Capítulo 16. Caminata

Algo similar a la rutina se asentó en el interior del Monte Apacible. Los giros pasaron sin que Lexa se diera cuenta, con solo las campanadas para señalar las horas en aquella oscuridad perpetua. Aunque habían interrogado a todos los discípulos después de la muerte de Llamarriadas y el toque de queda de la madre Abby seguía vigente, daba la sensación de que las investigaciones del Sacerdocio sobre la muerte del chico se habían detenido. Lexa sentía curiosidad por la identidad del asesino, pero se dijo que tenía cosas más urgentes de las que preocuparse. Azgeda, Titus y Jaha no iban a matarse ellos solos, al fin y al cabo. De modo que se concentró en sus estudios. Demostró ser mejor que la mayoría en prestidigitación cuando se le curó lo suficiente el brazo para quitarse el cabestrillo, y era excelente en venenos. Bajo la gentil tutela de la shahiid Aalea, Lexa incluso logró comprender los conceptos básicos de la manipulación y el arte de la seducción. Clarke se sometió al tejido, y después Monty, aunque a decir verdad ya era toda una belleza antes. Parecía que otorgar caras nuevas agotaba a Octavia, o quizá simplemente le gustaba tomarse las cosas con calma. En cualquier caso, la tejedora iba trabajando en los discípulos muy poco a poco. A aquel ritmo, pasarían meses antes de que todos hubieran saboreado el dolor de su toque. El desafío de Ratonero a sus alumnos empezó despacio, con pocos puntos otorgados en las primeras semanas. El toque de queda de la novena campanada parecía retener a casi todos los discípulos en sus habitaciones, y Clarke y Lexa no hicieron más excursiones fuera de horas. Pero al poco tiempo empezaron a aparecer marcas en la tabla del Salón de los Bolsillos. Números bajos al principio, dos o tres puntos por persona, resultado de afanar los objetos más fáciles de la lista a medida que los discípulos ganaban confianza. Clarke empezó en cabeza, pero Costia le pisaba los talones y, al parecer poco afectado después de su envenenamiento casi letal a manos de Mataarañas, Chss iba tercero. Por su parte, Lexa tardó poco en adquirir algunos de los objetos menos complicados de la lista, pero sabía que serían los difíciles los que terminarían decantando la competición, y aún no había ningún discípulo con el valor suficiente para robar la vaina de Solis o los cuchillos de Mataarañas. Los demás shahiids anunciaron sus propias competiciones y, de nuevo, se informó a los discípulos de que los que acabaran en primer lugar de cada salón tenían prácticamente garantizada su iniciación como hojas. En el Salón de las Canciones se celebraría un torneo sin restricciones para evaluar la destreza marcial. El ganador obtendría la marca del favor de Solis. Bajo la luz esmeralda del Salón de las Verdades, la shahiid Mataarañas escribió en la tabla la fórmula de una toxina arkímica de extrema complejidad e informó a los (aún algo aterrorizados) discípulos que quien le llevara el antídoto correcto sería el vencedor. Pero había una condición, cómo no. Los discípulos debían estar dispuestos a probar su antídoto consumiendo antes el veneno de Mataarañas. Si su antídoto funcionaba, ningún problema. Si no…

¿Y la competición de la shahiid Aalea?

Resultó ser la más interesante de todas. Las discípulas mujeres fueron reunidas una tarde, justo antes de la novena campanada, y acompañadas al Salón de las Máscaras. Era algo poco habitual, tan cerca de la hora del toque de queda, pero además la shahiid Aalea solía dar lecciones individuales. El suyo era un arte sutil que requería atención personal, y los grupos numerosos de jóvenes en una sala rara vez generaban un ambiente proclive al aprendizaje de las más delicadas técnicas de seducción. Pero por algún motivo, todas las chicas estaban presentes. Aalea llevaba un vestido de seda bermellón oscuro, sin joyas. Saludó a las discípulas con un leve gesto de la cabeza y una hermosa sonrisa roja como la sangre.

—Mis damas, qué encantadoras estamos esta tarde.

Abrazó a las chicas una por una y las besó con cariño. Envuelta en los brazos de la shahiid, Lexa de nuevo se vio abrumada por la certeza de que la sonrisa de Aalea estaba compuesta solo para ella. Mientras la mujer le daba besos en las mejillas, Lexa descubrió que se había sonrojado.

—En esto tenemos que trabajar, amor —dijo Aalea, acariciando la piel de Lexa—. Nunca permitas que tu cara revele un secreto que tus labios no deberían. —Se volvió hacia las discípulas congregadas, nueve en total—. Escuchad, mis damas. Tengo entendido que los demás shahiids han anunciado ya sus toscas competiciones de nada. Robar baratijas, moleros a palos unos a otros y esas cosas. Pero la Señora del Bendito Asesinato aprovecha talentos muy distintos. De modo que voy a proponeros la mía. —La mujer paseó la mirada por las discípulas, sonriendo a cada una de ellas—. Antes de que termine el año, cada una tendrá que traerme un secreto.

Nylah levantó una ceja y Lexa se descubrió estudiando a la joven esclava. Nunca sonreía y su voz era fría como una tumba. Pero resultaba evidente que Nylah podía hacer maravillas con una ceja enarcada. Expresar enojo. Curiosidad. Algo similar al entretenimiento. La única mujer a la que Lexa había visto hacerlo mejor era su madre.

—¿Un secreto, shahiid? —preguntó la chica.

—Sí. —Aalea sonrió—. Un secreto.

Clarke pareció interesarse. La tejedora había hecho maravillas con su cara unos giros antes. Ya no estaban la redondez ni las pecas. Era hermosa como un prado de girasoles… si los girasoles se recogieran el pelo en trenzas de guerra y robaran cualquier cosa que no estuviera clavada al suelo, por supuesto.

—¿Qué tipo de secreto?

—Del tipo delicioso. Del tipo sórdido. Del tipo peligroso. Los secretos son como los amantes, querida. Solo después de haber poseído unos cuantos estás en condiciones de comparar como se debe. —Aalea miró a las chicas con una sonrisa oscura—. Traedme un secreto. Quien me entregue el mejor obtendrá mi favor y terminará la primera del Salón de las Máscaras. —La shahiid acarició el aire con sus dedos pintados—. Es pan comido.

—Shahiid, ¿dónde debemos buscar? —preguntó Costia—. ¿Dentro del monte?

