Capítulo 14. Máscaras

—No sé por qué no lo llaman el Salón de los Espejos —murmuró Lexa.

Había pasado un giro desde el incidente en el salón de Ratonero. Lexa había desviado la preocupación de Lincoln y Clarke con pobres excusas sobre un arenque en mal estado de la mañanera y, tras un par de miradas dubitativas, los dos habían renunciado a insistir. El resto de la grey tenía clase en el Salón de las Canciones pero, dado que el brazo de Lexa aún estaba amoratado, Raven la había acompañado a su primera lección en el infame Salón de las Máscaras.

Escaleras y pasillos. Coros y ventanas y sombras.

El salón se extendía ante ella, envuelto en un tenue perfume. Había escarlata en todas las superficies. Telas largas y rojas que se cimbreaban como bailarines, mecidas por un viento invisible. Cristal tintado de brillante carmesí. Estatuas talladas en el excepcional mármol rojo dispuestas en ordenadas hileras; eran figuras desnudas y hermosas, pero lo raro era que estaban todas decapitadas. Lo más raro todavía era que no había ni una sola máscara a la vista. En lugar de ello, mirara donde mirara Lexa, solo encontraba espejos. Cristal y plata pulida, baños de oro y madera y marcos de vidrio. Un centenar de reflejos que le devolvían la mirada. Flequillo torcido. Piel blanquecina. Ojeras.

Ineludible.

Raven se retiró del salón. La doble puerta se cerró en silencio a su espalda.

—Llegas temprano, amor.

Lexa buscó la voz entre los reflejos. Tenía un tono ahumado. Musical. Entrevió un movimiento de curvas pálidas cubriéndose con una túnica roja como el vino. Y saliendo de entre unas sedosas cortinas de puro escarlata, vio a Aalea, Shahiid de Máscaras. Casi le dolió el estómago al ver a la mujer a plena luz. Llamarla bonita sería como llamar vientecillo a un tifón, o llama de cirio a los tres soles. Aalea era hermosa, sin más. Dolorosa y estúpidamente hermosa. Gruesos rizos que fluían como ríos de medianoche hasta su cintura. Ojos adornados con kohl y rebosantes de misterio, labios turgentes pintados del rojo de la sangre del corazón. Silueta de reloj de arena. Era la clase de mujer sobre la que se leía en los antiguos mitos, una mujer por la que los hombres asediarían ciudades o separarían océanos o harían cualquier otra idiotez imposible con tal de poseerla. Lexa se sintió como un insecto en su presencia.

—Disculpas, shahiid. Puedo volver más tarde si os place.

—No, amor. —La sonrisa de Aalea era como los soles apareciendo entre las nubes. Cruzó majestuosa la estancia y besó las mejillas de Lexa—. Quédate y sé bienvenida.

—Os lo agradezco, shahiid.

—Ven, siéntate. ¿Quieres beber algo? Tengo dulceagua. ¿O quizá algo más fuerte?

—¿Whisky?

La sonrisa de Aalea daba la impresión de estar creada solo para Lexa.

—Como desees.

Lexa terminó sentada en un diván de terciopelo, con un vaso de buen vino dorado en la mano. La shahiid se reclinó enfrente de ella, sosteniendo una fina y larga copa de líquido oscuro entre los dedos estrechos y pintados. Parecía un retrato que hubiera cobrado vida. Una diosa hollando el mundo con pies terrenales, que por algún motivo se había rebajado a pasar unos momentos con…

—Tú eres Lexa.

La chica parpadeó, algo mareada por el perfume.

—Así es, shahiid.

—Qué nombre tan bonito. ¿Es liisiano?

Lexa asintió con la cabeza. Dio un sorbo a su vaso y torció el gesto cuando el líquido le quemó la garganta. Hijas, qué no daría por encenderse un cigarrillo…

—Háblame de él —pidió Aalea.

—¿Cómo?

—De tu chico. De tu primero. Solo has tenido a uno, si no me equivoco.

