Capítulo 17. Acero

Un bofetón.

Una chorretada de agua en la cara.

Una bocanada húmeda y entrecortada.

—Despierta, adorable amorcito.

Lexa abrió los ojos y se arrepintió al instante. Un dolor cegador en la frente, que se le extendió hasta la base del cráneo. Recuerdos fragmentados. Un grupo de hombres. Porras. Golpes y más golpes. Maldiciones. Un centelleo en su cuchillo. Sangre en su boca.

Luego, la negrura.

Con un gesto de dolor, Lexa miró en torno a ella. Paredes de piedra. Puerta de metal con barrotes en una ranura. Estaba sentada en una pesada silla de hierro. Con grilletes en las manos a su espalda. Don Majo encogido en su sombra, bebiéndose su miedo.

No estaba sola.

«Nunca sola.»

—Despierta.

Cayó en su cara otro bofetón, que le echó la cabeza a un lado. El cabello lacio y mojado se le pegó a la piel. Intentó barrer con los pies y descubrió que también estaban retenidos con grilletes.

—¡Estoy despierta, cabrón hijo de puta!

Lexa miró al hombre que le había dado dos bofetadas. Era una mole de puro músculo, metro ochenta de altura y casi lo mismo de anchura. Su cara era más cicatrices que cara. A su lado había otro tipo, pulcro y de buena hechura, con los ojos muertos y vacíos. Los dos llevaban túnicas blancas y ejemplares de los evangelios de Aa colgados de pesadas cadenas de hierro en su cuello. Diminutas salpicaduras de sangre en las mangas.

—Ay, mierda —susurró Lexa.

«Confesores.»

—En efecto —dijo el de los ojos muertos—. Y estás obligada por libro y cadena a responder con la verdad a nuestras preguntas.

El hombre de las cicatrices rodeó despacio la celda hasta quedar detrás de Lexa. La chica estiró el cuello y vio una larga mesa con herramientas. Tenazas. Tijeras. Destornilladores. Un brasero lleno de carbón al rojo vivo. Al menos cinco tipos de martillo distintos.

Sin miedo en el vientre, sin temblor en la voz, Lexa miró al segundo hombre a sus ojos muertos.

—¿Qué queréis saber, buen hermano?

—Eres Lexa Wood.

«¿Cómo saben mi nombre?»

—Sí.

—Hija de Nyko Wood, ahorcado por orden del Senado hace seis años.

«Ese centurión, Alberio… seguro que no puede haber avisado ya a Azgeda, ¿verdad?»

—Sí.

Dos manos pesadas cayeron sobre sus hombros y los apretaron con fuerza.

—La chiquilla del Coronador —dijo la voz del de las cicatrices, detrás de ella—. ¡Es para darse con los huevos contra el tablón! Menudo hallazgo, ¿eh, hermano Micheletto?

El hombre de ojos muertos sonrió, sin apartar la mirada de Lexa.

—Una auténtica delicia, hermano Santino. Tengo mariposas en el estómago y todo.

—No he cometido ningún delito —afirmó Lexa—. Soy una devota hija de Aa, hermano.

El tal Micheletto dejó de sonreír. El bofetón que le atizó hizo salir las estrellas de la oscuridad del cráneo de Lexa y le dejó la cabeza colgando de los hombros. El gruñido de Micheletto se impuso al pitido de sus oídos.

—Vuelve a pronunciar Su nombre, chica, y te cortaré esa lengua impía con una puta paleta de mantequilla para echármela en el té.

Lexa respiró hondo. Esperó a que remitiera el dolor. Pensó con ahínco. Estaba atada. Superada en número. Sin la menor idea de dónde estaba. No llegaría ayuda. Era cierto que había estado en peores apuros, pero, por las Hijas, aquello estaba haciendo méritos para el segundo puesto. Sacudió la cabeza para apartarse el pelo de los ojos y la levantó hacia el confesor.

