Capítulo 19. Mascarada
Las semanas fueron pasando en la oscuridad, con solo las campanadas y las comidas y las horas y más horas de conocimientos impartidos para marcar su paso. Lexa y Lincoln entrenaron cada giro después de las clases, ya fuese en el Salón de las Canciones o en el Salón de las Verdades. En cada sesión de Canciones, Lexa terminaba emparejada con Costia o Jasper, y su sangre pintando el suelo. Y aunque en realidad disfrutaba cada vez más de la compañía de Lincoln, empezó a preguntarse si sería el tutor que necesitaba…
El invierno se asentaba e iba aproximándose la Gran Ofrenda, mientras la nieve comenzaba a cubrir Tumba de Dioses con un vestido blanco sucio. Nuncanoche tras nuncanoche, unas hermosas sombras hacían la Caminata de Sangre desde los aposentos de Bellamy y se dispersaban por la ciudad a la caza de secretos, para regresar y depositarlos a los pies de Aalea. La Shahiid de Máscaras no daba ninguna indicación de quién iba encabezando su competición. La tejedora siguió con su trabajo, alterando los rostros uno tras otro. Llevó la belleza salvaje de Costia a su máximo apogeo, pulió el atractivo natural de Finn para darle filo y hasta Murphy recuperó la oreja que le faltaba. Los recién tejidos discípulos empezaron a aprovechar las muchas armas de Aalea en forma de pequeños juegos de flirteo y contacto puestos en práctica durante las clases o después. En las horas de las comidas, Lexa sintió una nueva corriente en el aire. Miradas furtivas y sonrisas secretas. Después del sudor y la sangre que estaba costando todo aquello a los discípulos, Lexa supuso que se lo habían ganado. Las lecciones se iban volviendo más agotadoras y la mitad de ellos habían muerto ya. Un poco de diversión inofensiva no iba a hacer daño a nadie.
Y entonces llegó la mascarada.
Convocaron a los discípulos después de la tardera, a todos ellos, en los dominios de Bellamy. Sin más preámbulos, los enviaron a la Caminata de Sangre uno por uno. Lexa notó miradas hambrientas en su cuerpo cuando se quedó en combinación, y ella a su vez contempló a los demás. Al salir de la cálida y roja sangre bajo la Porqueriza, los discípulos recibieron la orden de lavarse a conciencia y vestirse deprisa. Luego llevaron a los diecisiete —en góndola cubierta, nada menos— al distrito de los nacidos de la médula en Tumba de Dioses. Lexa se embarcó junto a Nylah, Clarke y Finn y miró desde el toldo cómo iban pasando las cuidadas fincas de los más acaudalados y poderosos de Tumba de Dioses. Las manos que hacían de gondoleros iban vestidos con ricos ropajes de sirviente: levitas ribeteadas en oro y calzas de seda. El brillo sangriento de Saan estaba reducido a un lúgubre mohín tras un denso velo de gris, pero aun así Lexa tuvo que entrecerrar los párpados y se puso unos anteojos de azurita sobre la nariz. Miró a Nylah por encima del cristal tintado, y admiró el poema que había compuesto Octavia en la cara de la chica. Su tejido había tenido lugar solo unos giros antes, y aún costaba no fijarse en las diferencias, o en la forma en que los otros discípulos se quedaban embobados mirándola. Nylah tenía los labios más turgentes, el cuerpo mejor formado. Y donde la marca arkímica había mancillado la mejilla de la joven, solo quedaba piel lisa y clara.
—La tejedora sabe lo que se hace. —Lexa sonrió.
Nylah miró un momento a Lexa y luego de nuevo al exterior.
—Supongo que sí.
—Venga ya, si estás hecha un retrato, Nylah —protestó Clarke—. Octavia es una maestra.
Un codazo de su hermana hizo prestar atención a Finn.
—Ah, sí. Un retrato, desde luego.
—Es raro —murmuró Nylah—. Las cosas que echamos de menos.
La chica se tocó la mejilla en la que había estado su marca de esclava. Recorrió con los dedos una piel que estaba inmaculada. No dijo nada más y Lexa prefirió no insistir. Pero veía recuerdos flotando en los ojos de la chica, que no apartaba la mirada de la ciudad que pasaba a los lados. Sombras que manchaban los iris de Nylah de un azul más profundo.
