Capítulo 15. Verdad

Raven la estaba esperando junto a su puerta cuando Lexa se levantó por la mañana. Al ver el nuevo rostro de Lexa, los ojos de la mujer se ensancharon tras su velo. Lexa oyó un leve siseo escapar de unos labios arruinados y se quedó indecisa, sin saber del todo qué decir. Al final, se conformó con:

—Buenos giros tengas, Raven.

—Raven viene a decirle que Raven se marcha.

Lexa parpadeó.

—¿Te marchas? ¿Adónde?

—A Última Esperanza. Y luego a la ciudad de Kassina, en la costa sur. Raven tardará en volver. Ella debe mirar por dónde anda hasta que Raven regrese. Mantenerse firme. Ser fuerte. Y tener cuidado.

Lexa asintió con la cabeza.

—Lo haré. Te lo agradezco.

—Vamos. Raven la acompañará a la mañanera.

Mientras las dos recorrían los enrevesados pasillos hacia el Altar del Cielo, Lexa cayó en la cuenta de que apenas sabía nada de la mujer que tenía al lado. Raven parecía sincera en su voto de sangre, pero Lexa no estaba segura del todo de hasta dónde podía confiar en ella. Aunque la mujer no había dicho ni una palabra al respecto, entre ellas pendía como una mortaja el espectro del nuevo rostro de Lexa. Una pregunta embestía contra los dientes de la chica, exigiendo hacerse. Cuando llegaron a la enorme estatua de la diosa en el Salón de las Elegías, alzándose sobre ellas espada y balanza en mano, por fin la dejó escapar.

—¿Cómo lo soportas, Raven? —preguntó.

Raven se detuvo en seco. Miró a Lexa con ojos fríos y negros.

—¿Cómo Raven soporta qué?

—He deducido a qué te referías en el desierto. Cuando te pregunté qué le había hecho eso a tu cara, dijiste: «El amor. Solo el amor». —Lexa miró a Raven a los ojos—. Amabas a Bellamy.

—No lo amaba —respondió la mano—. Raven lo ama.

—¿Y Bellamy te ama a ti?

—Quizá una vez.

—¿Así que Octavia te deformó la cara porque tenía celos de que amaras a su hermano? —Lexa no podía creérselo—. ¿Y qué dijo la reverenda madre?

—Nada. —Raven alzó los hombros y siguió andando—. Manos tiene en abundancia. Teúrgos, no tantos.

—¿Lo dejó estar sin más? —Lexa igualó su paso al de la mano—. No está bien, Raven.

—Ella aprenderá que lo que está bien y lo que no tienen poco sentido aquí.

—No comprendo este sitio. Asesinaron a un discípulo bajo esta misma estatua y no parece que al Sacerdocio le preocupe mucho averiguar quién fue.

—La brutalidad engendra brutalidad. Pronto, a ella le importará tan poco como a ellos.

Entonces le correspondió a Lexa parar de sopetón.

—¿Qué quieres decir?

La mujer contempló a Lexa con aquellos ojos negros sin fondo. Lanzó un vistazo a la estatua de arriba.

—A Raven le gusta la cara nueva de ella. La tejedora sabe lo que se hace, ¿verdad?

Lexa se llevó una mano pensativa a la mejilla.

—Sí que lo sabe.

—¿Ella echa de menos su antigua apariencia? ¿Siente ya el cambio en los huesos?

—Solo me han cambiado el aspecto. Sigo siendo la misma persona que ayer. Por dentro.

—Es así como empieza. El tejido es solo el principio. La mariposa recuerda haber sido la oruga. Pero ¿acaso ella cree que siente algo más que lástima por ese bicho que se arrastra en el fango? ¿Cuando ya ha extendido sus hermosas alas y aprendido a volar?

—Yo no soy ninguna mariposa, Raven.

La mujer puso una mano en el brazo de Lexa.