—Dinos dónde estabas esta tarde —ordenó él—, antes de llegar a Tumba de Dioses.

—¿Llegar? —La chica negó con la cabeza—. Hermano, llevo viviendo aquí desde…

Lexa siseó de dolor cuando Santino la aferró por el pescuezo y apretó. Notó los labios del hombretón rozándole la oreja al hablar, su aliento a vino rancio y tabaco.

—El hermano Micheletto te ha hecho una pregunta, adorable amorcito. Y antes de que dediques esa lengua a otra mentira, será mejor que sepas que aún te huele el pelo a sangre.

El corazón de Lexa saltó al oírlo. Notó que su sombra tiritaba, que Don Majo deglutía su miedo a marchas forzadas. ¿Podían saber de algún modo que era de la Iglesia Roja? ¿Tenían la menor idea de cómo se trasladaban los discípulos desde y hasta la montaña? El justicus Titus había jurado mucho tiempo atrás que aniquilaría a los asesinos, incluso antes de la Masacre de la Veroscuridad. Tenía sentido que reclutara al Confesionato para erradicarlos. Pero ¿ellos podían…?

—Dinos dónde estabas esta tarde. Antes de llegar a Tumba de Dioses.

—No he salido de Tumba de Dioses desde que tenía ocho añ…

Zas. La huella roja de una mano grabada en su cara.

—Dinos dónde estabas esta tarde. Antes de llegar a Tumba de Dioses.

—En ninguna parte, hermano, yo…

Arrastraron su silla hacia atrás, haciendo que le rechinaran los oídos con el repulsivo sonido del hierro raspando contra la piedra. Lexa vio un tonel lleno de agua oscura y turbia en un rincón. Unas manos burdas la agarraron del pelo, le hundieron la cabeza y la mantuvieron bajo el agua. Lexa se revolvió y pateó, pero estaba retenida por grilletes y la mano la sostenía con fuerza. Rugió, expulsando burbujas por la boca a la salobre oscuridad. Agua del puerto, dedujo. Seguro que recogida de la bahía de los Carniceros. Sangre, pis y mierda.

«Y me están ahogando en ella.»

Puntos negros nadando en su visión. Pulmones ardiendo. La mano la sacó del agua y Lexa inhaló una desesperada y espumosa bocanada de aire.

—Dinos dónde estabas esta tarde. Antes de llegar a Tumba de Dioses.

—Por favor, par…

Bajo el agua otra vez. El dolor y la oscuridad. Su sombra se revolvía inquieta a sus pies, impotente y desesperada. Pero no había capa de oscuridad que pudiera ocultarla en aquel lugar. No tenía sentido pegar los pies de sus captores al suelo. ¿Elegida de la Madre? Pues sí que le estaba sirviendo de mucho. ¿No podría la diosa haber hecho que pudiera respirar bajo el agua?

Con los pulmones a punto de estallar, volvieron a sacarla a la luz. Profundos jadeos. Piernas temblorosas. Toses. Atragantamientos. El miedo empezaba a desbocarse; Don Majo no podía bebérselo todo. Pero aun así, Lexa lo pisoteó. Le dio una patada en los dientes y le escupió.

—Dinos dónde estabas esta tarde. Antes de llegar a Tumba de Dioses.

—¡No estaba en ninguna parte! —rugió Lexa.

Abajo de nuevo. Y arriba. La pregunta se repitió una y otra vez. Lexa chilló. Renegó. Probó a llorar. Suplicó. Nada funcionaba. Cada ruego, cada lágrima, cada palabrota recibía la misma respuesta.

—Dinos dónde estabas esta tarde. Antes de llegar a Tumba de Dioses.

Pero por debajo de las lágrimas y los chillidos, la mente de Lexa seguía maquinando. Si la quisieran muerta, estaría muerta. Si supieran de dónde venía, ya estaría en la Porqueriza. Y si el Confesionato se había aliado con los Luminatii, significaba que aquellos dos cabronazos eran perritos falderos de Azgeda y Titus. Los hombres que habían ahorcado a su padre. Los hombres que la habían lanzado a aquel camino hacía años. La Iglesia Roja era su mejor opción para vengarse de ellos. ¿Y aquellos necios esperaban que la delatara por miedo a ahogarse un poco?