¿Dónde había aprendido sobre venenos una esclava? ¿Qué la había llevado a entrar en la iglesia? ¿Por qué estaba allí?
Lexa sabía que Nylah era su principal competidora por el premio de Mataarañas. Que Don Majo decía la verdad y la piedad sería una debilidad que podía usarse en su contra. Que no debería importarle. Pero aun así, de algún modo le importaba.
La góndola por fin amarró en un pequeño muelle frente a un inmenso palazzo de cinco plantas, la clase de hogar que solo los nacidos de la médula podían poseer.
—En nombre del abismo, ¿qué es todo esto? —susurró Lexa.
Clarke y Finn levantaron los hombros a la vez; por lo visto, su padre no les había dicho nada al respecto. Lexa comprobó su hoja de hueso de tumba por cuarta vez antes de bajar al embarcadero. El aire que salía del canal era gélido y el muelle resbalaba bajo sus pies. Acompañaron a los discípulos al recibidor del palazzo. Las paredes eran rojas, adornadas con preciosos retratos al recargado estilo liisiano. Los jarrones de flores especiaban al aire con un leve perfume, y ardía un fuego vivo en el hogar tallado. En la cima de una larga y curva escalera estaba la shahiid Aalea. Aunque a Lexa siempre le había parecido una frase hecha y muy pretenciosa que solo venía en los libros, lo cierto es que ver a la mujer la dejó sin respiración. La shahiid llevaba un vestido largo y vaporoso, rojo como la sangre cardíaca, bordado con encaje negro y perlas. Un corsé de hueso de draco le ceñía la cintura hasta lo indecible, y el corte por debajo del hombro dejaba a la vista una piel suave y blanca como la leche. Sostenía en la mano una máscara de dominó con una fina varilla de marfil. Nylah tenía los ojos como platos y había olvidado por el momento cualquier duda sobre su cara.
—Mataría a mi propia madre para meterme en un vestido como ese…
—Yo os mataría a ti y a tu madre para meterme en un vestido como ese —susurró Clarke.
—¿Quieres bailar, Griffin? —preguntó Nylah, inexpresiva—. ¿Brocado de seda liisiana con corsé de corte melfi y guantes a juego? Te enterraría sin dudar.
Las risas de Lexa y Clarke cesaron cuando habló Aalea, con voz suave como el humo.
—Discípulos. —Sonrió—. Bienvenidos y gracias por venir. Han pasado tres meses desde vuestra iniciación en la Iglesia Roja. Sabemos que las lecciones se hacen largas y las horas pesadas, por lo que de vez en cuando convenzo al Sacerdocio para que os permita… soltaros el pelo, por así decirlo. —Aalea sonrió a los discípulos como los soles sonreían al cielo—. Se avecina la Gran Ofrenda y, por tanto, es costumbre hacer regalos a los seres queridos. Al otro lado del canal está el palazzo del pretor Giuseppe Marconi, un joven y rico don nacido de la médula cuyas fiestas se cuentan entre las más deliciosas a las que he asistido jamás. Esta tarde, el pretor celebra su tradicional gala de la Gran Ofrenda, un baile al que solo está invitada la flor y nata de la sociedad de Tumba de Dioses. Y hemos conseguido invitaciones… para vosotros.
Aalea sacó un puñado de trocitos de papiro, en apariencia de la nada, y los usó para abanicarse el cuello con parsimonia.
—Por supuesto, cada uno tendréis que elaborar vuestro propio y convincente subterfugio que explique por qué se os ha invitado a tan exclusiva velada. Pero estoy segura de haberos preparado bien para ello. El baile es una mascarada, al fin y al cabo, así que podéis llevar la cara que elijáis. —La shahiid señaló una puerta doble con un movimiento de la mano—. Dentro encontraréis ropa adecuada. Disfrutad, queridos míos. Reíd. Amad. Recordad lo que es vivir y olvidad, aunque sea solo por un momento, lo que es servir.