—Este lugar entrega mucho. Pero se lleva mucho más. Quizá puedan volverla a ella hermosa por fuera, pero en el interior pretenden crear un horror. Si ella tiene alguna parte de sí misma que de verdad importe, aférrate a ella, Lexa Wood. Aférrate fuerte. Ella debería preguntarse a qué está dispuesta a renunciar por las cosas que quiere. Y cuáles desea conservar. Pues cuando alimentamos con otra vida a las Fauces, estamos entregándoles también una parte de nosotros mismos. Y tarda poco en no quedar nada.

—Yo sé quién soy. Qué soy. No lo olvidaré nunca. Jamás.

Raven señaló la estatua de piedra que se alzaba sobre ellas. Los inmisericordes ojos negros. La túnica tejida de noche. La espada asida en una delgada mano derecha.

—Ella es una diosa, Lexa. Entre todo lo que existe y más allá, ahora ella le pertenece.

Lexa se quedó mirando a Raven. Dio un fugaz vistazo a la estatua. A las paredes negras, las inacabables escaleras, el canto coral que parecía salir de ninguna parte. Lo cierto era que parte de ella aún dudaba. Dioses y diosas. La guerra entre la Luz y la Oscuridad. Quizá pudiera hacer unos trucos de salón con las sombras, pero la idea de que Niah la hubiera escogido le resultaba un poco disparatada. Incluso en un sitio como aquel. Y por mucha divinidad que fuesen, mirando el rostro cubierto de Raven supo que las personas eran capaces de una brutalidad inconcebible incluso para la Señora del Bendito Asesinato. La había experimentado en sus propias carnes. ¿Qué le había pasado a su padre? ¿A su familia? Aquello no había sido obra de inmortales, sino de hombres. De cónsules y cardenales y de sus perritos falderos. Sus sonrisas ardieron tras los párpados de Lexa. Sus nombres se le grabaron a fuego en los huesos.

«Azgeda.»

«Jaha.»

«Titus.»

Daba igual cuánto la cambiara aquel lugar, nunca iba a perdonarlos. Nunca iba a olvidar.

«Jamás.»

—Buena suerte en Última Esperanza —dijo por fin—. Me hace falta la mañanera. Tengo muchísima hambre.

La mujer hizo una inclinación y se volvió en un remolino de tela gris y rizos castaños. Y aunque habló entre dientes, Lexa oyó el susurro de Raven al alejarse.

—Ella también.

Lexa fue la primera en llegar al Altar del Cielo. Se sentó a las mesas vacías y se pasó los dedos por su cara nueva. Tenía la piel un poco irritada, como quemada por los soles. El pecho y la tripa le dolían como si alguien se hubiera dedicado a darle puñetazos. Además, tenía un hambre atroz, y engulló la avena y el queso antes de llenarse un tazón de humeante caldo de pollo. Fueron llegando otros discípulos. Una chica liisiana morena de ojos verdes claros, que Lexa había averiguado que se llamaba Harper. Murphy, el de una sola oreja, y el chico con las manos tatuadas que no paraba de musitar para sí mismo. Ratonero la saludó con la cabeza al pasar; Aalea, con una sonrisa cómplice. Solis pasó sin dignarse mirarla ni de reojo. Lexa echó el ojo a la vaina vacía que llevaba al cinto, de desgastado cuero negro y labrada con un caleidoscopio de círculos engarzados. Valía cincuenta puntos en la competición de Ratonero. Cincuenta puntos más cerca de acabar la primera en Bolsillos. Quizá mereciera la pena arriesgarse a un desmembramiento si Solis la pillaba robándosela.

«O quizá debería empezar con algo un poco más fácil.»

Clarke se sentó enfrente de ella, con la boca llena ya de comida.

—Ibe, ¿ómo ha…?

La chica se atragantó y puso los ojos como platos al ver la cara de Lexa. Tragó su bocado a medio masticar con una mueca y carraspeó antes de hablar de nuevo.

—¿La shahiid Aalea te ha llevado ya con Octavia?

Lexa se encogió de hombros y torció los labios. Seguía notándolos raros al sonreír.

