Capítulo 18. Flagelo
La cuenta final de supervivientes a la prueba de Kane ascendió a diecisiete, cuatro mujeres y trece hombres. Todos ellos ensangrentados, apaleados y magullados en diversos grados. Chss tenía los ojos tan morados que pasó tres giros casi sin poder ver nada. Monty estuvo cojeando semanas. Habían estado a punto de partirle la mandíbula a Luna, y pasó casi un mes alimentándose solo a base de sopa. Lexa sabía que debería darle igual que Lincoln sobreviviera o no. Pero cuando subió la escalera y se sentó en silencio para tomar la tardera, Lexa se descubrió sonriéndole. Cuando el chico levantó la mirada y la sorprendió, decidió no intentar ocultarlo. Y Lincoln le había devuelto la sonrisa. Lexa aún no tenía curado del todo el brazo de la espada, pero la riña de Gustus había calado hondo. Cuando se consideró que la grey se había recobrado lo suficiente para reanudar las lecciones, Lexa decidió acudir al Salón de las Canciones. Ya se había perdido decenas de clases y, si seguía haciéndolo, se arriesgaba a quedarse demasiado atrás para tener la menor oportunidad en la prueba de Solis. Tampoco es que se otorgara demasiadas; su mejor opción para terminar la primera de algún salón era crear el antídoto de Mataarañas. Pero un error en la competición de Mataarañas suponía la muerte y, además, si se graduaba como hoja de pleno derecho, necesitaría toda la esgrima que pudiera aprender. Quedándose sentada leyendo todo el giro no iba a dar la talla. Cuando entró en el Salón de las Canciones, Costia apartó la mirada del maniquí al que estaba dando una soberana paliza y le dedicó una sonrisa de «jódete». Al ver que Lexa ocupaba su lugar en el círculo, Solis levantó una ceja y fijó en ella aquellos horribles ojos ciegos. La tejedora Octavia aún no le había curado el corte que le había hecho Lexa, y una nueva y pequeña cicatriz, que el Último sin duda había optado por conservar, adornaba una tez curtida. El shahiid no se dignó darle la bienvenida, como tampoco mencionó a los discípulos que no habían regresado de Tumba de Dioses.
—Empezaremos con un recordatorio de las formas a dos manos de Montoya —dijo Solis—. Espero que hayáis practicado. Discípula Costia, ¿serías tan amable de enseñar a la discípula Lexa al menos parte de lo que se ha explicado en su ausencia?
Otra sonrisa.
—Será un placer, shahiid.
Los discípulos formaron parejas y se pusieron a practicar. Costia fue a zancadas hasta los aparadores de armas, cogió un par de dagas curvas y arrojó otro par a Lexa. La chica asió las armas con un mudo quejido de su codo.
—¿Practicamos con acero real, shahiid? —preguntó Lexa.
El rostro del Último se mantuvo pétreo mientras respondía:
—Considéralo un incentivo.
Costia blandió sus dagas sin mediar palabra y atacó el cuello de Lexa. La chica retrocedió y a duras penas logró alzar la guardia ante los golpes de la pelirroja. Parecía que la clase había avanzado mucho en su ausencia y, entre la falta de entrenamiento y el brazo aún débil, Lexa se vio claramente superada. Costia era feroz y hábil, y Lexa a duras penas se las pudo ingeniar para conservar sus adentros donde debían estar. Se ganó unos cortes en el antebrazo y otro de lado a lado del pecho, y escupió sangre a la piedra con una maldición.
Costia sonrió.
—¿Quieres descansar, Wood?
—Muchas gracias, amor. Sentada en tu cara estaría bien.
