Capítulo 11. Recompuesta

Sangre. Dolor. Negrura.

Era todo lo que Lexa recordaba de los momentos que siguieron a que Solis se cobrara su brazo. El dolor había sido ardiente y cegador, burbujeando desde su estómago junto al vómito y los aullidos. Había caído sobre ella una penumbra, dulce y negra y llena de susurros, con la voz de Don Majo en algún lugar distante, mezclada con otras que no conocía.

—… aguanta, Lexa…

—Oh, Solis, pobre Solis. Con solo que tu madre te hubiera amado más…

—Qué estropicio. ¿Estás seguro de que la joven compensa el dolor?

—Abby así lo estima. Fuera de que su rostro me agrada.

—… Lexa, quédate conmigo…

—Tamaña dolencia puede hallar remiendo en las yemas de mis dedos. Sólido y certero.

—Compórtate, hermana amada, hermana mía.

—Oh, qué retrato podría pintar en tal lienzo. Qué horror podría regalar al mundo.

—… no te dejes ir…

Lexa despertó chillando.

Luz arkímica en los ojos. Correas de cuero reteniéndola con firmeza. Se retorció contra sus ataduras y sintió unas manos suaves, una voz dulce que le pedía «calma, calma, dulce niña», y elevó la mirada hacia un rostro que lograría colarse en sus ensoñaciones diurnas. Un hombre. Alto y delgado y blanquecino como un cadáver recién desangrado. Tenía los ojos rosados y su piel parecía de mármol, con una sutil tracería azul de venas debajo. Pelo cepillado hacia atrás, blanco como la nieve invernal, y una túnica de seda abierta que dejaba ver un pecho liso y duro. Era la clase de belleza que difuminaba el mundo a su alrededor. Pero era una belleza fría. Exangüe. La suya era la hermosura de un recién suicidado, tendido en un ataúd de pino nuevo. La clase de hermosura que se sabe que se echará a perder después de un par de horas enterrada.

—No te muevas, mi dulce niña —dijo el hombre—. Estás libre de peligro, y sana, y completa de nuevo.

Lexa recordó la espada de Solis, la agonía de que le separara el brazo del cuerpo. Pero mirando más allá de las correas de cuero y las hebillas que le ceñían el bíceps, vio su brazo izquierdo, negro y azul y palpitante de dolor, de algún modo unido otra vez a su codo. Tragó saliva, combatiendo una náusea repentina y notando el aire demasiado tenue para respirarlo.

—Mi brazo —resolló—. Él…

—Todo está bien, dulce niña, todo marcha como debe. —El hombre sonrió con sus labios de azul cardenal mientras le liberaba el brazo—. Tus quebrantos están amenguados, ya que no sanados por completo. El tiempo operará el resto.

Lexa reprimió las arcadas y cerró el puño. Sintió un cosquilleo en todos los dedos y un leve dolor en el codo, donde habían caído los tajos de la espada de Solis.

—¿Cómo? —preguntó con la voz quebrada.

—Detener la sangría ha sido obra mía, pero tu carne la ha salvado mi Octavia. Es a ella a quien debes la parte del león de tu gratitud. —El hombre levantó la voz—. Ven, hermana amada, hermana mía. Muestra tu tez. En verdad, me temo que ninguna sombra podría ocultarte de la visión de esta joven.

Lexa oyó movimiento, giró la cabeza y ahogó un grito. Allí, en la semioscuridad, vio a una mujer jorobada y deforme. Era albina, igual que el hombre, y vestía una túnica negra, pero lo poco que Lexa alcanzaba a ver de su carne era cuando menos grotesco. Agrietada e hinchada, sangrante y supurante, podrida hasta los huesos. Olía a perfume, pero por debajo Lexa captaba un dulzor más sombrío. El dulzor de la decrepitud. De los imperios derrocados descomponiéndose en la tierra húmeda.

—Que las Fauces se me lleven —susurró Lexa.

Media sonrisa burbujeó en unos labios arruinados.

—Ya lo han hecho, niña.

—¿Quiénes sois?

—Yo soy el orador Bellamy —dijo el hombre—. Ella es mi hermana amada, la tejedora Octavia.

—¿Orador? —preguntó Lexa—. ¿Tejedora?

—… son teúrgos…

Octavia giró la cabeza hacia Don Majo, que acababa de materializarse al pie de la cama de Lexa. El no-gato observaba a la mujer moviendo la cola a los lados, con la cabeza a un lado.

—Ah, por fin se muestra. Buen giro tengáis, pequeño pasajero —dijo Octavia ceceando.