Aalea repartió las invitaciones ribeteadas de oropel e hizo pasar a los discípulos por la puerta doble. Al otro lado, Lexa encontró hileras y más hileras de los vestidos y abrigos más maravillosos que había visto en la vida. Los mejores cortes. La tela más rica. A Clarke le faltó lanzarse de cabeza a un perchero de corsetería de seda, y hasta Costia perdió su acostumbrado aire ceñudo. Lexa paseó boquiabierta por un bosque de piel y terciopelo, bordados y encajes. Llevaba años sin ver ropa como aquella de cerca. Más tiempo incluso sin ponerse nada parecido. De niña, había asistido a los más lujosos bailes y galas con los mejores vestidos. Recordaba bailar con su padre en el salón de algún senador, equilibrando sus pies sobre los de él mientras rodaban por toda la pista. Durante un momento, se sintió abrumada. Recuerdos de la vida que había perdido. Pensamientos de la persona que pudo haber sido pero nunca fue. Pasó las yemas de los dedos por la fila de máscaras que les había preparado Aalea. Todas ellas eran voltos, máscaras ovaladas que cubrían toda la cara. Cerámica blanca como la perla, con borde de oro y tres lágrimas rojas como la sangre bajo el ojo derecho. Eran de factura exquisita, suaves como el terciopelo al tacto.
—Esto es un poco demasiado, ¿no?
Lexa se volvió y encontró a Lincoln junto a ella, mirando con mala cara a los demás discípulos. Finn y Monty estaban probándose chalecos y pañuelos y haciéndose inclinaciones mutuas mientras decían: «Después de usted, caballero» y «No, no, después de usted, caballero, insisto». Nylah se había puesto un traje ceñido hecho de algún tejido extraordinario que cambiaba de color cuando la chica giraba sobre sí misma. Chss se había vestido de la cabeza a los pies en blanco inmaculado, con el jubón bordado en brillante plata.
—¿Un poco demasiado? —repitió Lexa.
—Se supone que somos acólitos de la Madre y se están comportando como críos.
Lexa también tenía sus reparos, a decir verdad. La primera vez que Aalea los había enviado a Tumba de Dioses, había terminado encerrada en una celda y medio muerta a palos por orden del Señor de las Hojas. Desde entonces, todos habían viajado decenas de veces a la Ciudad de los Puentes y los Huesos, pero no lograba quitarse la sensación de que aquel «regalo» era demasiado bueno para ser verdad. Aun así, se encogió de hombros.
—Tampoco hace daño que nos divirtamos de vez en cuando. Prueba. A lo mejor te gusta.
—Gilipolleces —refunfuñó él—. No estoy aquí para divertirme.
—Descuidad, mi arisco centurión. —Lexa cogió uno de los voltos y lo apretó contra la cara de Lincoln—. Si se os escapa una sonrisa, nadie podrá verla.
Lincoln suspiró y miró los percheros de ropa de caballero. Chaquetas y jubones, botas con relucientes hebillas y chalecos con brillantes botones.
—No se me dan demasiado bien estos asuntos —confesó—. Aalea lo ha intentado, pero la verdad es que no sé ni por dónde empezar.
Lexa sonrió casi sin querer. Le ofreció su brazo.
—En ese caso, menos mal que me tenéis a mí, don Lincoln.
Al final Lincoln quedó bastante elegante. Aunque era todo un desafío encontrar ropa que sentara bien a unos hombros tan anchos como los suyos, Lexa terminó vistiéndolo con una larga levita en gris carbón —por lo visto, los tonos oscuros estaban de moda aquella temporada en la alta sociedad— con ribetes de oro. Lo obligó a sentarse y, entre protestas, le dispuso las rastas de sal en algo parecido a un orden y le ciñó un pañuelo de seda al cuello. Al inspeccionar el resultado frente a un espejo, el chico hizo un asentimiento reticente. Clarke dio un potente silbido apreciativo desde un rincón.
Lexa eligió para ella un atrevido vestido de terciopelo arrugado en un profundo tono rojo vino, coronado por un tricornio de la misma tela. Kohl en los ojos. Labios pintados de bermellón. Aalea se decantaba por los tonos rojizos y Lexa tenía la tez parecida, por lo que decidió que merecía la pena probar. Se puso unos guantes largos y una estola de pelo de lobo, se miró en el espejo y sonrió.
Clarke volvió a silbar desde su rincón.