Costia rio, moviendo sus dagas adelante y atrás. Sabiendo que sería inútil recurrir a Solis, Lexa se vendó las heridas y volvió al combate de práctica. Estudió las formas de los demás como pudo mientras esquivaba las hojas de Costia. Al cabo de una hora con cuchillos, cambiaron a espadas cortas y Costia no le mostró más piedad. Lexa pasó el resto de la mañana recibiendo palizas de un lado a otro del salón, y terminó la clase tendida en el suelo, sangrando y magullada. Tenía el arma de Costia apretada contra el cuello, justo en la yugular. Y aunque la pelirroja se estaba conteniendo, Lexa le notó que habría dado casi cualquier cosa por girar la muñeca y volver roja la piedra. Costia hizo una inclinación a Solis, lanzó una mirada a Lexa y devolvió sus armas al aparador. Lexa se levantó, cogiéndose el codo dolorido y frustrada a más no poder. El tiempo que había perdido por su herida le había costado caro, y estaba más retrasada de lo que había temido. Tendría que esforzarse el doble para recuperar terreno, y era muy posible que Costia la abriera en canal «por accidente» mientras tanto.
Lo triste era que, en realidad, Costia y ella eran muy parecidas. Ambas huérfanas de la Rebelión del Coronador. Ambas desprovistas de su familia, movidas por la misma sed. Si Costia no estuviera tan cegada por su rabia, quizá habrían podido ser buenas amigas. Unidas por la clase de lazo que solo puede forjar el odio. Y aunque Roan Azgeda, y no Nyko Wood, era el culpable de la muerte del padre de Costia, Lexa alcanzaba a entender que ver su sangre provocara una sonrisa en la otra chica.
«Si no puedes hacer daño a quienes te lo hicieron, a veces basta con hacérselo a cualquiera.»
Lo cual no la consolaba en absoluto de la paliza que acababa de recibir, por supuesto. ¿Y si Costia acababa decidiéndose a ceder al ansia de sangre fuera de la vista de los shahiids? ¿Y si de verdad intentaba matarla? Lo más probable era que Lexa acabara siendo solo una mancha en el suelo.
«No, así no puede ser.»
Lexa negó con la cabeza y salió cojeando del salón.
«No puede ser en absoluto.»
—¿Qué tal, don Lincoln?
Lo había encontrado en el Salón de las Elegías después de las clases, mirando fijamente la estatua de Niah. El chico le dedicó una sonrisa con hoyuelos al oír su voz. La miró de arriba abajo.
—Por los dientes de las Fauces, menuda tunda te ha dado Costia.
—Mejor que una puñalada.
—Parece que también te has llevado unas pocas.
—Supongo que tendría que ir a ver a la tejedora. A que me atienda.
Lincoln frunció el ceño al oír referirse a Octavia y devolvió la mirada hacia la estatua. Se pasó una mano distraída por la cara, siguiendo aquellos tatuajes espantosos con la yema de los dedos. No por primera vez, Lexa se descubrió contemplando su perfil y riñéndose por tonta casi en el mismo latido de corazón. Sería todo un seductor sin toda aquella tinta, eso seguro. Y Lexa se alegraba de que hubiera regresado de la prueba de Abby, pero aun así…
«La mirada en el objetivo, Wood.»
—Tengo una idea —le dijo.
—Ay, madre —murmuró Lincoln.
Lexa le enseñó los nudillos. La sombra de Octavia cayó del rostro del chico, que le regaló una sonrisa. Se volvió de la estatua de Niah y cruzó los brazos mirando a Lexa.
—Venga, escupe.
—Voy un poco atrasada en Canciones, como has sido tan amable de señalar.
—¿Un poco? —Lincoln bufó—. Hay maniquíes de entrenamiento ahí arriba que podrían barrer el suelo con vos, Hija Pálida.
—Vaya, muchísimas gracias. —Lexa torció el gesto—. Si sois tan amable de iros a tomar por culo un rato sin montar escándalo, os espero aquí hasta vuestro regreso.
Lincoln enarcó una ceja. Lexa suspiró y ordenó a su mal genio que fuese a sentarse al rincón.
—Perdona —murmuró.
—No hace falta —repuso él, sonriendo—. Creo que ser educada no te sienta del todo bien.
—Tengo una propuesta.
—Considérame halagado.
—No esa clase de propuesta, capullo.
Dio un puñetazo al chico en el brazo y él sonrió. Pero en algún lugar de aquellos centelleantes ojos avellanos, Lexa vio un ápice de decepción. Era algo en su postura, en la inclinación de su cabeza. Algo que, después de meses aprendiendo de Aalea, empezaba a identificar.
El anhelo.