—… son maestros de la ars magyca ashkahi, Lexa…

La chica frunció el ceño. Recordó las estatuas con cabeza de gato que había visto

allá fuera, en los Susurriales, desgastadas y picadas por el tiempo. Esos monumentos

eran los últimos restos del pueblo que había levantado un imperio en aquella tierra

siglos antes. No quedaba nada más, salvo contaminantes mágycos y monstruosidades.

—Pero las artes ashkahi murieron.

Octavia estaba ya junto a su cama, y la piel de Lexa se erizó un poco en su presencia. De debajo de su capucha asomaban mechones canosos y tenía los ojos rosados, como los de su hermano. Una mirada rápida a su alrededor reveló a Lexa enrevesadas tracerías y cuatro puertas en arco. La huidiza impresión de caras en las paredes.

—No todo lo muerto muere de verdad —dijo Octavia.

—La Madre conserva solo lo que necesita —añadió Bellamy.

—Raven dijo lo mismo.

Los ojos de Octavia ardieron.

—¿Acaso eres amiga suya?

—Calma, hermana amada, hermana mía —musitó Bellamy—. Esta es la chica que trajo a Raven del desierto. Esta dulce niña salvó su vida.

Octavia apretó los cardenales del codo de Lexa.

—Me pregunto, pues, por qué he salvado yo la de ella.

—Porque yo te lo he pedido, dulce Octavia.

Lexa miró hacia una de las puertas y vio a la reverenda madre con las manos metidas en las mangas. La anciana entró en la sala, con el largo cabello entrecano suelto alrededor de los hombros. Dedicó a Lexa una sonrisa amable.

—Y muy buen trabajo que has hecho, por cierto. Parece estar como una rosa.

—Algunas magulladuras —informó Bellamy—. El hueso quebró tres veces y mi hermana no goza de dominio sobre ese reino. Pero en la carne, Octavia no tiene igual. Ah, contemplar cómo teje los tendones, cómo suelda el músculo…

—Lamento habérmelo perdido. —La reverenda madre puso una mano en el hombro de Lexa—. ¿Cómo te encuentras, discípula?

—Como si hubiera enloquecido…

Octavia rio, y la carne de su labio inferior se partió al hacerlo. Hizo ademán de limpiarse el oscuro chorro de sangre, pero Bellamy la detuvo con una mano gentil. Ante la mirada asqueada de Lexa, el hombre se inclinó hacia ella y lamió la sangre de la barbilla de su hermana.

—Mi más profundo agradecimiento —dijo la madre Abby—. A los dos. Y ahora, si no os importa, querría hablar a solas con la discípula.

—En vuestro derecho estáis. No somos más que vuestros convidados. —El hombre hermoso se volvió hacia su deforme hermana—. Vamos, hermana amada, hermana mía. Tengo sed. Puedes mirar, si te place.

Octavia apretó los nudillos de su hermano contra sus labios malformados y sus ojos rosados brillaron. Con una inclinación a la reverenda madre, los hermanos salieron de la sala cogidos de la mano. Cuando se hubieron ido, Lexa miró a Abby y boqueó como un pez varado. Sonriendo, la mujer se sentó al lado de la losa. Sus rizos grises rodeaban unas mejillas rosadas y una cara exhausta, y a Lexa de nuevo la abrumó la impresión de que Abby tendría que estar sentada junto a una chimenea encendida, con nietos en las rodillas. La sonrisa de aquella mujer le infundía seguridad. Cariño. Amor. Y sin embargo, a juzgar por su cuenta de finales y su autoridad en la iglesia, Lexa era consciente de que Abby era la mujer más peligrosa que había entre aquellas paredes.

—Mis disculpas si Bellamy y Octavia te han incomodado —dijo la madre—. Suelen tener ese efecto entre los que no son de los suyos.

—¿Los suyos?

—… teúrgos…

Abby se volvió hacia Don Majo.

—Ah. Estás aquí. Tendría que haberlo sabido.

—… siempre estoy aquí…

—Querría hablar a solas con la discípula.

—… ella nunca estará a solas…

—No me pongas a prueba, pequeño. Me aparté de la luz de los soles hace mucho tiempo, con los brazos abiertos y júbilo en el corazón. Conozco la Oscuridad tan bien como me conozco a mí misma. Cuando mi señor Kane está ausente, soy la superior a ojos de Niah en este lugar. Y cuando vuelva a pedirte que te marches, no seré tan amable.

—… no tienes por qué temerme…

Abby rio en voz baja.

—Una no se pasa la vida sumida en las sombras sin aprender un par de cosas sobre aquellos que las comparten. Aquí no tienes ningún poder sobre mí.