Lexa procuró que no se le descolgara demasiado la mandíbula. Aalea volvió a sonreír, deslumbrante y viva, llenando el pecho de la chica con un calor que no tenía nada que ver con el vino dorado. En aquellos ojos oscuros había algo que hablaba de afinidad. De secretos compartidos, como hermanas que no habían llegado a conocerse. Una voz en la mente de Lexa le susurró que la shahiid estaba poniendo en práctica su oficio, pero aun así, de algún modo, no parecía tener importancia.

«Ahí es donde está el truco», supuso Lexa.

—No hay mucho que contar —repuso la chica.

—¿Qué tal si empezamos por su nombre?

—Nunca lo supe.

Aalea enarcó una cuidada ceja, dejando que el silencio se ocupara de formular su pregunta.

—Era un dulcechico —dijo Lexa al poco—. Le pagué por hacerlo.

—¿Pagaste a un chico para tu primera vez?

Lexa trabó la mirada con la mujer y se negó a apartarla.

—Justo antes de venir aquí.

—¿Me permites que adivine por qué?

Lexa se encogió de hombros.

—Como deseéis.

Aalea se reclinó en el diván y se estiró como una gata.

—Tu madre… —dijo la shahiid— ¿era una belleza?

Lexa parpadeó. No dijo nada.

—¿Sabes que no has mirado a un espejo ni una sola vez desde que te has sentado? Te gires hacia donde te gires en este salón, ves tu reflejo. Y sin embargo, estás ahí sentada mirando la bebida en tu mano, haciendo lo imposible para evitar tu propio rostro. ¿A qué se debe?

Lexa miró a la shahiid. Seguro que siempre había estado rodeada de hombres que la adoraban. No sabía lo que era ser del montón. Poquita cosa. Ordinaria. Hubo un fogonazo de rabia en los ojos de Lexa y su voz se volvió llana y dura.

—Algunas no nacemos con tanta suerte como otras.

—Tienes más suerte de la que crees. Naciste sin eso por lo que la mayoría aprecia a sus amantes, ese ridículo premio llamado «belleza». Sabes lo que es que te pasen por alto. Lo sabes tan bien que pagaste a un chico para que te amara. Ah, saborear esa dulzura, aunque solo fuese durante un latido de corazón…

—No fue tan dulce, creedme.

Aalea sonrió.

—Tú ya entiendes lo que es anhelar, amor. Y muy pronto comprenderás cuánto poder otorga saber infundir ese anhelo en los demás.

—¿Qué enseñáis aquí, exactamente?

—El toque suave. La mirada que permanece. Los susurros de nada que lo significan todo. Esas son las armas que voy a entregarte.

—Prefiero el acero, si no os importa. —Lexa frunció el ceño—. Es más rápido y más sincero.

Aalea rio.

—¿Y si necesitas información para completar una ofrenda? ¿Y si tu objetivo está escondido y solo un siervo leal sabe dónde? ¿Y si necesitas una contraseña para entrar en una reunión donde sabes que estará presente tu objetivo? ¿O la confianza de una mujer que puede guiarte a la muerte que debes dar? ¿De qué te servirá el acero entonces?

—Dicen que las brasas al rojo vivo funcionan muy bien en esas situaciones.

—La piel cálida funciona incluso mejor. Y deja menos cicatrices.

La shahiid se levantó, flotó hasta el diván de Lexa y se sentó a su lado. Lexa olió el perfume de la mujer, penetrante y vertiginoso. Contempló los oscuros estanques de sus ojos. Aquella mujer tenía como una gravedad, un magnetismo hacia el que Lexa no podía impedir que la arrastrara. ¿Habría algún tipo de arkimia en el perfume que llevaba?

—Te enseñaré a hacer que los demás te amen —ronroneó Aalea—. Hombres. Mujeres. Sin remedio y por completo, aunque solo sea por una nuncanoche. Aunque solo sea por un latido de sus corazones. —Extendió unos dedos suaves y dibujó un cosquilleante descenso en la mejilla de Lexa—. Te enseñaré cómo hacer que otros anhelen. Que sientan lo que sientes tú ahora. Pero antes debes dominar el rostro que ves en el espejo.