—Por los dientes de las Fauces, la tejedora ha dado en el blanco. Hasta te ha enderezado la nariz. Había oído que era buena, pero ¡por el abismo, qué labios! —Bajó la mirada—. Y esas peras…

—Ya vale. —Lexa torció el gesto.

La chica alzó su vaso.

—Como que la noche es noche, Wood, son de primera. Joder, qué celosa estoy ahora. Hasta ayer, estabas plana como un niño de doce añ…

—¡Que ya vale! —gruñó Lexa.

Clarke soltó una risita y dio un mordisco a su trozo de pan. Otra discípula pasó junto a ellas con un tazón de caldo caliente. Ojos azules. Pelo moreno, corto por los lados pero con un flequillo que le tapaba la marca de esclava en la mejilla. Aflojó el paso, contoneándose como una serpiente, y enarcó una ceja mirando a Lexa.

—¿Te importa si me siento aquí, discípula?

La voz de la chica era inexpresiva, llana como una losa, pero en sus ojos brillaba una inteligencia feroz. Lexa masticó despacio. Después se encogió de hombros y señaló con el mentón el taburete que tenía al lado. La chica morena le dedicó una leve sonrisa, se sentó con gestos rápidos y le tendió una mano.

—Nylah —dijo, con la misma voz de muerta—. Nylah Valdi.

—Lexa Wood.

—Clarke Griffin.

Nylah inclinó un momento la cabeza y bajó la voz mientras iban llegando más discípulos al salón.

—¿La shahiid Aalea te ha llevado a ver a la tejedora?

Lexa asintió. Miró a la chica de arriba abajo. Era esbelta y estaba bien musculada. Ojos brillantes, rodeados de gruesas franjas de kohl. Pintura negra en unos labios finos. Aunque intentaba ocultarlos con el peinado, tenía tres círculos entrelazados marcados arkímicamente en la mejilla que la identificaban como una esclava educada, quizá una artesana o una escriba. Lexa no podía saber de qué casa había huido, pero que aún llevara la marca demostraba que era una esclava fugada. La chica tenía valor, eso seguro. El destino que esperaba a los esclavos fugados en la república era tan bestial como alcanzara la imaginación de los magistrados. Arriesgarlo todo para romper las ataduras y acudir a aquel lugar…

—¿Cómo fue el tejido? —preguntó Nylah.

Lexa estudió a la chica con atención unos instantes más, sopesándola.

—No os creeríais lo mucho que duele —respondió al cabo.

—Pero ¿merece la pena?

Lexa se encogió de hombros. Se miró el pecho y sintió que una sonrisa le asomaba a los labios.

—Dímelo tú.

Clarke también sonrió, rozando las puntas de los dedos de Lexa con las propias. Nylah puso la sonrisita de alguien que solo había leído sobre el tema en libros y se alisó el flequillo para tapar la marca de esclava. Fueron llegando más discípulos al altar, y fueron reparando interesados en el rostro nuevo pero familiar que tenía Lexa. El hermano de Clarke, Finn. El delgado y silencioso Chss. Ni siquiera Costia pudo resistirse a mirar. Por primera vez que recordara, Lexa era toda una curiosidad. Se fijó en que el compinche de Costia, Jasper, se la quedaba mirando hasta que la pelirroja le dio un codazo en las costillas. Lexa vio que otro discípulo, un guapo itreyano con bonitos ojos oscuros llamado Monty, la miraba también. Se llevó una mano a la cara. Oyó las palabras de la shahiid Aalea resonando en su cráneo. Notó cómo algo ganaba cuerpo bajo su piel.

«Poder —comprendió—. Ahora tengo una especie de poder.»

—Gentiles damas —dijo una voz sonriente.

Lincoln se dejó caer sin ninguna ceremonia al lado de Clarke, con la bandeja cargada de pan de centeno recién hecho con mantequilla y un tazón de caldo. Sin levantar la mirada, partió el pan y levantó una cucharada, dispuesto a embutirse ambas cosas en la boca. Pero mientras los dos manjares se acercaban a sus labios, el chico dweymeri se detuvo.

Parpadeó.