—Está bien, Don Majo —dijo Lexa—. No te vayas muy lejos. Si te necesito, te llamaré.

El gato hecho de sombras se quedó mirando a Abby un largo y silencioso momento. La anciana le devolvió la mirada con la misma intensidad. Pero al cabo, Lexa sintió que el no-gato la miraba a ella e inclinaba la cabeza.

—… como desees…

Y sin el menor sonido, desapareció.

Lexa sintió la ausencia del gato-sombra casi al instante, con un temor que se infiltraba lento en su barriga. Estaba sola con la matrona de una grey de asesinos. Su mente ardía con el recuerdo de los ojos de Solis mientras le cortaba el brazo. ¿Recuperaría su pleno uso? ¿Y si el ora…?

—Tienes compañías interesantes, discípula —dijo Abby.

Lexa miró la puerta por la que habían salido Octavia y Bellamy.

—No más que vos, reverenda madre.

—Como he dicho, mis disculpas si los hermanos te han incomodado. Octavia y Bellamy llevan un tiempo morando en el Monte Apacible. A cambio de sus servicios, les otorgamos asilo en un mundo que no es hospitalario del todo con quienes ostentan el título de teúrgo.

—Creía que las artes ashkahi habían muerto con su raza.

—La raza ashkahi está muerta y desaparecida, cierto. —Abby se encogió de hombros—. Pero la muerte no conoce la avaricia. La Madre conserva solo lo que necesita. Y las artes ashkahi sobreviven en aquellos lo bastante osados como para abrazar el sufrimiento que entrañan.

—Vi a Raven practicando la teúrgia de sangre en el desierto —dijo Lexa—. El vial, la escritura. ¿Así es como pidió ayuda? ¿Se lo enseñó Bellamy?

—Bellamy no enseña nada. La sangre del vial era de él. Puede manipularla desde lejos. Su sangre, y a aquellos cuya sangre posee. Ese es el don del orador. Y su maldición.

—¿Y su hermana?

—Una tejedora de carne. A partir de ella, puede crear una belleza inigualable o una fealdad sin límite.

—Pero si Octavia puede dar forma a la carne a voluntad, ¿por qué la suya es tan…?

—El dominio de las artes ashkahi tiene su precio. Los tejedores usan la carne como un alfarero la arcilla. Pero con cada uso de su arte, su propia carne se vuelve más espantosa. —Abby negó con la cabeza—. Hay que concedérselo a los ashkahi. No se me ocurre mejor tortura que otorgar un poder absoluto sobre todo salvo sobre lo propio.

—¿Y Bellamy?

—Los oradores de sangre anhelan lo que les es afín. No pueden sustentarse más que con lo que se encuentra en las venas ajenas.

Lexa parpadeó.

—¿Beben…?

—Así es.

—Pero la sangre es emética —objetó Lexa—. Si bebes demasiada, vomitas a chorro.

—Las lecciones de Gustus fueron… eclécticas, por lo que veo.

—¿Conocéis a Gustus?

La anciana sonrió.

—Bastante bien, niña.

Lexa alzó los hombros.

—Bueno, una vez me hizo beber sangre de caballo. Para que si me perdía en algún lugar sin agua, supiera qué esperar.

Abby ensanchó la sonrisa al oírlo y meneó la cabeza.

—Es cierto que paladear más de un sorbo de sangre es garantía de paladearla por segunda vez. Y los oradores no son la excepción. De nuevo, una vida de tortura, ¿lo ves? Bebe un poco y sufre un hambre constante. Bebe demasiado y sufre una náusea constante.

—Suena… horrible.

—Todo poder exige una ofrenda. Todos pagamos un precio. Los oradores, su hambre. Los tejedores, su impotencia. Y quienes llaman a la Oscuridad… —Abby miró la sombra de Lexa—. Bueno, en algún momento la Oscuridad los llama a ellos.

Los ojos de Lexa descendieron al negro de sus pies. Una oleada de miedo.

—¿Sabes lo que soy?

—Gustus me habló de tus talentos. Solis me ha contado tu pequeño espectáculo en el Salón de las Canciones. Sé que estás marcada por la mismísima Noche, aunque no sé por qué.

—Marcada por la Noche —repitió Lexa—. Lo mismo me dijo Gustus.

—No creas ni por un instante que te granjeará algún favoritismo aquí. Quizá estés marcada por la Madre, pero todavía no te has ganado tu puesto. Y la próxima vez que desperdicies tus dones en trucos baratos para insultar a tu shahiid, quizá pierdas algo más que una extremidad.