—Negra Madre, no. A estas paredes ya les he exprimido todos los secretos. Quiero algo nuevo, algo que me abrigue por las noches.

—¿Y dónde vamos a encontrar esos secretos si no es aquí? —preguntó Lexa.

—En el manantial de todos los secretos, amor, con su corazón podrido abierto al cielo…

El corazón de Lexa le dio un vuelco en el pecho. Aalea solo podía referirse a un lugar. El manantial de todos los secretos. El origen de todas las intrigas de la república. El núcleo del poder del cónsul Azgeda, la sede de la iglesia de Aa y la catedral de Jaha, vigilada a todas horas con atención por Titus y sus legiones Luminatii.

«Tumba de Dioses.»

Pero había un océano entre ellas y la Ciudad de los Puentes y los Huesos. Llegar hasta el Monte Apacible desde Tumba había costado a Lexa ocho semanas en un barco y otra esquivando a krakens de arena.

«Por el amor de la Madre, ¿cómo vamos a llegar allí?»

Aalea se internó con las discípulas en las retorcidas vísceras de la montaña, más allá de la sala de los rostros de Octavia y por pasillos de granito que Lexa nunca había cruzado. La piedra era lisa como el cristal y la temperatura, más cálida que arriba. El aire era denso y, a medida que descendían, con cada inhalación Lexa estaba segura de oler…

¿Podía ser?

El pasillo daba a una estancia inmensa, iluminada por orbes arkímicos. Excavado en el suelo estaba lo que parecía un baño enorme, de diez metros de lado y forma triangular. En cada vértice había un símbolo arcano tallado. Y dentro del baño…

—Sangre —susurró Lexa.

No había forma de conocer la profundidad, pero la superficie estaba picada como la de un mar en plena tormenta. Lexa miró las paredes que la rodeaban y vio mapas tallados en el granito. Ciudades. Países. La república entera y todas sus capitales, Villa Corneja, Elai, Camada y Tumba de Dioses. Junto a ellos, entre ellos, había sellos que dolía mirar. El olor grasiento de la hechicería convivía en el aire con el hedor cobrizo del estanque.

—Discípulas —dijo una voz suave—, bienvenidas seáis.

La delgada silueta del orador Bellamy salió a la luz. En contraste con su piel incolora, llevaba unas calzas de cuero oscuro tortuosamente bajas, casi por las caderas. Sus brazos y su torso, desnudos, estaban garabateados con sangrientos pictogramas. Tenía el pelo blanco echado hacia atrás desde una frente escultural, y sus ojos rosas parecían un poco irritados. Su belleza de cadáver reciente relucía en la penumbra.

—Gran orador. —Aalea le dio sendos besos en las mejillas, sin preocuparse por la sangre—. ¿Está todo preparado?

—La Ciudad de los Puentes y los Huesos aguarda. —Los ojos de Bellamy recorrieron a las discípulas congregadas—. ¿Solo vuestras donas esta tarde?

—Los dones, mañana.

—Como gustéis.

Aalea se volvió hacia las chicas.

—Quitaos las joyas, amores míos. Nada de anillos ni adornos. Nada de filos ni hebillas. Nada que no conociera una vez el rubor de la vida puede recorrer esta senda.

—Si acaso os avergüenza la desnudez de vuestra carne, entrevolvedla en seda. —El orador señaló con pereza un perchero con túnicas que había contra una pared—. Mas sabed que no estáis en posesión de nada que no haya visto antes. En cualquier caso, deberéis mudar la vestimenta cuando lleguéis al otro lado.

¿El otro lado? Pero ¿de qué estaba hablando?

A pesar de sus mudos reparos, Lexa se quitó las botas y el cinturón. Se sacó la camisa por la cabeza, con un gesto de dolor cuando el brazo le dio una punzada. Pero cuando sacó su estilete de la vaina de cuero que llevaba en la muñeca, se lo quedó mirando. Había tenido que esforzarse durante años para que Gustus se lo devolviera. La idea de separarse de él…

Bellamy reparó en Lexa y le dedicó una sonrisa holgazana y bella.

—Tu hoja es de hueso de tumba, ¿no es así?

—Sí.

—Entonces puede hacer la Caminata. —El orador inclinó la cabeza—. Es de hueso. La vida fluyó una vez por ella, hace mucho. Mas si deseas dejarla a mi cuidado, no temas. Ningún ladrón vivo goza del coraje necesario para saquear la alacena de esta araña.

Viendo los sellos escarlatas dibujados en el rostro de Bellamy y el estanque de sangre que ondeaba y se revolvía como un furioso mar rojo, a Lexa no le costó nada creerlo. Sin embargo, dejó la hoja enfundada en su muñeca y guardó sus demás posesiones en unos huecos tallados en las paredes de granito a tal efecto. Se quedó solo con la combinación de seda que llevaba bajo sus cueros y notó que se le ponía la piel de gallina. Bellamy se arrodilló en el vértice del baño triangular, con las palmas de las manos hacia arriba. Hizo una señal con la cabeza a Aalea y la shahiid se quitó la túnica por los hombros, revelando la piel desnuda de debajo. Lexa no pudo evitar quedarse mirándola, impresionada por la absoluta falta de pudor de la shahiid. Su largo cabello fluía espalda abajo como un oscuro río, destacado sobre curvas blancas como la leche. Se metió desnuda en el rojo y siguió hacia el centro. Parecía que el estanque solo tenía unos centímetros de profundidad al principio, pero la shahiid no tardó mucho en vadear con sangre hasta la cintura, en la que su pelo dejaba estela. Bellamy empezó a hablar entre dientes y puso los ojos en blanco. La sala se volvió más caliente; el olor a cobre y hierro, más intenso. Ante la mirada de Lexa, la sangre empezó a arremolinarse. Salpicó por todo el borde del baño, rodando en sentido horario, formando un vórtice que giraba más y más deprisa mientras los susurros de Bellamy se transformaban en una canción de gentil súplica. Sus ojos estaban rojos como la sangre. Sus labios estaban abiertos en una sonrisa de éxtasis. Lexa lo miraba con los ojos como platos, notando el sabor de la magya en la lengua. Aalea levantó las manos a los lados, con las palmas hacia arriba. Ojos cerrados, rasgos serenos. Y entonces, sin previo aviso, la shahiid desapareció, arrastrada al fondo del remolino sin resistirse. Sin el menor ruido. El vórtice menguó. La sangre perdió su dirección y volvió a mecerse en olas espumosas. El silencio pendió sobre la estancia como el cadáver de un traidor.

