LIBRO 2. Hierro o cristal
Capítulo 10. Canción
Había veintisiete discípulos en el Salón de las Elegías.
Uno menos que el giro anterior.
Lexa los miró uno por uno, dudosa. Costia con su pelo rojo y sus ojos de cazadora. Un chico fornido y de piel aceitunada con una oreja menos y las uñas mordidas. Una chica delgada con el cabello negro corto y una marca de esclava en la mejilla, que se cimbreaba como una serpiente. Un chico de Vaan poco agraciado con las manos tatuadas, que parecía estar siempre hablando solo. Lexa aún no había asignado nombres a todas las caras. Pero, aunque la mayoría seguían siendo desconocidos para ella, sabía una cosa de todos los discípulos que la rodeaban.
«Asesinos, todos.»
La estatua de la Madre de la Noche se alzaba sobre ellos, mirándolos con ojos inclementes. El rumor había corrido entre los discípulos mientras iban hacia el salón antes de la mañanera. Había dos manos de rodillas, limpiando la piedra a los pies de la diosa con cepillos de crin. El agua de su cubo tenía un leve y traslúcido tono rojizo.
El cuerpo de Llamarriadas no estaba a la vista.
Clarke se acercó a Lexa y le habló en voz baja, sin dejar de mirar al frente.
—¿Sabes algo de lo del chico dweymeri?
—Un poco.
—Un tajo limpio en la garganta, dicen.
—Eso había oído.
Lincoln, que estaba a la derecha de Lexa, no abrió la boca. Lexa miró a su amigo, buscando alguna señal de culpabilidad en sus rasgos. Lincoln era sin duda un asesino… pero todos en aquel salón lo eran. Que él y Llamarriadas se hubieran peleado el giro anterior no lo situaba el primero en la lista de sospechosos. La madre Abby tendría que considerarlo muy tonto para asesinar a Llamarriadas teniendo un móvil tan evidente…
—¿Crees que el Sacerdocio lo investigará? —preguntó Lexa.
—Ya oíste lo que dijo la madre Abby. «Sois asesinos, uno y todos. Y espero que os comportéis como tales.» —Clarke lanzó una mirada a Lincoln—. Puede que alguien se lo tomara al pie de la letra.
—Discípulos.
Las chicas alzaron la mirada y vieron a la reverenda madre Abby, con el pelo entrecano suelto y los dedos entrelazados. Había llegado sin el menor ruido, en apariencia salida de las mismas sombras. La anciana siguió hablando y su voz resonó en la penumbra.
—Antes de empezar las clases, tengo un anuncio que hacer. Estoy segura de que todos os habréis enterado ya del asesinato de vuestro compañero discípulo ayer, en este mismo salón. —Abby echó un vistazo rápido a la mancha húmeda de la piedra, aún en trabajoso proceso de limpieza—. El fin de Llamarriadas es de lo más lamentable, y el Sacerdocio llevará a cabo una investigación exhaustiva. Si tenéis cualquier información, llevadla a mis aposentos antes del final del giro. Nos hallamos en la Iglesia de Nuestra Señora del Bendito Asesinato, y las vidas de sus discípulos le pertenecen a ella, no a vosotros. Ya se haya cometido este fin como acto de venganza, por resentimiento o por un simple cálculo a sangre fría, el culpable recibirá un castigo adecuado.
Lexa estuvo segura de que la mirada de la anciana se había detenido un momento en Lincoln al pronunciar la palabra «venganza». Miró a su amigo, pero la cara del chico se mantuvo inexpresiva.
—En cualquier caso —siguió diciendo Abby—, mientras siga en marcha la investigación, todos los discípulos tendrán prohibido salir de sus habitaciones después de la novena campanada. Vuestros shahiids podrán concederos una dispensa especial por motivos de entrenamiento y estudio, pero no se podrá vagar sin objeto por los pasillos bajo ningún concepto. Quienes incumplan esta prohibición recibirán un castigo severo.