Lexa bajó la mirada a su codo amoratado. La voz le salió en apenas un murmullo.

—No pretendía insultarlo, reverenda madre.

—Hacía años que un discípulo no hacía sangrar a Solis. Me sorprende que solo se cobrara tu brazo.

Lexa arrugó la frente.

—¿Y os parece bien que los maestros mutilen a los novicios?

—No estás mutilada, discípula. Conservas el brazo, si no me equivoco. Esto no es una escuela de élite para jóvenes dones y donas. Nuestros shahiids son artesanos de la muerte, con la tarea de haceros dignos de servir a la diosa. Algunos de vosotros nunca saldréis de entre estos muros.

»Solis acostumbra a dar ejemplo con alguien en sus primeras lecciones. Pero bajo esa frialdad, su trabajo es enseñar, y se enorgullece de ello. Si le das motivos para hacerte daño otra vez, lo hará sin reparos. Herir está en la naturaleza de Solis, y es esa misma naturaleza la que lo convierte en la persona ideal para enseñaros a herir a otros.

Lexa empezó a abarcar la enormidad de todo aquello. A comprender la realidad del lugar en el que estaba. De lo que estaba haciendo. Aquel lugar era una forja donde se pulían las hojas, donde se esculpía la muerte. Incluso después de pasar años con Gustus, le quedaba muchísimo que aprender, y un paso en falso podía costarle todo. Lo cierto era que había querido lucirse. Y aunque Solis se había comportado como un capullo redomado, ella había dado un paso en falso al intentar derrotarlo delante de toda la grey. Se prometió que no permitiría al orgullo dominar su cabeza en el futuro. Estaba allí por un motivo y solo uno: el cónsul Azgeda, el cardenal Jaha y el justicus Titus tenían que morir. Ella debía adquirir la destreza necesaria, el filo necesario, la dureza necesaria para acabar con cada uno de ellos, y no lo conseguiría si se dejaba enredar con jueguecitos infantiles. Era el momento de tener la boca bien cerrada y la mente bien despierta.

—Lo entiendo, reverenda madre.

—No podrás estudiar en el Salón de las Canciones hasta que sanes del todo —dijo Abby—. He hablado con la shahiid Aaela y ha accedido a empezar tu adiestramiento antes de tiempo.

—Aaela. —Lexa tragó saliva con dificultad—. La Shahiid de Máscaras.

La anciana sonrió.

—No tienes nada que temer, niña. Con el tiempo, esperarás sus lecciones con ganas. —Abby se levantó y metió las manos en las mangas—. Y ahora, si me disculpas, tengo otras tareas que atender. Si me necesitas, o si tienes preguntas que pueda responder, búscame. Como todos nosotros, estoy aquí para servir.

La mujer se marchó sin que sus pasos hacia la oscuridad hicieran ningún ruido. Lexa estuvo mirándola hasta que desapareció, dando vueltas a sus palabras. ¿Qué era lo que había dicho?

«Quienes llaman a la Oscuridad… bueno, en algún momento la Oscuridad los llama a ellos.»

Gustus nunca había estado del todo tranquilo en presencia de Don Majo, pero jamás lo mencionó en voz alta. Por su parte, el no-gato parecía satisfecho de no hacer el menor caso al maestro, y se quedaba fuera de su vista si Gustus estaba presente. De niña nunca había tenido a nadie con quien hablar de sus talentos. No había ningún volumen en la tienda de Gustus sobre el tema, y el folclore sobre los tenebros era contradictorio en el mejor de los casos, y gilipolleces supersticiosas en el peor. Lexa había tenido que ingeniárselas con sus crecientes dones como mejor pudo. Cuando cayó la veroscuridad a sus once años, se fijó en que notaba más potente su conexión con las sombras. Y en la veroscuridad de sus catorce años…

No.

No mires.

—… parece… amable…

Don Majo apareció al pie de la losa y llevó una sonrisa a los labios de Lexa.

—Es una forma de decirlo.

—… tengo otras menos halagadoras, pero ya se ha derramado bastante sangre para un solo giro…

Lexa hizo una mueca al doblar el brazo, cuando una punzada de dolor le subió hasta el hombro. Su ansiedad estaba evaporándose con Don Majo de nuevo a su lado, e iba reemplazándola el enfado. Maldijo entre dientes, sabiendo que aquella herida la dejaría semanas enteras fuera de Canciones. Deseando no haber sido tan temeraria, o que el shahiid Solis no se hubiera merecido tanto que lo pusieran en su sitio, empezó a atarse un cabestrillo al cuello.