—Siguiente —dijo Bellamy.

Lexa miró a Clarke. Nylah. Costia. Harper. Titubeos evidentes en sus caras. Lo más probable era que ninguna hubiera visto nunca una teúrgia como aquella. Por las Hijas, seguro que nadie fuera de aquellas paredes la había presenciado en los últimos mil años. Pero como de costumbre, en el interior de Lexa no había miedo, ni siquiera cuando debería haberlo habido. Su sombra dio un suspiro de satisfacción. Se metió en el estanque sin pronunciar ni una palabra y notó la sangre densa y tibia entre los dedos de los pies. El suelo era de azulejo liso y tuvo que caminar despacio para no resbalar, pero llegó al centro del rojo sumergida hasta la cintura. Bellamy empezó a susurrar de nuevo y regresó la corriente, más y más rápida, con Lexa en su centro. Lexa se notó mareada y cerró los ojos al fulgor arkímico, con los brazos extendidos para guardar el equilibrio. Se le llenaron las fosas nasales de peste a sangre. El espacio a su alrededor perdió forma. Y justo cuando iba a hablar, se vio cayendo, absorbida hacia abajo, abajo, abajo por una resaca monumental. Batieron olas rojas sobre su cabeza y el mundo entero giró, rodando, revolviéndose. Sin aire en los pulmones. Con sangre en la boca. Una oscuridad amniótica envolviéndola, el rotundo latir de un corazón inmenso y lejano, amortiguado por la negrura cálida como la sangre que la devoraba. Era un bebé diminuto en un útero oscuro. Nadando siempre hacia arriba, hacia una luz que no podía saber con certeza que existiera. Hasta que al fin…

«Al fin…»

La superficie.

Lexa salió de golpe a la luz. Entre arcadas. Entre resuellos. Unas manos amables la sostuvieron y unas voces suaves le aseguraron que todo iba bien. Se quitó algo denso y pegajoso de los ojos y descubrió que estaba en un estanque de sangre que le llegaba a la cintura. Tenía al lado a dos hombres con marcas de esclavo, manteniéndola en pie. La ayudaron a salir del estanque, sosteniéndola pese a sus resbalones y balanceos. Estaba cubierta de la cabeza a los pies en sangre que goteaba sobre el azulejo, con el pelo y la combinación pegados a la piel. Las pestañas se le enganchaban al parpadear.

—Por los dientes de las Fauces —graznó.

La envolvieron en tela suave y uno de las manos la escoltó a una gran antecámara. Allí encontró a la shahiid Aalea, limpiándose en el segundo de tres baños triangulares. La mujer estaba enjuagándose el pelo con cucharones de agua tibia y perfumada. El aroma a flores impregnaba el aire vaporoso pero, por debajo, Lexa olía la muerte. La sangre. Vísceras y excrementos.

—Lávate en el primero —indicó Aalea, señalando un baño lleno de agua ya rojiza—. Enjabónate en el segundo. Enjuágate en el tercero.

Lexa asintió con la cabeza, se quitó la combinación empapada y se metió en el primer baño. Cuando Aalea ya estaba en el tercero y Lexa pasando al segundo, Clarke entró trastabillando en la antecámara, ensangrentada de arriba abajo, parpadeando con sus brillantes ojos azules en una máscara de rojo pegajoso.

—Vaya, eso ha sido distinto —dijo.

Aalea rio, levantándose entre el vapor y poniéndose una túnica de seda. Señaló una puerta pintada de rojo.

—Cuando estéis preparadas, ahí encontraréis ropa, amores.

Sonriendo, la mujer se alejó sobre pies descalzos. Clarke se quitó su combinación, entró de un salto al baño, se hundió bajo la superficie y volvió más rojas las aguas. Apareció al cabo de un rato, quitándose un agua carmesí de los ojos.

—Eso es la Caminata de Sangre —explicó.

—¿Así lo llaman? —preguntó Lexa.

—Sí. —La chica ladeó la cabeza y se dio palmadas para desalojar el agua de las orejas—. Dice mi padre que así es como las hojas se desplazan por la república. Hay una capilla en cada ciudad importante, consagrada a la Madre. Si cuenta con un baño de sangre, Bellamy puede hacernos la Caminata hasta cualquiera de ellas. Hasta todas ellas.

—¿Estás diciendo que mi maestro me hizo recorrer los Susurriales para nada?

Clarke se encogió de hombros.

—No dejan hacer la Caminata al primero que pasa, Wood. Bellamy tiene que permitir que cruces el umbral. La Iglesia Roja no va a dejar que cualquier aspirante a novicio sepa que disponen de un orador de sangre ashkahi. Si se enterara el Senado, no escatimarían fuerzas para capturar a Bellamy. ¿Te imaginas que la república pudiera trasladar sus ejércitos por todo el mundo a voluntad?

—Pero ¿confían en que lo sepamos nosotros? Solo llevamos un par de meses como discípulos.

Clarke se limitó a levantar los hombros.

—Por los dientes de las Fauces, ¿de dónde sacan tanta? —preguntó Lexa sin alzar la voz—. No puedo ni imaginarme cuánta hay.

Clarke movió las cejas.

—Lo verás bien pronto.

—Y no va a gustarme, ¿verdad?

Clarke solo soltó una carcajada y se hundió en el agua manchada de sangre.

—La Porqueriza —dijo Lexa—. Cómo no.

Contemplando un mar de guarridos, Lexa sintió cómo encajaban las desagradables piezas. Desde su infancia bajo las Caderas, sabía que cuatro mataderos bordeaban la bahía de los Carniceros de Tumba de Dioses, cuatro montañas de vísceras y hedor que escupían carne a los platos de los ricos y cagaban sus desperdicios en la bahía. Dos de ellos se ocupaban de las reses, el tercero de carnes exóticas y el cuarto solo de los cerdos. Lo llamaban «la Porqueriza», era más pequeño que los demás y estaba mejor equipado. Lo dirigían un hombre al que se conocía solo como Panceta y sus tres hijos, Jamón, Manitas y Lechón, y era famoso entre los nacidos de la médula de Tumba de Dioses por vender la mejor carne de toda Itreya, y entre personas más cuestionables como un lugar excelente donde deshacerse de un cuerpo, en caso de haber generado alguno que pudiera interesar a los Luminatii. Las discípulas se habían vestido con sencillas prendas de cuero y capas y se habían armado con hojas sin adornos pero de buena calidad en la gran armería que se alzaba junto a la casa de baños, antes de que se las llevaran por una escalera de caracol. La peste a entrañas y excrementos se hizo más fuerte hasta que por fin salieron a una entreplanta con suelo de madera. Era tarde y los carniceros se habían ido a casa a pasar la nuncanoche, pero una ingente masa de cerdos hocicaba en un enorme redil por debajo de ellas. En la piedra ensangrentada del patio de matanza, Lexa vio desagües tallados en la roca, que sin duda llevaban al estanque de abajo. Lexa sumó dos más dos y descubrió que empezaba a odiar las matemáticas.

