Capítulo 20. Rostros
Solo uno de ellos murió en Tumba de Dioses, un chico con el pelo oscuro y hoyuelos llamado Tovo. Se celebró una breve misa por él en el Salón de las Elegías.
Una lápida sin marcar.
Una tumba vacía.
Mientras el coro cantaba y la reverenda madre entonaba súplicas a la diosa de piedra en las alturas, Lexa se esforzó por lamentarlo. Por preguntarse quién era aquel chico y por qué había muerto en aquel lugar. Pero viendo los ojos fríos y los labios apretados de los demás discípulos, supo lo que estaban pensando todos ellos.
«Mejor él que yo.»
Lexa nunca volvió a oír mencionar el nombre de Tovo.
Las semanas fueron pasando; no se celebró la Gran Ofrenda ni hubo más agradecimientos. La mascarada pareció haber acabado a palos con el último rastro de frivolidad entre las paredes del Monte Apacible. La tejedora siguió trabajando, esculpiendo a los demás como obras de arte, pero habían desaparecido las sonrisas y los guiños, los flirteos y los roces. Si antes no, ya todos sabían que aquello no era un juego. El giro después de que Jasper pasara por su tejido, Lexa se dio cuenta de que Lincoln no había ido a clase de Bolsillos. Tras una concienzuda lección de Ratonero sobre el arte de las trampas de polvo y las formas de evitarlas, había subido una escalera en curva y encontrado al chico dweymeri en el Salón de las Canciones. Sin la camisa. Brillando de sudor. Con un par de espadas de madera en la mano, aporreando a un maniquí de entrenamiento con tanta fuerza que al barniz solo le faltaba chillar.
—Lincoln, te has saltado la lección de Ratonero.
El chico no le hizo caso. Amplios tajos que se estrellaban contra la figura de madera y crujidos que resonaban en el salón vacío. Su torso desnudo relucía y las rastas de sal le caían húmedas por toda la cara. Había media docena de espadas rotas tiradas en el suelo a su lado. Debía de llevar allí todo el giro…
—¿Lincoln?
Lexa le tocó el brazo para detenerlo. Lincoln se volvió hacia ella, casi rugiendo, y apartó el brazo.
—No me toques.
La chica parpadeó, sorprendida por la ira de sus ojos. Recordó esos mismos ojos mirándola mientras bailaban, los dedos de Lincoln entrelazados con los suyos…
—¿Te encuentras bien?
—Sí. —Lincoln se secó los ojos y respiró hondo—. Perdona. Vamos a ello.
Formaron los dos en el círculo de entrenamiento bajo la luz dorada del salón. Con espadas de madera en las manos, empezaron a trabajar en las formas Caravaggio de Lexa. Pero al cabo de pocos minutos, se hizo evidente que Lincoln no estaba de humor para enseñar. Gruñía como un lobo resacoso cada vez que Lexa cometía un error, gritaba cuando daba un paso en falso y acabó dándole un espadazo en el antebrazo tan fuerte que le hizo sangre.
—¡Negra Madre! —Lexa se agarró la muñeca—. ¡Eso ha dolido, joder!
—Se supone que no hace cosquillas —replicó Lincoln—. Como vuelvas a bajar la guardia así contra Costia, te rajará el cuello.
—Mira, si quieres decirme qué te tiene tan cabreado, te escucho. Pero si buscas a alguien con quien desfogar la rabia, te dejo con los maniquíes.
—No estoy cabreado por nada, Lexa.
—Vaya, no me digas. —Sostuvo en alto la muñeca ensangrentada.
—Me pediste que te enseñe y te estoy enseñando.
Lexa suspiró.
—La gilipollez esa de la fachada estoica empieza a hacerse molesta, don Lincoln.
—¡Que te follen, Lexa! —bramó él, tirando sus espadas al suelo—. ¡Te he dicho que no me pasa nada!
Lexa optó por callar mientras las espadas rebotaban por el círculo de entrenamiento. Escrutó los ojos de Lincoln. La espantosa tinta garabateada por su piel. Las cicatrices de debajo. Cayó en la cuenta de que era el único discípulo que aún tenía que sufrir el toque de la tejedora.