Los discípulos salieron de nuevo a la hiriente luz de los soles y cruzaron el canal. Llegaron a un amplio muelle y, al cruzar las puertas del Palazzo Marconi, Lexa vio que algunos invitados llegaban en góndola y otros en carruajes tirados por caballos que rebufaban y piafaban, inquietos por el frío. Llegaba un viento gélido desde el agua y su aliento pendía blanco en el aire. Se arrebujó en la piel de lobo, miró el tenue sol rojo tras su velo de nubes y deseó no haberse puesto un vestido por debajo del hombro. Lincoln, que caminaba cogido del brazo con Clarke, reparó en que Lexa tiritaba y la rodeó con su brazo libre para calentarla.
Lexa lamentó su elección de vestido un poco menos.
Todos los discípulos llevaban puestos sus voltos, que les ocultaban el rostro tras delicada cerámica. Mientras se congregaban cerca de la entrada, Lexa vio que los demás invitados vestían de forma similar, y miró con ojos como platos algunas de sus máscaras. Un caballero llevaba una cabeza de la muerte tallada en marfil negro, con orbes arkímicos ardiendo en las cuencas de los ojos. Vio a una mujer con un dominó hecho de plumas de ave de fuego, que parecía titilar en llamas según incidiera la luz de los soles. El aspecto más impresionante era el de una chica que no pasaría de los quince años, cuya máscara era una larga tira de seda negra, cortada a medida para su rostro. La seda ondeaba como una vela suelta al viento, aunque cuando entraron la máscara siguió moviéndose incluso sin aire. Los recibieron sirvientes con marcas de esclavo en las mejillas y ropa que debía de costar más de lo que ganaba en un año un ciudadano medio. Revisaron sus invitaciones antes de hacerlos pasar a un gran recibidor. El palazzo del pretor Marconi supuraba riqueza: mármol en las paredes y oro en los pomos. Por encima giraban tintineantes candelabros de cristal dweymeri y una suave música impregnaba el aire junto al parloteo de centenares de voces, risas, susurros, canciones.
—Conque así es como vive la otra mitad —comentó Lincoln.
—No me importaría quedarme aquí una temporadita —respondió Clarke—. Tú antes eras de esta gente, ¿verdad, Wood? ¿Siempre es tan espectacular?
Lexa contempló la opulencia que se extendía ante ellos. El mundo al que una vez perteneció.
—Recuerdo que todos eran mucho más altos —dijo.
Aparecieron sirvientes con bandejas doradas, rebosantes de copas de cristal dweymeri llenas de vino, con finas pajitas para que los invitados pudieran beber sin quitarse las máscaras. Delicias dulces y frutas escarchadas. Cigarrillos y pipas ya llenas de hierbasueño, agujas cargadas de tinta. Copa en mano, Lexa vagó por el recibidor, admirando las vistas, los sonidos, los olores y olvidando a Aalea, sus sospechas, su preocupación. Llegó con Lincoln a unos enormes portones que daban a la sala de baile y un sirviente cuya máscara tenía forma de cabeza de bufón se inclinó ante ellos.
—Mi don, mi dona, ¿vuestros nombres?
Lincoln sacó la invitación como si su bolsillo estuviera en llamas.
—Sí, perfecto —dijo el sirviente—, pero necesito vuestro nombre, mi don.
—¿Para qué?
Lexa se inmiscuyó en el incómodo silencio, fluida y tranquila como el caramelo.
—Este es Hacearrumacos, bara del clan Lanzademar de isla Camada.
Lincoln lanzó a Lexa una mirada de alarma. El sirviente hizo una inclinación.
—Gracias, mi dona. ¿Y vos?
—Su… acompañante.
—Muy bien. —El sirviente remontó la escalera de la sala de baile y anunció en voz alta—: El bara Hacearrumacos del clan Lanzademar, y acompañante.
Algunos de los trescientos y pico invitados miraron un momento hacia la pareja, pero la mayoría siguió con sus conversaciones. Lexa cogió a Lincoln del brazo y lo llevó escalera abajo, saludando con la cabeza a quienes los habían mirado. Hizo una seña a un sirviente que pasaba y el hombre encendió un cigarrillo negro con una fina boquilla de marfil y se lo tendió. Lexa pasó la boquilla por los labios de su máscara y exhaló un satisfecho y gris suspiro.
