camino entre una cocina y una biblioteca. Los postigos cerrados contra la luz de los soles lo envolvían todo en sombras.Una sola lámpara arkímica iluminaba montañas de vajilla sucia y columnas tambaleantes de libros. Lexa agradeció que el dolor fuese remitiendo con los sorbos que daba al brebaje de Gustus, que le adormeció la masa palpitante del centro de su cara. El anciano le ofreció tarta de miel y vio cómo devoraba tres porciones, igual que una araña observa a una mosca. Cuando Lexa apartó a un lado el plato, por fin habló.

¿Qué tal va ese pico?

Ya no me duele.

La infusión es buena, ¿eh? —Sonrió—. ¿Cómo es que estaba rota?

El chico grande, Navajas. Le apoyé el puñal en sus partes y me ha pegado.

¿Quién te dijo que en una pelea fueses a por los buñuelos de un chico?

Mi padre. Me dijo que la manera más rápida de ganar a un chico es hacerle desear ser chica.

Gustus soltó una risita.

Duum'a.

¿Qué significa? —preguntó Lexa, sorprendida.

¿No sabes liisiano?

¿Por qué tendría que saberlo?

Creía que tu madre te lo había enseñado. Era de por aquí.

Lexa parpadeó.

¿Ah, sí?

El anciano asintió con la cabeza.

De eso hace ya mucho tiempo. Antes de casarse y convertirse en dona.

Ella… nunca hablaba de eso.

No tenía mucho motivo, supongo. Digo yo que creería haber dejado atrás para siempre estas calles. —Gustus se encogió de hombros—. Total, que duum'a podría traducirse como «sabio». Se dice al oír cosas con las que estás de acuerdo. Igual que tú dirías «desde luego», o algo por el estilo.

¿Y Neh diis…? —Lexa arrugó la frente, peleándose con la pronunciación—. Neh diis lus'a… lus diis'a. ¿Qué significa?

Gustus alzó una ceja.

¿Dónde has oído tú eso?

Se lo dijo el cónsul Azgeda a mi madre. Cuando quería que suplicara por mi vida.

Gustus se acarició la barba de unos días.

Es un antiguo dicho liisiano.

¿Qué significa?

«Cuando todo es sangre, la sangre es todo.»

Lexa asintió con la cabeza, creyendo entenderlo quizá. Se quedaron callados un rato, que el anciano aprovechó para encender un cigarrillo con olor a clavo y dar una profunda calada. Después, Lexa volvió a hablar.

¿Dices que mi madre era de aquí? ¿De la Pequeña Liis?

Sí. Hace mucho tiempo.

¿Tenía familia aquí? ¿Alguien a quien pudiera…?

Gustus meneó la cabeza.

Se fueron, niña. O murieron. Las dos cosas, en su mayoría.

Igual que mi padre.

Gustus carraspeó y dio otra calada.

Fue una vergüenza lo que le hicieron —dijo.

Decían que era un traidor.

Otro encogimiento de hombros.

Un traidor es solo un patriota en el lado malo de la victoria.

Lexa se apartó el flequillo de los ojos, con aire esperanzado.

¿Era un patriota, entonces?

No, cuervecilla —respondió el anciano—. Perdió.

Y lo mataron. —El odio se alzó en la tripa de Lexa y le plegó las manos en puños—. El cónsul. Ese sacerdote gordo. El nuevo justicus. Lo mataron.

Gustus exhaló un fino anillo de gris, sin dejar de observarla.

Él y el general Antonio querían derrocar el Senado, chica. Habían reunido un puto ejército e iban a marchar contra su propia capital. Piensa en las muertes que habría habido si no los hubieran capturado antes de que la guerra estallara de verdad. A lo mejor estuvo bien que colgaran a tu padre. A lo mejor se lo merecía.

Los ojos de Lexa se ensancharon y tiró hacia atrás su silla de una patada mientras echaba mano al cuchillo que no estaba allí. La furia emergió de nuevo, todo el dolor y la rabia de las últimas veinticuatro horas ardiendo vivos en su interior, la ira que la inundaba tan densa que le hizo temblar los brazos y las piernas. Y las sombras de la habitación empezaron a temblar también. El negro se retorció. A sus pies. Tras sus ojos. Apretó los puños. Habló entre dientes que rechinaban.

Mi padre era un buen hombre. Y no merecía morir como murió.

La tetera cayó de la mesa y se estrelló contra el suelo. Las puertas de las alacenas se sacudieron en sus bisagras, las tazas bailaron en sus platitos. Las torres de libros se derrumbaron y se esparcieron por el suelo. La sombra de Lexa se extendió hacia la del anciano, arrastrándose a zarpazos por los tablones astillados y haciendo saltar los clavos a su paso. Don Majo cobró forma a sus pies, con el pelo traslúcido erizado, siseando y escupiendo. Gustus retrocedió por la estancia más deprisa de lo que Lexa habría creído posible en un viejo, con las manos levantadas en súplica y el cigarrillo pendiendo de labios secos como el hueso.