—A mí me están destrozando en Canciones —dijo—, y tú en clase de Mataarañas vienes a valer lo que la bragueta de un eunuco. —Lexa siguió hablando para ahogar la protesta farfullada de Lincoln—. Así que tú podrías ponerme al día en las formas de Solis para que Costia no me decapite y yo me aseguraré de que sepas lo suficiente para no envenenarte a ti mismo antes de la iniciación. ¿Hace?
Lincoln frunció el ceño. Lexa vio cómo Anhelo forcejeaba contra Sentido Común.
—No hay puestos de hoja suficientes para todos, Lexa. Se supone que tenemos que competir entre nosotros. ¿Por qué querría ayudarte?
—¿Porque te lo he pedido por favor?
—No has dicho «por favor».
Lexa meneó una mano.
—Meros tecnicismos.
Lincoln sonrió y Lexa reflejó su sonrisa, con la mano en la cadera. Aalea le había dicho que a veces el silencio era la mejor réplica a una pregunta, si quien la formulaba conocía ya la respuesta. De modo que se quedó callada, mirando aquellos ojos grandes y bonitos y dejando que Anhelo hablara por ella. Una parte de Lexa lamentó estar probando el arte de Aalea en su amigo pero, como el propio Lincoln había señalado, se suponía que era un competidor. Y como repetía siempre la Shahiid de Máscaras, nunca lleves un arma si no estás dispuesta a mancharte de sangre.
—Muy bien —dijo Lincoln por fin—. Una hora cada tarde, después de las clases. Ven mañana al Salón de las Canciones.
Lexa hizo una reverencia.
—Muy agradecida, don Lincoln.
Lincoln le tendió la mano y ella la estrechó para sellar el pacto. Se quedaron así un momento, con las manos entrelazadas. La piel de Lexa cosquilleó cuando el pulgar de él trazó con suavidad la curva de su muñeca. Lincoln recobró el sentido y la soltó, murmurando lo que pudo ser una disculpa mientras huía. Lexa se volvió para marcharse en sentido opuesto, ocultando la sonrisita de sus labios mientras su sombra empezaba a hablar.
—… aunque no tengo cara, créeme si te digo que se te caerían las calzas de lo mucho que estoy frunciéndote el ceño…
Lexa puso los ojos en blanco.
—Sí, padre.
—… aunque alcanzar esa ausencia de calzas parece ser tu objetivo, así que quizá debería parar…
—Sí, padre.
—… a mí no me hables en ese tono, jovencita…
Lexa sonrió y lanzó una patada juguetona que atravesó la cabeza de Don Majo. La chica y su sombra deambularon en dirección a los dormitorios, en busca de cama y sueños.
Un chico hermoso salió de la oscuridad, siguiendo sus andares con brillantes ojos azules. Como siempre, no dijo ni una palabra.
Largas horas más tarde, un fuerte golpeteo sacó a Lexa de brazos de sus libros. Sacó su estilete de la muñeca y se echó una túnica sobre los hombros. Fue despacio a la puerta y susurró a quienquiera que esperase al otro lado.
—¿Clarke?
—Por favor, abre la puerta, discípula.
Lexa aferró con más fuerza su puñal, hizo girar la llave y miró el oscurecido pasillo. Había una mano junto a su puerta, con larga túnica negra y la capucha ocultando sus rasgos. Lexa pensó en Raven un momento, se preguntó dónde podría estar.
—Reclama tu presencia la reverenda madre Abby —dijo la mano.
—Por supuesto. —Lexa hizo una inclinación—. Como ella desee.
Miró pasillo abajo y vio a otras manos llamando a las puertas de los discípulos. Clarke salió tropezando a la luz, sus trenzas de guerra revueltas por la presión de la almohada. Al otro lado de la chica, vio a su hermano Finn, con su pelo saliendo del cráneo en puntas de ángulos imposibles. Parecía que estaban despertando a todo el mundo, con lo cual la propia Lexa no estaba en algún apuro particular.
«Vivan los pequeños milagros.»
—¿Qué está pasando? —susurró Lexa mientras el grupo echaba a andar tras las manos.
—Tengo la misma idea que tú. —Clarke bostezó—. Nada bueno, ya verás.