La madre Abby permitió que sus ojos se posaran en cada uno de los discípulos. Lexa se preguntó en qué consistiría el «castigo severo» de una grey de fanáticos asesinos.
—Y ahora —dijo Abby—, dirigíos al Salón de las Canciones y esperad en silencio al shahiid Solis.
La mujer desapareció entre las sombras con un remolino de su túnica negra. Los murmullos invadieron la hilera de discípulos. La chica con la marca de esclava estaba mirando fijamente a Lincoln. El chico de piel aceitunada se tiraba de la protuberancia de carne que tenía por oreja y también miraba al dweymeri con los ojos entrecerrados. Lincoln no les hizo ningún caso y caminó tras las manos que parecían escoltarlos. Después de un cansado ascenso hasta lo que bien podría haber sido la cima de la montaña, Lexa y sus compañeros llegaron al Salón de las Canciones. No tenía ni idea de por qué llamaban así a la estancia, aunque sospechaba que no tendría nada que ver con la acústica. Había una ventana de cristal tintado en el techo que arrojaba un foco de brillante luz dorada al centro del salón. Era un espacio enorme, de límites sumidos en la sombra, aunque Lexa entrevió los mismos diseños espirales en las paredes. Olía a sangre vieja, sudor, aceite y acero. Había maniquíes de entrenamiento, dianas de arquería y aparatos de ejercicio en ordenadas hileras. El suelo era de granito negro y tenía un círculo tallado en el mismo centro, lo bastante grande para albergar a cuarenta hombres uno al lado del otro. Los discípulos se situaron a su alrededor y, como les habían ordenado, casi todos se quedaron esperando en silencio su primera lección. Clarke se puso a la izquierda de Lexa y empezó a susurrar antes de que hubieran transcurrido diez segundos.
—Toque de queda a la novena campanada. ¿Te lo puedes creer?
Lexa miró a su alrededor antes de responder.
—Tampoco es que vaya a haber mucho que hacer por aquí en las horas de oscuridad, de todos modos.
La chica sonrió de oreja a oreja.
—Oh, Wood, qué poco sabes.
—Entonces, ¿por qué…?
—Se os ha ordenado esperar en silencio.
Una voz profunda retumbó por todo el Salón de las Canciones, rebotando en las paredes ocultas. Lexa no oyó pasos, pero el shahiid Solis apareció de entre las sombras detrás de ella, con las manos cogidas a la espalda. El hombre la rozó al pasar y Lexa pensó que de cerca impresionaba incluso más, con sus amplios hombros y sus ojos blancos de fantasma. Llevaba una suave túnica negra y la misma vaina vacía al cinto. Y aun así, se desplazaba con una elegancia silenciosa, como escuchando una melodía que nadie más que él oía.
—Una hoja de la Madre debe ser silenciosa como la luz de las estrellas en la mejilla de un bebé dormido —dijo entrando en el círculo—. Una vez estuve escondido en el Gran Athenaeum de Elai durante siete giros, esperando a que se presentara mi ofrenda, y ni siquiera los libros supieron que estaba allí. —Se volvió hacia Lexa y Clarke—. Y vosotras dos no podéis quedaros calladas ni un puñado de latidos.
—Disculpas, shahiid —dijo Clarke con una inclinación.
—Tres vueltas de escalera para ti, chica. Abajo y arriba. Ya.
Clarke se quedó quieta, indecisa. El shahiid la miró y aquellos ojos ciegos que tenía parecieron taladrarle el cráneo.
—Seis vueltas, pues. La cantidad se duplicará cada vez que tenga que repetirme.
Clarke se inclinó y, con otra disculpa, salió del salón. Solis se volvió hacia Lexa, clavando sus ojos incoloros por encima de su hombro. Lexa se dio cuenta de que el hombre no parpadeaba nunca.
—¿Y tú, chica? ¿Tienes algo que decir?
