Capítulo 13. Lección

—Como repetía siempre mi exesposa —dijo el shahiid Ratonero con una sonrisa—, el secreto está en los dedos.

Los discípulos estaban reunidos en el Salón de los Bolsillos, formando un semicírculo alrededor del shahiid. El espacio era inmenso, iluminado por un brillo algo azulado que emanaba de los cristales tintados del techo. Había largas mesas que cruzaban el salón de lado a lado, llenas de curiosidades y rarezas, candados y ganzúas. En todas las paredes había puertas a decenas, cada una con un tipo distinto de cerradura. Y al borde de la zona iluminada, Lexa entrevió estanterías repletas de ropa, de todos los cortes y estilos imaginables en cualquier rincón de la república. El propio Ratonero iba vestido con las prendas habituales en Itreya, calzas de cuero y jubón de manga corta, no con su premonitoria túnica gris. Seguía llevando su hoja de negracero con las figuras doradas de cabeza de gato abrazadas en la empuñadura. Lexa volvió a quedarse impresionada por los ojos del shahiid, por aquella profunda mirada castaña que revelaba la sabiduría de un hombre mucho mayor que los treinta y pocos años que aparentaba.

—Claro que mi primera esposa tampoco era precisamente una lumbrera. Se casó conmigo, a fin de cuentas.

El shahiid anduvo entre los discípulos con las manos a la espalda, saludando con la cabeza como un ricachón nacido de la médula dando un paseo. Se detuvo de pronto delante del hermano de Clarke, Finn. Le tendió una mano.

—Hola, joven, ¿cómo te llamas?

El chico rubio estrechó la mano que le ofrecían y Ratonero le lanzó un puñal pequeño, con el puño por delante.

—Creo que se te ha caído esto.

Finn comprobó la vaina vacía de su muñeca. Parpadeó, sorprendido. Ratonero se volvió hacia los discípulos y guiñó un ojo.

—El truco está en la finta —dijo.

El shahiid siguió paseando por la hilera y paró delante de Lincoln. Los cardenales que tenía el chico gracias a los nudillos de Llamarriadas y las botas de Solis seguían destacándose en un azul amoratado.

—¿Qué tal la mandíbula, joven?

—Está bien, shahiid, gracias.

—Tiene mala pinta. —Ratonero levantó una mano y la pasó con suavidad por el rostro de Lincoln. El chico retrocedió y alzó su propia mano para apartar la del shahiid. Al instante, Ratonero lanzó al chico un anillo que Lexa reconoció a simple vista: los tres dracos marinos de plata, entrelazados—. Creo que se te ha caído esto.

Lincoln comprobó su dedo, desnudo. El anillo lo tenía en la palma de la mano. Ratonero volvió a mirar a los discípulos.

—El truco está en el tacto —dijo.

El shahiid siguió deambulando frente a los discípulos hasta detenerse junto a Costia. Ratonero dedicó a la pelirroja su fugaz sonrisa de ladrón de cuberterías y se acercó a ella. La chica le sostuvo la mirada con sus brillantes ojos de cazadora y una sonrisa traviesa, intentando superar al shahiid en encanto. El duelo terminó cuando Ratonero sostuvo en alto un brazalete dorado y lo hizo girar entre sus dedos.

—Creo que se te ha caído esto —dijo, devolviéndoselo a la chica. Se volvió una vez más hacia los discípulos y guiñó un ojo—. El truco está en los ojos.

Sin mediar palabra, Costia dio un paso adelante y plantó un beso en la boca de Ratonero. La sorpresa y la diversión se extendieron entre los discípulos y al mismo tiempo el shahiid ponía los ojos como platos. Mientras retrocedía y levantaba los brazos para apartar a la chica, Costia asió la empuñadura de su hoja de negracero y la desenvainó con una floritura. Sin dejar de sonreír, apuntó con ella al corazón del shahiid.

—El truco está en los labios —dijo Costia.

Ratonero se quedó quieto, mirando su propia espada apoyada en su pecho. Lexa contuvo el aliento, preguntándose si su disgusto adoptaría la misma forma que el de Solis. Pero entonces el shahiid se echó a reír, con una carcajada larga y sonora que concluyó con una inclinación breve y cortés dirigida a la pelirroja.

—Bravo, mi dona, bravo.

Costia le devolvió la espada e hizo una reverencia alzando unas faldas imaginarias. Clarke lanzó una mirada a Lexa, que respondió con un asentimiento reticente.

«Es buena.»

Aun así, Lexa no pudo evitar que la injusticia la irritara. Ella había puesto en evidencia a un shahiid y le habían cortado el brazo. Costia, en cambio, se había llevado un puto aplauso. Ratonero se volvió hacia el grupo.