—No me digas.
Los discípulos subieron la escalera de caracol y empezaron a oír el coro fantasmagórico que cantaba desde la oscuridad. Llegaron al Salón de las Elegías y Lexa bajó la cabeza y se tocó la frente, los ojos y los labios ante la estatua como los demás. Vio que se había reunido el Sacerdocio al completo: Aalea, perfecta como un cuadro en un fino traje bermellón; Mataarañas, con el semblante más adusto de lo normal, vestida de verde jade; Ratonero y Solis, sonriendo y mirando con furia respectivamente en su cuero oscuro. Abby estaba en la sombra de Niah con los labios apretados. Y a su lado, encadenado a las argollas de hierro de la propia estatua,
Lexa vio a…
—Chss…
El chico estaba desnudo de cintura para arriba, tenía los ojos vendados con tela negra y daba la espalda al salón. Los discípulos se congregaron formando un semicírculo en torno a la base de la estatua, silenciosos y precavidos. Clarke asintió para sí misma y dijo a Lexa en un susurro:
—Flagelación de sangre.
—¿Qué?
—Chis. Mira.
—Gracias por acudir, discípulos —dijo Abby—. Existen pocas normas que gobiernen la vida de una hoja. Si sobrevivís para servir a la Madre, viviréis fuera de los márgenes de la ley y, en consecuencia, dentro de estos muros os concedemos tanta libertad como nos es posible. Pero aun así, las pocas normas que imponemos no pueden pasarse por alto.
»Tras el asesinato del discípulo Llamarriadas, se os advirtió a todos de no abandonar vuestras habitaciones tras las nueve campanadas. Prometí que si se encontraba a alguien culpable de violar este toque de queda, recibiría un castigo severo. Y aun así, uno de vosotros ha decidido poner a prueba mi resolución. —Señaló a Chss—. Ahora seréis testigos del precio de la necedad. —La reverenda madre bajó del estrado y se volvió hacia las sombras—. ¿Orador, tejedora?
Lexa vio entrar a dos personas en la luz del cristal tintado. El orador Bellamy llevaba calzas de cuero, iba descalzo y tenía una túnica de seda roja echada de cualquier manera sobre el torso desnudo. Su hermana Octavia iba cubierta de la cabeza a los pies en negro suelto. Los hermanos ocuparon sus puestos detrás del chico. Chss giró la cabeza cuando Octavia empezó a hacer estallar los nudillos, con húmedos y enfermizos chasquidos que resonaron en las tinieblas. Incluso con los ojos vendados, Chss debió de reconocer el sonido. Lexa vio que respiraba hondo y se volvía de nuevo hacia la piedra.
La madre Abby habló con voz férrea.
—Empezad.
Octavia alzó la mano con los dedos extendidos. Desde donde estaba, Lexa alcanzaba a ver el rostro de la mujer, aquellos horribles labios partidos en una sonrisa sangrienta. Octavia murmuró entre dientes, entornó los ojos y cerró el puño. Un sonido de desgarro hendió el aire y la carne de la espalda de Chss se partió como fruta podrida. El chico echó atrás la cabeza mientras se abrían cuatro espantosas grietas en su piel, como si un flagelo invisible hubiera caído sobre su columna vertebral. Salpicó sangre y Lexa crispó el gesto a ver hueso rosado y reluciente a través de las heridas.
Pero el chico no hizo ni un ruido.
Octavia volvió a mecer su mano, como distraída, como si espantara una mosca molesta. Cuatro nuevos desgarros se abrieron en la carne de Chss, destrozándole la parte baja de la espalda. Se le tensaron todos los músculos del cuerpo, las venas se marcaron en sus brazos y cuello y retorció sus hermosos rasgos en agonía. Lexa no estaba segura de que pudiera verlo algún otro discípulo pero, desde su ángulo, se quedó horrorizada cuando los labios del chico se retiraron en un rugido silencioso y revelaron unas encías rosadas y vacías.
«Negra Madre, no tiene dientes.»