—Acabamos de bañarnos en sangre de cerdo —dijo Nylah sin entonación.

—Y supongo que también de personas —repuso Lexa.

—Dime que estás de broma.

Lexa negó con la cabeza.

—Muchos braavi de Tumba de Dioses se deshacen de sus restos aquí abajo cuando no quieren que nadie haga preguntas.

Nylah la miró fijamente. Lexa levantó los hombros.

—Los cerdos se comen todo lo que les eches.

—Encantador —murmuró la chica, alisando sus largos mechones.

—El maestro Panceta y sus hijos son manos de la iglesia —explicó Aalea—. Lo que sacan de los braavi de la zona va destinado a las operaciones en Tumba de Dioses. Y debo confesar que la ironía me resulta deliciosa. Me pregunto si a los nacidos de la médula de la ciudad les gustarían tanto las Carnes de Primera de Panceta si supieran qué comieron los cerdos de las que se obtienen.

—Pero encantador del todo —dijo inexpresiva Nylah, tirándose con más brío del pelo.

—La sangre es sangre, amor. —La shahiid sonrió—. Cerdos. Pobres. Ganado. Reyes. No hay diferencia para Nuestra Señora. Toda mancha igual. Y toda se limpia igual.

Lexa miró los ojos de la mujer. No el kohl ni la pintura, sino los ojos. No aquella belleza oscura, sino los ojos. Habría sido fácil pensar que era la frialdad lo que la llevaba a hablar así. Que sus docenas de asesinatos la habían desprovisto de empatía, como le había advertido Raven. Pero Lexa comprendió que era otra cosa lo que impulsaba a la Shahiid de Máscaras en su servicio a la Señora del Bendito Asesinato. Algo mucho más aterrador, aunque fuese solo por el mero hecho de que Lexa no lo compartía del todo.

La devoción.

Lo cierto era que ella no sabía si creía de verdad. ¿Dioses de la Luz en el cielo, vigilándola? ¿Madres de la Noche llevando la cuenta de sus pecados? Si las olas ahogaban a un marino, ¿era porque la Señora de los Océanos no había recibido un sacrificio adecuado o porque la Señora de las Tormentas estaba de mal humor? ¿O era solo el azar? ¿El destino? Y además, ¿era una necedad pensar de otro modo? Su fe no siempre había sido tan precaria. Lexa había sido tan devota como un sacerdote. Rezaba al poderoso Aa, a las Cuatro Hijas, a cualquiera que la escuchase. Se pinchaba los dedos con agujas y quemaba mechones de su propio pelo a modo de sacrificio. Cerraba los ojos y suplicaba a Aa que trajera a casa a su madre. Que cuidara de su hermano. Que algún giro, algún giro maravilloso y brillante, pudieran reunirse de nuevo. Rezaba cada nuncanoche antes de meterse en la cama, en el piso de arriba de la tienda de Gustus.

Cada nuncanoche hasta la veroscuridad de sus catorce años.

¿Y desde entonces?

No mires.

—Venga, amores —dijo Aalea—. Traedme secretos. Secretos encantadores. Volved aquí antes de que acabe la nuncanoche con los bolsillos llenos de susurros. Y mientras os aventuráis bajo la mirada de Aa, que nuestra Bendita Señora cuide de vosotras y os proteja de su maldita luz.

—Señora, cuida de nosotras —repitió Clarke.

—Señora, cuida de nosotras —dijeron las demás discípulas.

Lexa cerró los ojos. Inclinó la cabeza. Fingió que volvía a ser aquella chica de catorce años, la que pensaba que sus plegarias podían cambiar algo, la que creía que a las divinidades podía importarles, la que tenía la certeza de que, de algún modo, todo terminaría bien al final.

—Señora —susurró—, cuida de nosotras.

Cada discípula sabía que se la juzgaría por la calidad de los secretos que trajera de vuelta, y la colaboración no tenía premio. De modo que, aunque Clarke era una excelente compañera y Lexa empezaba a disfrutar del humor negro y la mente rápida de Nylah, las discípulas se separaron tan pronto como pudieron. Lexa se conocía el distrito portuario como un chico de trece años su propia mano derecha, de modo que recorrió callejones serpenteantes y estrechas callejuelas hasta estar segura de que no la seguía nadie. Era raro estar bajo la luz de los soles después de meses de constante oscuridad. Su mirada dolía en la piel, y aunque la sombra de Lexa era definida, negra y profunda, notó su afinidad con ella algo difuminada, muy inferior al relajado control del que había disfrutado dentro del Monte Apacible. Metió la mano dentro de su capa y sacó unos anteojos de montura metálica con lentes de azurita que había cogido de la armería.

—… ¿adónde vamos?… —preguntó un bisbiseo a sus pies.

—Si lo que quiere Aalea son secretos, secretos tendrá —dijo Lexa con una sonrisa.