Calma, calma, cuervecilla —dijo—. Era solo una prueba, nada más. No pretendía ofenderte.

Mientras la vajilla dejaba de temblar y las alacenas callaban, Lexa se dejó caer al suelo en pleno combate de lágrimas contra furia. Todo le estaba volviendo de golpe. La visión de su padre balanceándose, los chillidos de su madre, dormir en callejones, el robo y la paliza… todo ello. Demasiado.

Demasiado.

Don Majo le rodeó los pies, ronroneando y acechando como podría hacer un gato auténtico. La sombra de Lexa retrocedió por el suelo y se acumuló en su forma normal, un ápice demasiado oscura para una sola persona. Gustus la señaló.

¿Desde cuándo te escucha?

¿Qué?

La Oscuridad. ¿Desde cuándo te escucha si la llamas?

No sé qué significa.

Se quedó acuclillada, intentando contenerlo todo. Apretarlo y empujarlo con fuerza hasta sus zapatos. Le temblaron los hombros. Le dolía la barriga. Y con suavidad, empezó a sollozar. Oh, Hijas, cómo se odió a sí misma en ese momento…

El anciano metió una mano en su enorme abrigo. Sacó un pañuelo casi limpio y se lo ofreció. Miró cómo se lo arrancaba de la mano y se limpiaba como podía la nariz rota, las odiosas lágrimas de las pestañas. Y por último, se arrodilló en el suelo frente a ella y la miró con ojos tan aguzados y azules como zafiros sin tallar.

No sé lo que significa nada de esto —susurró ella.

Al anciano le brillaron los ojos al sonreír. Después de un fugaz vistazo al gato hecho de sombras, Gustus sacó el estilete de la madre de Lexa de su abrigo y lo clavó en los tablones entre ellos. El hueso de tumba pulido brilló a la luz de la lámpara.

¿Te gustaría aprender? —preguntó.

Lexa miró el arma y asintió despacio.

Sí, me gustaría, señor.

Por aquí no hay ningún señor, cuervecilla. No hay donas ni dones. Solo estamos tú y yo.

Lexa se mordió el labio, tentada de echar mano a su hoja y salir por piernas. Pero ¿adónde iba a ir? ¿Qué iba a hacer?

¿Cómo debo llamarte, entonces? —preguntó por fin.

Depende.

¿De qué?

De si quieres recuperar lo que es tuyo de quienes te lo arrebataron. De si eres de las que no olvidan y no perdonan. De si quieres comprender por qué la Madre te ha marcado.

Lexa le sostuvo la mirada sin parpadear. Su sombra titiló a sus pies.

¿Y si es así?

Entonces me llamarás «shahiid». Hasta el giro en que yo te llame «Lexa».

¿Qué significa «shahiid»?

Es una antigua palabra ashkahi. Significa «honorable maestro».

¿Cómo me llamarás tú hasta entonces?

Un fino anillo de humo escapó de los labios del anciano al hablar.

Adivínalo.

¿Aprendiza?

Eres más lista de lo que pareces, chica. Es una de las pocas cosas que me gustan de ti.

Lexa bajó la mirada a la sombra bajo sus pies. La alzó a la luz de los soles que esperaba al otro lado de los postigos. A Tumba de Dioses. A la Ciudad de los Puentes y los Huesos, que poco a poco se llenaba de los huesos de sus seres queridos. Allí fuera no había nadie que pudiese ayudarla, lo sabía. Y si pretendía liberar a su madre y a su hermano de la Piedra Filosofal, si quería salvarlos de una tumba al lado de la de su padre —suponiendo que lo hubieran enterrado—, si tenía intención de llevar la justicia a quienes habían destruido a su familia…

Bueno, iba a necesitar ayuda, ¿verdad?

De acuerdo, pues. Shahiid.

Lexa extendió el brazo hacia su puñal. Gustus lo asió antes de que pudiera cogerlo, raudo como el rayo, y lo sostuvo entre ellos. Unos diminutos ojos ambarinos titilaron mirándola en la penumbra.

No hasta que te lo ganes —dijo él.

Pero me pertenece —protestó Lexa.

Olvida a la chica que lo tenía todo. Murió al mismo tiempo que su padre.

Pero…

Debes empezar por la nada. No poseas nada. No sepas nada. No seas nada.

¿Por qué querría hacer eso?

El anciano aplastó el cigarrillo en los tablones, entre ellos.

Su sonrisa hizo que ella sonriera también.