Lexa se quedó callada.
—¿Y bien? —El shahiid se acercó hasta casi tocarla—. ¡Respóndeme!
Lexa mantuvo la mirada en el suelo y la voz firme.
—Disculpas, shahiid, pero con todo el respeto, creo que cualquier cosa que diga se tomará como una nueva infracción del silencio que exigís y me supondrá un castigo más grave.
Los labios del hombretón se torcieron en una leve sonrisa.
—Conque tenemos a una chica lista, ¿eh?
—Si fuese lista, no me habríais pillado hablando, shahiid.
—Qué pena, pues. Hay bien poco más en ti digno de mención. —Solis señaló la escalera—. Tres vueltas. Abajo y arriba. Ya.
Lexa se inclinó y salió del salón sin decir nada más. Estiró las piernas en el rellano e inició el descenso, contando mentalmente los escalones. Se preguntó cómo sabría Solis si Lexa tenía o no algo digno de mención, porque esos ojos suyos eran tan ciegos como un chico enamorado, habría apostado la vida, pero el shahiid se comportaba como si viese igual de bien que ella. A mitad de la segunda vuelta ya había dejado de pensar en el shahiid y estaba concentrada del todo en subir la escalera. Al llegar por tercera vez al rellano, tenía las piernas hechas gelatina, y de nuevo agradeció en silencio a su viejo maestro todas las veces que la había castigado con la escalera en Tumba de Dioses. Casi deseó haberse portado peor. Clarke, a quien Lexa había rebasado en los últimos quince metros, llegó al rellano empapada en sudor y le guiñó el ojo cuando hizo un alto para recobrar el aliento.
—Lo siento, Wood —dijo entre jadeos—. Mi padre me había advertido sobre Solis. Tendría que haberlo sabido.
—No es nada grave. —Lexa sonrió.
—Espera a ver. A mí aún me quedan tres vueltas. —Clarke sonrió—. Nos vemos dentro.
Lexa regresó al salón con las manos apoyadas en las caderas, a tiempo de ver al compinche de Costia, el discípulo itreyano alto de los puños como mazas, entrando en el círculo con el shahiid Solis. Vio a otros seis discípulos, entre ellos Costia, el chico pálido que se había llamado a sí mismo Chss y la chica de la marca de esclava, sentados en sus lugares del círculo, sudados y sin aliento. Todos sangraban por pequeños rasguños en la mejilla. Solis estaba de pie en el centro del círculo. Lexa vio que se había quitado la túnica negra e iba vestido de flexible cuero de color marrón dorado por debajo. Se fijó en que tenía una serie de pequeñas cicatrices en un antebrazo enorme, treinta y seis en total. Seguía llevando la vaina vacía a un lado, pero iba armado con un gladio de doble filo, un arma ideal para el combate próximo. Habían sacado rodando de la oscuridad decenas de aparadores, rebosantes de todos los tipos de armas que Lexa pudiera imaginar. Espadas y cuchillos, martillos y mazas y, por los dientes de las Fauces, hasta putas alabardas. Todo liso, sin adornos y perfecta, hermosamente letal.
La mirada ciega de Solis estaba fija en el suelo.
—¿Cómo te llamas, chico?
El basto chico itreyano respondió después de hacer una inclinación.
—Jasper, shahiid.
—¿Estás versado en la canción de la hoja, pequeño Jasper?
—Me sé un par de melodías.
—Canta para mí, pues.
Mientras Lexa ocupaba su lugar en el círculo, Jasper se dirigió a los aparadores con armas. Eligió una espada larga, de más de metro y medio, que zumbó al hendir el aire cuando dio un golpe de prueba. Lexa asintió para sus adentros. El chico había elegido una buena arma para contrarrestar la hoja corta de Solis, por lo que al menos comprendía los conceptos básicos. Su mayor alcance le dejaría espacio para maniobrar. Jasper se puso en guardia frente a Solis e hizo otra inclinación. El shahiid tenía su arma hacia abajo y la cabeza inclinada, en apariencia sin la guardia alzada.