Husmeó su tazón con gesto de sospecha.

—Hum.

Miró ceñudo el caldo como si le hubiera robado el monedero, o como si hubiera faltado al respeto a su madre. Se apartó las rastas de sal de los ojos y ofreció su cuchara a Lexa.

—¿A ti no te huele raro? Juraría…

Por fin reparó en la cara nueva de la chica, y se le desencajó la mandíbula como una puerta oxidada un giro ventoso.

—Ojo, que no te entren polillas dragón —dijo Clarke con una risita.

La mirada de Lincoln no se apartaba de Lexa.

—¿Qué te ha pasado?

—La tejedora —dijo Lexa, restándole importancia con un gesto—. Octavia.

—¿Te ha quitado la cara?

Lexa se sorprendió.

—No me la ha quitado. Solo la ha… cambiado, nada más.

La mirada de Lincoln se volvió más dura. Su semblante se ensombreció. Bajó la vista a su mañanera sin tocar y apartó el caldo a un lado. Y sin mediar palabra, se levantó y se marchó.

—¿Parece… molesto? —aventuró Nylah.

—¿Riña de enamorados? —dijo Clarke, sonriendo.

Lexa levantó los nudillos mientras Clarke estallaba en carcajadas.

—Oh, amado mío, vueeelve —la pinchó la chica mientras Lexa se levantaba de su taburete.

—Vete a la mierda —gruñó Lexa.

—Eres demasiado blanda, Wood. Se supone que tienes que hacer que te persigan ellos a ti.

Lexa hizo caso omiso de las pullas, pero Clarke la agarró por el brazo bueno cuando intentó alejarse.

—Tenemos Verdades esta mañana. A la shahiid Mataarañas no le gusta que la gente llegue tarde.

—Es verdad —asintió Nylah—. Dicen que una vez mató a un novicio por llegar tarde. Lo avisó una vez. Lo avisó dos veces. A la tercera, una tumba sin nombre en el gran salón.

—Menuda bobada —rebufó Lexa—. ¿Quién haría algo así?

Nylah dirigió una mirada breve al codo de Lexa.

—La misma clase de gente que te corta el brazo por hacerles un rasguño en la muñeca.

—Pero ¿matarlo?

Clarke se encogió de hombros.

—Mi padre nos advirtió a Finn y a mí antes de que viniéramos, Wood. La última shahiid a la que te interesa contrariar es Mataarañas.

Lexa suspiró y volvió a sentarse, muy a su pesar. Pero las palabras de Clarke eran sabias, a fin de cuentas. Lexa no había ido a aquel lugar para hacer de doncella complaciente: estaba allí para vengar a su familia. El cónsul Azgeda y sus aliados no iban a caer frente a una idiota sensiblera. Lo que fuese que carcomía a Lincoln podía esperar a después de las clases. Lexa se terminó la mañanera en silencio —no olía nada raro en el caldo, por mucho que dijera Lincoln—, y luego siguió a Clarke y Nylah para buscar el Salón de las Verdades. De todas las salas que había en el interior del Monte Apacible, Lexa descubrió pronto que era la más fácil de encontrar. Mientras bajaba una escalera de caracol, arrugó la nariz, asqueada.

—Por el abismo y la sangre, ¿qué es ese olor?

La reverencia impregnaba el rostro de Nylah, y un silencioso fervor iluminaba sus ojos.

—La verdad —murmuró.