—¿Hacearrumacos? —siseó Lincoln.
—Es mejor que Molestacerdos.
—Por el abismo y la sangre, Lexa…
—¿Qué? —dijo ella con una sonrisa—. Seguro que haces unos arrumacos maravillosos.
—Que la Negra Madre me ayude. —Lincoln suspiró—. Necesito una puta copa.
Catorce sirvientes se materializaron junto al chico, cargados con bandejas de casi todas las bebidas que existían bajo los soles. Lincoln pareció sorprenderse, pero luego se encogió de hombros y cogió dos vinos dorados.
—Muy considerado —dijo Lexa, acercando la mano a un vaso.
—Vete a la mierda, estos son para mí. Coge tú lo que quieras.
Lexa contempló el océano de máscaras, seda, piel. Un cuarteto de cuerda tocaba sobre un estrado y el perfume de hermosas notas llenaba el aire. Las parejas bailaban en el centro del salón y había grupitos de hombres adinerados y mujeres elegantes charlando y riendo y flirteando. La música de los anillos de oro contra las copas de cristal resonaba entre las caras ocultas. Aalea estaba en lo cierto: era fácil olvidar quién era en medio de todo aquello.
Lexa suspiró. Sacudió la cabeza.
—Impresiona —convino Lincoln.
—Antes este era mi mundo —dijo ella en voz baja—. Nunca creí que lo echaría de menos.
El sonoro tintineo de metal contra cristal le llamó la atención, y Lexa se volvió hacia el estrado. La música se detuvo y todos los ojos se volvieron hacia un caballero sonriente que tenía media cara oculta por un dominó de oro cincelado. Llevaba una chaqueta de seda bordada con hilo de oro, un pañuelo al cuello tachonado de gemas y anillos en todos los dedos.
«Nuestro anfitrión, el pretor Marconi, sin duda.»
—Damas y gentiles amigos —dijo el hombre, con una voz rica y profunda—, sed bienvenidos a mi humilde hogar todos vosotros. No soy de los que dan largos discursos y os apartan de vuestro deleite, pero es la época de la Gran Ofrenda e incurriría en falta si no os diera las gracias a todos vosotros y, sobre todo, a nuestro glorioso cónsul, Roan Azgeda.
Lexa tensó la mandíbula. Sus ojos buscaron entre la multitud.
—Por desgracia, nuestro noble cónsul no ha podido acudir a nuestra gala, pero aun así os conmino a alzar vuestra copa conmigo en su honor. Seis años han pasado desde que los Coronadores intentaron esclavizarnos de nuevo bajo el yugo de la monarquía. Seis años desde que el cónsul Azgeda salvó la república y nos trajo una era dorada de paz y prosperidad. Sin él, nada de esto sería posible.
El joven pretor alzó una copa. Todos los presentes lo imitaron, salvo Lexa. Lincoln la miró con ojos muy abiertos. No brindar por el cónsul podría provocar un escándalo. Con los dientes rechinándole tanto que temió que se partieran, Lexa agarró una copa de una bandeja cercana y la alzó como los demás borregos.
—¡Por el cónsul Roan Azgeda! —gritó Marconi—. ¡Que Aquel que Todo lo Ve lo bendiga!
—¡Por el cónsul Azgeda! —rugió la multitud en respuesta.
Las copas entrechocaron, las bebidas se tragaron y un cortés aplauso llenó el salón. El pretor Marconi descendió del estrado tras hacer una inclinación y la música regresó. Lexa estaba furibunda tras su máscara. De pronto, echaba de menos aquel mundo, aquella vida, mucho menos que un momento ant…
—¿Bailas? —preguntó Lincoln.
Lexa parpadeó. Miró la máscara de Lincoln y los ojos castaños que dejaba entrever.
—¿Cómo?
—Que. Si. Bailas —repitió él.
Lexa rio a su pesar.
—¿Por qué, tú sabes?
—La shahiid Aalea me ha estado enseñando. Por si alguna vez tengo que seducir a alguna hija de nacidos de la médula o a una dona de alcurnia.
—Las donas de alcurnia suelen poner el listón bastante alto, bara Hacearrumacos.