—No oigo ninguna melodía, chico.
Jasper levantó su espada y embistió. Fue un buen golpe, un amplio arco que habría abierto el cuello del shahiid si este no hubiera reaccionado. Pero ante la mirada atónita de Lexa, Solis dio un paso adelante y desvió el golpe. Lanzó una retahíla de tajos a Jasper que obligaron al chico a retomar su postura de guardia, parando a duras penas ataques a su cabeza, cuello, pecho, vientre. El acero cantó contra el acero y su melodía resonó por todo el salón mientras los besos de las hojas hacían saltar chispas. Solis tenía el rostro sereno como el de un niño dormido y la mirada ciega fija en el suelo. Pero su ferocidad era aterradora, su velocidad formidable. El lance duró unos instantes más porque Solis permitió al chico que intentara unos pocos y meritorios ataques, aunque los rechazó todos. Y por fin, mientras Lexa miraba embelesada, Jasper perdió el agarre de su espada y el filo de Solis cayó con suavidad en la muñeca sudada del chico. Sucedió tan deprisa que Lexa apenas entrevió el movimiento del hombre. Jasper tensó el gesto cuando la hoja le hizo sangre, solo un minúsculo rasguño para que no olvidara la aplastante derrota. Y Solis se volvió de espaldas y bajó la punta de su arma hacia el suelo de nuevo.
—Un espectáculo lamentable.
—Disculpas, shahiid.
Solis suspiró mientras Jasper regresaba a su lugar al borde del círculo.
—¿Acaso no hay nadie aquí que se sepa la canción?
—Yo sé entonar una melodía.
Lexa sonrió al oír hablar a Lincoln. Tenía el ojo morado de su pelea con Llamarriadas, pero parecía tener ánimo combativo pese a que Solis había estado a punto de tirarlo del Altar del Cielo en la tardera. Se quitó la túnica, revelando el cuero oscuro y el jubón de manga corta que llevaba debajo. Lexa se descubrió admirando las líneas de los músculos en su brazo, la tersura morena de su piel. Recordó el combate que habían librado fuera de la montaña, las imágenes de lujuria y violencia entremezcladas. Se lamió los labios secos.
—Ah, nuestro joven mestizo. —Solis asintió con la cabeza—. Supe todo lo que necesitaba de tu destreza ayer, pero ven, cachorro, ven. —Hizo un gesto con la mano—. Quiero ver cómo gruñes.
Lexa se alegró de ver que Lincoln parecía haber aprendido de la azotaina recibida, porque encajó el insulto sin inmutarse. Escogió una cimitarra de los aparadores y entró en la luz dorada. Solis de nuevo se quedó inmóvil, con su arma hacia el suelo mientras Lincoln se aproximaba. Pero aunque el dweymeri tenía una técnica mortífera y sus golpes eran rápidos y certeros, el lance resultó una repetición del de Jasper. Lincoln terminó desarmado, sin aliento y sangrando de un corte reciente en la mejilla. Solis le dio la espalda, meneando la cabeza a los lados.
—Penoso. Nunca había tenido una grey peor que esta. ¿Qué os hicieron estudiar vuestros maestros antes de enviaros aquí, costura y repostería? —Paseó su mirada ciega por el círculo—. Las mejores hojas no necesitan acero en absoluto. Pero aun así, se espera que todos y cada uno de vosotros seáis capaces de partir la luz en seis antes de abandonar estos muros. —Suspiró—. Y no creo que ninguno podáis cortar siquiera una rebanada de puto pan de centeno. —Señaló hacia los aparadores de armas—. Coged cada uno un puñal y formad delante de mí. Empezaremos por el principio.
—Shahiid —dijo Lexa.
—Ah. Ha vuelto la parlanchina. Me preguntaba qué sería ese aroma.