De nuevo Octavia movió la mano. De nuevo la piel del chico se hizo trizas. Se abrieron largas e irregulares grietas en sus piernas, y ya tenía la espada troceada como carne para chorizo. Se acumuló la sangre en la piedra a sus pies. Salpicaduras arteriales, formas dementes brillando en el aire. Y aunque debía de estar pasando por un suplicio, el chico siguió sin emitir ni un sonido. Los discípulos miraron horrorizados mientras Octavia movía las manos y apartaba más y más de la espalda de Chss. Y durante todo el tiempo el chico permaneció callado como si ya hubiera muerto. Transcurrieron los minutos. Sonidos húmedos de desgarro. Gotas de lluvia. Chss era una piltrafa ensangrentada. Le colgaba la cabeza de los hombros. La sangre corría junto a sus pies en una oscura marea roja. Seguro que no podrían seguir mucho más.
Lexa se volvió hacia Clarke y siseó:
—¡Lo están matando!
Clarke negó con la cabeza.
—Mira.
Octavia siguió con su espeluznante trabajo, ensanchando cada vez más aquella sonrisa sangrienta. Chss se revolvía con debilidad contra sus cadenas, pero ya apenas estaba consciente. Y cuando Lexa alcanzó a contarle las costillas bajo la piel, cuando parecía que otro tajo invisible acabaría con él, la reverenda madre alzó la mano.
—Basta.
Octavia lanzó una mirada a Abby y su sonrisa murió en el acto. Pero poco a poco, la tejedora inclinó la cabeza y bajó la mano, con evidente mala gana.
—Hermano amado, hermano mío —dijo con labios deformes.
Bellamy dio un paso adelante y se apartó el pelo blanco y lacio de la cara. El albino susurró en tonos suaves y musicales, como si cantara para sí mismo. Las palabras resonaron por todo el salón como el himno de un coro en la Basílica Grande y, ante la mirada fascinada de Lexa, la sangre acumulada a los pies de Chss empezó a moverse. Temblando al principio, ondulándose con alguna vibración oculta. Pero al cabo de poco, reticente, el flujo escarlata se retiró por la piedra hacia los pies del chico, que tiritaba y se revolvía, y empezó a ascender por sus piernas y su espalda para regresar a las heridas que había abierto Octavia. Lexa miró la cara del orador, pálida como la de un cadáver. En vez de su habitual rosa, los ojos del hombre estaban de color rojo sangre. Su sonrisa era de éxtasis. Octavia alzó las manos junto a las de su hermano. Las movió por el aire como una costurera en un telar sangriento. Y mientras Chss daba coces y se sacudía, boquiabierto, con la cara brillante de sudor, las heridas se cerraron una tras otra. Los espantosos tajos y desgarrones. La carne triturada y empapada. Todo ello se cerró en oleada mientras Chss hacía silenciosos aspavientos, hasta que no quedó ni un rasguño en su piel. El chico flaqueó en sus cadenas, babeando. Había permanecido consciente durante todo el proceso. Cada instante. Los discípulos lo miraron con una combinación de horror y admiración. Las manos le retiraron los grilletes y le pusieron una túnica sobre los hombros intactos.
—Llevadlo a su dormitorio —ordenó Abby—. Puede faltar a las lecciones de mañana.
Las manos obedecieron, levantando a Chss por los hombros y llevándoselo a rastras del salón. La reverenda madre miró a los discípulos y clavó en cada uno su mirada. Había desaparecido la fachada de matrona, se había evaporado por el momento el amor maternal. Aquella era la asesina desvelada. La misma mujer que se había quedado quieta mientras mi señor Kane y sus hombres torturaban a sus discípulos en aquel calabozo oscuro de Tumba de Dioses. La misma mujer que había enviado a ocho alumnos a sus muertes con una sonrisa.
—Confío en que no sean necesarias más demostraciones —dijo—. Si se sorprende a algún otro discípulo fuera de su dormitorio tras la novena campanada, le sucederá lo mismo. Aunque la próxima vez, quizá permita que la tejedora Octavia trabaje cuanto desee. —La madre metió las manos en sus mangas. Hizo una inclinación—. Y ahora, id a dormir, niños.