—Dice que soy excelente, para que lo sepas.
El chico le ofreció el codo. Lexa miró a un lado y otro del salón. Caras vacías y sonrientes, ocultando los auténticos rostros en su interior. Esos hijos de puta nacidos de la médula estaban rebozados en oro y mentiras. ¿De verdad alguna vez había sentido que era como ellos? ¿De verdad alguna vez ese había sido su mundo? Se levantó la máscara y se echó entre pecho y espalda el vino dorado de un trago. Cogió otro de una bandeja que pasaba y se lo bebió igual de rápido.
—A la mierda, pues.
Soltó su cigarrillo encendido en una copa de vino que pasó cerca y metió el brazo por debajo del de Lincoln. Cuando salieron a la pista de baile, Lincoln la cogió de la mano y entrelazó sus grandes y encallecidos dedos con los de ella. Las mariposas se instalaron en su tripa cuando Lincoln le puso la mano libre en la parte baja de la espalda. Lexa habría jurado que la música ganó volumen y las conversaciones de alrededor dieron la impresión de amortiguarse. Y allí, en el centro de aquel mar de caras vacías y sonrientes, empezaron a bailar. Era raro pero, con la cara del chico cubierta, Lexa solo le veía los ojos. Y al mirar aquellos enormes estanques de reluciente avellana, comprendió que estaban fijos por completo en ella. Había a la vista perlas y joyas, seda y oropel, opulencia por todas partes. Todos aquellos hermosos dones y donas cubiertos de oro. Pero aun así, Lincoln la miraba solo a ella. Sabía que Lincoln era grácil porque lo había visto en el Salón de las Canciones, pero por las Hijas, aunque fuese retrasado en todas las demás lecciones de Aalea, el chico sabía bailar. Por un tiempo, Lexa se encontró alzada por el aire, acunada en sus brazos, hecha girar, soltada y mecida mientras la música parecía sonar más fuerte incluso y el mundo de más allá se transformaba en nada. Por un tiempo, dejó de ser Lexa Wood, hija de una casa asesinada, sedienta de venganza. No era una asesina incipiente ni una sierva de la diosa. Solo era una chica. Y él, un chico. Los ojos de ambos cegados a todo salvo al otro. La voz de Aalea resonando en sus oídos: «Disfrutad, queridos míos. Reíd. Amad. Recordad lo que es vivir y olvidad, aunque sea solo por un momento, lo que es servir».
—Invitaciones, por favor.
Lexa se dio cuenta de que la música había parado. El salón estaba en silencio. Dio media vuelta y encontró a tres legionarios Luminatii, engalanados con petos de hueso de tumba pulido. Su líder tenía la constitución de un muro de ladrillos. Miraba a Lincoln con unos ojos fríos y azules.
—Invitaciones —repitió.
Lincoln miró a Lexa. Metió la mano en el bolsillo de su levita.
—Cómo no.
El centurión hizo chascar los dedos y señaló a Clarke y Finn, que merodeaban al borde del gentío.
—Y ellos también. Todos los que lleven las lágrimas de sangre.
Ya había soldados dispersándose entre los sorprendidos invitados, señalando a los discípulos que llevaban las máscaras de Aalea. Chss. Luna. Costia. Murphy. Nylah. Lincoln hurgó en su bolsillo y sacó solo polvo.
—La tenía hace solo un momento…
Lexa metió la mano en el bolsillo oculto de su corsé. Pero donde había estado su invitación, guardada a buen recaudo, también quedaba solo un puñado de polvo. Como si…
«Como si…»
—Lo que pensaba —afirmó el centurión—. Tendréis que acompañarnos, bara Hacearrumacos.
Se cerró una mano sobre el codo de Lincoln. Otra sobre la muñeca de Lexa. Miró de soslayo hacia Finn mientras alguien agarraba a Clarke del hombro y vio un destello de grilletes, el brillo del acero. Los invitados estaban indignados por aquella interrupción y el pretor Marconi exigió saber quién osaba perturbar la paz de su hogar. Pero en un abrir y cerrar de ojos, aquella ilusión de paz se vino abajo. Lincoln asió la mano que lo estaba agarrando, dobló hacia atrás el brazo de su propietario y se lo rompió por el codo. Lexa sacó un estilete de su corsé y apuñaló al Luminatii que la tenía retenida por la muñeca. Oyó un estrépito de cristal y un chillido ahogado cuando Costia estampó su copa de vino en la cara de un legionario. Finn empezó a gritar a viva voz:
—¡Vámonos! ¡Vámonos!