Porque entonces puedes hacer cualquier cosa.

En los años venideros, Lexa recordaría la primera vez que vio el Altar del Cielo y comprendería que fue cuando empezó a creer en las divinidades. Sí, Gustus la había adoctrinado en la religión de la Madre. En la muerte como ofrenda. En la vida como vocación. Y antes de eso, la habían criado como una buena hija devota de Aa. Pero no fue hasta mirar desde aquella terraza cuando aceptó del todo la posibilidad, ni cuando empezó a comprender de verdad dónde estaba. Raven y otras manos con túnicas los guiaron a Lincoln y a ella por otra de las (por lo visto inacabables) escaleras de la iglesia. Los veintiocho discípulos habían decidido cenar y el ascenso estuvo acompañado de conversaciones en voz baja, cuya mezcla de acentos recordó a Lexa el mercado de la Pequeña Liis. Pero toda la charla cesó cuando el grupo llegó al rellano. Lexa intentó recobrar el aliento con una mano apretada contra el pecho. Raven le susurró al oído:

—Bienvenida al Altar del Cielo.

La plataforma estaba excavada en la ladera de la montaña, abierta al aire. Había mesas dispuestas en forma de T, y un agradable aroma a carne asándose y pan recién hecho. Y aunque el estómago de Lexa gruñó al percibir la presencia de comida, sus pensamientos estaban centrados por completo en la vista que tenía ante ella. El suelo sobresalía del flanco de la montaña y una caída de trescientos metros aguardaba al otro lado de la barandilla de jabí. Por debajo se veían los Susurriales, diminutos y perfectos y quietos. Pero encima, donde el cielo debía haber ardido con la luz de los tozudos soles, solo vio oscuridad, negra y completa y perfecta. Llena de minúsculas estrellas.

—En nombre de la Luz, ¿qué…? —dijo con un hilo de voz.

—De la Luz, no —farfulló Raven—. De la Oscuridad.

—¿Cómo puede ser? La veroscuridad aún tardará al menos otro año en caer.

—Aquí siempre hay veroscuridad.

—Pero eso es imposible…

—Solo si «aquí» es donde ella supone que es. —La mujer levantó los hombros—. No es así.

Llevaron a sus sitios a los discípulos, que seguían mirando boquiabiertos la negrura que tenían encima. Aunque el viento debería estar aullando a aquella altitud, ni la más leve brisa perturbaba la escena. Ni un solo ruido, salvo los bisbiseos de los discípulos y el pulso veloz de la propia Lexa. Se encontró sentada con Lincoln a su derecha y el chico menudo con los ojos de azul hielo a la izquierda. Enfrente estaban los dos que Lexa había supuesto que serían hermanos. La chica llevaba el cabello rubio recogido en trenzas de guerra y rapado por los lados. Tenía la cara bonita y con hoyuelos, algo pecosa. Su hermano tenía el mismo rostro redondo, pero en él no aparecieron hoyuelos porque no sonreía. Su pelo era una maraña de pinchos revueltos. Ambos tenían los ojos tan azules como el cielo despejado y sangre seca en las mejillas de la ceremonia del bautismo. Lexa ya había recibido una amenaza de muerte desde su llegada. Se preguntó si todos los discípulos de aquel año serían sus adversarios o, directamente, sus enemigos. La chica rubia señaló las mejillas de Lexa con su cuchillo.

—Tienes algo en la cara.

—Tú también. —Lexa asintió con la cabeza—. Pero el color te queda bien. Te realza los ojos.

La chica resopló y puso media sonrisa.

—Bueno —dijo Lexa—, ¿vamos a presentarnos o seguiremos mirándonos toda la comida y ya está?

—Soy Clarke Griffin —repuso la chica—. Clarke, para abreviar. Este es mi hermano, Finn.

—Lexa Wood. Este es Lincoln —dijo Lexa, señalando a Lincoln con el mentón.

Por su parte, Lincoln estaba fulminando con la mirada al otro dweymeri, sentado más allá en la mesa. El chico tenía la misma mandíbula cuadrada y la misma frente plana que Lincoln, pero era más alto y más ancho y, mientras los tatuajes de Lincoln estaban garabateados sin ningún arte, la cara del otro dweymeri estaba marcada con tinta de exquisita factura. Miraba a Lincoln igual que un draco blanco mira un cachorro de foca.

—Hola, Lincoln —dijo Clarke, tendiéndole la mano.

El chico la estrechó sin mirarla.

—Un placer.

Clarke, Finn y Lexa se quedaron mirando expectantes al chico pálido sentado a la izquierda de Lexa. Pero él estaba contemplando el cielo nocturno. Tenía los labios arrugados, como si se sorbiera los dientes. Lexa cayó en la cuenta de que era guapo —bueno, «hermoso» seguro que era mejor descripción—, con los pómulos altos y los ojos azules más penetrantes que hubiera visto en la vida. Pero flaco. Con mucho, demasiado flaco.