Se retiró. Volvió a la oscuridad del interior de su cabeza. Contempló su propia tortura con una especie de fascinación casi desapegada. Estuvieron trabajando en ella durante horas, hasta que se le quebró la voz y le chillaron los pulmones y cada aliento era de fuego. Ahogamientos y golpes. Escupitajos y bofetones. Horas.

Y horas.

Y entonces pararon. La dejaron tirada en su silla, con las manos atadas a la espalda. Con el pelo apestando a agua de la bahía, caído en su cara como una mortaja funeraria. Magullada. Sangrando. Casi asfixiada.

Casi muerta.

—Tenemos todo el giro, adorable amorcito —aseguró Santino—. Y toda la nuncanoche también.

—Y si el agua no te suelta la lengua —añadió Micheletto—, disponemos de otros remedios.

El hombretón levantó un atizador de hierro de la mesa de herramientas. Lo metió en el brasero en llamas y lo dejó para que se calentara. Escupió en las brasas y un chisporroteo llenó la celda.

—Cuando ese hierro se ponga al rojo, volveremos. Piénsate muy bien dónde recaen tus lealtades. Quizá creas que merece la pena morir por tu apreciada grey de herejes, pero créeme, hay destinos mucho peores que la muerte. Y nosotros los conocemos todos.

Los confesores salieron de la celda y cerraron de golpe la pesada puerta de hierro. Lexa oyó el traqueteo de una llave y un pestillo pasando. Pasos en retirada. Gritos lejanos.

—… Lexa…

La chica movió la cabeza para quitarse el pelo de los ojos. Aún intentaba recuperar el aliento. Temblaba. Tosía. Por fin miró a la sombra que tomaba forma a sus pies.

—Estoy bien, Don Majo.

—… para ser confesores, esos dos parecen unas personas encantadoras…

—¿Cómo es posible que me hayan descubierto?

—… ¿Gustus?…

—Y una mierda.

—… ¿el centurión? ¿alberio? …

—No tenía ni idea de que yo estuviera con la iglesia. Esto parece más serio. Más profundo.

Don Majo ladeó la cabeza. Callado y pensativo.

—… los puzles, para después. primero tienes que salir de aquí… —dijo por fin.

—Menos mal que estás aquí para decirme esas cosas.

Lexa recorrió la celda con la mirada. El atizador calentándose en el brasero. Las herramientas en la mesa. Le habían quitado sus botas y sus armas. La cajita de cigarrillos que le había dado Gustus. Tenía los grilletes bien apretados. Los pies encadenados a la silla. Palpó sus ataduras y descubrió que las esposas estaban cerradas con pesados tornillos de hierro y no con cerraduras propiamente dichas.

—Joder —susurró.

—… tienes que soltarte…

—No puedo —siseó ella, intentando en vano llegar a los tornillos—. Menuda porquería de grilletes serían si pudieras abrirlos solo con tus manos.

—… pues no uses las manos…

El no-gato miró las sombras que los rodeaban.

—Sabes que no funciona así.

—… pero puede…

—No soy lo bastante fuerte, Don Majo.

—… lo fuiste…

Lexa tragó saliva. Imágenes en su visión mental. Pasillos tenebrosos. Piedra sin luz. No mires.

—… ¿recuerdas?…

—No.

—… te matarán, Lexa, a menos que te hagan hablar. y entonces te matarán de todos modos…

Lexa apretó los dientes. Miró al no-gato, que le devolvió la mirada con sus no-ojos.

—… inténtalo…

—Don Majo, yo…

—… inténtalo…

Lexa cerró los ojos.

