Capítulo 12. Preguntas

—… viene alguien…

Lexa se despertó a oscuras, parpadeando con ahínco. Se incorporó sobre un codo y dio un bufido cuando el dolor le recorrió el brazo izquierdo. Sus cardenales prácticamente brillaban en la oscuridad. Alguien intentaba forzar la cerradura de la puerta de su dormitorio. No podía ser Raven, porque ella llamaría. ¿Quién, pues? ¿Otro discípulo? ¿El que había matado a Llamarriadas? Lexa sacó su estilete y rodó fuera de la cama para arrastrarse sobre las losas hasta un rincón oscuro. Levantó el puñal con su mano mala mientras la puerta se abría y asomaba una cara pecosa envuelta en trenzas rubias.

—Wood —susurró una voz—, ¿estás ahí?

—¿Clarke? —Lexa se levantó y guardó la hoja de hueso de tumba tras la muñeca—. Por los dientes de las Fauces, no te acerques a escondidas a la gente.

—Te dije que los amigos me llaman Clarke. —La joven rubia se coló en el dormitorio con una sonrisa pecosa y tardó un momento en localizar a Lexa en la penumbra—. Y si hubiera querido ir a escondidas, no me habrías oído hasta tener mi hoja contra tu cuello, Wood.

—¿Ah, sí? —Lexa enarcó una ceja, sonriendo también.

—Puedes estar segura. ¿Cómo tienes el ala? —Clarke dio a Lexa una palmada amistosa en el brazo y la chica soltó una llameante maldición entre dientes, agarrándose el codo—. Mierda, perdona —susurró Clarke—. Se me olvidaba que eres zurda.

—No pasa nada. —Lexa se frotó el codo—. Tengo otro de reserva. ¿Qué hacías forzando mi cerradura? ¿No puedes practicar con la tuya?

—¿Practicar? ¿Para qué? Si hay alguna cerradura en este sitio que se resista a mis encantos, aún no la he encontrado. Venía para preguntarte si estás lo bastante bien para salir.

—¿Salir? —Lexa parpadeó—. ¿Adónde? ¿Para qué?

—A husmear un poco por ahí. A buscar problemas. Ya sabes. Salir.

Lexa frunció el ceño.

—La reverenda madre dijo que no podíamos salir de las habitaciones después de la novena campanada, ¿recuerdas?

Otra sonrisa pecosa iluminó la cara de la chica.

—¿Siempre haces lo que te dice mamaíta?

Lexa recordó una celda en la oscuridad. El hedor de la podredumbre y la muerte, haciendo que le escocieran los ojos. Unas manos temblorosas. Un susurro, frío y afilado como el acero.

No mires.

—No —respondió.

—Así me gusta. A mi hermano no le van las travesuras, y las demás chicas de este sitio se las dan de duras, de crías o de las dos cosas. De modo que creo que quedamos tú y yo, Wood.

—Ya oíste a Abby. Como nos pillen, nos patearán el culo hasta que sangremos por la nariz.

—Bueno, pues más motivo para que no nos pillen, ¿verdad?

La sonrisa de la chica era contagiosa. Había ido a recoger a Lexa para arrastrarla con ella. Y mientras Don Majo se comía lo poco que quedaba de su miedo, Lexa se encontró poniéndose el ala herida en cabestrillo y devolviendo la sonrisa.

—Las damas primero —dijo Clarke, inclinándose hacia la puerta.

—Por aquí no veo ninguna dama. ¿Y tú?

—Ah, tú y yo vamos a llevarnos de maravilla.

Sin dejar de sonreír, la chica salió con sigilo al pasillo, seguida de cerca por Lexa. Recorrieron los pasillos y descendieron incontables tramos de escalera entre la retorcida oscuridad. A Lexa le pareció identificar algunos corredores de su excursión al athenaeum, pero tampoco estaba segura. Habría jurado que algunas paredes… bueno… se habían movido. Los pasillos estaban poco decorados, con solo ventanas de cristal tintado o extrañas esculturas hechas con huesos de animales para romper la monotonía. Y aun así, Clarke abría el paso con firmeza, sigilosa como un cadáver, sin detenerse ni un segundo. Solo hacía unas pocas pausas breves para marcar la pared con un trocito de tiza roja.