—Soy Lexa —se presentó, ofreciéndole la mano.

El chico parpadeó y desvió la mirada hacia ella. Levantó una tablilla de pizarra de su regazo, escribió con un trozo de tiza y la sostuvo en alto para que Lexa la viera. «CHSS», ponía.

Lexa se quedó desconcertada.

—¿Te llamas así?

El chico hermoso asintió con la cabeza y se puso a contemplar de nuevo el cielo sin mediar palabra. No dijo ni mu en toda la comida. Clarke, Finn y Lexa hablaron mientras les servían la comida: caldo de pollo, cordero con mantequilla de limón, verduras asadas y un delicioso tinto itreyano. Clarke se hizo cargo de casi toda la conversación; Finn, por su parte, parecía con más ganas de vigilar la estancia. Los hermanos tenían dieciséis y diecisiete años, Finn el mayor, y habían llegado cinco giros antes. Su mentor (que también era su padre) les había dado muchas más pistas para encontrar la iglesia que el viejo Gustus a Lexa, por lo que los hermanos habían evitado los monstruos de camino al Monte Apacible. Clarke pareció impresionada cuando Lexa contó la historia de los krakens de arena. Finn parecía más impresionado por Costia. La pelirroja estaba sentada con sus astutos ojos de loba tres taburetes más abajo, y a Finn no se lo veía capaz de arrancar la mirada de ella. En cambio, la chica parecía más interesada por el basto chico itreyano que tenía al lado: hablaba con él en voz baja y, de vez en cuando, lanzaba miradas envenenadas a Lexa. Lexa sentía otros vistazos furtivos y miradas más prolongadas; aunque algunos lo ocultaban mejor que otros, casi todos los discípulos estaban estudiando a sus compañeros. Chss seguía mirando el cielo y dando cucharadas al caldo como por obligación, sin tocar ningún otro plato. Lexa observó al Sacerdocio entre platos para fijarse en sus interacciones. Solis, el ciego Shahiid de Canciones, parecía dominar la conversación, aunque por los estallidos de carcajadas que provocaba de vez en cuando, Ratonero, Shahiid de Bolsillos, parecía el más ingenioso. Mataarañas y Aalea, shahiids de Verdades y Máscaras, estaban sentadas tan cerca que se tocaban. Y todos extremaban el respeto a la reverenda madre Abby, acallando la conversación cuando hablaba la anciana. A mitad de la comida, Lexa notó que se le empezaban a revolver las tripas. Miró a su alrededor y sintió a Don Majo acurrucarse en su sombra. La reverenda madre se levantó de repente, seguida casi al momento y con la mirada gacha por los miembros del Sacerdocio que la rodeaban. La madre Abby habló, mirando a los discípulos.

—Alzaos todos, por favor.

Lexa se puso de pie, frunciendo un poco el ceño. Clarke se volvió hacia su hermano y le susurró con algo próximo al fervor.

—Negra Madre, está aquí.

Lexa se dio cuenta de que había un hombre de cabello oscuro en la barandilla del Altar del Cielo, contemplando las extensas tierras baldías de abajo… aunque Lexa ni por asomo lo había visto entrar en el salón. Notó que su sombra tiritaba, se encogía, que Don Majo se aovillaba a sus pies.

—Mi Señor Kane —dijo Abby, haciendo una inclinación—. Nos honráis.

El hombre dio media vuelta y sonrió a la reverenda madre. Era alto y musculoso, e iba vestido de cuero blando oscuro. Su largo cabello castaño enmarcaba unos ojos penetrantes y una mandíbula contra la que podríais partiros el puño. Llevaba una pesada capa negra y hojas gemelas al cinto. Del todo a la vista. Del todo mortíferas. Habló con una voz que hizo que a Lexa le cosquillearan todos los lugares que no debían.

—No os preocupéis, reverenda madre. —Sus ojos oscuros pasaron por los nuevos discípulos, que seguían de pie como en posición de firmes—. Tan solo deseaba admirar la vista. ¿Puedo unirme a vos?

—Por supuesto, mi señor.