—Como nuestra emprendedora discípula acaba de demostrar, el juego de los bolsillos es un juego de manipulación. Es un teatro, un baile en el que vuestro objetivo debe estar siempre con el pie cambiado y vosotros un paso por delante de él. Seducir bolsillos, o el arte de permanecer oculto, puede parecer nimio en comparación con el «arte» de abrir el cráneo a alguien o matarlo con su propia copa de vino, pero a veces lo único que se interpone entre vosotros y un objetivo es una puerta, o una contraseña escrita en un papelito que tiene el jefe de la guardia en el bolsillo. El camino no siempre está adoquinado en sangre.

»Por desgracia, el antiguo amor de mi vida atinó bastante. En este juego, vuestros dedos son vuestra forma de ganaros la vida. Y la única manera de mejorar con ellos es con la práctica. De modo que eso es lo que haremos aquí, practicar. —El shahiid señaló un montón de finos pergaminos que había en una mesa—. Para motivar a los discípulos, todos los cursos cada shahiid organiza una competición. Deberéis coger una lista de esas cada uno. En ella encontraréis una serie de objetos que se hallan en el interior del Monte Apacible, con números al lado. Son los puntos que obtendréis si adquirís el objeto y me lo traéis, pero ojo, sin que su propietario os descubra. —Ratonero paseó la mirada por los ojos de cada discípulo—. Debo dejaros claro que no asumo ninguna responsabilidad por las consecuencias en caso de que os pillen obteniendo estos tesoros. Y si os sorprenden vagando por los pasillos después de la novena campanada incumpliendo el toque de queda de la reverenda madre, que la Negra Madre os ayude. Esto es un juego, pero un juego peligroso. —Meneó las cejas—. Del único tipo al que merece la pena jugar.

»A final de año, el discípulo que haya obtenido más puntos será el primero de este salón. Los demás shahiids, Canciones, Máscaras y Verdades, organizarán competiciones similares. De no darse sonoros fracasos en las demás áreas de estudio, los alumnos que terminen los primeros de cada salón tienen prácticamente garantizada su graduación en la Iglesia Roja como hojas de pleno derecho.

Estallaron murmullos entre los discípulos. Lexa cruzó la mirada con Lincoln, al otro lado de la estancia. Clarke sonreía como un gato que acaba de robar la crema, la vaca y, ya puestos, también a la joven lechera. ¿La garantía casi plena de convertirse en hoja? ¿De vengar a su padre? ¿De alzarse sobre la tumba de Azgeda? Por los dientes de las Fauces, ese premio bien merecía intentar afanar unas pocas baratijas…

Algunos discípulos ya habían empezado a coger los pergaminos. El chico de una sola oreja, que se llamaba Pedro, tuvo una breve rencilla con Jasper cuando los dos intentaron quedarse el mismo. Una sonriente Clarke arrebató a Lincoln su pergamino de las manos. Lexa se abrió paso entre la multitud para coger el suyo. Partió el sello de cera y leyó la lista manuscrita.

Un cuchillo de las cocinas 1 punto

Una alabarda del Salón de las Canciones 1 punto

Un objeto personal de un compañero discípulo 2 puntos

Joyas pertenecientes a un compañero discípulo 3 puntos

Un libro del athenaeum (robado, no prestado, listillos) 6 puntos

Un espejo del Salón de las Máscaras 7 puntos

Los anteojos del cronista Gabriel 8 puntos

Un rostro de los aposentos de la tejedora 9 puntos

Los cuchillos ceremoniales de la shahiid Mataarañas 20 puntos

Un recuerdo del estudio de la madre Abby 35 puntos

La vaina vacía del shahiid Solis 50 puntos

Y la lista seguía. Había decenas y decenas de objetos en el papiro, cada cual más estrambótico que el anterior. Parecía que aquella «competición» iba a propiciar una guerra abierta de hurtos entre los discípulos, que casi a ciencia cierta era lo que quería Ratonero. Estarían alerta a todas horas. Buscando siempre una oportunidad. Siempre vigilantes.

Siempre practicando.

«Muy hábil.»

Al final de la lista, Lexa leyó el último objeto, el más difícil de todos.

La llave de obsidiana de la reverenda madre 100 puntos

Lexa recordó la llave que pendía del cuello de la anciana. ¡Habría que estar muy loco para intentar robarla! Levantó la mirada hacia el shahiid Ratonero y lo encontró observándola con aquella sonrisa de robar cuberterías. El shahiid dio una palmada y miró a los discípulos.

—Muy bien, a practicar.