El sortilegio de Aalea se hizo añicos y las mariposas de la tripa de Lexa cayeron muertas una tras otra. Echó un vistazo al espejo más cercano. Al reflejo que contenía. A la chica escuálida y paliducha de la nariz rota y las mejillas hundidas, sentada junto a una mujer que bien podría haber sido una estatua de aquel salón después de cobrar vida. Era una locura. Por dulce que fuese el perfume que llevaba, por deliciosas que fuesen las nadas que pudiera susurrar, Lexa jamás sería una belleza. Se había resignado al hecho años atrás.

—Me he mirado en el espejo más que la mayoría, creedme —dijo la chica—. Y aunque os agradezco la intención, shahiid, si vais a decirme que debo amarme a mí misma para que otros puedan amarme, creo que podría vomitar este whisky tan bueno por toda vuestra preciosa alfombra roja.

Risa. Tan brillante y cálida como los tres soles juntos. Aalea cogió la mano de Lexa y se la apretó contra unos labios rojo sangre. La chica no pudo impedir que asomara un rubor a sus mejillas.

—Querida, no. Jamás pondría en duda que te conoces a ti misma más que muchos. Las del montón solemos hacerlo. Y no me refiero a que debas aprender a amar el rostro que ves en el espejo ahora. —Aalea volvió a tocar la cara de Lexa, provocando una embriagadora oleada de calor—. Me refiero a que deberás dominar el rostro que vas a ver en el espejo mañana.

—¿Por qué? —dijo Lexa, confundida—. ¿Qué pasará esta tarde?

Aalea sonrió.

—Que te daremos uno nuevo, por supuesto.

—¿Un nuevo qué?

—Esa nariz, esos ojos… no. —Aalea dio un bufido desdeñoso—. Demasiado notables, ¿entiendes? Un pico tuerto podría despertar curiosidad por cómo se rompió. Unas ojeras profundas podrían hacer que un objetivo se preguntara qué haces de nuncanoche en vez de dormir, como debería una hija fiel de Aa. Y los sitios a los que te enviaremos pronto… —La shahiid sonrió—. De momento, te necesitamos bonita pero fácil de olvidar. Agradable pero sin destacar. Capaz de hacer que se gire una cabeza si quieres y de difuminarte en el entorno si lo necesitas.

—Yo…

—¿No te gustaría ser bonita, amor?

Lexa se encogió de hombros.

—Me trae sin cuidado mi apariencia.

—¿Y aun así, pagas a un chico guapo para que te ame?

La shahiid se acercó hacia ella. Lexa sintió la calidez que irradiaba de su piel. De pronto se le secó la boca. Se le aceleró un poco el aliento. ¿Ira? ¿Indignación? ¿O sería otra cosa?

—Tal vez no esté bien —dijo Aalea—. Tal vez no sea justo. Pero vivimos en un mundo de senadores y cónsules y Luminatii, de repúblicas y sectas e instituciones que levantaron y mantienen casi en exclusiva los hombres. Y en ese mundo, el amor es un arma. El sexo es un arma. ¿Tus ojos, tu cuerpo, tu sonrisa? —Levantó los hombros—. Armas. Y te confieren más poder que mil espadas. Te abren más puertas que mil andadores de guerra. El amor ha derribado a reyes, Lexa. Ha arrasado imperios. Incluso ha partido nuestro pobre y chamuscado cielo. —La shahiid alzó una mano y apartó un pelo suelto del pómulo de Lexa—. Nunca verán el puñal de tu mano si están perdidos en tus ojos. Nunca notarán el veneno de su vino si están borrachos con tu visión. —Un leve gesto de indiferencia—. Lo único que hace la belleza es facilitarlo, amor. Más de lo que te resultaría ahora. Tal vez sea triste. Tal vez esté mal. Pero también es cierto.

La voz de Lexa llegó en un susurro tenso, con la ira esperando entre bambalinas.

—¿Y qué podéis saber vos de cómo me resulta ahora, shahiid?

—He vestido tantas apariencias que casi ya no recuerdo la primera. Pero no era ninguna beldad, Lexa. —Aalea se reclinó y sonrió—. Era más bien como tú. Conocía el anhelo. Lo mucho que dolía. Su vacío. Lo conocía tanto como a mí misma. Y por eso, cuando Octavia me otorgó belleza y aprendí a provocar ese anhelo en otros, me volví imparable.