Negrura y calor tras los párpados. Sintió las sombras de aquella celda pequeña y húmeda. Fría. Vieja. Allí nunca llegaban los soles. La oscuridad era profunda. Gélida y hambrienta. Podía sentirlas a su alrededor, como seres vivos. Desapareciendo y reapareciendo, juguetonas, a la tenue luz del brasero. Topando unas con otras y riendo sin hacer ruido. La conocían. Era una minucia paliducha de nada, que las tocaba igual que el viento toca las montañas. Pero Lexa las convocó, apretó los puños, y ellas se quedaron quietas.

Esperando.

—Muy bien —susurró.

Las retorció. Las envió reptando por el suelo para acumularse a su espalda. Las hizo serpentear a su alrededor hacia el hierro de sus muñecas. A una orden suya, envolvieron con fuerza los tornillos que mantenían cerradas sus ataduras. Las obligó a tirar.

Y los tornillos no se movieron ni un centímetro.

Eran solo sombras, al fin y al cabo.

Reales como sueños.

Duras como el humo.

—No funciona. —Lexa suspiró—. No puedo hacerlo.

—… debes…

—¡Que no puedo!

—… lo hiciste. y si no lo haces de nuevo, morirás aquí, Lexa…

Le temblaron las manos. Unas odiosas lágrimas intentaron inundarle los ojos.

—… no controles la oscuridad que te rodea…

El no-gato se acercó a ella, mirándola con la intensidad con que miran los sin-ojos.

—… controla la oscuridad que hay dentro de ti misma…

Pasos lejanos.

Chillidos amortiguados.

—De acuerdo.

Cerró los ojos de nuevo. En esa ocasión, no llamó hacia el exterior. Se estiró hacia dentro de ella. Hacia lugares que los soles nunca habían tocado. La negrura sin forma bajo su piel. Le rechinaron los dientes. Le brilló el sudor en la frente. Las sombras tiritaron, titilaron, suspiraron. Se volvieron más negras. Más duras. Más afiladas. Asieron los tornillos mientras Lexa tensaba el gesto, mientras su corazón le aporreaba el pecho, mientras se le aceleraba la respiración como en plena carrera. Pero muy despacio, muy muy despacio, los clavos empezaron a moverse. A girar. Instante a instante. Centímetro a centímetro. Se le marcaron las venas en el cuello. Saliva en los labios. Maldiciones. Súplicas. Hasta que por fin oyó un golpe suave. Y luego otro. El hierro de sus muñecas cayendo contra la piedra.

Y quedó libre.

Lexa miró a Don Majo. Y aunque no tenía boca, notó que sonreía.

—… eso es…

Trasteó con los hierros de sus tobillos hasta soltarlos. Se levantó con el pelo y la ropa todavía empapados y fue sin hacer ruido hasta la puerta. La ranura estaba cerrada, pero escuchó con la oreja pegada al hierro. Oyó unos tenues gritos resonando en la piedra. El pasillo era largo, por el sonido. Metal y pisadas.

Que se acercaban.