El hedor creció a medida que andaban en la oscuridad. Era un perfume a podredumbre y flores frescas. A hierbas secas y ácidos. A césped cortado y óxido. Las discípulas llegaron a un portón doble y el olor las inundó cuando se abrieron de par en par. Lexa respiró hondo y entró en los dominios de la shahiid Mataarañas. Si en el salón de Aalea predominaba el rojo, allí el color preponderante era el verde. El cristal tintado filtraba una apagada luz de color esmeralda a la estancia, en la que había objetos de cristal de todos los tonos, desde el verde lima hasta el jade oscuro. Un gran banco de jabí dominaba el salón. Había tinteros y papiros dispuestos sobre él. Los estantes de las paredes estaban repletos de miles de frascos distintos, que contenían una infinidad de sustancias. Por todo el banco había recipientes de cristal, tubos y pipetas, embudos y canales. Una melodía desafinada de burbujeos y siseos se alzaba de las distintas reacciones que tenían lugar en jarras y cuencos por toda la sala. Había otra mesa más pequeña al fondo del salón, con una silla ornamentada de alto respaldo detrás. Además de otros aparatos, en la mesa había un terrario de cristal, con paja en la base. En su interior hociqueaban seis ratas, gordas, negras y brillantes. Lincoln había bajado antes que Lexa y, sentado al final del banco, no le hizo ningún caso cuando entró. Lexa tomó asiento al lado de Clarke y su mirada se centró en los aparatos: los matraces, los viales y las jarras hirviendo. Todas las herramientas del taller de un arkimista. Mientras empezaba a sospechar qué clase de «verdad» enseñarían allí, una voz melosa interrumpió sus pensamientos.

—Una vez maté a un hombre siete nuncanoches antes de que muriera.

Lexa miró al frente y enderezó la espalda. De entre las cortinas al fondo del salón salió una mujer alta y elegante, con la espalda más recta que una espada. Tenía unas rastas de sal intrincadas, inmaculadas. Su piel era del tono nuez, oscura y brillante, de los dweymeri, pero su cara no estaba adornada con tinta. Llevaba una túnica larga y vaporosa de un profundo tono esmeralda, tres dagas curvas en el cinturón y los labios pintados de negro.

La shahiid Mataarañas.

—Maté a un senador itreyano con un beso de su esposa —siguió diciendo—. Di fin a un terrateniente vaaniano con un vaso de su vino dorado preferido, aunque nunca llegué a tocar la botella. Asesiné a uno de los mejores espadachines Luminatii que ha vivido jamás con una esquirla de hueso no más grande que una uña mía. —La mujer se plantó delante del terrario, observada con ojillos oscuros por las ratas del interior—. El néctar de una sola flor puede arrancarnos de este frágil cascarón con más violencia que cualquier hoja. Y con más suavidad que cualquier beso.

Mataarañas sostuvo en alto una bolsa de gasa que contenía media docena de trozos de queso. Desenvolvió los bocados y los dejó caer en el terrario. Entre gemidos y chillidos, cada rata reclamó su alimento y lo devoró en cuestión de segundos.

—Esta es la verdad que os ofrezco —continuó Mataarañas, girándose hacia los discípulos—. Pero el veneno es una espada sin puño, niños. Solo está su hoja. De doble filo y siempre aguzada. Deberéis manejarla con extremo cuidado si no queréis que os desangre hasta vuestro fin.

Mientras Mataarañas tabaleaba con sus largas uñas en una pared del terrario, Lexa cayó en la cuenta de que todas las ratas estaban muertas. La shahiid inclinó la cabeza y musitó con fervor:

—Escúchame, Niah. Escúchame, Madre. Esta carne, tu festín. Esta sangre, tu vino. Estas vidas, estos finales, mis presentes para ti. Tenlos cerca.

Mataarañas abrió los ojos y contempló a los discípulos. Su voz quebró el silencio mortal que había caído sobre el salón.

—Bien, ¿alguien tiene alguna idea de qué ha traído sus fines a estas ofrendas?

El silencio reinó de nuevo. La mujer miró a los discípulos con un mohín en los labios.

—Hablad. Tengo menos necesidad de ratoncillos incluso que de ratas.

—Paseo de viuda —sugirió por fin Jasper.

—El paseo de viuda provoca retortijones abdominales y vómitos sanguinolentos antes de llegar al terminus, discípulo. Estas ofrendas han muerto sin un solo chillido de protesta. ¿Alguien más?

Lexa parpadeó bajo la luz esmeralda. Se frotó los ojos. A lo mejor eran imaginaciones suyas. A lo mejor el aire de allí abajo era de peor calidad. Pero estaba empezando a costarle respirar…

—Venga, venga —dijo Mataarañas—. La respuesta podría resultaros útil en el futuro.