—Octavia… —susurró Lexa.

«La tejedora de carne.»

Todo empezaba a encajar. La belleza ultramundana de Aalea. El rostro joven y los ojos viejos de Ratonero. Incluso la fachada de hogareña calidez de la reverenda madre. Por fin comprendió a qué se debía el nombre de aquella estancia. El Salón de las Máscaras. Por las Hijas, podría aplicarse al monte entero, ocupado por asesinos, asesinos todos, ocultos detrás de fachadas que no estaban hechas de arcilla ni madera, sino de carne. Belleza. Juventud. Suave maternidad. ¿Qué mejor modo de mantener a una recua de asesinos que cambiar la forma de sus caras siempre que se hacía necesario? ¿Qué mejor manera de seducir a un objetivo, confundirse en una multitud o ser conocida y olvidada al instante que modelar un rostro adecuado para la tarea?

«¿Qué mejor forma de hacernos olvidar quiénes somos y moldearnos para ser lo que ellos quieren?»

Por muchos defectos que pudiera tener a ojos ajenos, aquella era su cara. Lexa no estaba segura de cómo le sentaría que aquella gente se la arrebatara…

«No poseas nada —le había dicho Gustus—. No sepas nada. No seas nada.»

Lexa respiró hondo. Tragó con fuerza.

«Porque entonces, puedes hacer cualquier cosa.»

—Ven —dijo Aalea—. La tejedora nos espera.

La shahiid se levantó y le ofreció una mano. Lexa recordó los espantosos rasgos de Octavia: los labios partidos y babeantes, aquellos dedos deformes y gordezuelos. Don Majo suspiró a sus pies y la chica hizo acopio de valor. Cerró los puños. Aquel era el precio que había decidido pagar. Por su padre. Por su familia.

«Cuando todo es sangre, la sangre es todo.»

¿Qué otra cosa podía hacer?

Cogió la mano de Aalea.

No se había fijado la primera vez que estuvo allí, pero, al contrario que en el salón de Aalea, las paredes de los aposentos de Octavia sí que estaban cubiertas de máscaras. De cerámica y de pasta de papel, de cristal y de arcilla. Máscaras de carnaval y máscaras mortuorias, máscaras de niño y máscaras retorcidas de hueso y cuero y piel de animal. Una sala de rostros, hermosos y horribles y todo lo de en medio, ninguno tan repulsivo como el de la propia tejedora.

Y ni un solo espejo a la vista.

Octavia estaba encorvada bajo un blanquecino brillo arkímico. Junto a ella, en las tinieblas, estaba la estatua de una mujer esbelta con cabeza de león y un orbe en las manos. Octavia estaba leyendo un tomo polvoriento, agrietando las páginas al pasarlas. Cuando la shahiid Aalea dio unos golpecitos en la pared para anunciar su presencia, la tejedora no levantó la mirada.

—Buenas tardes tengáis, shahiid. —Una cinta de sangre se derramó de los labios de Octavia al hablar. La tejedora frunció el ceño y presionó con un pañuelo en la página manchada.

La boca de Lexa se torció, asqueada.

—Y vos, gran tejedora. —Aalea hizo una profunda y sonriente reverencia—. Confío en que estéis bien.

—No estamos mal, os lo agradezco.

—¿Dónde está vuestro bello hermano?

Octavia alzó la mirada al oírlo. Compuso una sonrisa tan amplia que estuvo a punto de partirle el labio de nuevo.

—Comiendo.

—Ah. —Aalea puso una mano al final de la espalda de Lexa y la hizo entrar en la estancia—. Lamento interrumpir, pero os traigo a vuestro primer lienzo. Ya os conocéis, según creo.

—Fue poco tiempo. Mas debéis agradecer al gentil Solis que nos presentara. — Octavia se limpió la saliva de la boca y dedicó a Lexa una sonrisa torcida—. Buen giro tengas, pequeña tenebra.