Lexa recorrió grandes extensiones, cruzó puentes y pasó por debajo de escaleras mientras el mal olor de la bahía iba desapareciendo. La nuncanoche entonaba la melodía de los vientos aulladores y las calles estaban casi desiertas. Había patrullas de Luminatii con sus capas rojas subiendo y bajando por las ventosas avenidas, y serenos en las esquinas dando la hora a voces para hacerse oír, pero la mayoría de los ciudadanos se habían retirado ya a sus casas. Cuando estaba solo Saan en el cielo, el tiempo refrescaba y el viento que llegaba de la bahía era gélido. Lexa cruzó los retorcidos canales, con los hombros encogidos, hasta llegar por fin a la miserable franja de polvo en la que había florecido. A los callejones que rodeaban el mercado de la Pequeña Liis. Saan pendía cerca del horizonte y las sombras eran alargadas. Lexa se arrebujó en la oscuridad y pasó entre los mendigos y los granujas que regañaban por objetos robados o tiradas de dado. En una pared estaba incrustado un pequeño altar a la Señora del Fuego, con la estatua de Tsana rodeada de velas encendidas. Al ser la diosa de los guerreros y las guerras, tenía templos dedicados por toda Tumba de Dioses e, incluso en tiempos de paz, no había escasez de mezquinas rivalidades y conflictos en los que no se pidiera a Tsana tomar partido. Pero aquel altar en concreto estaba desierto. Lexa apartó su capa de sombras y miró a su alrededor para cerciorarse de que no hubiera nadie. Satisfecha, extendió un brazo y giró la estatua para encararla al noreste. Metió los dedos en las cenizas, se arrodilló frente a la base del altar y escribió el número tres y la palabra «reina» con carbón entre los pies de la estatua. Luego volvió a rodearse de sombras y se apartó del mercado. Lexa atravesó las Caderas, dejando atrás a trovadores callejeros y atestados burdeles, saludando con gestos educados de la cabeza a las patrullas de Luminatii con las que se cruzaba. Pasó al otro lado del puente de las Promesas Incumplidas y vio a un hombre con una pértiga en el canal, a bordo de una bonita góndola, cantando el estribillo de Mi aami con una voz profunda y triste.

—… ¿adónde vamos ahora?…

—Al Brazo del Escudo.

—… no me gusta nada el brazo del escudo…

—Tomo nota de tu objeción.

—… ¿esperas encontrar secretos allí?…

—A un amigo.

El Brazo del Escudo se halla en la parte oriental del archipiélago de Tumba de Dioses y se compone de cinco islas. Al igual que muchas zonas de la metrópolis, como el Corazón, las Partes Bajas o el Espinazo, se llama así por un motivo muy sencillo: si gozarais del don de las alas, gentiles amigos, o con solo que echéis un vistazo al mapa que hay al principio de este volumen, quizá os fijéis en que el contorno de la Ciudad de los Puentes y los Huesos guarda un notable parecido con una figura decapitada tendida bocarriba. En el Brazo del Escudo se encontraban los edificios judiciales y una cantidad extraordinaria de catedrales, y era el punto de entrada del inmenso acueducto de Tumba de Dioses. Las islas también albergaban el cuartel general de los Luminatii, el Palazzo Blanco, y dos de los diez andadores de guerra que había en la ciudad. Los gigantes de hierro se alzaban orgullosos sobre los edificios de alrededor, con los titánicos puños cerrados. Lexa llegó a la gran plaza que ocupaba el centro del Brazo del Escudo, la piazza de Vitrio. Saludó con la cabeza a los guardias apostados frente al Palazzo Blanco, con sus acanaladas columnas de granito y sus grandiosas arcadas, con su enorme estatua de Aa delante de la fachada. Aquel que Todo lo Ve iba vestido para la batalla y alzaba su espada y su cuchillo. Recordando su incidente en el Salón de los Bolsillos, Lexa apartó la mirada de la Trinidad que adornaba el peto de su coraza. La chica se dirigió a una pulcra taberna que había al borde de la plaza. El letrero de encima de la puerta revelaba que se llamaba La Cama de la Reina. Tras un cuidadoso reconocimiento de los callejones de alrededor, entró y localizó un reservado sombrío que había en una esquina. Pidió whisky cuando una cansada camarera fue a preguntarle. Y mientras se sentaba, las catedrales de alrededor empezaron a dar las doce.

—… allá vamos…

—Chis.

—… te he dicho que no me gustaba nada este sitio…

Lo cierto era que a Lexa le gustaban las campanadas. Las notas entrelazándose y chocando entre ellas, las palomas somnolientas huyendo de los campanarios y saliendo al viento. Vio cambiar la guardia del Palazzo Blanco al dar la hora, las patrullas de Luminatii con armadura blanca y capa roja entrando y saliendo como olas del mar. Pensó en su padre, vestido con los mismos colores, guapo y alto como el cielo. Los hombres que sonrieron cuando murió. Se echó el whisky entre pecho y espalda y pidió otro.

Y se puso cómoda para esperar.

Transcurrieron las horas. Las campanas dieron la una y luego las dos. Lexa hizo durar su copa, escuchando las conversaciones en voz baja de los pocos parroquianos que seguían despiertos. Se preguntó dónde estarían las demás discípulas y qué secretos estarían descubriendo. Y cuando los campanarios señalaron por fin las tres, las campanillas de encima de la puerta sonaron y una figura con tricornio y un pesado abrigo de cuero entró en el local. A Lexa le dio un vuelco el estómago al verlo, y una sonrisa asomó a sus labios. El hombre miró a su alrededor y la vio en su rincón. Pidió un vino caliente con especias y renqueó hacia el reservado de Lexa, haciendo sonar el bastón contra los tablones del suelo.

—Hola, cuervecilla —dijo Gustus.

La doncella llegó con el vino y Lexa se obligó a quedarse quieta mientras la chica trajinaba en su mesa. Cuando se quedaron solos, apretó la mano del anciano, encantada de volver a verlo.

—Shahiid —susurró.

—Tienes la cara… distinta. —Gustus frunció el ceño—. Mejor.

—Ojalá pudiera decir lo mismo de ti —replicó ella sonriendo.

—Pero sigues siendo la misma listilla bajo esa belleza, por lo que veo. —Gustus dio un bufido—. No te insultaré preguntándote si te han seguido, pero has elegido un establecimiento muy lujoso para un encuentro clandestino.

Lexa señaló con el mentón el Palazzo Blanco, al otro lado de la plaza.

—Hay menos posibilidades de encontrarme con otras discípulas en esta zona de la ciudad.

—Veo que todavía no te han matado.

—No por no intentarlo.

El anciano sonrió.

—Mataarañas, ¿eh?

Lexa parpadeó.

—¿Sabías que iba a hacernos eso? ¿Por qué no me avisaste?

—No lo sabía seguro. Cambian las pruebas cada año. Pero los iniciados juran guardar el secreto, de todos modos, y si se te hubiera notado que esperabas el golpe, empezarían a preguntarse por qué. —El anciano levantó los hombros—. Además, salta a la vista que te enseñé lo que necesitabas saber, por eso de que sigues con vida y tal.