La primera lección del shahiid consistió en los principios básicos del carterismo. Cogió un monedero tintineante de una mesa, se lo ató al cinturón y procedió a educar a los discípulos en las diversas formas que tenían de afanarle el dinero, cada una con un nombre más pintoresco que la anterior. El Alzamuerto, el Impertinente, la Julieta, el Gigoló. Con un bastón en la mano, Ratonero fue escogiendo discípulos al azar para que intentaran robarle el premio. Carlota, la chica con la marca de esclava que se contoneaba como una serpiente y se movía casi igual de rápido. El gran Jasper, cuyas manos como mazas demostraron ser más veloces de lo que aparentaban. Los discípulos demasiado lentos obtenían como recompensa un bastonazo en los nudillos.

¿Demasiado tosco? ¡Zas! ¿Demasiado evidente? ¡Zas! ¿Demasiado torpe?

Zas, zas, zas.

Clarke parecía tener habilidad en el juego, y Costia y Chss no le iban a la zaga. El chico pálido de ojos azules seguía negándose a hablar y usaba su tiza y su tablilla para responder a cualquier pregunta si no bastaba con asentir o negar con la cabeza. Pero era rápido como los gusanos en un cadáver y sigiloso como la muerte. Ratonero se cambió varias veces de ropa, cogiendo prendas de los estantes y explicando cómo podía superarse cada una de ellas. Se disfrazó de don nacido de la médula, con una levita a medida y un monedero hinchado en su interior. Luego, de senador con su túnica de ribetes purpúreos y un bolsillo oculto para guardar las monedas.

—Y ahora —anunció Ratonero, hurgando de nuevo en los estantes de ropa—, una especie que se aferra a sus cobres como los perros a sus huesos. —El shahiid se puso una pesada túnica blanca y se echó al cuello una cadena dorada—. El típico y devoto sacerdote de Aa. —Ratonero alzó sus tres dedos en un gesto de bendición e hizo que su voz descendiera una octava—. Que Aquel que Todo lo Ve os tenga siempre en su Luz, hijos míos. —Alzó la voz para imponerse a las risitas—. Reíd, reíd si queréis, discípulos, pero estos ropajes son auténticos. Pertenecieron a un clérigo de Tumba de Dioses a quien conocí brevemente en mis años mozos. Aunque debo señalar que él disfrutó de mi presencia menos que yo de la suya. —Observó los rostros reunidos—. Veamos quién va a intentar…

Ratonero frunció el ceño.

—Discípula, ¿te encuentras bien?

Todos los ojos se volvieron hacia Lexa. La chica estaba plantada como si hubiera echado raíces, con la mirada fija en el medallón que adornaba el cuello de Ratonero. Los soles estaban forjados en distintos metales, oro rosado para Saan, platino para Saai y oro amarillo para Shiih… y solo mirarlos hacía que a Lexa le doliera el estómago. Que le sudara la cara. La luz de las ventanas de cristal tintado se reflejaba en aquellos tres círculos de metales preciosos y le ardía en los ojos. Don Majo estaba encogiéndose en su sombra, presa del pánico y tiritando, tan lleno de miedo que no podía beberse el de ella. Pero era algo más que el simple terror lo que embargó a Lexa al ver la Trinidad. Fue auténtico dolor físico.

—Es…

—Venga, chica, es solo el traje de un sacerdote.

Ratonero dio un paso hacia ella. De repente, Lexa trastabilló, cayó de rodillas y vomitó la mañanera que había tomado por todo el suelo. Los otros discípulos se apartaron, asqueados. Los tres soles la estaban cegando y, cuando Ratonero dio otro paso en su dirección, siseó como si se hubiera quemado y se arrastró detrás de una mesa, con una mano levantada para tapar la luz cegadora que solo ella parecía ver. Lincoln fue hacia ella con ojos preocupados. Costia sonreía, divertida, y Clarke escuchaba los perplejos y confusos murmullos de los demás discípulos.

—Fuera de aquí todos —ordenó Ratonero—. Se acabó la lección de este giro.

El grupo se quedó indeciso, mirando boquiabierto a la chica aterrorizada.

—¡Fuera! —rugió Ratonero—. ¡Ya!

La multitud desfiló fuera del salón, aunque Lincoln se quedó cerca de Lexa como una niñera preocupada hasta que Ratonero le gritó que se marchara. Cuando el salón estuvo vacío, el shahiid se quitó las vestimentas y las arrojó a un lado. Se acercó a Lexa como a un animal asustado, con la mano extendida.

—¿Estás bien, chica?

Sin la Trinidad a la vista, Lexa encontró más fácil respirar. El corazón empezó a calmarse en su pecho y remitieron el dolor y la náusea. Don Majo se había recompuesto y estaba de nuevo enroscado en su sombra, bebiéndose su miedo. Pero las manos de Lexa seguían temblando y su corazón seguía latiendo con fuerza…

—Lo… lo siento, shahiid.