La reverenda madre dejó su sitio a la cabecera de la mesa del Sacerdocio y los otros shahiids se movieron para acomodar al recién llegado. Sin dejar de sonreír, el hombre se sentó en el asiento de la madre, silencioso como una puesta de soles. Sus movimientos eran certeros, fluidos como el agua, incluso soltando su capa a un lado para sentarse en la silla de la reverenda madre. El malestar en la tripa de Lexa arreció cuando el hombre extraño posó un momento la mirada en ella. Pero cuando Kane levantó una copa de vino, el sortilegio de absoluto silencio que parecía haber lanzado sobre la estancia se deshizo poco a poco. Las manos se afanaron a añadir un servicio a la mesa y el Sacerdocio volvió a sentarse despacio, seguido por los discípulos. Las conversaciones regresaron, cautas al principio y relajándose gradualmente hasta llenar la sala. Lexa se descubrió mirando una y otra vez al misterioso recién llegado durante toda la cena, trazando con los ojos la línea de su mandíbula, su cuello. Estaba segura de que era un efecto de la luz, pero su largo pelo de cuervo parecía casi moverse, y sus ojos brillaban con alguna especie de luz interior. Lexa buscó a Raven, pero la mujer estaba sentada con las demás manos, demasiado alejada.

—Clarke —se decidió a susurrar—. ¿Quién es ese?

La chica miró incrédula a Lexa. Su hermano, Finn, enarcó una ceja.

—Por los dientes de las Fauces, Wood, ese es Kane. El Príncipe Negro. El Señor de las Hojas. El líder de toda la congregación. Tiene más cadáveres a sus espaldas que una necrópolis liisiana.

—¿Qué ha venido a hacer? ¿Es profesor?

—No. —Finn negó con la cabeza—. No teníamos ni idea de que iba a presentarse.

—Nuestro padre nos dijo que Kane se quedaba lejos de aquí —dijo Clarke—. Mantiene muy en secreto sus idas y venidas. Ningún discípulo de la iglesia sabe dónde va a estar hasta que aparece. Solo viene a la montaña para las ceremonias de iniciación, según se dice.

Finn asintió y miró a los alumnos de alrededor.

—Hay discípulos que solo llegan a verlo una vez en la vida, la noche en que los declara hojas de pleno derecho. Si eres elegida, te ungirá igual que ha hecho hoy la reverenda madre en el bautismo. —El chico señaló la sangre seca de las mejillas de Lexa—. Solo que será con su propia sangre, la sangre del Señor de las Hojas. La Mano Derecha de la mismísima Madre.

Lexa no lograba apartar la mirada del hombre. Clarke le lanzó una sonrisa con hoyuelos.

—Para ser el líder de una secta de asesinos múltiples, no duele mirarlo, ¿a que no?

Lexa se apartó el flequillo de las pestañas, con el corazón en un puño. Clarke no estaría…

—Como sigas mirándome así, koffi —dijo una voz grave—, te arrancaré esos preciosos ojos.

Lexa parpadeó en el repentino silencio y devolvió la atención a su propia mesa. Vio que el chico dweymeri grande estaba hablando con Lincoln y le leyó el desprecio en los ojos. Lincoln se puso de pie, con el cuchillo para la carne apretado en la mano.

—¿Qué me has llamado, hijo de puta?

—¿Tú me llamas hijo de puta a mí? —El dweymeri grandote se echó a reír—. Mi nombre es Llamarriadas, tercer hijo de Correlluvias, del clan Lanzademar. ¿Cuál es tu clan, koffi? ¿Tu padre llegó a decirle siquiera cómo se llamaba a tu madre, cuando terminó de limpiarse su peste de la polla?

Lincoln palideció y tensó la mandíbula.

—Eres un puto hombre muerto —siseó.

Lexa intentó contenerlo con una mano en su brazo, pero Lincoln se zafó y se arrojó hacia el cuello de Llamarriadas. El chico más grande se levantó y saltó sobre la mesa, derribando platos, copas, a Lexa y a Chss en su ansia por llegar hasta Lincoln. Lexa cayó con un reniego y un estrépito de vajilla rota, y su hombro dio contra el chico pálido y le sacó todo el aire del pecho con una lluvia de saliva. Llamarriadas atrapó a Lincoln en un abrazo de oso mientras caían al suelo, entre la cerámica y el cristal rotos. Pesaría unos cuarenta kilos más que Lincoln, y debía de ser con mucho la persona más fuerte de las presentes. Era incluso más corpulento que el Shahiid de Canciones, que volvió sus ojos ciegos hacia la pelea y bramó:

—¡Chicos, ya basta!