—¿Aspira? —preguntó Monty, y se tapó la mano para toser.

—No —replicó Mataarañas—. La aspira se inhala, no se ingiere.

Empezaron a llegar respuestas.

—Matatodo.

—Siempresombra.

—Veneno de víbora marcanegra.

—Despecho.

—No —respondió Mataarañas—. No. No. No.

Lexa se frotó el labio y lo encontró mojado de sangre. Parpadeó con fuerza. Miró a Clarke y vio que la chica también tenía dificultades para respirar. Los ojos inyectados en sangre. El pecho subiendo y bajando muy deprisa. Miró por toda la sala y descubrió que a los demás discípulos les ocurría lo mismo. A Costia. A Chss. A Murphy.

«A todos excepto a…»

Había una sonrisa ensanchándose en los labios negros de Mataarañas.

—Mejor que penséis deprisa, niños.

«A todos excepto a Lincoln.»

—Mierda —susurró Lexa.

«Se apartó las rastas de sal de los ojos y ofreció su cuchara a Lexa. "¿A ti no te huele raro?"»

Lincoln miró confuso a su alrededor mientras los discípulos que lo rodeaban empezaban a hiperventilar. Harper cayó al suelo agarrándose el pecho. Los labios de Luna se habían puesto casi púrpuras. Lexa se puso de pie como pudo y su taburete cayó hacia atrás y se estrelló contra el suelo de piedra. Mataarañas la miró y enarcó una ceja depilada a la perfección de forma casi imperceptible.

—¿Ocurre algo, discípula?

—La mañanera… —Lexa miró a los demás novicios, que ya estaban sudando y con la respiración entrecortada—. ¡Por los dientes de las Fauces, nos ha envenenado la mañanera!

Ojos ensanchándose. Reniegos y bisbiseos. El miedo extendiéndose entre los acólitos como un incendio en pleno verano. Mataarañas se cruzó de brazos y se apoyó en su mesa.

—Ya os he dicho que la respuesta podría resultaros útil en el futuro.

Lexa recorrió la estancia con la mirada. Se le comprimía el pecho. Le atronaba el corazón. Intentó recordar todo lo que sabía sobre venenos, las páginas del Verdades arkímicas que había leído una y otra vez. Apartó de su mente el pánico que se estaba desatando a su alrededor. Con Don Majo a su lado, no conocía el miedo. ¿Qué era lo que sabía?

«El veneno se ingiere. Insípido. Casi inodoro.»

¿Síntomas?

«Falta de aliento, compresión en el pecho. Sudor. Sin dolor. Sin delirio.»

Miró a su alrededor y vio a Nylah de pie, buscando en las estanterías más cercanas mientras murmuraba para sus adentros. Los labios y las uñas de Clarke empezaban a ponerse azules.

«Hipoxia.»

—Los pulmones —susurró—. Vías aéreas. —Miró a Mataarañas sin dejar de pensar a toda velocidad. Tenía manchitas negras en la visión. Musitó—: Dalia roja…

Lexa parpadeó. Otra voz había susurrado en reflejo de la suya, había pronunciado la respuesta en el instante exacto en que lo había hecho ella. Miró hacia Nylah y descubrió que la esclava estaba mirándola a ella, con los ojos como platos e inyectados en sangre. Pero la chica lo sabía. Lo comprendía.

—Tú trae la salazul y la calfita —dijo Lexa—. Yo herviré la leche de pimienta.

Las chicas fueron renqueando a las rebosantes estanterías y buscaron a manotazos entre los ingredientes. Lexa sacó el brazo del cabestrillo sin hacer caso al dolor, apartó una caja de raíz paralizadora y derribó un frasco de hierbaorgullosa fresca, que se hizo añicos contra el suelo. De puntillas e intentando alcanzar un frasco de leche de pimienta al fondo del estante, miró a Lincoln y señaló uno de los quemadores de aceite que había en la mesa.

—¡Lincoln, enciéndelo!