—¿Sabes adónde vas? —preguntó Lexa.

—Pues… no del todo.

—¿Sabrás cómo volver?

—Si nadie borra la tiza, sí.

—¿Y si la borran?

—Supongo que nos perderemos y moriremos de hambre en las entrañas de esta mole.

—Que sepas que, si esto acaba en canibalismo, te toca hacer de comida.

—Me parece justo.

Don Majo hacía de avanzadilla, oculto en la perpetua oscuridad. Al pasar junto a una estatua de hueso particularmente grotesca, algo entre un ave de presa y una serpiente enroscada, Lexa notó un estremecimiento en su sombra. Casi familiar. Notó cómo se erizaba Don Majo y cómo su propia sombra titilaba. Una fugaz esquirla de miedo le perforó el pecho, fría y afilada. Lexa cogió el brazo de Clarke y la llevó detrás del pedestal de la estatua, con un dedo en los labios. Algo se acercaba. Un gruñido grave retumbó por todo el pasillo. Una silueta se movió en las tinieblas que tenían delante, negra del todo, recortada contra la apagada luminosidad de la ventana. Lexa escrutó la oscuridad, deseando preguntar a Don Majo qué iba mal. Hijas, era casi inconcebible, pero por primera vez que Lexa recordara el no-gato parecía… asustado.

—Mierda —susurró Clarke—. Es Eclipse.

Lexa arrugó el ceño.

—¿Qué es…?

La pregunta murió en su garganta cuando una forma oscura salió merodeando de la penumbra. Metro y cuarto de altura, elegante y silenciosa del todo. Largos colmillos y garras afiladas y ningún ojo en absoluto. Era una forma lobuna.

«Una loba hecha de sombras.»

La criatura se detuvo en seco y miró pasillo abajo hacia las chicas. Las dos estaban apretadas contra el pedestal, conteniendo el aliento, con la frente de Clarke perlada de sudor. Lexa sentía a Don Majo a sus pies, ya tiritando del todo. Se le contagió su miedo, que le subió hasta el pecho e hizo que le temblaran las manos. Todo el tiempo que habían estado juntos, Don Majo había permitido que Lexa dominara su miedo. La había vuelto más dura, más fuerte, más valiente de lo que jamás habría podido ser ella sola. ¡Las cosas que habían visto! ¡Los sitios donde habían ido! Pero en aquel pasillo, Don Majo parecía más aterrorizado que ella. La no-loba gruñó de nuevo y el sonido reverberó a través del suelo.

—Eclipse —dijo una voz profunda y musical—, guarda silencio.

Aunque no se atrevía ni a respirar, y mucho menos a aventurar un vistazo, Lexa reconoció la voz al instante: era la de Kane. Oyó el más tenue frufrú de ropa, el suave raspar del cuero contra la piedra. El Señor de las Hojas estaba allí, no tenía la menor duda. El líder de la Iglesia Roja, mirando pasillo abajo hacia ellas, con menos de un metro de piedra interponiéndose entre ellas y que las descubrieran.

Transcurrieron largos momentos.

El corazón de Lexa le aporreaba en el pecho.

Don Majo temblaba mientras la loba-sombra profería un largo y grave gruñido.

«Por las Cuatro Hijas, Kane es tenebro.»

—Eclipse —dijo el hombre—. Bellamy nos espera. Vamos.

Respondió una voz hueca y rasposa. De timbre femenino. Que parecía salir de algún lugar bajo el suelo.

—… COMO DESEES…

Un último y grave gruñido. Luego, pisadas. Leves como bisbiseos. Retirándose. Lexa empezó a respirar de nuevo, se apretó la mano contra el pecho y notó que su corazón atronaba debajo. Don Majo dejó de temblar poco a poco, y el miedo empezó a desvanecerse. Clarke sonrió de oreja a oreja, y la asaltó una risita casi frenética.

—Vaya, sí que ha sido emocionante.

—En nombre de la Madre, ¿qué era eso?