Pero los chicos no le hicieron caso y siguieron sacudiéndose y dándose puñetazos y escupiendo. Lincoln logró dar un buen golpe a la cara de Llamarriadas que le aplastó los labios contra los dientes. Pero Lexa se quedó pasmada por la facilidad con que el gran dweymeri dominó a Lincoln, dándole la vuelta y lanzando golpe tras golpe a sus costillas, seguidos de unos cuantos más a su mandíbula. Los discípulos hicieron círculo en torno a la lucha, pero ninguno hizo ademán de ayudar. Lexa se desenredó de Chss y estaba a punto de intervenir cuando vio que el shahiid Solis apartaba su silla y se dirigía a zancadas hacia la pelea. Aunque el hombre parecía ciego del todo, se movía con rapidez y seguridad. Cerró una mano sobre el hombro de Llamarriadas y le soltó un gancho que debió de ser como un yunque contra la mandíbula del chico, porque lo dejó despatarrado a cierta distancia en el suelo. Lincoln intentó levantarse, pero Solis hundió su bota en la tripa del chico, dejándolo sin aliento y sin ganas de pelear de un solo golpe. El shahiid se volvió hacia Llamarriadas y dio al dweymeri un terrible pisotón en los huevos que hizo que se encogiera y gimoteara. En tan solo un puñado de latidos, el shahiid los había apaleado como a cachorros desobedientes, sin apartar su pálida y ciega mirada del cielo en todo el tiempo.

—Qué comportamiento más deplorable —gruñó, asiendo a los dos chicos doloridos por los cogotes—. Si vais a pelear como perros, podéis comer fuera con los demás.

El Shahiid de Canciones arrastró a Lincoln y Llamarriadas al borde de la plataforma. Los agarró a los dos del cuello y los empujó contra la barandilla, tras la que había una caída de trescientos metros. Los dos chicos estaban asfixiados y daban manotazos a los brazos del shahiid. Los ojos del hombre no mostraron la menor piedad ante ellos, que estaban a solo un latido de morir contra las rocas de abajo. Lexa ya tenía la mano en su daga cuando la reverenda madre dijo:

—Ya basta, Solis.

El hombre echó la cabeza a un lado y volvió sus ojos lechosos hacia el sonido de su voz.

—Reverenda madre —dijo.

Llamarriadas y Lincoln cayeron al suelo, inhalando sonoras bocanadas. La propia Lexa apenas podía respirar. Buscó a Kane y descubrió que había desaparecido, que solo quedaba una silla vacía donde el Señor de las Hojas había estado sentado un momento antes. De nuevo, Lexa ni por asomo lo había visto moverse. La madre Abby salió de detrás de su mesa y fue hacia donde los chicos seguían en el suelo, tosiendo y escupiendo.

—Oh, recuerdo bien lo que era ser joven. Siempre había algo que demostrar. Y los chicos, chicos son, dicen. —Se arrodilló y tocó la mejilla ensangrentada de Lincoln. Alisó las rastas saladas de Llamarriadas—. Pero vosotros ya no sois chicos. Sois siervos de la Madre, ofrendados a su iglesia. Sois asesinos, uno y todos. Y espero que os comportéis como tales. —Alzó la mirada hacia los discípulos reunidos—. Esta noche se ha sentado un muy mal ejemplo.

La madre Abby ayudó a levantarse a los dos dweymeri que sangraban, y su fachada maternal se evaporó durante un momento al hablar, con una voz que rezumaba hasta el último de sus ochenta y tres asesinatos.

—La próxima vez que vosotros dos os rebajéis a enzarzaros como chicos en un callejón, me encargaré de que dejéis de ser chicos el resto de vuestra vida. ¿Entendido?

Lexa vio cómo los dos dweymeri se encogían, mirándose los pies. Y cuando hablaron a la vez, como chiquillos ante la regañina de sus padres, le costó horrores contener una risita.

—Sí, reverenda madre —dijeron.

—Bien. —La sonrisa maternal volvió como si nunca hubiera desaparecido, y Abby paseó unos ojos amables por los discípulos—. Creo que podemos dar por terminada la cena. Retiraos todos a vuestros dormitorios. Las clases empiezan mañana.

El grupo se disgregó poco a poco y enfiló por la escalera. Cuando Lexa fue con Lincoln para mirarle el corte sangriento que tenía sobre la ceja, vio que Costia la miraba, con los labios torcidos en una sonrisa burlona. Llamarriadas salió cojeando pero sin dejar de mirar furibundo a Lincoln. Clarke hizo un gesto de despedida con la cabeza a Lexa y empezó a bajar los peldaños de dos en dos. Lexa miró por última vez al lugar que había abandonado Kane.

«Mano Derecha de la mismísima Madre…»

No abrió la boca en todo el camino hacia los dormitorios, pero estaba cada vez más enfadada. ¿Por qué había saltado Lincoln con tanta facilidad? ¿Dónde se había metido el chico callado que había soportado las burlas en la sala común del Viejo Imperial? Había perdido los estribos delante del señor de la congregación entera. En su primera tarde allí. Su arrebato podría haberle valido la muerte. Aquel no era un lugar que perdonara los fallos. Al final, perdió los nervios justo delante de su puerta.

—¿Te has vuelto loco? —siseó Lexa, tan fuerte como se atrevió—. ¿Qué era todo eso?