Agarró un martillo de la mesa, tiró hacia ella de las sombras, se envolvió de oscuridad y se agachó en un rincón. Con un traqueteo del pasador, la cerradura se abrió. El hermano Santino entró en la celda y al ver la silla vacía, los grilletes vacíos, se le ensancharon los ojos. Lexa le estampó el martillo en la cara y le asestó un rodillazo en la entrepierna. Con un gimoteo burbujeante, el hombre se derrumbó. El hermano Micheletto estaba detrás de Santino con expresión patidifusa. Lexa le lanzó un golpe, pero estaba casi cegada en su oscuridad y le salió demasiado ancho, de modo que el confesor retrocedió un paso y lo bloqueó con el brazal que llevaba. Entrecerró los ojos, vio solo un borrón en movimiento y embistió hacia él de todos modos. La atrapó en un abrazo de oso. Lexa gritó mientras su martillo le rozaba el ceño. El confesor cayó a plomo y la arrastró con ella. Rodaron los dos por la piedra, dándose puñetazos y manotazos. Micheletto intentaba asir a la chica que no terminaba de ver mientras Lexa trataba de acertar con un golpe decente sin distinguir del todo hacia qué los lanzaba. Al final, echó a un lado su capa de sombras y optó por la ferocidad sin freno sobre el inútil sigilo. Le destrozó la nariz de un codazo y su puño bailó contra la mandíbula del hombre. Recibió un potente gancho en la cara que la dejó aturdida. Encajó otro golpe que la envió rebotando por el suelo. Se dio cuenta de que Santino se había puesto de pie detrás de ella, con la cara hecha una desgracia ensangrentada y goteante. Lexa intentó levantarse, pero el hermano le rodeó la cabeza con un brazo que estuvo a punto de abrirle el cráneo. Las sombras saltaron y se retorcieron, pero los golpes a la cabeza la habían mareado y no podía asirlas con fuerza. Lanzó una patada salvaje hacia atrás y notó que impactaba en algo blando mientras oía un gruñido de dolor. Pero entonces volvieron a empotrarla en su silla, escupiendo y maldiciendo, con el pelo enredado frente a los ojos. Santino la sostuvo mientras Micheletto le ataba las muñecas con cuerda. Las herramientas de la mesa temblaron y las sombras de la habitación latiguearon como serpientes. Algo pesado se estrelló contra la sien de Lexa y la derribó, sangrando y boqueando, con el cuello laxo.

—Puta zorrilla —siseó Micheletto.

Fue cojeando al brasero, meando sangre por la nariz, y sacó el atizador de las brasas. La punta refulgía en un iracundo y luminoso tono naranja. Lexa se revolvió en la silla, pero Santino la retuvo mientras el otro confesor le acercaba el atizador a la cara. Se quedó petrificada. Sintió el calor abrasador, a solo unos centímetros de su piel. Un mechón suelto de pelo tocó el hierro al rojo vivo y humeó al calcinarse.

—Adorable amorcito —canturreó Santino—. Me temo que serás menos adorable dentro de un momento.

Manos en los lados de la cabeza, sosteniéndola quieta. Aliento escapando entre sus dientes. Nada en su interior salvo la ira. Si aquel iba a ser su fin, no se marcharía suplicando.

Nunca te encojas. Nunca temas. Y nunca, jamás, olvides.

—Dinos dónde estabas esta tarde —dijo Micheletto con voz rasposa—. Antes de llegar a Tumba de Dioses.

—Que os jodan.

—¿Dónde estabas antes de llegar a Tumba de Dioses? —gritó Micheletto.

Tenía el hierro casi pegado a la piel. Ya empezaba a quemar. Notó que se le revolvía el estómago y le picaba el sudor en los ojos. Lexa miró al confesor. Retrajo los labios de los dientes. Susurró con ferocidad.

—Que. Os. Jodan.

El hermano negó con la cabeza.

Y con una sonrisa vacía, llevó el atizador hacia su ojo.

—Basta.

La sonrisa se evaporó del rostro del hermano. Las manos que asían la cabeza de Lexa aflojaron. Los dos confesores irguieron la espalda, como poniéndose en posición de firmes. El hermano Micheletto se hizo a un lado para revelar una silueta con capa en la puerta abierta.

Lexa entrevió un cabello largo y oscuro. Ojos negros sin fondo. Hojas gemelas al cinto.

Del todo a la vista.

Del todo mortíferas.

Una náusea mantecosa se alzó en su estómago y Don Majo se echó a temblar mientras crecía la oscuridad a su alrededor. Y de las sombras oyó que salía un gruñido grave y atronador.

Un gruñido de loba.

—Dejadnos —ordenó Kane.

—Sí, mi señor —respondieron Micheletto y Santino.