Chss cayó de rodillas, dando esforzadas bocanadas. Monty resbaló hacia atrás de su taburete, agarrándose el pecho. Sin hacer preguntas, Lincoln encendió el quemador y se apartó deprisa mientras una sudorosa y jadeante Lexa soltaba un recipiente de cristal sobre la llama. Vertió dentro la leche de pimienta y el líquido grisáceo empezó a hervir casi al instante. El salón le bailaba ante los ojos. Costia estaba a cuatro patas, Jasper había caído como una piedra. Mataarañas observaba el desarrollo de la situación en silencio, con la misma sonrisa negra en los labios. Sin mover un dedo.

Sin decir una palabra.

Nylah por fin encontró la salazul, tropezó y estuvo a punto de caer de camino al banco de trabajo. Echó los gránulos púrpuras en el recipiente hirviendo con mano temblorosa, y luego soltó un puñado de calfita amarilla brillante. Hubo una sucesión de minúsculos estallidos dentro del cristal y un denso humo verdoso empezó a emanar del borde. Apestaba como el azúcar hirviendo en un retrete rebosante pero, al inhalarlo, Lexa sintió que la presión de su pecho se evaporaba, que las manchas de sus ojos perdían intensidad. El humo siguió saliendo, pesado y denso, cayendo hacia el

suelo. Nylah acercó a rastras a un semiinconsciente Chss mientras Lexa acercaba a Harper y Murphy para que respiraran. Clarke y Luna apenas se movían. Labios azules. Ojos amoratados. Pero al cabo de unos minutos en el hediondo humo, todos respiraban con normalidad. Manos tiritantes. Incredulidad en todos los rostros. Un lento aplauso resonó por todo el salón. Los atónitos discípulos miraron boquiabiertos a Mataarañas, que seguía apoyada en su mesa y sonriendo.

—Excelente —dijo la shahiid, paseando la mirada entre Nylah y Lexa—. Me alegro de que al menos dos de entre vosotros tengan algún conocimiento de la Verdad.

—¿Y así… es como nos ponéis a prueba? —dijo Nylah con un respingo.

—¿Lo desapruebas, discípula? —Mataarañas inclinó a un lado la cabeza—. Has venido a convertirte en un instrumento mortal de la Señora del Bendito Asesinato. ¿Crees que la vida a su servicio va a tratarte con más ternura?

A Lexa aún le faltaba algo de aliento, pero logró sacar la voz.

—Pero shahiid, ¿y si ninguno hubiéramos sabido la respuesta?

Mataarañas miró a los acólitos, de pie o sentados en torno al recipiente para hervir, que ya no hacía ningún ruido. Volvió a tabalear con los dedos contra el terrario de ratas muertas. Miró a Lexa. Y con toda la parsimonia del mundo, se encogió de hombros.

—Volved a vuestros asientos.

Ni por asomo tranquilizados del todo, los novicios regresaron como bien pudieron a sus sitios. Monty dio una palmada en la espalda a Lexa y a Nylah al pasar. Chss y Murphy les hicieron gestos de agradecimiento. Harper aún parecía afectada y se había sentado con la cabeza entre las piernas. Clarke lanzó a Lexa una mirada de «te lo dije» mientras las dos volvían a sus taburetes. La historia de que Mataarañas había matado a un discípulo por tardón ya no parecía tan descabellada…

—Ahí te has lucido, Wood —susurró Clarke.

—¿Lucirme? —susurró Lexa—. Por los dientes de las Fauces, ¡si casi nos matan a todos, joder!

—A todos menos a Lincoln, claro. —Clarke sonrió mirando al chico dweymeri. Lincoln estaba dando palmadas en la espalda a Harper, con cara de preocupación pero intacto—. Menuda nariz que tiene bajo esos tatuajes. Recuérdame que me salte la próxima comida que diga que huele raro, ¿quieres?

Mataarañas carraspeó, mirando fijamente a Clarke. La chica se quedó callada como una muerta.