—«¿Cómo tienes las costillas, Lincoln?» —replicó él—. «No he podido evitar fijarme en que te han dado una buena paliza.» Ah, estoy bien, Hija Pálida, muchísimas gracias por…

—¿Y qué esperabas? Es nuestro primer giro dentro de estas paredes y ya has cabreado al shahiid Solis y quizá también al asesino más temido de toda la República Itreyana. Eso por no mencionar al compañero discípulo que quiere asesinarte.

—Me ha llamado koffi, Lexa. Suerte tiene de que no le haya hundido el cráneo.

—¿Qué es koffi?

—Da lo mismo. —Arrancó su brazo de manos de Lexa—. Olvídalo.

—Lincoln…

—Estoy cansado. Nos veremos por la mañana.

El chico se marchó, dejando a Lexa sola con Raven. La mujer la observaba con ojos oscuros y cautelosos, que rondaban como una polilla en torno a una llama negra. Lexa tenía el entrecejo arrugado y la mirada fija en el puzle a medio terminar que tenía delante.

—Por casualidad no hablarás dweymeri, ¿verdad? —preguntó.

—No. Pero Raven está segura de que hay tomos para su traducción en el athenaeum.

Lexa se mordió el labio. Visualizó su cama, con sus montañas de almohadas y su suave piel.

—¿Está abierto tan tarde?

—Aquí la biblioteca siempre está abierta. Pero acudir sin invitación…

—¿Puedes llevarme, por favor?

Los oscuros ojos de la mujer relucieron.

—Como ella desee.

Escaleras y arcos. Arcos y escaleras. Lexa y Raven anduvieron durante lo que les pareció una eternidad, sin nada más que piedra oscura por compañía. La chica empezó a arrepentirse de no haberse ido a la cama, porque acusaba la travesía desde Última Esperanza y se sentía cada vez más agotada. Se desubicó varias veces en pasillos y escaleras que a Lexa se le antojaron todos iguales, y comenzó a sentirse perdida sin remedio.

—¿Cómo lo haces para no desorientarte aquí dentro? —preguntó.

La mujer pasó un dedo por las tallas en espiral de las paredes.

—Raven lee.

Lexa tocó la piedra helada.

—¿Esto son palabras?

—Más que eso. Son un poema. Una canción.

—¿De qué trata?

—De encontrar el camino en la oscuridad.

—Yo me conformo con encontrar la biblioteca. Mis ojos están a punto de irse a la cama sin mí.

—Menos mal, pues, que ya estamos.

Al final del pasadizo había una enorme puerta doble. Era de madera oscura, tallada con el mismo motivo fluido que las paredes. Lexa reparó en que no había pomos y las puertas debían de pesar una tonelada cada una. Pero Raven las abrió hacia dentro sin ningún esfuerzo y las bisagras apenas susurraron al abrirse de par en par. Lexa entró y, por tercera vez aquel giro, sintió que sus pulmones se despedían del aire. Estaba en un entrepiso desde el que se dominaba un bosque oscuro, una arboleda de estanterías ornamentadas dispuestas como en un laberinto de jardín. Y en cada estante había libros. Montones de libros. Montañas de libros. Océanos y más océanos de libros. Libros de vitela manchada y de reciente papiro. Libros encuadernados en cuero y madera y hojas, libros bajo llave y libros polvorientos, libros tan gruesos como su cintura y tan finos como su puño. A Lexa se le iluminaron los ojos y clavó las uñas en la barandilla de madera.

—Raven, no dejes que baje ahí —susurró.

—¿Por qué no?

—Porque nunca volverías a verme.

—Jamás se dijo mayor verdad —intervino una voz rasposa—, dependiendo del pasillo que elijáis.

Lexa se volvió hacia la voz, que pertenecía a un arrugado liisiano que estaba apoyado contra la barandilla del fondo. Iba vestido con calzas y un chaleco desaliñado. Llevaba unos anteojos increíblemente gruesos equilibrados sobre una nariz ganchuda y dos mechones de canas asomando de una cabeza casi calva, como si no tuvieran claro qué ruta de huida seguir. Estaba inclinado como un signo de interrogación. Le colgaba un cigarrillo de la boca y tenía otro detrás de la oreja. Parecía tener unos siete mil cuatrocientos cincuenta y dos años. Estaba al lado de un carrito de madera en el que podía leerse la palabra DEVOLUCIONES.

—¿Eso es buena idea? —preguntó Lexa.

—¿El qué? —dijo el anciano, sorprendido.

—Esto es una biblioteca. En una puta biblioteca no se puede fumar.

—Ay, mierda.

El anciano cogió su cigarrillo, lo contempló un instante y se lo devolvió a la boca.

—¿Y si se prenden fuego los libros? —preguntó Lexa.