Con sendas inclinaciones y silenciosos saludos con la cabeza a Lexa, los dos hombres se apresuraron a abandonar la celda. El estómago de Lexa cosquilleó con un repentino miedo cuando Kane entró en la celda, y Don Majo se encogió al interior de la negrura a sus pies. El Señor de las Hojas se alzaba delante de Lexa con las manos entrelazadas y los rizos largos y negros moviéndose como empujados por una brisa invisible. Su piel era el más puro alabastro. Su voz, miel y sangre.

—Bravo, discípula. Mi enhorabuena.

—¿Mi señor Kane?

Lexa miró a su alrededor. A pesar de las arcadas en las entrañas, a pesar de la oleada de miedo y emoción que sentía en presencia del hombre, la estaba inundando la comprensión.

Alivio. Furia. Disgusto.

—Una prueba —dijo con un hilo de voz.

—Una necesidad —repuso Kane—, ahora que conocéis la existencia de la Caminata de Sangre. Aparte de vuestra destreza con el acero, el veneno o la carne, hay una virtud de la que debemos asegurarnos que poseen en abundancia todos los discípulos de la Iglesia Roja.

Lexa miró a los ojos al Príncipe Negro. Le tiritaban las manos.

—Lealtad —dijo en voz baja.

Kane inclinó la cabeza.

—La Iglesia Roja se enorgullece de su reputación. Ningún contrato que haya aceptado esta congregación ha quedado sin cumplir. Ningún acólito suyo ha revelado jamás un secreto a quienes nos dan caza. Cada año, traemos caras nuevas al rebaño y os sacamos tanto filo como es posible. Pero por muy aguzadas que parezcan, algunas hojas sencillamente están hechas de cristal.

—¿Cristal?

—Una esquirla de cristal puede rajar la garganta a un hombre. Perforarle el corazón. Abrirle las muñecas hasta los huesos. Pero si se hace presión en el lugar equivocado, el cristal se quiebra. El hierro no.

Una tenue sonrisa curvó sus pálidos labios, y la mano de Kane descendió hasta una hoja de su cintura.

—Desde el intento fallido de asesinato del cónsul Azgeda, el cardenal Jaha ha decretado que la destrucción de la Iglesia Roja es mandato divino. El justicus Titus y sus Luminatii nos persiguen por todos los rincones de la república. Nosotros ostentamos el poder de la teúrgia ashkahi. Tenemos capillas en todas las metrópolis. Si un discípulo nuestro cayera en manos de nuestros enemigos, tenemos que estar seguros de que no se quebrarán. Y en consecuencia…

Kane hizo un gesto hacia las celdas de alrededor y su capa murmuró al moverse. El miedo de Don Majo estaba carcomiendo la tripa de Lexa y las sombras serpenteaban por el suelo. Alzó la mirada cuando llegó el eco de otro chillido por el pasillo. Tragó con fuerza y trató de hablar.

—Entonces, ¿la prueba de la shahiid Aalea era solo un engaño?

—Oh, no. El discípulo que le regale el mejor secreto terminará el primero en Máscaras. Y se os enviará a todos varias veces a esta ciudad para buscarlos, eso no lo dudes. Simplemente aprovechamos esta oportunidad para tantear el terreno, por así decirlo.

—¿Y los demás discípulos que han venido a Tumba de Dioses? ¿También los estáis poniendo a prueba?

—Os ponemos a prueba a todos.

—¿Alguno se ha quebrado?

—Siempre se quiebra alguien.

El hombre escrutó los ojos de Lexa. Esperando, quizá, alguna clase de réplica cortante. Lexa se quedó callada, afrontando aquella mirada sin fondo, combatiendo la náusea en su interior. El sabor grasiento de la bilis no se le iba del fondo de la garganta y le temblaban tanto las manos que tuvo que agarrarse a la silla para pararlas. ¿Qué tenía aquel hombre que tanto la afectaba? ¿Era porque era de los suyos? ¿Sería la oscuridad de él, que llamaba a la oscuridad de ella?