—Bien. —La shahiid se asió las manos por detrás de la espalda e inició un lento paseo—. Más que las hojas. Más que los arcos. Ya sea vuestra víctima un legendario guerrero de reluciente armadura o un rey en su trono dorado, una pizca de la toxina adecuada puede convertir una guarnición en cementerio, una república en ruina. Esta, mis niños, es la Verdad que os ofrezco aquí. —Mataarañas abarcó a Lexa y a Nylah con un gesto de la mano—. Y ahora, quizá vuestras salvadoras quieran explicaros cómo funciona la toxina de la dalia roja.

Nylah respiró hondo y lanzó una mirada a Lexa. Levantó los hombros.

—Ataca los pulmones, shahiid —respondió sin entonación, recobrando la compostura.

—Se enlaza a la sangre para que no pueda hacerlo el aire —añadió Lexa.

—Supongo que las dos habéis leído las Verdades arkímicas, ¿no es cierto?

—Cien veces —respondió Nylah, asintiendo con la cabeza.

—Yo me lo llevaba a la cama —dijo Lexa.

—Me sorprende que sepas leer —murmuró alguien.

—¿Disculpa? —Mataarañas se volvió—. No te he oído bien, discípula Costia.

La pelirroja, aunque aún parecía algo descolocada por la «pruebecita» de la shahiid, bajó la mirada.

—No he dicho nada, shahiid.

—No, no. Sin duda estabas a punto de explicar cómo se extrae la toxina de la semilla de la dalia, ¿verdad? O quizá la dosis letal para un hombre de cien kilos.

Costia se ruborizó y apretó con fuerza los labios.

—¿Y bien? —insistió Mataarañas—. Espero tus respuestas, discípula.

—Filtración nítrica —declaró Nylah—, sobre un lecho de azúcar aspirado y estaño. Hervir y condensar. La dosis letal para un varón adulto es media pizca.

Costia miró a la chica con odio manifiesto.

—Excelente —asintió Mataarañas—. Quizá, discípula Costia, quieras imitar el ejemplo de la discípula Nylah y saberte la lección antes de volver a interrumpirla. Este conocimiento podría salvaros la vida un giro. Diría que esa verdad ya os la he transmitido.

La chica dejó caer la cabeza.

—Sí, shahiid.

Sin más ceremonia, Mataarañas se volvió hacia una pizarra y empezó a hablar de las propiedades básicas de las toxinas. Inoculación. Eficacia. Celeridad. Guardaba una compostura perfecta y tenía unos ademanes firmes. Costaba creer que hubiera estado a punto de matar a veintisiete chavales unos minutos antes. Recobrando del todo el aliento por fin, Lexa miró a Nylah y asintió con la cabeza. «Bien hecho», vocalizó.

La chica se alisó el pelo sobre la marca de esclava y le devolvió el gesto. «Tú también.»

Lexa puso de nuevo su atención en las explicaciones, pero vio por el rabillo del ojo que Costia escribía algo en un trozo de papiro y se lo pasaba a Jasper. La pelirroja entrecerró los ojos y fulminó con la mirada a Nylah. Pese a que la esclava acababa de salvarle la vida, todo indicaba que Costia había pasado a tener dos enemigas. Lexa se preguntó si estaría dispuesta a lanzar algo más que miradas envenenadas…

En el transcurso de la lección, se hizo evidente que Lexa y Nylah estaban mucho más avanzadas que los demás discípulos en sus conocimientos sobre venenos. Lexa se enorgulleció. Que el shahiid Solis le cortara el brazo la había afectado más de lo que estaba dispuesta a reconocer. Su visita a la shahiid Aalea le había enseñado lo poco que sabía sobre algunos aspectos del mundo. Pero de aquello sí sabía. Y Nylah y ella respondieron a una pregunta tras otra, y poco a poco se ganaron una reticente sonrisa de respeto por parte de la adusta Shahiid de Verdades. Lexa descubrió que, por primera vez desde su llegada, empezaba a sentir que encajaba allí. Empezaba a sentirse feliz de verdad.

Por supuesto, no duró.

Nada lo hace nunca.