—Ay, mieeerda —dijo el anciano, exhalando una nube que hizo cosquillear la lengua de Lexa.

—Bueno, pues… ¿me das uno, entonces?

—¿Un qué?

—Un cigarrillo.

—¿Estás tonta? —El hombre la escrutó a través de sus improbables lentes—. En una puta biblioteca no se puede fumar. ¿Y si se prenden fuego los libros?

Lexa enganchó los pulgares en su cinturón e inclinó la cabeza a un lado.

—Ay, mieeerda.

El anciano cogió el cigarrillo que llevaba detrás de la oreja, lo encendió con el suyo y se lo ofreció a la chica. Lexa sonrió, dio una calada al humo con aroma a fresa y se lamió los labios, encantada con el papel azucarado. Raven hizo un gesto hacia el anciano.

—Raven le presenta al cronista Gabriel, custodio del athenaeum.

—¿Está bueno? —quiso saber el anciano.

—Está bueno —asintió Lexa.

—Espléndido.

Raven tosió en el humo cada vez más denso.

—Cronista, ella busca la traducción de una palabra dweymeri. Querría un libro sobre el tema. ¿Tiene él alguno?

—Tengo muchos, sin duda. Pero si es una palabra la que la discípula desea conocer, a buen seguro que podré ahorrarme buscar nada y decirla yo mismo aquí.

—¿Habláis dweymeri? —preguntó Lexa.

—Si existe un idioma hablado bajo los soles del que no tenga conocimiento, puedes arrancarme los ojos y usarlos de canicas, chavala.

—Bueno, por mucho que pudiera atraerme la idea de recorrer esos pasillos cualquier otro giro, mi adorable cama de piel me llama, buen cronista. —Lexa dio una profunda calada—. De modo que, si pudierais proporcionarme un significado además de este excelente cigarrillo, estaría doblemente en deuda con vos.

—Di la palabra.

—Koffi.

—Uf. —El hombre hizo una mueca de dolor—. ¿Quién te la ha dicho?

—Nadie.

—Bien está. Un momento, no se lo dirías tú a otra persona, ¿verdad?

—Todavía no.

—Ni lo hagas. Viene a ser el peor insulto que se le puede hacer a un dweymeri.

—¿Qué significa?

—¿Así, a grandes rasgos? «Hijo de una violación.» —El anciano dio una calada—. Los peores piratas dweymeri tienen costumbre de… aprovecharse de la gente a la que apresan. Un koffi es el producto de tal maldad. Un mestizo. El hijo bastardo de una madre obligada.

—Por los dientes de las Fauces —susurró Lexa—. No me extraña que Lincoln haya querido matarlo.

Gabriel aplastó su cigarrillo contra la pared y se metió la colilla apagada en el bolsillo.

—¿Es todo lo que necesitabas? ¿Una palabra?

—De momento.

—Bueno, pues me marcho. Tantos libros y tan pocos siglos…

—Os lo agradezco, cronista Gabriel.

—Buena suerte con las lecciones de canto mañana.

Lexa frunció el ceño y se quedó mirando su espalda encorvada mientras el anciano se retiraba. Apagó también su cigarrillo y miró a Raven.

—A la cama, si eres tan amable de dirigirme.

—Por supuesto.

La mujer guio a Lexa de vuelta por el enrevesado laberinto. Las ventanas de cristal iluminaban algunas zonas con luz arkímica. Lexa habría jurado que estaban volviendo por un camino distinto al de ida. O eso, o las paredes se movían. Su mente daba vueltas como un mekkenismo. ¿Era cierto lo que había dicho Llamarriadas? ¿No sería posible que los padres de Lincoln se hubieran amado, aunque tuvieran pieles distintas? Lexa no podía quitarse de la cabeza el ansia asesina que había en los ojos de Lincoln. ¿Se habría ofendido tanto si no hubiera habido algo de verdad tras el insulto? Lexa dudó si hablar de ello con Lincoln. No quería pasar sus nuncanoches preocupada por el cuchillo que esperaba al dweymeri en la oscuridad, pero ese chico era más tozudo que un carro lleno de mulas. Ya tendría suficiente trabajo cuidándose de Costia. Lincoln no tenía los mismos no-ojos en la nuca que Lexa, y Llamarriadas ya había demostrado que podía barrer el suelo con él, si se enfrentaban uno contra otro. Como el chico no tuviera cuidado, terminaría enterrado en aquel sitio. De modo que podréis imaginar la sorpresa de Lexa cuando, a la mañana siguiente, encontraron a Llamarriadas tendido a la sombra de la estatua de Niah. A su alrededor se enfriaba un charco de sangre entre los nombres tallados en el suelo. Tenía la garganta rajada de oreja a oreja.