—… Lexa, no lo hagas…
—Shahiid, a mí aún no me habéis oído cantar.
—Resérvate para las lecciones de la shahiid Aalea, chica. De ti ya sé todo lo que necesito.
Lexa entró en el círculo.
—Me gustaría probar de todos modos.
Solis echó a un lado la cabeza hasta que su cuello dio un chasquido audible. Se sorbió la nariz.
—Que sea rápido, pues.
Lexa fue hacia las armas y escogió un par de cuchillos largos, curvados al estilo liisiano. Aunque no parecían gran cosa, tenían un equilibrio y un filo perfectos. Eran las armas más rápidas del aparador, ligeras y finas. Pero eran más cortas que la espada de Solis y útiles solo a distancia muy corta. Mientras Lexa regresaba al círculo, el shahiid soltó una risita.
—Te enfrentas a un oponente con un gladio y eliges dagas para cantar. ¿Segura que te sabes la letra, chica?
Lexa no respondió. Adelantó un pie, adoptó una postura zurda e hizo tabalear los dedos en las empuñaduras de sus cuchillos. El cristal tintado de arriba arrojaba un charco oscuro a sus pies. Notó a Don Majo enroscado en su interior, bebiéndose el miedo de Lexa a grandes tragos. Y sin esperar a que llegaran más insultos, alcanzó la sombra de Solis y tiró. Aunque había manipulado mil veces la Oscuridad, no recordaba que hubiera sido así jamás. Quizá fuese porque en aquel lugar no había soles, pero allí su fuerza parecía incrementarse, la penumbra parecía más fácil de doblegar. En lugar de envolver los pies del shahiid con su propia sombra, Lexa se limitó a usar la de él, incrustándola en las suelas de sus botas. Nadie del salón podría haber sabido lo que estaba haciendo. Ni la menor ondulación alteró el negro en torno a los pies del shahiid, y sin embargo, cuando intentó mover los pies, el ciego descubrió que sus botas estaban pegadas con fuerza al suelo. Los ojos de Solis se ensancharon mientras Lexa atacaba con un arco sibilante apuntado directo a su garganta. Lo bloqueó apartando la mano derecha de Lexa de un golpe y enviando su cuchillo dando vueltas por el círculo. Pero con una rapidez que habría envidiado una polilla dragón, la chica hizo una pirueta que le revolvió el pelo, atacó con la mano izquierda e hizo un corte diminuto en la mejilla del shahiid. Los discípulos reunidos dieron un respingo. Una gota de sangre se deslizó por la cara de Solis. Lincoln dio un grito triunfal. Durante un segundo, Lexa sonrió de oreja a oreja, llena de la ufana satisfacción de haber hecho sangre a aquel cabrón condescendiente.
Pero solo durante un segundo.
Solis le agarró la muñeca izquierda como una tenaza de hierro y la retorció hacia atrás. Dio un espadazo a sus botas y envió dos hebillas cantando a la oscuridad. Y con las suelas aún pegadas al suelo, levantó los pies y rodó en el aire por encima de la cabeza de Lexa. Se posó en la piedra detrás de ella y reforzó su presa en la muñeca de la chica. Lexa gritó mientras él giraba, doblándola por la cintura y extendiendo su brazo hasta el límite. Su codo chilló y su hombro amenazó con dislocarse del todo.
—Chica lista —dijo Solis, con un doloroso giro al brazo de Lexa—. Pero esto es el Salón de las Canciones, pequeña, no el Salón de las Sombras. —La miró con aquellos ojos ciegos e implacables—. Y no he pedido oír cantar a mi sombra.
Solis alzó su hoja, aferrada con una fuerza que le emblanqueció los nudillos. Y haciéndola caer como el trueno de los cielos, entre los atroces chillidos de Lexa, golpeó
una
dos
tres veces
y amputó el brazo de la chica por el codo.