Lexa se irritó al captar la burla en los rasgos de la tejedora. Ya sin la impresión de su primer encuentro, identificaba la clase de mujer que era Octavia. Lexa había tratado mil veces con personas como ella. La mujer sonreía para provocarla, comprendió. Octavia disfrutaba con el tormento. Adoraba contemplar el dolor e infligirlo, y también la compañía de quienes lo adoraban tanto como ella.

Era una sádica.

Y aun así, la shahiid Aalea hablaba a la mujer casi con reverencia, bajando la mirada en señal de respeto. Tenía sentido, supuso Lexa. Si la tejedora era quien hacía que Aalea conservara aquel aspecto, era lógico que la Shahiid de Máscaras prefiriese que Octavia la mirara con buenos ojos. Aunque fuesen unos ojos rosados de cadáver.

—Acercaos y que se siente.

Octavia se levantó de su mesa con un gesto de dolor y señaló una losa de piedra negra que Lexa ya conocía. Correas de cuero y hebillas centelleantes. La chica notó un sabor acre en la boca y recordó despertar en aquel lugar, el dolor y la duda y el vértigo.

—Deberás desarroparte, pequeña tenebra —ceceó Octavia.

—¿Para qué?

Aalea le posó una mano amable en la mejilla.

—Confía en mí, amor.

Lexa clavó la mirada en la tejedora. Don Majo se aovilló en la sombra debajo de ella, bebiéndose su miedo tan deprisa como podía. Con una mueca y sin hablar, Lexa sacó el brazo del cabestrillo, se levantó la camisa y la sacó por encima de la cabeza. Se quitó a patadas las botas y las calzas y se tendió desnuda en la losa. Notó la piedra helada contra su piel aún tibia, que se le puso de gallina con un cosquilleo. A una palabra de Octavia, unos cuantos orbes arkímicos resplandecieron de repente encima de la cabeza de Lexa, que entornó los ojos, deslumbrada por el fulgor. Sobre ella se alzaban dos siluetas difusas, emborronadas en la luz. La voz de Aalea era cálida y melosa como la dulceagua.

—Debemos atarte, amor.

Lexa apretó los dientes. Asintió. Se recordó que era como hacían las cosas en aquel lugar. Que era donde ella misma se había enrolado. Notó que las correas se ceñían en torno a sus brazos y piernas y se le crispó el rostro cuando se le clavó el cuero en el codo herido. Le pusieron cuero acolchado a los dos lados del cuello. Lexa se dio cuenta de que no podía girar la cabeza.

—¿Qué se os ofrece? —preguntó Octavia ceceando—. Tiene buenos huesos. Podría transformarla en una belleza muy particular.

—De momento, un aperitivo, diría yo. Mejor no bucear demasiado profundo tan pronto.

—Parece haber extraviado su busto en alguna parte.

—Haced lo que podáis, gran tejedora. Estoy segura de que será una obra maestra, como de costumbre.

—Como deseéis.

Lexa oyó unos nudillos estallando. Una respiración babosa. Parpadeó mirando la luz y las siluetas que nadaban en su interior. Tenía el pulso acelerado y Don Majo no podía absorber del todo su creciente pavor. Estaba indefensa. Atada. Clavada como un pedazo de carne en el banco de un carnicero.

«Luchaste para llegar aquí —se dijo—. Cada nuncanoche y cada giro, durante seis años. Seis putos años. Piensa en Azgeda. En Jaha. En Titus. Muertos a tus pies. Cada paso que des aquí es un paso que te acerca a ellos. Cada gota de sudor. Cada gota de sa…»

Unas manos suaves le acariciaron la frente. Aalea le susurró al oído:

—Esto te dolerá, amor. Pero ten fe. La tejedora sabe lo que se hace.

—¿Dolerá? —farfulló Lexa—. No habíais dicho nad…

Dolor. Exquisito, inmolador suplicio. Unas manos deformes se mecieron por encima de ella, con dedos que se movían como si la tejedora estuviera interpretando una sinfonía y las cuerdas fuesen su piel. Notó que le ondeaba la cara, que la carne se derramaba como cera ardiente. Le rechinaron los dientes y ahogó un chillido. Lágrimas cegadoras. Corazón martilleando. Don Majo hinchándose y rodando debajo de ella, las sombras de la estancia tiritando. Cayeron máscaras de las paredes mientras el dolor ardía más intenso, y en algún lugar de aquella negrura incandescente y garruda, sintió que alguien le cogía la mano y apretaba, prometiendo que no le pasaría nada.