—Escucha —dijo, y suspiró—. Puede que no sea la mejor para resolver los problemas de los demás, y no quiero fisgonear, pero si quieres hablar de lo que sea, aquí me tienes.
Lincoln torció el gesto, mirando la nada. Lexa volvió a hacer la jugada de esperar, dejando que el silencio preguntara por ella. Después de un siglo de taciturno silencio, Lincoln por fin habló.
—Van a quitármelo —dijo.
—No entiendo.
—Ni falta que hace.
—Puede que no haga falta. —Lexa dejó su espada—. Pero aun así, me gustaría.
Lincoln suspiró. Lexa se sentó con las piernas cruzadas y dio una palmada en la piedra a su lado. Huraño y casi haciendo un mohín, el chico se arrodilló donde estaba y aposentó el trasero. Lexa se le acercó, lo suficiente para que Lincoln supiera que la tenía allí. Pasaron largos minutos sentados en silencio. Un silencio absoluto en un salón que recibía su nombre de las canciones. A Lexa le pareció una estupidez. Allí, más que en ningún otro sitio. Estaban en una academia para aprendices de asesino. Los discípulos estaban cayendo como moscas. El giro siguiente Lincoln podría estar muerto. Y allí estaba ella, intentando que le revelara sus sentimientos.
«Negra Madre, es peor que estúpido: es ridículo.»
Pero quizá ese era el sentido que tenía. Quizá sí que era como había dicho Raven. Quizá frente a tanta brutalidad, tenía que aferrarse a las cosas que importaban. Y mirando a aquel chico extraño, a su maraña de pelo caída sobre ojos que sufrían, Lexa comprendió que de verdad le importaba.
Lincoln le importaba.
—Yo no maté a Llamarriadas —dijo Lincoln por fin.
Lexa parpadeó. Lo cierto era que, con tanta muerte desde entonces, casi se había olvidado del asesinato del chico dweymeri la misma tarde de su llegada.
—Te creo.
—Quería hacerlo. Pero se me adelantó alguien. —La miró de soslayo y su voz se llenó de rabia—. Me llamó koffi, Lexa. ¿Sabes lo que significa?
A Lexa le costó un momento encontrar la voz.
—Hijo de…
—Una violación —espetó Lincoln—. Hijo de una violación.
Lexa suspiró para sus adentros.
«Era cierto, pues.»
—¿Tu padre era un pirata dweymeri? ¿Tu madre…?
—Mi madre era la hija de un bara.
—¿Qué?
—Una princesa, lo creas o no. —Lincoln soltó una risita—. Tengo sangre real, para que veas.
—¿Un bara? —Lexa frunció el ceño—. ¿Tu madre era dweymeri?
Lexa no lo comprendía. Por lo que había leído, eran los señores piratas dweymeri y sus tripulaciones las que se encargaban de las violaciones y los saqueos. Pero si la madre de Lincoln era de Dweym…
—Se llamaba Caminatierras, tercera hija de nuestro bara, Rompeespadas. —Lincoln escupió el nombre como si le supiera a podrido—. No era mucho mayor que tú ahora. Navegaba hacia Camada para el Festival de los Cielos que se celebra cada año. Hubo una tormenta. Acabó de náufraga en alguna roca junto a una doncella y un contramaestre. Tres supervivientes de cien.
»Un arrastrero itreyano la encontró. El capitán los subió a bordo a los tres. Echó al chico a los dracos de mar y violó a mi madre y a su doncella. Y cuando se enteraron de quién era, mandaron decir a mi abuelo que podría recuperarla a cambio de su peso en oro.
—Por los dientes de las Fauces. —Lexa apretó la mano del chico—. Lo siento mucho, Lincoln.
Lincoln sonrió con amargura.
—Una cosa diré a favor de mi abuelo. Quería a sus hijas.
—¿Pagó?
Lincoln negó con la cabeza.
—Averiguó dónde estaban escondidos y quemó el campamento. Asesinó hasta al último hombre, mujer y niño. Pero recuperó a su hija. Nueve meses más tarde, tuvo un nieto. Y cada vez que me miraba la cara, veía a mi padre.