Lexa tardó en conciliar el sueño, despertó antes de las campanadas matutinas y se quedó mirando las paredes un momento. Decidida a recuperar la fuerza en el brazo de la espada, hizo ejercicio: flexiones al pie de su cama, extensiones contra la puerta. Al cabo de unos minutos su codo estaba protestando, pero siguió hasta que se le llenaron los ojos de lágrimas. Terminó derrumbada en el suelo y se quedó un momento tumbada, recobrando el aliento y maldiciendo al hijo de puta de Solis entre jadeos. Salió de su habitación y se dirigió hacia los baños. Pasó frente a la puerta de un discípulo y oyó un estrépito, los tintineos del cristal rompiéndose en el interior. Se detuvo junto a la puerta y oyó varios golpes y topetazos resonando dentro.
—… quienes meten las narices en los asuntos de los demás suelen perderlas…
—Llámalo curiosidad.
—… ya sabes lo que le hizo al gato…
Lexa se acercó más y apoyó la oreja en la madera.
La puerta se abrió de sopetón y Lexa saltó hacia atrás, sorprendida. Allí, en la penumbra, vio a Chss. Ojos rojos. Piel pálida. Aquel hermoso rostro, surcado de lágrimas. Estaba sin camisa, sudando de esfuerzo. La habitación era un caos de cajones vaciados y arrojados contra la pared, la cama hecha picadillo. Lexa lo miró de arriba abajo. Flexible y bien musculado. Ni un pelo en el pecho. Aparte de unas magulladuras en las muñecas, en su cuerpo no había ni rastro de la tortura infligida por Octavia y Bellamy.
El chico la miró. Labios apretados. Ira en los ojos.
—Mis disculpas, Chss —dijo Lexa—. He oído ruidos.
Chss se quedó callado. Inmóvil.
—¿Te encuentras bien?
No hubo respuesta. Solo una mirada fría y lacrimosa. Recordó verlo la tarde anterior, con la cabeza echada hacia atrás y los labios retirados de unas encías sin dientes. ¿Por eso no hablaba nunca? ¿Cómo había podido perder todos los dientes? ¿Era posible que se los hubiera arrancado él mismo como ofrenda para entrar en la iglesia?
Se quedaron allí los dos, ninguno dispuesto a moverse. El silencio se hizo más clamoroso que las campanadas de la nuncanoche por toda Tumba de Dioses.
—Lo siento —probó a decir Lexa—. Lo que te hicieron. Fue una crueldad.
El chico inclinó la cabeza un ápice. Levantó los hombros un milímetro.
—Si alguna vez quieres hablar de ello…
Chss le lanzó una sonrisa en la que no había ningún humor.
—O sea… —Lexa hizo unos ademanes vagos—. Escribir sobre ello. Si quisieras. Aquí estoy.
El chico miró a Lexa a los ojos. Y con un paso atrás y un gesto de su muñeca magullada, le cerró la puerta en toda la cara. Lexa se apartó de golpe, evitando por los pelos otra nariz rota. Se metió los pulgares en el cinturón y se encogió de hombros.
—… vaya, eso ha salido a pedir de boca…
—Bueno, había que intentarlo —repuso ella, caminando pasillo abajo.
—… ¿esto es alguna estratagema?…
—¿Por qué, tan impensable es que me importe un poco?
—… impensable no, solo inútil…
—Mira, solo porque no me sirva de nada, no significa que no deba importarme. Lo han torturado, Don Majo. Aunque no tenga ninguna cicatriz, tiene que haberle dejado marca. Y es lo que dijo Raven: aquí debería preocuparme de las cosas que son importantes.
—… ¿importantes? ese chico no significa nada para ti…
—Sé que debería considerarlo un adversario. Sé que no hay puestos para todos nosotros entre las hojas. Pero esta iglesia está diseñada para volverme fría. Así que aferrarme a la parte de mí que aún puede sentir piedad se vuelve más importante con cada giro que pasa.
—… la piedad es una debilidad que puede usarse en tu contra. scaeva, duomo y remo no van a compartirla…
—Más motivo para aferrarme a ella, ¿no?
—… puf…
—Pft.
—… grrr…
—Cállate.
—… y tú crece de una vez…
Resonó la risa y las sombras sonrieron.
—Nunca.
La chica y el no-gato se perdieron en la oscuridad.