Lexa movió los labios un momento, pero no encontró réplica. Lo que decía Gustus era cierto. Le había entregado el ejemplar de Verdades arkímicas, a fin de cuentas. Gracias a las Fauces que había dedicado más tiempo a leerlo que casi todos sus compañeros…

—Es cierto —murmuró al final.

—Dime, ¿qué te trae de vuelta a la Tumba? ¿Aalea?

—Sí.

Gustus asintió con la cabeza.

—Tienes suerte. Cambian de ciudad cada año. En Tumba de Dioses es imposible tirar una piedra y no acertar a algún rumor. En mi año, el viejo shahiid Telonio nos envió a la puta Camada. Imagínate lo que fue buscar migajas entre una recua de pescaderas dweymeri.

—Nunca se me ha dado muy bien enterarme de secretos.

—Entonces, ¿no deberías salir a practicar?

—Esperaba que pudieras prestarme alguno y así dedicar el tiempo a beber contigo.

Gustus dio un bufido y se le arrugaron las comisuras de los ojos azules al sonreír. Lexa se alegraba mucho de estar de nuevo con él; aunque apenas llevaba tres meses fuera de Tumba de Dioses, tenía que reconocer que había echado de menos al viejo cabrón cascarrabias. Empezó a hablarle de la iglesia en voz baja. Del monte. De su encontronazo con Solis.

—Sí, es un capullo de mucho cuidado —murmuró Gustus—. Pero un espadachín excelente. Aprende bien de él.

—Es un poco difícil aprender nada cuando no puedo ir a sus clases. —Le enseñó el brazo, que tenía un tono encantador de amarillo grisáceo en el codo—. Está tardando siglos en curarse.

—Anda ya —le espetó Gustus—. Si no está casi ni magullado. Volverás a ese salón mañana mismo. —El anciano levantó la voz para ahogar la protesta de Lexa—. De acuerdo, Solis te dio una paliza. Aprende de ella. A veces la debilidad es un arma, si eres lo bastante lista como para usarla.

Lexa se mordió el labio. Asintió despacio con la cabeza. Sabía que Gustus decía la verdad, que debería estar aprendiendo cuanto pudiera de Solis. De vuelta en Tumba de Dioses, su motivo para estudiar en la iglesia ardía en su mente con más llama que nunca. Mirara donde mirase, encontraba recordatorios. Las Costillas en las que había vivido de niña. Los Luminatii en sus brillantes armaduras blancas, que tanto le recordaban a su padre. Los hijos de puta que se lo habían arrebatado…

—¿Hay alguna noticia sobre Azgeda desde que me fui? —preguntó.

Gustus suspiró antes de responder.

—Bueno, se está postulando para un cuarto período como cónsul en solitario, pero eso ya no sorprende a nadie. Tiene a medio Senado metido en el bolsillo, y el otro medio es demasiado cobarde o avaricioso para montar jaleo. Parece que la segunda silla de cónsul seguirá vacía en el futuro previsible.

Lexa negó con la cabeza, impresionada en silencio. Cuando se fundó la república, cuando los itreyanos asesinaron a su último rey, levantaron un sistema sobre las ruinas de la monarquía con objeto de imposibilitar una nueva. Los itreyanos elegían a cónsules que los gobernaran cada veroscuridad, pero en el Senado había dos asientos de cónsul y no tenían permitido ostentar el cargo más de dos períodos seguidos. Ese precisamente era el objetivo de la república. Se ostentaba solo un poder compartido y durante un intervalo breve de tiempo. Cuando el general Antonio alzó su ejército en rebelión contra el Senado, Azgeda había hurgado entre las anacrónicas enmiendas a la constitución itreyana hasta encontrar la que le permitía ostentar en solitario el consulado en tiempos adversos a la república, pero…

—¿Aún pone como excusa los poderes de emergencia? —Lexa suspiró—. La Rebelión del Coronador se aplastó hace seis años. Menudos cojones tiene ese cabronazo…

—Bueno, a lo mejor le habría costado convencer al Senado de que duraban los tiempos de crisis, pero cuando un asesino intenta eliminar al líder de la república en una catedral llena de testigos, el argumento se vuelve un poco más fácil de hacer. La Masacre de la Veroscuridad enseñó al Senado lo peligrosa que sigue siendo esta ciudad. Ahora necesitarías un puto ejército para acercarte a Azgeda. Ni siquiera mea sin que le sostenga el orinal un pelotón de Luminatii.

Lexa dio un sorbo a su whisky, con la mirada en la mesa.

—El cardenal Jaha sigue chupando de Azgeda como un bebé de la teta de su madre, claro —musitó Gustus—. Hace que sus sacerdotes den sermones desde sus púlpitos alabando al «glorioso cónsul» y su «era dorada de paz». —El anciano soltó un bufido—. Una era dorada de tiranía, diría yo. Estamos más cerca ahora de sentar un culo nuevo en el trono que cuando los Coronadores reunieron sus ejércitos. Pero la plebe traga y punto. Paz significa estabilidad. Y estabilidad significa dinero. Ahora Azgeda es casi intocable.

—Tú dame tiempo —dijo Lexa—. Yo lo tocaré. Y con bien poquita suavidad.

—Ah, claro, ¿qué podría salir mal en eso?

—Azgeda tiene que morir, Gustus.

—Tú preocúpate de tus lecciones —gruñó Gustus—. Aún te falta mucho para la iniciación. Las pruebas a las que te someterá la iglesia solo van a endurecerse, y habrá demasiadas formas de que te entierren de aquí a que termines. Ya pensarás en Azgeda cuando seas una hoja, pero ni un minuto antes. Porque ahora va a hacer falta una hoja de pleno derecho para llegar hasta él.

Lexa bajó la mirada. Asintió.

—Lo haré. Lo prometo.

Gustus la miró y aquellos ojos nacidos para refunfuñar se suavizaron en las comisuras.

—¿Cómo estás aguantando ahí dentro?

—Bastante bien. —Lexa levantó los hombros—. Aparte del desmembramiento.

—Pronto te pedirán que hagas cosas. Actos oscuros. Para demostrar tu devoción.

—Ya tengo sangre en las manos.

—No me refiero a matar a quienes lo tienen merecido, cuervecilla. Eliminaste al verdugo, sí, pero era el hombre que había ahorcado a tu padre. Hasta al más blando de nosotros le resultaría fácil. —El anciano suspiró—. A veces dudo que hiciera lo correcto al adoptarte. Al enseñarte todo esto.