Lexa miró a los ojos del chico con dolor en el pecho.
«Color avellana, no castaños.»
—Eso no define quién eres, Lincoln.
El chico le devolvió la mirada y el relato murió en sus labios. Algo cambió en el aire, algo en sus ojos encendió una llama en la tripa de Lexa. Esos ojos sin fondo. Esos garabatos de odio en la piel. El corazón le martilleó. Las palmas de sus manos sudaron en las de él. Temblaron.
—… Lexa…
Temblaron igual que la sombra a sus pies.
—… Lexa, alerta…
—Vaya, vaya.
El sortilegio de silencio se quebró. Costia estaba en el rellano de la escalera, acompañada de Jasper. La pelirroja iba vestida para entrenar, con cuero negro y una túnica sin mangas. El corpulento cómplice de la chica se quedó a su lado, con algo muy feo en la mirada. Costia se metió los pulgares en el cinturón y entró como si nada en el salón.
—Me preguntaba a qué te dedicabas por la nuncanoche, Wood.
Lexa se puso de pie y sostuvo la mirada de la chica.
—No sabía que te importara, Costia.
La pelirroja miró alrededor, hacia las espadas rotas y los maniquíes.
—¿Practicabas? —dijo, burlona—. Más te valdría rezar.
—Mis disculpas. —Lexa puso cara de preocupación y miró el suelo como si buscara algo—. Parece que he perdido la puta mierda que me importa lo que opines.
Costia se agarró las costillas y profirió una estruendosa carcajada que duró medio segundo. Luego la sonrisa cayó de sus labios y se hizo añicos como el cristal contra la piedra.
—¿Te crees muy graciosa, puta? —preguntó Jasper.
—Vaya, puta. —Lexa asintió con la cabeza—. Muy creativo. ¿Qué viene después? ¿Guarra? No, zorra, ¿a que sí?
Jasper parpadeó. Lexa casi podía verlo tachando las palabras de su lista mental de insultos y encontrándola vacía. Lincoln se había puesto de pie junto a ella, encarado hacia el imponente itreyano, pero Lexa le puso una mano en el brazo. Era poco probable que Costia intentara algo allí, y Lexa podía pasarse todo el giro intercambiando pullas. Enviaría a los dos a la cama bien calentitos.
—¿Qué quieres, pelirroja?
—Tu cráneo en los escalones del Senado, al lado del de mi padre —respondió Costia.
Lexa suspiró.
—Roan Azgeda ejecutó a mi padre igual que al tuyo. Eso nos convierte en aliadas, no en enemigas. Las dos odiamos al mismo ho…
—No me hables de odio —la interrumpió la chica, casi gritando—. Tú nunca lo has saboreado, Wood. Mi familia entera está muerta por culpa del puto traidor de tu padre.
—Como llames traidor a mi padre otra vez —gruñó Lexa—, volverás a ver a tu familia un poco antes de lo que querrías.
—Es bastante curioso. —Costia sonrió—. Tu amiguita Clarke va ganando con mucha ventaja en la competición de robos de Ratonero. Está claro que podría colarse en cualquier habitación de esta montaña. Lo normal habría sido que le pidieras que se encargara del asunto por ti. Pero me metí en el salón de Ratonero hace una semana y, para mi sorpresa, seguía allí.
Lexa puso los ojos en blanco.
—Por las Cuatro Hijas, ¿se puede saber de qué parloteas?
La sonrisa de Costia era afilada como el acero recién forjado. Metió la mano en el cuello de su túnica sin mangas. Sacó algo que rodó y resplandeció en la tenue luz.
—Ah, de nada importante.
Lexa sintió náuseas en su estómago revuelto. Un espasmo de dolor. Un fogonazo cegador. Y mientras retrocedía trastabillando, con una mano alzada para cubrirse los ojos, distinguió la forma de tres círculos, oro rosado, platino y oro amarillo, brillando al final de una fina cadena.