Lexa descargó el estilete y dejó sangrando a otro legionario que intentaba agarrarla. Lincoln ya estaba cruzando a toda velocidad el salón de baile, apartando con violencia a hombres y mujeres en su embestida. Atrapó una bandeja de bebidas al pasar y la arrojó contra una ventana. El cristal estalló y Lincoln se lanzó de cabeza por la ventana tras la bandeja. Lexa le pisaba los talones, siseando de dolor cuando el cristal roto del marco le hizo un tajo en el brazo, cayendo a la estrecha franja de césped que bordeaba la fachada lateral del palazzo. Aterrizó encima de Lincoln y le sacó todo el aire de los pulmones con un sonoro bufido.
—¡Alto! —rugió alguien—. ¡Alto, en nombre de la Luz!
Lexa tiró de Lincoln para levantarlo, con una mueca de dolor y el brazo empapado en sangre. Los dos se lanzaron a la carrera siguiendo la fachada, dejando atrás más cristales rotos y gritos de alarma. Lexa oyó romperse una ventana superior y vio a Chss saltando por ella hacia el palazzo contiguo e izándose a su tejado, con el jubón blanco manchado de rojo. Botas pesadas tras ellos. Viento gélido en su piel. Llegaron a la alta verja de hierro forjado que rodeaba los terrenos del palazzo y Lincoln la saltó con un movimiento fluido.
—¡Vamos! —susurró.
Lexa miró hacia atrás y vio a cuatro Luminatii corriendo hacia ella, con las hojas de acero solar desenvainadas y ardiendo. Pero los trajes de noche, por lo visto, no eran la mejor ropa para una huida desesperada a pie, y mucho menos para superar verjas de tres metros hechas de hierro forjado. Lexa dio un tajo al vestido con su estilete para soltarlo a la altura del muslo. Se arrojó verja arriba y pasó al otro lado al mismo tiempo que una espada larga en llamas hendía el aire y cortaba el hierro en glóbulos fundidos. El brazo armado de Lincoln pasó junto a la verja en ese momento. Lexa oyó que el chico gritaba de dolor. Se dejó caer a los adoquines a su lado y salieron por piernas al gélido viento.
—¿Hacia dónde? —preguntó Lincoln, jadeando.
—Aalea —logró decir ella.
Lincoln asintió con la cabeza, echó a correr muelle abajo y tiró a un pobre sirviente al agua de una patada para requisarle la góndola. Lexa saltó a la embarcación mientras él la sacaba al canal, hundiendo la pértiga con ahínco al tiempo que media docena de Luminatii subían a otra barca tras ellos para darles caza. Lincoln dirigió su góndola hacia el palazzo donde habían encontrado a la shahiid. No había manos delante ni luces en las ventanas. Entraron corriendo por las puertas delanteras y encontraron vacíos el recibidor y la habitación en la que se habían cambiado de ropa. El aire, polvoriento. Frío. Como si nadie hubiera puesto un pie en aquella casa durante años. Botas pesadas. La puerta delantera abierta de golpe. Lexa soltó un reniego, cogió la mano de Lincoln y corrió hacia la puerta de atrás. Salieron a un estrecho espacio a la espalda del edificio. Oyeron gritos detrás de ellos y el tintineo del acero. Silbatos en el siguiente canal, llamadas a más tropas, pasos firmes. Lincoln abrió de un puntapié la entrada de la cocina de otro palazzo y él y Lexa dejaron atrás los gritos de los sirvientes, salieron atropelladamente al recibidor, cruzaron la puerta principal y salieron a una avenida adoquinada. La sangre caía a chorro del brazo de Lexa. Lincoln jadeaba y se agarraba el costado. Lexa vio que su levita estaba chamuscada y olió a carne quemada. Había probado el acero solar en algún momento, junto a la verja, y tenía el chaleco ensangrentado.
—¿Estás bien? —resolló.