—Lo has dicho tú mismo —susurró Lexa—. Azgeda es un puto tirano y tiene que morir. No solo por mí. Por la república. Por el pueblo.

—El pueblo, ¿eh? ¿Por él haces todo esto?

Lexa extendió el brazo sobre la mesa y apretó la mano del anciano.

—Puedo conseguirlo, Gustus.

—Sí. —El shahiid asintió con la cabeza, y de pronto le enronqueció la voz—. Lo sé, chica.

Parecía más cansado que nunca. Más hundido por el peso de todo, acumulado giro a giro. Tenía la piel como el papel. Los ojos inyectados en sangre.

«Qué viejo parece.»

Gustus carraspeó y se terminó el vino.

—Me iré yo antes. Dame diez minutos.

—Sí.

El viejo asesino sonrió y se quedó sentado un momento, dubitativo. Lexa tuvo que impedirse a sí misma levantarse para abrazarlo. Pero mantuvo la compostura, y el anciano recogió su bastón y la saludó con un breve gesto de cabeza. Dio media vuelta, emprendió el paso hacia la puerta y se detuvo de golpe.

—Por el abismo y la sangre, casi se me olvida.

Metió la mano en su gran abrigo y sacó una cajita de madera, sellada con sebo. Lexa reconoció el símbolo grabado a fuego en la madera. Recordó la tiendecita donde el anciano compraba siempre sus cigarrillos. Recordó la primera noche en que le dejó fumarse uno, sentados en las almenas que dominaban el foro. Oscuridad a su alrededor. Manos temblorosas. Dedos manchados de sangre. Catorce años.

No mires.

—De Dorian el Negro —dijo con una sonrisa.

—Papel, tabaco y madera. Todo puede hacer la Caminata. Aún me acuerdo de la vez que intentaste dejarlo. He pensado que más vale que no se te terminen allí dentro.

—Mejor que no. —Lexa le cogió la cajita de la mano, con picor en los ojos—. Te lo agradezco.

—Cuídate las espaldas. Y los frentes. —Hizo un gesto vago—. Y todo lo demás también.

—Siempre.

El anciano se caló el tricornio y se subió las solapas del abrigo. Sin decir nada más, salió cojeando de la taberna a la calle. Lexa vio cómo se marchaba, contando los minutos de cabeza. Sin apartar los ojos de la espalda del anciano, que renqueaba en la lejanía.

«Pronto te pedirán que hagas cosas. Actos oscuros. Para demostrar tu devoción.»

Lexa apoyó la barbilla en las manos, pensativa.

Entró desde la calle un alborotado grupo de hombres, vestidos con la armadura blanca y la capa roja de los Luminatii. La chica levantó la mirada al oír sus risas y vio caras jóvenes y atractivas sonrisas. Destinados tan cerca del palazzo, lo más probable era que todos fueran hijos de nacidos de la médula, echando unos años en la legión para colaborar en los objetivos políticos de sus familias. Si las cosas hubieran sido distintas, seguramente ella estaría comprometida con un chico de aquellos. Viviría una vida de privilegios y no se detendría ni un momento a…

—Disculpadme —dijo una voz.

Lexa alzó la mirada, parpadeando. Había un Luminatii a su lado. Sonrisa de desarmar damas y dientes de niño rico.

—Disculpadme, mi dona —dijo el chico con una inclinación—. No he podido evitar fijarme en que os sentabais sola, y lo he considerado un crimen contra la mismísima Luz. ¿Me permitís acompañaros?

Lexa se erizó y se le encogieron los dedos. Pero comprendió que no tenía aspecto de nada más que una chica nacida de la médula bebiendo en solitario y, recordando las muchas y difíciles lecciones de Aalea sobre el encanto, Lexa se atusó las plumas y dedicó al chico su mejor sonrisa.

—Oh, suena encantador —dijo—. Me honráis, señor, pero me temo que mi madre espera que vaya a acostarme. ¿Quizá en otro momento?

—Confío en que vuestra madre pueda esperar a que toméis una copa más. —El chico enarcó una ceja esperanzada—. Nunca os había visto por aquí.

—Mis disculpas, señor. —Lexa se levantó de la mesa—. Pero de verdad tengo que irme.

—Eh, espera. —El chico le impidió salir del reservado. Su mirada se oscureció.

Lexa trató de aplastar su creciente ira. Mantuvo la voz firme. La mirada baja.

—Disculpadme, señor, pero no me dejáis pasar.

—Solo estoy siendo amistoso, chica.

—¿Así lo llamáis, señor? —Un fogonazo en los ojos de Lexa cuando su mal genio por fin salió a jugar—. Otros dirían que estáis haciendo el imbécil.

La furia manchó la cara del chico. Era la rauda rabieta de un chaval demasiado acostumbrado a salirse con la suya. Extendió un guante de metal y aferró con fuerza la muñeca de Lexa. En ese instante, podría haberle roto la mandíbula. Enterrar la rodilla en sus pelotas. Sentarse en su pecho y aporrearle la cara hasta que aprendiera que no todas las chicas eran su coto de caza. Pero hacerlo la señalaría como una conocedora de la canción, y estaba en una taberna con media docena de compañeros suyos, al fin y al cabo. De modo que se conformó con retorcer el brazo del chico como Gustus le había enseñado, para desequilibrarlo y liberarse de su férrea presa. Saltaron los botones de su manga. Se rasgó el tejido. La vaina de su muñeca rodó y, con el sonido del cuero al partirse, el estilete de hueso de tumba de Lexa rebotó contra el suelo. Una mano pesada cayó sobre la nuca del chico, y una voz de fumador gruñó:

—Deja en paz a la chica, Andio. Hemos venido a beber, no a cazar palomitas.

El chico y Lexa miraron detrás de él y vieron a un hombre más mayor con armadura de centurión, que se alzaba detrás del joven soldado. Era un hombre voluminoso, con cicatrices en el rostro adusto.

—Disculpadme, centu…

Con un sonoro golpetazo, el centurión dio una patada en el trasero al joven para apartarlo, y se quedó cruzado de brazos y malcarado hasta que el chico volvió con sus camaradas. Estaba claro que aquel hombre del parche de cuero oscuro sobre un ojo era un veterano. Satisfecho, el centurión saludó a Lexa tocando el ala de su yelmo emplumado e inclinó la cabeza.

—Disculpad la impertinencia de mi hombre, dona. Confío en que no os haya ofendido.