—Eclipse, la pasajera de mi señor Kane. —Clarke echó un vistazo a la sombra de Lexa y a la forma sin forma que contenía—. Kane es tenebro. Sabes lo que son, ¿verdad?

Lexa asintió.

—Tengo una ligera idea.

—¿Quieres seguirlo?

—¿Seguirlo? ¿Te has vuelto loca?

Clarke ensanchó la sonrisa.

—Un poco.

La chica se internó en la oscuridad, apenas haciendo ruido con los pies contra la piedra. Lexa bajó la mano hacia su sombra y notó gélida aquella negrura líquida.

—¿Estás bien? —preguntó con un susurro.

—… ¿es una pregunta con trampa?…

—¿Qué ha pasado? No te había sentido asustado nunca.

—… podía sentirlo. en mi mente. estaba… hambriento…

—¿De qué tenía hambre?

—¡Lexa! —siseó Clarke desde la penumbra—. ¡Vamos!

—… este lugar no es seguro, Lexa…

Lexa suspiró. Frunció el ceño a la oscuridad de sus pies.

—Ya lo hablaremos.

Siguió a la chica, arrepintiéndose más y más de haber decidido salir de su habitación a cada paso que daba. Pero Kane era tenebro. Tantos años, tantos kilómetros y jamás había conocido a otro como ella. Diosa, cuántos secretos podría aprender de él…

Por desgracia, el Señor de las Hojas resultó ser tan escurridizo como la propia oscuridad, y en algún lugar cercano a los aposentos de la tejedora Octavia, Kane había desaparecido por completo. En un cruce de la laberíntica oscuridad, Clarke se sorbió el labio, renegó en vaaniano y, por último, se encogió de hombros.

—Ese hombre es resbaladizo como un dulcechico untado en aceite —susurró Clarke.

—Bueno, al fin y al cabo, es un maestro asesino —repuso Lexa en voz baja.

Clarke suspiró.

—Supongo que se marcha de la iglesia. Mi padre decía que nunca se queda mucho tiempo en un sitio.

—No puedo decir que lo lamente.

Clarke sonrió.

—¿Te da miedo?

—Negra Madre, ¿a ti no?

—Ah, claro. Pero más te vale superarlo. Si te gradúas, será él quien te unja en la ceremonia de iniciación. —Clarke miró a su alrededor, a los cuatro pasillos que se perdían en la oscuridad—. En fin, ya lo pillaremos. Venga, que tengo hambre.

Las dos se internaron en las sombras, dejando atrás al Señor de las Hojas y sus asuntos. Encontraron el Salón de las Canciones, de cuyo aire aún pendía el olor de la sangre. El codo de Lexa empezó a dolerle como si se acordase, y sintió una oleada de ira. Recordó el semblante de Solis mientras alzaba su espada. La agonía de la amputación. Con una maldición susurrada, volvió a la escalera de caracol. Se internaron en el vientre de la montaña y encontraron las puertas del athenaeum, aunque ninguna de las dos consideró buena idea que el cronista Gabriel las encontrara fuera después de la novena campanada. Después de lo que les parecieron siglos, un olor delicioso que descendía flotando por una escalera las guio hacia las cocinas. Había pan caliente cociéndose en unos largos hornos de carbón. Las despensas frescas estaban llenas de quesos y fruta. Los restos de la cena del giro anterior estaban en largas bandejas. No había manos a la vista, por lo que Clarke y ella robaron un buen plato cada una y se dirigieron al Altar del Cielo, que estaba desierto. De nuevo, a Lexa la impresionó la enormidad de la negrura que había más allá de la plataforma. La larga caída a las tierras yermas de abajo. El desierto que era un reflejo perfecto de los Susurriales ashkahi que Lincoln y ella habían recorrido, de algún modo envueltos en una noche perfecta. De nuevo la abrumó la sensación de santidad que transmitía el lugar. De misticismo. Casi podía sentir la mirada negra de aquella estatua del Salón de las Elegías. La diosa, a quien estaba consagrada aquella iglesia.

«Marcada por la Madre», había dicho Abby.