—… deberías dormir. quizá mañana necesites estar descansada…

Lexa se lamió el labio. Asintió con la cabeza. Don Majo tenía razón. Gustus había sido bastante hermético respecto a qué podía esperar en la iglesia. La había preparado tan bien como pudo, pero a Lexa le daba la impresión de que no podía revelarle demasiado sin traicionar la confianza de la congregación. Con los Luminatii habiendo jurado exterminar la iglesia, el secretismo era crucial más allá de aquellas paredes. Lexa no tenía ni idea de cómo los discípulos de la iglesia se trasladaban entre ciudades, de cómo funcionaban las capillas locales, o incluso de cuál era la jerarquía interna. Solis era el Maestro de Canciones, lo que significaba que enseñaba el arte de la espada. Supuso que el Shahiid de Bolsillos enseñaría… ¿a robar? ¿A estafar? Pero en cuanto a la Shahiid de Verdades y la de Máscaras, Lexa no sabía qué esperar de su tutela.

—Sí que estoy cansada, sí —dijo con un suspiro, frotándose las sienes.

—… duerme, pues…

—De acuerdo. ¿Vienes?

—… siempre…

La chica metió el brazo herido en el cabestrillo, el no-gato se deslizó a su sombra y juntos salieron de la sala. Lincoln estaba esperándola fuera de su dormitorio cuando llegó, acuclillado con la espalda apoyada en la pared. Se levantó de un salto al ver acercarse a Lexa, con alivio en los ojos.

—Gracias a Nuestra Señora —susurró—. Estás bien.

Lexa movió el brazo y crispó el gesto.

—Un poco magullada, pero de una pieza.

—Ese cabrón de Solis… —siseó Lincoln—. Quería destriparlo por lo que ha hecho. Y lo he intentado, pero me ha tirado al suelo de culo y me ha dejado inconsciente de una patada.

Lexa repasó los nuevos moratones de la cara de Lincoln y movió la cabeza a los lados.

—¿Mi bravo centurión, cabalgando a lomos de su corcel para salvar a su pobre damisela? Sostenedme, gallardo señor, pues temo desmayarme.

—Que te den. —Lincoln frunció el ceño—. Te ha hecho daño.

—Dice la reverenda madre que lo hace siempre. Marca el tono de sus clases con el primer listillo que comete la idiotez de destacar.

—Entra en escena Lexa Wood por la izquierda. —Lincoln sonrió enseñando los dientes.

Lexa hizo una profunda inclinación.

—Supongo que Solis puede permitirse las brutalidades teniendo aquí a la tejedora Octavia.

—¿De verdad te ha curado la herida solo con sus manos?

Lexa sacó el codo del cabestrillo y se arremangó con mucha aprensión. Lincoln le giró despacio el brazo a uno y otro lado, haciendo gala de una suavidad increíble en aquellas manos enormes y encallecidas. Lexa volvió a bajarse la manga antes de que se le empezara a notar la piel de gallina.

—¿Lo ves? Solo un par de cardenales para señalar mi primer desmembramiento.

Lincoln se rascó las rastas con gesto avergonzado.

—Estaba… preocupado por ti.

Lexa alzó la mirada hacia su cara, hacia aquellos tatuajes tan feos y aquellos ojos de color avellana. Se preguntó qué estaba pasando detrás de ellos.

—No hace falta que te preocupes por mí, Lincoln. Este sitio es lo bastante peligroso para matarnos a los dos. Si estás inquieto por mí, no verás el cuchillo que te apunte a ti.

—No estoy inquieto. —El chico frunció el ceño—. Es solo… que puedes contar conmigo, nada más.

Una sonrisa involuntaria. Un calorcillo agradecido en la tripa. Lo que había dicho Lexa era cierto: aquella montaña no era un grupo de lectura. Los peligros que acechaban en aquellos salones podían acabar con los dos. Pero, aun así, resultaba tranquilizador saber que alguien cuidaba de ella, que tenía algo con lo que cubrirse la espalda. Y por primera vez en su vida, no estaba hecho de sombras.

—Bueno… os lo agradezco, don Lincoln.

Hizo una sonriente reverencia y el silencio incómodo desapareció con la risa del chico.

—¿Tienes hambre?

—Muchísima. —Lexa cayó en la cuenta al decirlo.

—Quizá la Hija Pálida querría acompañarme a las cocinas…

Lincoln dobló el codo y le ofreció el brazo. Lexa le dio un puñetazo, lo bastante fuerte para sacarle un gañido. Y sonriendo, la pareja echó a andar por el pasillo en busca de comida.