—… aférrate a mí, Lexa…

Pero el dolor…

—… no me sueltes, te tengo…

Oh, Hijas, el dolor…

Duró una eternidad. Remitía solo el tiempo suficiente para que pudiera recobrar el aliento, sin dejar de temer que volviera a empezar. En todos esos inacabables minutos, Octavia no llegó a tocar su piel ni una sola vez y, aun con ello, Lexa sintió las manos de la mujer por todas partes. Separándole la piel y retorciéndole la carne, mientras corrían las lágrimas por mejillas fundidas. Y cuando Octavia hizo descender sus manos hacia el pecho y la tripa de Lexa, lo dejó escapar. El chillido pasó entre sus dientes y ascendió, ascendió hacia la llameante oscuridad sobre su cabeza, mientras ella se hundía en una piadosa negrura donde no sentía nada. No sabía nada. No era nada.

—… no te soltaré…

Nada en absoluto.

No era hermosa.

Sentada más tarde en su dormitorio, Lexa cayó en la cuenta de que la tejedora no le había concedido ese don. No era una estatua viva como Aalea. No era alguien por quien un general fuese a reclutar un ejército, ni por quien un héroe degollaría a un dios o a un daimón, ni por quien una nación querría ir a la guerra. Pero Lexa estaba fascinada mirándose en el espejo de su cómoda. Se pasó las yemas de los dedos por los pómulos, la nariz y los labios, con manos todavía temblorosas. Don Majo la observaba desde las almohadas, saciado por el banquete de su miedo. Había despertado en su cama con él a su lado, mirándola con sus no-ojos. La shahiid Aalea ya no estaba, aunque Lexa aún percibía su perfume. Al sentarse frente al espejo, había esperado encontrar a una desconocida. Pero cuanto más miraba la cara de la plata pulida, más reparaba en que seguía siendo ella misma. Los ojos verdes, la forma de corazón, los labios curvos, todo suyo. Pero en cierto modo era… bonita. No bonita de las que bordean la hermosura, sino bonita cotidiana, como las que podría cruzarse cualquier giro en la calle. De esas que quizá se miren al pasar deprisa, pero se olvidan nada más se pierden de vista. Era como si al puzle de su rostro le hubiera faltado una pieza que por fin estaba colocada en su sitio. Cambios sutiles que, de alguna manera, lo cambiaban todo. Los labios, más turgentes. La nariz, enderezada. La piel, lisa como la crema. Sus ojeras habían desaparecido y los ojos en sí parecían un poco más grandes. Ah, y hablando de eso…

Se desató los lazos del cuello y bajó la mirada al lugar donde no habían estado sus pechos.

—Por las Hijas —murmuró—. Esas dos son nuevas.

—… te habrás dado cuenta de que he evitado hacer comentarios…

Lexa lanzó una mirada al no-gato, que se había subido al marco del espejo.

—Tienes un autocontrol admirable.

—… en realidad, es que no se me ocurría nada ingenioso…

—Gracias a las Fauces por los pequeños regalos, pues.

—… y por los considerablemente más grandes, como el caso que nos ocupa…

Lexa puso los ojos en blanco.

—… los dos sabíamos que no podía durar…

La chica devolvió la atención a su reflejo. Observó cómo la observaba aquella cara nueva. En realidad, había creído que se sentiría rara. Como si le hubieran robado algo: su identidad, su yo, su individualismo. ¿Casi como si la hubieran vulnerado? Pero aquella seguía siendo su cara. Su carne. Su cuerpo. Y mientras Lexa se encogía de hombros hacia la chica del espejo, la chica le devolvió el encogimiento. Como había hecho siempre. Como siempre haría.

Tuvo que reconocerlo.

La tejedora sabía lo que se hacía.