«Pero ¿para qué? ¿Con qué propósito? ¿Es posible que mi señor Kane lo sepa?»

Clarke se sentó en la barandilla, con las piernas cruzadas al borde del precipicio, se apartó unos rubios mechones de los ojos y se zampó un trozo de pan con queso. Lexa dio mordiscos a un muslo de pollo, preguntándose distraída de dónde sacaba la iglesia harina para cocer pan y dónde guardaban el ganado. La caravana de Última Esperanza solo había traído polvos arkímicos, herramientas y cosas por el estilo.

Nada perecedero. Nada vivo.

—¿Cómo nos dan de comer? ¿Cómo llenan las despensas?

Clarke respondió con la boca llena.

—¿Tu shahiid no te enseñó nada sobre este sitio?

—Un poco. —Lexa levantó los hombros—. Pero creo que guardaba el secreto de muchas de sus partes. Para merecerlo, no para revelarlo sin más.

Clarke volvió a llenarse la boca.

—Ajaeso me tiamí.

—¿Perdona?

La chica tragó y se lamió los labios.

—He dicho que bueno, para eso me tienes a mí. Mi padre nos contó a mi hermano y a mí todo sobre este sitio. O al menos, todo lo que sabía.

—¿Es una hoja?

—Era. Estuvo años empleado por el rey de Vaan. Pero lo capturaron durante una ofrenda en Liis. Lo torturaron tres semanas en las Torres Espinadas de Elai. Escapó, pero no antes de perder el brazo de la espada, un ojo y los dos cojones. Así que la iglesia lo jubiló.

—Por los dientes de las Fauces —dijo Lexa en voz baja—. ¿Octavia no pudo reparar el daño?

Clarke negó con la cabeza.

—Los Sacerdotes Leprosos dieron de comer lo que iban cortándole a los perros costrosos. No quedó nada que reimplantar. Así que mi padre nos envió a Finn y a mí para reemplazarlo. —Se encogió de hombros—. No podía entregar su propia vida a la diosa, así que se conformó con las de los suyos.

Lexa asintió con la cabeza, de algún modo poco sorprendida. Alguien menos íntegro podría haber jurado venganza contra el amo que lo envió a tal destino. Pero asomando la mirada al erial oscuro de debajo del altar, se hacía fácil entender que aquel lugar engendrara fanáticos. Lexa recordó sin querer la mirada de la diosa en el Salón de las Elegías. Su poder. Su majestuosidad. Bajó la mirada a la sombra que tenía a los pies.

«¿Marcada para qué?»

—¿Tu padre te dijo algo sobre mi señor Kane? —preguntó.

Clarke asintió.

—El hombre más buscado de la república. Y el más peligroso. Tiene más muertes santificadas en su haber que la reverenda madre. Cuenta la leyenda que dio fin a su primer hombre a los diez años. Mató al pretor de la Tercera Legión delante de todo su ejército y salió sin un rasguño. Asesinó al tribuno de Lanza del Alba y a todo su consejo en plena sesión, y nadie fuera de la cámara oyó ni un susurro.

»Lleva años dirigiendo la Iglesia Roja pero, como te decía, no pasa nunca mucho tiempo en un lugar. Los Luminatii llevan décadas intentando acabar con nosotros. Y ha empeorado desde la Masacre de la Veroscuridad. Creen que, si derrotan al pastor, el rebaño se dispersará. Así que mi señor Kane está el primero de su lista de cosas que hacer. —Clarke dio otro mordisco y farfulló—: Encontrar este lugar es la número dos. Supongo que por eso tu maestro no te habló mucho de él.

—¿Y la loba-sombra?

—Mi padre me dijo que no me acercara a Eclipse. —Clarke levantó los hombros—. Dicen que los tenebros pueden robarte el aire de los pulmones. Colarse por tu sombra y matarte mientras duermes. Solo las Fauces saben de qué son capaces los daimones que los sirven.

—¡Puf! —rebufó Lexa—. Daimones.

—Anda, ¿ahora somos expertas en el tema?

—No, experta no. Pero un par de cosillas sí que sé.

—No me digas.