Oyó unas pisadas suaves y acolchadas a su espalda. Y luego ese grave gruñido lobuno.

«Eclipse.»

—Sois el primer tenebro que he conocido nunca —dijo por fin—. O incluso con el que haya hablado.

—Quizá seré el último —repuso él—. Te quedan muchas nuncanoches hasta la iniciación. Y si crees que nuestro rasgo común te valdrá algún favoritismo en los salones de la Madre, estás muy equivocada.

Los ojos del Príncipe Negro eran fríos y letales. Su belleza, aún más fría. Lexa sintió a la loba-sombra detrás de ella, acercándose. Don Majo se erizó en su sombra y siseó, provocando como respuesta una ronca risotada que resonó en las losas del suelo. La pregunta se lio a zarpazos con su lengua hasta que Lexa le prestó voz, un tenue bisbiseo que se quedó flotando en el aire como el humo.

—¿Qué somos?

—¿Qué crees tú que somos?

—Gustus y Abby… —Lexa tragó saliva—. Los dos dicen que somos los elegidos de la Madre.

A Lexa se le puso de punta el vello de la nuca cuando el Señor de las Hojas se echó a reír.

—¿Eso es lo que crees que eres, pequeña tenebra? ¿Una elegida?

—No sé lo que creo —replicó Lexa—. Esperaba que vos pudierais enseñarme.

—¿Qué creer?

—Qué soy.

—No importa lo que seas —dijo Kane—. Solo que lo seas. Y si buscas la respuesta a alguna gran adivinanza sobre ti misma, no la busques en mí hasta que te la ganes. En un aspecto, y solo en un aspecto, deberías estar satisfecha. Pues en ello, y no en nada más, somos iguales.

A Lexa se le revolvió el estómago cuando el Señor de las Hojas se inclinó hacia ella y desenvainó una daga de su manga. Extendiendo el brazo, cortó la cuerda que le rodeaba las muñecas.

—Somos asesinos, tú y yo —siguió diciendo—. Asesinos, uno y todos. Y cada muerte que traemos es una plegaria. Una ofrenda a Nuestra Señora del Bendito Asesinato. La muerte como piedad. La muerte como advertencia. La muerte como un fin en sí mismo. Todas ellas, nuestras para conocer y regalar al mundo. El lobo no se compadece del cordero. La tormenta no suplica su perdón a los ahogados. Kane volvió a escrutar en la mirada de Lexa, y su voz le resonó en el pecho al hablar.

—Pero antes que nada, somos siervos. Discípulos. Rodeados de enemigos. Leales hasta la muerte. No nos doblegamos y no nos quebramos. Nunca. Esa es la verdad que aprendéis en estas celdas. Esa es la primera respuesta a cualquier pregunta sobre ti misma que puedas formular. Y si no te acaba de gustar, discípula, si crees que quizá cometiste un error al acudir a nosotros, es el momento de decirlo.

Así que nada de respuestas, solo más adivinanzas. Si Kane estaba en posesión de alguna gran verdad sobre los tenebros, no iba a compartirla con ella allí. Tal vez nunca. O tal vez, como había dicho, no hasta que se lo ganara. De modo que, con una mueca, Lexa se levantó poco a poco de la silla. Le flaqueaban las piernas. Estaba mareada hasta los huesos. Tenía frío. Estaba empapada. Apestaba a agua de la bahía y a sangre. Mejilla hinchada, ojo magullado, labio partido. Se apartó el pelo mojado de la mejilla y sostuvo la mirada de Kane.

Extendió el brazo.

—¿Puedo recuperar mis cigarrillos?

Necesitó todas sus fuerzas, pero lo contuvo todo en su interior. La acompañaron fuera de las celdas subterráneas, por la luminosa avenida y de vuelta a los túneles ocultos que había bajo la Porqueriza. Con una caja de madera sellada con sebo en las manos. Una daga de hueso de tumba en la manga. Ni el menor susurro en sus labios.