«Oh, diosa…»
La Trinidad de Ratonero. El medallón sagrado, bendecido por la Mano Derecha de Aa. Lexa retrocedió dando trompicones mientras Costia avanzaba, con una sonrisa cada vez más amplia. El terror la inundó en frías oleadas y notó que Don Majo se encogía en su sombra. Y aunque los soles solo brillaban un poco a la luz del cristal tintado del techo, para Lexa era una luminosidad cegadora. Ardiente. Abrasadora. Costia siguió acercándose y Lexa cayó de rodillas, con la boca llena de bilis. Lincoln recogió su espada de entrenamiento y rugió:
—Guarda ese puto trasto, Costia.
La chica hizo un mohín.
—Pero si solo nos estamos divirtiendo, Lincoln.
—¡He dicho que lo guardes!
La chica dio otro paso hacia Lexa, con los soles brillando. Lincoln alzó su espada de práctica y Jasper acudió a su encuentro, moviendo los dedos de aquellas manos grandes como mazas. Los chicos se pusieron a ello, Lincoln descargando la hoja de madera sobre el antebrazo de Jasper con un sonoro crujido y el itreyano dando un respingo de dolor y lanzando el puño. Cayeron en una refriega de nudillos y codos y maldiciones. Pero mientras tanto, Costia seguía avanzando. Lexa se apartaba a gatas sobre la piedra, con el vómito burbujeando en su garganta. Estaba indefensa. El miedo de Don Majo pasó a ella y duplicó, triplicó el que ya sentía. Topó con algo duro a su espalda y comprendió que estaba contra la pared. Ojos cerrados de nuevo contra aquella espantosa y ardiente luz. La oscuridad a su alrededor serpenteó, marchitándose como una flor que pasa demasiado tiempo a los soles. Y mientras Costia se acercaba más y Lexa sentía la luz cayendo sobre ella como un peso físico, mientras su corazón atronaba tan fuerte que amenazaba con saltarle del pecho, Don Majo se disgregó de su sombra.
Se disgregó y huyó.
—¡Don Majo!
La sombra salió disparada por el suelo, siseando en su huida. Piedra a través. Escalera abajo. Perdiéndose de vista mientras Lexa chillaba y el terror la anegaba en oleadas demoledoras. Intentó lanzar una débil patada a las piernas de Costia, que rio mientras se apartaba a un lado. Lexa oyó gritar a Lincoln. Su propio pulso en sus oídos. Dolor. Un pavor tan intenso que pensó que moriría. Y justo cuando empezaba a superarla, justo cuando aquella horrible luz amenazaba con dejarla ciega…
—En el nombre de la Madre, ¿qué está pasando aquí?
Costia se volvió y eclipsó la luz con su cuerpo. Entre náuseas y lágrimas ardientes, Lexa vio al shahiid Solis de pie en el círculo de entrenamiento, sus enormes brazos cruzados, sus ojos blancos fijos en nada en absoluto. Lincoln y Jasper se levantaron del suelo y Costia volvió a meterse el collar en la túnica. Con los soles ocultos, el dolor que laceraba el cuerpo de Lexa remitió casi de inmediato. Pero sin Don Majo, el miedo permaneció, arrastrándose como una marea grasienta por sus entrañas. Se puso de pie tambaleándose, con el corazón acelerado, buscando a su alrededor en la oscuridad. No vio ni rastro de su amigo.
—Os he hecho una pregunta, discípulos —ladró Solis.
Sin hacer caso al Shahiid de Canciones, Lexa rodeó la pared, alejándose de Costia. Unos ojos ciegos se volvieron hacia sus pasos, pero ella llegó al arco y bajó la escalera a toda prisa con piernas temblorosas. Oyó el rugido de Solis pidiendo explicaciones. Lincoln la llamó, pero Lexa tampoco le hizo caso y siguió descendiendo con paso inestable a la oscuridad.
—¿Don Majo?
No hubo respuesta. No sentía a su amigo. Solo el miedo, aquel peso aplastante y olvidado hacía tanto del terror. Le temblaban las manos. Le tiritaban los labios. Comprendió que la había abandonado.
«Me ha abandonado…»
—¡Don Majo!