Ratonero se arrodilló junto a ella.

—No, soy yo quien debe disculparse. La reverenda madre me contó el truco que hiciste a Solis en el Salón de las Canciones. Bravo, por cierto. —La sonrisa del shahiid se marchitó al no verse reflejada en Lexa—. Pero me dijo lo que eres. He sido un descuidado. Perdóname.

Lexa negó con la cabeza.

—No lo entiendo.

—Antes de que le abriera la garganta, el hombre que llevaba esa Trinidad era un primado del Sacerdocio de Aa. Ese medallón lo santificó un gran cardenal. Está bendecido por la Mano Derecha del propio Aa.

—¿Jaha?

Ratonero negó con la cabeza.

—Su antecesor. Pero lo importante no es el hombre, chica, ni sus ropas. Es su fe en Aquel que Todo lo Ve. El cardenal que bendijo esos soles era un auténtico creyente. Un verdadero seguidor del dios que expulsó a la misma Noche de nuestros cielos. Aa concede a sus siervos más devotos cierta parte de su fuerza; los Luminatii y sus hojas de acero solar son el ejemplo más evidente de todos. Pero sus sacerdotes más píos pueden insuflar cierta medida de esa fuerza en otros objetos que tocan. Tendría que haber supuesto que algo así podría herirte.

—Pero ¿por qué?

El shahiid se encogió de hombros.

—Estás tocada por la Madre, discípula. Marcada, no sé si para bien o para mal. Pero sí sé que la Luz odia a su esposa. Y odia con la misma intensidad a quienes ella ama.

Lexa parpadeó, con la náusea nadando todavía en sus entrañas. Lo había sentido, igual que podía sentir la piedra que tenía debajo. Al mirar aquellos tres círculos ardientes había sentido furia. Llama. Malevolencia. Había sentido lo mismo en otra ocasión. La luz ardiendo en sus ojos. La sangre en sus manos. Cegadora.

No mires…

Ratonero le dio una palmadita en la rodilla.

—No volveré a sacar la Trinidad en estas lecciones. De nuevo, mis disculpas.

El shahiid la ayudó a levantarse y se aseguró de que pudiera mantenerse en pie. A Lexa le bailaban las piernas y estaba un poco mareada. Pero asintió con la cabeza y respiró hondo.

—¿Alguna vez habéis visto a mi señor Kane reaccionar así a la Trinidad?

—Nunca he sido tan necio como para llevarla puesta en su presencia. —Ratonero sonrió.

—Querría hablar con él, si es posible. Nunca he conocido a un…

La negativa de Ratonero moviendo la cabeza ahogó la petición que llegaba a los labios de Lexa.

—Mi señor Kane ya no está en el monte, discípula —dijo el shahiid—. Regresará para vuestra iniciación, pero dudo mucho que nos regale antes su presencia. Las respuestas que necesitas, tendrás que buscarlas sola. Ojalá pudiera decirte más, pero Kane es el único tenebro al que he conocido, y el Señor de las Hojas se reserva sus consejos.

Lexa asintió a modo de agradecimiento y salió del Salón de los Bolsillos. Aún tenía el paso poco firme. Aún le temblaban las manos. Se detuvo fuera de la puerta doble, con los ojos cerrados, escuchando aquel coro fantasmagórico que cantaba en la penumbra. En la oscuridad de detrás de sus párpados todavía se marcaban tres círculos ardientes, y su mente seguía anegada por la comprensión de que, de algún modo, se había ganado el odio de un dios. No tenía ni idea de cómo. Ni de por qué. Pero fueran cuales fuesen los motivos, nadie de aquella iglesia parecía tener ninguna respuesta válida.

«Tal vez…»

Marchó hacia la oscuridad, todavía mareada, mientras los círculos ardientes de sus ojos iban desapareciendo poco a poco. Pensando que tal vez pudiera haber alguien en aquellos salones en posesión de las respuestas que necesitaba. Pero cuando llegó a los portones del athenaeum, los encontró cerrados a cal y canto. Llamó con los nudillos y gritó el nombre del cronista. Solo obtuvo el silencio por respuesta. Con un suspiro, Lexa apoyó la espalda en las puertas. Sacó una fina cajita de plata de su cabestrillo y encendió un cigarrillo. Exhaló gris.

Tres soles ardiendo tras sus ojos.

Preguntas ardiendo siempre en su mente.

Pero si quería conocer la verdad sobre sí misma, por lo visto tendría que encontrarla sola. La sombra se revolvió a sus pies. Una voz suave susurró en la oscuridad.

—… nunca sola…