—… miau…

Clarke se giró en el sitio y echó mano al cuchillo que llevaba en el cinturón a la espalda. Don Majo estaba sentado en la barandilla, mirándola con la cabeza inclinada a un lado.

—Di «hola, Don Majo».

—… hola, don majo…

—Por los dientes de las Fauces —dijo Clarke con un hilo de voz.

—Tranquila, no es un daimón. No haría daño ni a una mosca. Y yo tampoco puedo robar el aire de los pulmones de nadie. Bueno, a lo mejor si me tirara dos o tres semanas sin bañarme…

Clarke levantó una ceja mirando a Lexa y asintió despacio.

—Vaya, así que de verdad eres tenebra.

—¿Lo sabías?

—Algo sospechaba, después de aquel asunto con Solis. No vi moverse ninguna sombra, pero no acababa de oler bien. —Clarke sonrió al ver que Lexa entornaba la mirada—. No creerías que te he pedido que me acompañaras solo porque parecías una buena acompañante, ¿verdad?

Lexa dio otra dentellada a su muslo de pollo sin decir nada. Clarke volvió a encararse hacia ella, despacio y con cuidado. Echó un vistazo al gato-sombra. Lo más probable sería que el ciudadano medio intentara clavar a Lexa a una cruz si tan solo sospechara lo que era. Lexa se preguntó si a la chica la cegaría la superstición o el miedo. La sonrisa que iba creciendo poco a poco en los labios de Clarke reunió todos esos pensamientos, se los llevó a un callejón oscuro y los estranguló sin hacer ruido.

—¿Y cómo es? —preguntó la joven rubia—. ¿Puedes caminar entre las sombras? He oído que os salen alas y respiráis oscuridad y…

Lexa envió su sombra ondulándose sobre las baldosas, retorcida en mil formas, horrendas, hermosas, abstractas. La fijó en torno a los pies de Clarke y le dio un leve tirón en las botas.

—Negra Madre, es asombroso —susurró Clarke—. ¿Qué más puedes hacer?

—Eso viene a ser todo.

—¿De verdad?

—Puedo esconderme. Me envuelvo en la sombra como si fuera una capa. Así soy difícil de ver, pero yo también estoy casi ciega mientras lo hago. Solo veo unos pocos palmos por delante. —Lexa levantó los hombros—. Me temo que no es muy impresionante.

—A mí me puedes considerar impresionada. —Clarke le guiñó un ojo.

—El shahiid Solis y la reverenda madre no parecen compartir tu entusiasmo.

Clarke hizo una mueca y escupió un trocito de corteza de queso.

—Solis es un hijo de puta. Un cabronazo mezquino y brutal. —La chica se inclinó hacia Lexa y siguió hablando en tono conspirador—. Sabes lo que significa su nombre, ¿verdad?

Lexa asintió con la cabeza.

—Es ashkahi. Significa «el último».

—Y has oído hablar de la Piedra Filosofal, ¿a que sí? ¿La cárcel de Tumba de Dioses?

Lexa tragó saliva. Asintió despacio.

No mires.

—Yo me crie en Tumba de Dioses.

—Entonces sabrás el exceso de población que tenía la Piedra antes de que la destrozaran. Cada pocos años, diezmaban a los presos. La idea se le ocurrió al cónsul Azgeda, cuando solo era un cachorro en el Senado. Lo llamaron…

—El Descenso.

Clarke dijo que sí con la cabeza y siguió hablando mientras daba otro mordisco al queso.

—Sacaban de allí a todos los guardias. Ataban una escalera a la torre más alta y amarraban una barca al fondo. Decían a los presos que uno de ellos podría remar hasta la costa y regresar al mundo, hubiera cometido el delito que fuese. Pero solo cuando todos los demás presos del lugar estuvieran muertos. Resulta que, hace unos doce años, nuestro buen Shahiid de Canciones era solo otro desafortunado ladrón encerrado en la Piedra Filosofal.

—Solis —susurró Lexa—. «El último…»

—Así fue como lo llamaron. Después.

—¿A cuántos…?

—A muchos. Y eso, estando ciego como un gusano.