La Caminata de Sangre de vuelta al Monte Apacible no le resultó más fácil la segunda vez. Lexa se quitó la ropa y entró desnuda en el estanque escarlata que había debajo del matadero. Se sumergió en la corriente y, durante un momento, la asaltó la tentación de quedarse allí para siempre con sus dudas y sus miedos. Pero hizo fuerza contra ella, aferrada a la caja que le había regalado Gustus y con la hoja de hueso de tumba en el puño cerrado. Tres baños más tarde, una mano silenciosa la acompañó por las retorcidas escaleras hasta el Altar del Cielo, para tomar la mañanera como si no hubiera pasado nada. No había ni un solo discípulo varón; Lexa supuso que ya estarían en Tumba de Dioses, siendo recogidos para su propia ronda de palizas y torturas. Vio a Clarke sentada a la mesa, con el labio hinchado y una mejilla partida. Lexa no la quiso mirar a los ojos. Recogió su comida, tomó asiento y comió sin mediar palabra. Miró a las otras discípulas que iban llegando poco a poco por la escalera, las sonrisas y las bromas de comidas anteriores reducidas solo a un recuerdo. Al final de la mañanera, solo Clarke, Costia, Nylah y Lexa estaban sentadas frente a aquella mesa larga y solitaria. Todas ellas apaleadas. Llenas de cardenales. Ensangrentadas. Pero vivas, al menos. De las nueve chicas que se habían reunido en el salón de Aalea el giro anterior, solo cuatro habían regresado.

Cuatro de hierro.

Las demás, de cristal.

Se miraron entre ellas. Nylah, siempre estoica. Costia, triunfal. Una fina línea de preocupación en el entrecejo de Clarke, posiblemente pensando en lo que podía estar ocurriéndole a su hermano. Pero ninguna de las cuatro habló. Lexa fijó la vista en su plato y masticó su comida, un ceniciento bocado tras otro. Se obligó a comerse hasta la última migaja. A recoger la salsa como sangre de la basta piedra. Y al terminar, se levantó en silencio, volvió a su dormitorio y cerró la puerta tras ella.

Se miró la cara en el espejo. Ojos oscuros y magullados. Labios finos y temblorosos.

—… lo siento, Lexa…

Lexa miró al no-gato, hecho un ovillo al borde de la cama. Kane y Eclipse habían afectado a Don Majo más que a ella. Pero las preguntas que tenía Lexa sobre los tenebros, sobre el Señor de las Hojas y su pasajera, todas ellas se limitaron a morir en sus labios.

—Está bien, Don Majo —dijo con un suspiro.

—… nunca te encojas… —repuso él—… nunca temas…

Lexa asintió con la cabeza.

—Y nunca, jamás, olvides.

Se sentó frente al espejo y contempló a la chica que la contemplaba a ella. A la asesina que había descrito Kane. Al monstruo. Se preguntó, durante un momento fugaz, cómo podría haber sido su vida antes de que Azgeda la hiciera trizas. Intentó recordar el rostro de su padre. Intentó olvidar el de su madre. Notó que le ardían lágrimas en los ojos. Las obligó a marcharse hasta que no quedó nada. Solo Lexa y la chica de ojos secos que la contemplaba a ella.

Gustus tenía que haber sabido que se avecinaba la prueba de lealtad. Tenía que saber lo que planeaban Kane y el Sacerdocio. Y aunque otros podrían sentirse traicionados porque su maestro no los hubiera advertido, Lexa sintió solo orgullo. El anciano sabía lo que la esperaba y, aun así, no había dicho ni una palabra. No porque le diera igual.

Sino porque él lo sabía.

Kane y el Sacerdocio no tenían ni idea. Ni la más remota idea de lo que ella estaba hecha. Pero él sí que lo sabía.

«¿Hierro o cristal?», habían preguntado.

Lexa tensó la mandíbula. Meneó la cabeza.

Ella no era ninguna de las dos cosas.

Ella era acero.