—¡Lexa, para! —la llamó Lincoln, bajando de dos en dos los escalones tras ella.
La chica siguió adelante, corriendo por los pasillos curvos hacia la penumbra de cristal tintado, gritando el nombre del gato-sombra.
—¡Para! —Lincoln la agarró del brazo.
—¡Suéltame!
—Este sitio es un puto laberinto. Podría estar en cualquier parte.
—¡Por eso tengo que encontrarlo! —Se giró y gritó a la oscuridad—. ¡Don Majo!
—Se ha asustado, nada más. Volverá cuando esté preparado.
—¡Eso no lo sabes! ¡Esos soles, esa zorra, le han hecho daño!
—¿Y qué vas a hacer? ¿Vagar por la oscuridad buscando algo que está hecho de oscuridad? ¡Párate a pensar un minuto!
Lexa cerró los párpados con fuerza. Intentó recobrar el aliento. Forcejeó con su miedo. Con el peso. Con el frío. Era tanto, diosa, que llevaba eones sin sentirse así. Desde que él la había encontrado acurrucada en aquel tonel, desde que le había regalado el cuchillo que le salvó la vida. Pero lo que Lincoln había dicho fuera de la montaña era cierto: al apoyarse en el gato-sombra tanto tiempo, había olvidado cómo lidiar sola con aquello. Le flojeaban las piernas. Notaba el estómago lleno de hielo aceitoso. Cerró los ojos y se obligó a tranquilizarse. El miedo se resistió, riendo.
Demasiado intenso. Demasiado.
Don Majo la había abandonado. Por primera vez desde que podía recordar.
«Estoy sola.»
—Oh, diosa —susurró—. Oh, diosa, ayúdame.
Se quedó dubitativa en la oscuridad. Incapaz de avanzar aunque fuese a trompicones. Demasiado asustada para quedarse quieta. Con la imagen de aquellos condenados soles tras los párpados cada vez que los cerraba. Todavía podía sentirlo. Ese odio imposible. Los tres ojos de Aquel que Todo lo Ve, quemándola hasta cegarla. ¿Qué había hecho ella para merecerlo? ¿Qué pasaba con ella? ¿Y qué iba a hacer si Don Majo no regresaba?
Y entonces lo sintió. Brazos fuertes rodeándola. Abrazándola. Lincoln la apretó contra su pecho y la envolvió. Le acarició el pelo. La mantuvo cerca de él.
—Está bien —murmuró—. Todo se arreglará.
Lexa se concentró en la calidez de su piel desnuda. En el latido de su corazón. Ojos cerrados. Solo respirar. Calentita y a salvo y no tan sola. Logró contenerlo. El miedo. Despacio. Cada ápice, un suplicio. Pero consiguió apartarlo, enviarlo al fondo de sus pies y pisarlo con todas sus fuerzas. Intentó discernir qué significaba todo aquello. Por qué la quemaban esos soles. Qué había hecho para provocar el odio de un dios. Qué había asustado tanto a una criatura que se alimentaba del propio miedo.
—Demasiadas preguntas —susurró—. Muy pocas respuestas.
—¿Y qué vas a hacer?
Lexa se sorbió la nariz y tragó saliva con esfuerzo. Puso las manos sobre el pecho de Lincoln y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, se apartó. Alzó la mirada a sus ojos, con el corazón aún aporreándole en el pecho. Labios a solo unos centímetros de los suyos.
—¿Lexa?
La chica respiró hondo. Miró su sombra en la piedra y la encontró solo tan oscura como la del chico que tenía al lado. Ya no era lo bastante oscura para dos. Y allí, en la negrura, al fin entrevió la solución de su puzle.
—Creo que es hora de reclutar al hombre más peligroso de estos salones —dijo.
Lincoln miró atrás, hacia el Salón de las Canciones y el shahiid del que habían escapado.
—Creía que acabábamos de salir huyendo del hombre más peligroso de estos salones.
Lexa intentó sonreír. Se conformó con menear la cabeza a los lados.
—Se nota que no habéis frecuentado lo suficiente la compañía de bibliotecarios, don Lincoln.