—Por las Hijas —dijo Lexa. Podía sentir su hoja atravesándole el brazo. El músculo al partirse. El dolor lacerante—. Y yo le clavé el cuchillo en la cara…

—A lo mejor te respeta por ello.

Lexa bajó la mirada al cabestrillo de su brazo herido.

—Y a lo mejor no.

—Mira la parte positiva. Al menos no te harán ir a Canciones hasta que se te mejore el ala. Mientras tanto, puedes intentar ganártelo con flores o lo que sea.

—Abby me dijo que la shahiid Aalea me enseñará hasta que sane.

—Uuuh. —Clarke sonrió—. Mírala, qué suerte tiene.

—¿Suerte por qué? ¿Qué enseña?

—¿De verdad no lo sabes? —Clarke rio—. Por los dientes de las Fauces, te va a encantar.

—¿Vas a soltar prenda o seguirás parloteando toda la noche?

—Enseña las artes gentiles. Persuasión. Seducción. Sexo. Esas cosas.

Lexa estuvo a punto de atragantarse.

—¿Enseña sexo?

—Bueno, lo básico no. Eso se supone que ya lo sabemos. Enseña su arte. Mi padre decía que en el mundo hay dos clases de hombres: los que están enamorados de Aalea y los que aún no la conocen. —Clarke levantó una ceja—. Negra Madre, no serás doncella, ¿verdad?

—¡No! —Lexa torció el gesto—. Es que…

—¿Qué?

Lexa frunció el ceño, intentando apagar el sonrojo de sus mofletes.

—Es que no… lo he hecho con muchos.

—¿Qué pasa con Lincoln?

—¡No! —gruñó Lexa—. Por las Hijas, no.

—¿Por qué no? ¿Un chico tan apuesto como él? De acuerdo, los tatuajes son espantosos, pero la cara de debajo está bastante bien. —Clarke dio un codazo a Lexa—. Y en la oscuridad, todos tienen el mismo aspecto.

Lexa lanzó un vistazo a Don Majo. Se miró los pies. Se llenó la boca con más pollo.

—¿Con cuántos lo has hecho, Wood?

—¿Por qué? —murmuró Lexa, masticando—. ¿Con cuántos lo has hecho tú?

—Con cuatro. —Clarke se dio unos golpecitos en el labio—. Bueno, con cuatro y medio, si nos ponemos estrictas. Pero ese era imbécil, así que para mí no cuenta. A todo el mundo se le permite un fallo.

—Uno —reconoció por fin Lexa.

—Ah. ¿Lo amabas, entonces?

—Ni siquiera lo conocía.

—¿Cómo estuvo?

Lexa hizo una mueca. Se encogió de hombros.

—Ah. Fue uno de esos. Y ahora no entiendes a qué viene tanta historia ni por qué ibas a querer hacerlo otra vez, ¿a que sí?

Lexa se mordió el labio. Asintió.

—La shahiid Aalea te lo enseñará. Luego mejora, Wood, ya lo verás.

—Umf. —Lexa se dejó caer sobre una mesa, con la barbilla apoyada en los nudillos.

Clarke se levantó. Se sacudió las migajas de queso del regazo.

—Venga, más vale que nos vayamos. Tenemos Bolsillos de buena mañana. Con un poco de suerte, a lo mejor hasta puedes ir un rato con Aalea.

Clarke se puso a hacer sonidos de besos.

—Para ya —gruñó Lexa.

Los sonidos de besos se entremezclaron con gemidos suaves y guturales.

—Que pares ya.

Las chicas se internaron en la oscuridad, seguidas en silencio por un gato que no era gato.

Cuando se hubieron marchado, un chico salió de las sombras detrás de ellas. Piel pálida. Cuero negro. La mayoría lo habría llamado guapo, aunque «hermoso» seguro que era mejor descripción. Tenía los pómulos altos y los ojos azules más penetrantes que podáis haber visto en la vida.

Un chico llamado Chss.

Sostenía un puñal. Mientras miraba a Lexa y Clarke desaparecer en las tinieblas, pasó la yema de un fino dedo por su filo.

Y sonrió.