—No, señor. —Lexa sonrió y su corazón empezó a calmarse—. Os lo agradezco, centurión.

El hombre asintió, se agachó y recogió del suelo el estilete de Lexa. Con una breve inclinación, se lo ofreció con el filo sobre el antebrazo. La chica ensanchó la sonrisa, hizo una reverencia alzando faldas invisibles y le cogió la daga de la mano. Pero cuando la metió de vuelta en su vaina, la mirada del hombre siguió la hoja y llegó al cuervo tallado en el puño. Un lento fruncimiento echó raíces en su ceño.

Lexa perdió el color en la cara.

«Oh, Hijas…»

Acababa de reconocerlo. Habían pasado seis años, pero Lexa no lo había olvidado. Inclinado sobre el tonel en el que la habían metido, con sus bonitos ojos azules y la sonrisa de alguien que estrangulaba cachorritos para divertirse.

Por los dientes de las Fauces —susurró el primero—. No tendrá más de diez años.

Y no cumplirá los once. —Un encogimiento de hombros—. No te muevas, chica. Esto dolerá poco tiempo.

El centurión ya no sonreía.

Lexa rodeó la mesa, derribando su copa vacía. Intentó otra reverencia rápida y salir ligera hacia la puerta, pero, al igual que había hecho el soldado, el centurión estaba impidiéndole la salida del reservado. Sus dedos ascendieron hacia el parche de cuero, que cubría un ojo que ella había atravesado con su estilete de hueso de tumba muchos años antes. El asombro se le quedó tallado en el semblante.

—No puede ser…

—Disculpadme, señor.

Lexa trató de apartarlo, pero el centurión la agarró con fuerza del brazo. Lexa contuvo el mal genio a duras penas, pensando que quizá pudiera salir de aquella hablando. Correr como una cervatilla asustada llamaría la atención. Pero el hombre estaba retorciéndole el brazo y mirando el estilete que Lexa había vuelto a envainar en su muñeca. El cuervo de la empuñadura, con sus diminutos ojos de ámbar.

—En nombre de la Luz… —farfulló el centurión.

—¿Centurión Alberio? —llamó el soldado al que había regañado—. ¿Va todo bien?

El centurión clavó la mirada en Lexa. La sonrisa de matar cachorritos por fin asomó a sus rasgos.

—Oh, todo va de maravilla, créeme —dijo.

La rodilla de Lexa impactó contra el vientre del hombre y su codo contra la mandíbula. El centurión gritó mientras el yelmo salía despedido de su cabeza y caía para atrás, pero Lexa ya estaba saltando por encima de él de camino hacia la puerta. Los legionarios tardaron un momento en reaccionar al ver que su comandante caía como un gimoteante saco de patatas, pero después salieron en tromba a la calle detrás de la chica que huía. Lexa oyó silbatos a sus espaldas, gritos furiosos, pies a la carrera.

—De todas las tabernas de Tumba de Dioses… —dijo entre jadeos—. ¿Qué probabilidad había, joder?

—… has escogido justo la de al lado del palazzo…

Lexa se echó la capucha, salió de un salto de la plaza por un callejón en curva, saltó sobre los despojos y los borrachos, las golosinas y los dulcechicos. Más pasos a su espalda, más silbidos, más hombres. Adoquines agrietados bajo sus pies, estrechas paredes cerrándose sobre ella. Salió a una piazza minúscula, de apenas tres metros de lado, con una burbujeante y antigua fuente en el centro. La diosa Trelene se alzaba sobre ella, con un vestido hecho de olas espumosas, rodeada de velas y ofrendas de sangre. Lexa se metió en un portal pequeño y se echó la capa de sombras sobre los hombros, sumiendo el mundo en la penumbra y la oscuridad. Pisadas aproximándose. Botas pesadas. A través de su capa le llegó la borrosa visión de una docena de Luminatii, con sus hojas de acero solar desenfundadas y llameando, que llegaban corriendo a la piazza. Al no ver ni rastro de Lexa, se dispersaron a zancadas en todas las direcciones. Lexa se quedó quieta, con Don Majo a sus pies, convertidos ambos en una mera mancha del portal. Lexa esperó mientras pasaba corriendo un grupo de soldados, entre gritos y empujones.

Por fin, el silencio.

Se alejó muy despacio, tanteando en la pared bajo su capa. En momentos como aquel, costaba reprocharle a la Madre que la hubiera marcado, si es que, en efecto, era lo que había hecho. Pero puestos a comparar magyas, la capacidad de andar a trompicones casi ciega y casi invisible parecía muy poca cosa respecto a la rama de la teúrgia que dominaban Bellamy o Octavia. Todo el mundo pagaba un precio, supuso. Bellamy anhelaba lo que controlaba. Octavia tejía la carne de otros y corrompía la propia. Y Lexa podía evitar que la vieran, pero apenas veía ella al hacerlo. Siguió recorriendo a tientas el laberinto de callejones, pero no se conocía el Brazo del Escudo tan bien como la Pequeña Liis. Incluso con Don Majo como avanzadilla, le costaría horas regresar a la Porqueriza, al ritmo que llevaba. Así que terminó apartando sus sombras y dirigiéndose a la avenida más cercana. Saldría al gentío, cruzaría tres puentes hasta el Corazón y luego enfilaría hacia las Partes Bajas, esquivando a cualquier Luminatii que viese a una manzana de distancia. Tropezarse con el estrangulador de cachorritos la había puesto nerviosa. Le había llenado la mente de recuerdos. Su madre encadenada. Su hermanito llorando. El giro en que su mundo entero se deshizo. Tenía que volver al Monte Apacible, lejos de todos aquellos follasoles.

Un momento para pensar.

Un momento para respirar.

De no haber estado tan concentrada en localizar grupos numerosos de hombres en brillante blanca armadura que blandían espadas ardientes, quizá hubiera reparado en una silueta delgada, vestida en gris mortero, que le empezó a seguir la pista cuando entró en el distrito portuario. Quizá se hubiera fijado en la pandilla de chicos que bajaba por el entablado hacia ella, haciendo gestos con la cabeza a la silueta que la seguía por detrás. Quizá hubiera caído en que llevaban botas de soldado. En que tenían unos sospechosos bultos con forma de porra bajo las capas.

Quizá hubiera podido darse cuenta de todo ello antes de que fuese demasiado tarde.

Pero entonces fue demasiado tarde.