—¡Sigue corriendo!
—Y una mierda correr —restalló Lexa—. ¡Llevo un puto corsé!
La chica saltó al pescante de un carruaje que pasaba y se dejó caer en el asiento junto a un asombrado cochero que llevaba el uniforme de alguna casa de poca importancia.
—Hola —dijo.
—Ho…
Su codo impactó en la barriga del hombre y un gancho lo derribó del pescante contra los adoquines. Tiró de las riendas y los caballos se detuvieron con un relincho. Se arrancó el volto de la cara y se volvió para mirar a Lincoln con una ceja alzada.
—Vuestro carruaje aguarda, mi don.
Lincoln subió de un salto al estribo trasero y Lexa azotó los lomos de los caballos con las riendas mientras un cuarteto de jadeantes Luminatii salían corriendo a la avenida tras ellos. El carruaje rodó calle abajo, rebotando y sacudiéndose sobre puentes y adoquines, entre maldiciones de Lexa cada vez que estaba a punto de salir despedida del pescante. El legado nacido de la médula a quien pertenecía el vehículo sacó la cabeza por la ventanilla para ver a qué venía tanto alboroto y descubrió a una chica con un vestido de noche destrozado donde debería estar su cochero. Mientras abría la boca para protestar, Lexa se volvió y lo miró, piel ensangrentada y ojos entornados, con un gato hecho de lo que quizá fuesen sombras sobre el hombro. El hombre volvió a meter la cabeza en el carruaje sin decir ni mu.
—… vaya, qué tonificante, ¿verdad?…
—Es una manera de llamarlo.
—… pareces haber perdido medio vestido…
—Gracias por fijarte.
—… aunque, después de cómo bailabas con ese chico, supongo que perder solo medio es un poco decepcionante…
Lexa puso los ojos en blanco y azuzó más a los caballos.
Abandonaron el carruaje al sur de las Caderas. Lexa bajó a los adoquines de un brinco y saludó levantándose el tricornio al desconcertado propietario. Arriba en el pescante la había azotado el frío viento y se le estaban poniendo azules los labios. Estaba a punto de volver a lamentar su elección de vestuario cuando Lincoln se quitó la levita y, sin mediar palabra, se la echó a Lexa sobre los hombros. Todavía caliente de ceñirle la piel a él. Corrieron por callejuelas y sobre puentes secundarios, en dirección sur hacia la bahía de los Carniceros. Llegaron a la Porqueriza, se colaron dentro y subieron la escalera hacia el entrepiso que dominaba el ya silencioso patio de matanza. Lexa estaba mareada por la pérdida de sangre, que seguía goteando de su brazo después de empapar la manga de la levita de Lincoln. El chico tenía también ensangrentados el chaleco y las calzas, y la mano apretada contra un tajo muy feo en el costado. Estaban pálidos y doloridos; la música, el baile, el whisky y las sonrisas se habían difuminado ya en el recuerdo. Apenas habían logrado salir con vida. Bajaron despacio la retorcida escalera, notando crecer el hedor a cobre y sal en las fosas nasales, abajo, más abajo hacia la sala inundada de sangre.
La shahiid Aalea los estaba esperando.
Ya no llevaba su traje elegante, ni su corsé de hueso de draco ni su precioso dominó. Iba vestida de negro, y los ríos de pelo oscuro enmarcaban aquel rostro blanquecino y con forma de corazón. El único color estaba en su sonrisa, roja como la sangre que goteaba del brazo de Lexa.
—¿Os habéis divertido jugando a ser personas, amores? —les preguntó.
—Tú… —Lincoln tensó el gesto, aún sin aliento—. Tú…
La shahiid cruzó los azulejos hacia ellos. Apartó el brazo de Lincoln de su herida e hizo un chasquido con la lengua. Besó los dedos sangrientos de Lexa.
—Nuestro regalo para vosotros —dijo—. Un recordatorio. Caminad entre ellos. Jugad entre ellos. Vivid y reíd y amad entre ellos. Pero nunca olvidéis, ni por un solo instante, lo que sois. —Aalea soltó la mano de Lexa—. Y jamás olvidéis lo que es servir. —Señaló el estanque—. Feliz Gran Ofrenda, niños.
